… muy diversos segmentos argentinos la recuperación por el Estado de la conducción y el manejo de los servicios públicos y la titularidad de las empresas encargadas de su prestación .
A partir de aquel desastre, prevenible y evitable con un poco del cuidado muy ausente en los concesionarios y beneficiarios del ominoso proceso privatizador, quedó instalada en una franca mayoría de la sociedad la necesidad de que se vuelva -mejorada y ampliada si se hace necesario- la realidad vigente hasta 1990. Hasta allí, el transporte ferroviario, junto a la actividad petrolera, la energía eléctrica, el gas y muchísimas otras áreas estratégicas como el sistema jubilatorio, corrían por cuenta del Estado nacional que, con todas sus falencias e insuficiencias, mantenía un criterio, luego desaparecido, de que lo importante era el usuario, la población y no las ganancias de las empresas que merced al neoliberalismo insolente y avasallante que aupado en un movimiento político de muy antagónica ideológica, entró en ese decenio a imponer sus reglas.
A pesar de esa opinión popular que parece empujar hacia un esperado retorno a tiempos mejores, no se advierte el necesario impulso y convicción en los estratos que ejercen el poder. Es de interrogar por qué no se tiene en cuenta si los dos partidos políticos más importantes del país, reunidos, capitalizan no menos de las tres cuartas partes de adhesión ciudadana, son coherentes con su origen y su mejor tiempo. Y por tales, apoyarían sin hesitar la remoción de todo el lastre que aún condiciona el presente y el futuro argentino.
Es cierto que una y otra fuerza, peronismo y radicalismo, tuvieron su momento de decaimiento sino directo abandono de sus mejores principios. Así le fue al primero de ellos, cuando en los 90 mutó en menemismo y abrió paso a la piratería lucrativa que llegó al país -o estaba ya en él- para apropiarse a precio vil de servicios y empresas públicas colocadas en situación de remate. También los descendientes de Alem tuvieron su época sombría, con un antikirchnerismo bobo -al decir de uno de sus propios y más lúcidos dirigentes-, cuando empezaron a marcar el paso al compás del redoblante de los grandes terratenientes. Pero esa no había sido la génesis o consolidación ideológica de una y otra agrupación, del perfil que las llevara a reunir tantas voluntades.
Por ejemplo, el peronismo que implantó la Constitución de 1949, establecía en su texto (artículos 38 al 40) “la función social de la propiedad”. Indicaba allí que “los minerales, la caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptible e inalienable de la Nación”. Disponía que la importación y exportación “estarán a cargo del Estado”, y que “los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación”. En la otra fuerza, la UCR, años antes había dicho lo suyo cuando el 4 de abril de 1945, en la Declaración de Avellaneda, dejó expuesto su serio compromiso de luchar por la “nacionalización de todas las fuentes de energía natural, de los servicios públicos y de los monopolios extranjeros y nacionales que obstaculicen el progreso económico del país, entregando su manejo a la Nación, a las provincias, a las municipalidades o a cooperativas según los casos”.
La reversión no es fácil. Requerirá de una reforma de la Constitución del 94, que hizo del país un aglomerado de satrapías, con gobernadores débiles o seducibles por las poderosas compañías trasnacionales. La experiencia lo dice claramente, con la lucha popular emprendida contra las concesiones otorgadas a la megaminería en el Ande.
Con un texto y una limitación bien definidos y al solo fin de encarrilar al país por una sólida vía de profundo contenido social, sobrarían votos en la asamblea legislativa para declarar la necesidad de la reforma constitucional en el sentido expresado. Falta decidirse, y actuar, naturalmente.
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