Por: Paul Walder
El proceso constituyente no tiene buena pinta. Ya encauzado en la institucionalidad, corre solo y levanta el riesgo, cada día más evidente, de dejar abajo al pueblo movilizado. La indignación, la desesperación y la furia popular de octubre por el cambio de orden, por un reseteo sistémico, ha dado inicio no a una respuesta honesta desde el poder establecido, sino ha puesto en marcha, una vez más, una estrategia entre aquella misma clase para terminar tal como se estaba en el comienzo. Una gran espectáculo que nos conduzca después de un largo circuito a la semana previa del 18 de octubre.
Todo el aparato institucional y sus herramientas funcionales, como los medios de comunicación hegemónicos, trabajan para abril. Un cronómetro que nos retrotrae. Un déjà vu que nos revela una de los mayores fraudes en la historia política reciente. El malestar de la transición, aquel plebiscito marcado por dos SI.
Marcar un No fue la continuación de la constitución de Pinochet, un molde a la medida de un estado conforme a los intereses de los golpistas, los terratenientes, las oligarquías y los poderes financieros e industriales. Una jaula de hierro legal para dejar fuera al pueblo de todas las decisiones, un nunca más a las demandas sociales, un cerrojo al devenir social de la historia. Esta constitución ha sido la que nos ha regido por los últimos cuarenta años, por décadas naturalizada por las clases políticas de todos los espectros.
La oposición a la dictadura aceptó esa constitución ilegítima, antidemocrática, partisana, como le llama el constitucionalista Jaime Bassa. Y lo hizo con mucho agrado al comenzar a recibir, como grupo subalterno de la gran oligarquía, el empresariado y los saqueadores de las otrora empresas del estado, de no pocos beneficios.
Este ha sido un punto central para la continuidad de una constitución repudiada por toda la población. Hay una clase política transversal que ha defendido el texto. “Quienes tienen voz en la discusión pública sobre la nueva constitución, la ejercen desde aquí, desde una realidad material marcada por estas contingencias. Este factor no puede ser desconocido, por una sencilla razón: la actual estructura institucional ha permitido que estas personas , que han devenido en agentes políticos, accedan a un estatuto de privilegio que les ha permitido acumular poder, pero no sólo político, también económico” (Bassa, Constituyentes sin Poder). No solo Jovino Novoa o Hernán Larraín han defendido a brazo partido la constitución sino también un anticonstituyente como Jorge Burgos o un Camilo Escalona (que no fuma opio), por citar a unos pocos en un universo de millares.
Todos los males juntos para modelar, ordenar y usufructuar de un pueblo. La supuesta modernización que data de 1990 es un diseño atado a la constitución oligarca, un programa de gobierno desarrollado por la dictadura cívico militar que aplicó, con mucho gusto, la entonces Concertación y demases gobiernos. Una aplicación sobre al menos dos grandes aspectos: consenso en la elite dirigente, que aceptó el ordenamiento constitucional como una regla por defecto, y un modelo de sociedad definido a espaldas del pueblo sin que este pudiera expresarse sobre esta imposición. Si ha habido o no modernización, lo concreto es, dice Bassa, es que no ha sido democrática, ha sido “sin el pueblo, determinada por las decisiones de la clase dirigente, muchas veces en su propio beneficio”.
El pueblo logró en noviembre forzar a la clase dirigente para cambiar la ilegítima constitución. Un logro, claro, que tiene el riesgo de quedarse en la forma. Porque las demandas de la población movilizada no se resuelven per se con una nueva constitución o mediante un proceso constituyente que avanza por los mismos carriles de las repudiadas instituciones. Una nueva constitución cuya participación y discusión parece acotada entre los partidos, el congreso, el ejecutivo y el mismo presidente. El pueblo, el soberano, tal como esta decadente democracia representativa secuestrada por las oligarquías y el lobby de los poderes económicos, será convocado a refrendar o rechazar lo que salga de una caja oscura.
El historiador Felipe Portales, que ha escrito sobre la transición, observa hoy las mismas fuerzas presentes en el proceso constituyente. Quienes han puesto en marcha este proceso son los mismos que hace un par de meses atrás no mostraban ni interés ni necesidad en cambiar la constitución dictatorial. Si hoy se mueven es porque ya se ha diseñado un mecanismo, con un innecesario veto de la minoría conservadora, para no tocar el modelo.
El proceso constituyente sufre una creciente deslegitimidad porque no están quienes debieran estar. No está el soberano, el pueblo movilizado. Con un presidente que en la mañana firma el decreto para el plebiscito y por la tarde inventa enemigos poderosos e implacables, al que le envía miles de carabineros montados y motorizados, el abismo entre la clase política, las elites y la población no se cerrará ni con un plebiscito y menos con una nueva constitución a todas luces espuria e insuficiente. La herida que se abrió 18 de octubre seguirá latente y dolorosa.
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