Por: Andrés Kogan Valderrama
A sólo un día que se realice el plebiscito por el apruebo o rechazo para una nueva constitución, se han generado muchas expectativas, pero también incertidumbre sobre lo que ocurrirá con el proceso posterior a la votación del 25 de octubre.
No debiera sorprender esta incertidumbre, considerando que es un plebiscito inédito en el país, luego de más de 200 años de constituciones autoritarias escritas por las élites existentes y sin ningún tipo de consulta popular para su aprobación.
Quizás lo más claro de quienes iremos a votar por el apruebo y convención constitucional, es que queremos ponerle fin a la constitución política actual, que fue escrita en dictadura por una comisión de juristas ultra conservadores y aprobada luego de un plebiscito fraudulento un 11 de septiembre de 1980.
Asimismo, se abre una posibilidad de dejar atrás una constitución que no sólo se impuso de manera corrupta y criminal, sino que también instaló un modelo económico que privatizó prácticamente todos los ámbitos existentes, llevando al extremo de convertir al agua en un bien más de mercado.
Una privatización de prácticamente todo, que sólo fue posible en la medida que la constitución asume el principio de subsidiariedad. En otras palabras, el rol del Estado quedó reducido a su mínima expresión, a través de la implementación de políticas focalizadas para superar la pobreza. Es decir, sin derechos sociales y ambientales universales, subordinándose finalmente a lo que haga o no el sector privado, el cual ha usado a la Naturaleza como fuente de recursos para sostener el crecimiento económico.
En consecuencia, aquel rol subsidiario del Estado, terminó siendo perfecto para las ideas neoliberales, en donde la economía quedó en manos del supuesto emprendimiento individual.
Esto en la práctica, instaló una sociedad extractiva, de consumo y profundamente individualista.
Es así como la constitución generó las condiciones jurídicas para construir una verdadera plutocracia en el país, manejada por una élite económica, generando que el 1% de la población concentre el 26,5% de los ingresos. Esto se suma a que de los 15 mil dólares per cápita que tiene Chile, de lo que tanto la élite busca vanagloriarse, sea acompañado con el 53% de trabajadores que gana menos de 540 dólares, mostrando así una brutal desigualdad.
Por eso que no debe sorprender que los sueldos de los parlamentarios sean 31 veces más que el sueldo mínimo, que las deudas de los chilenos alcancen el 73,5% de sus ingresos, que la mitad de los jubilados reciban pensiones por debajo del sueldo mínimo, que las universidades públicas sean de las más caras del mundo y que los medicamentos sean los más elevados de la región.
De ahí que el discurso meritocrático que han intentado instalar las élites, no se sostiene empíricamente, ya que lo que ha hecho el modelo económico ha sido generar una sociedad profundamente segmentada, segregada y de apartheid social, en donde el discurso de la libertad de elegir no es más que la libertad de elegir de quienes tienen los medios para hacerlo.
A su vez, esta plutocracia ha generado que esas grandes fortunas sean precisamente las que hayan financiado a toda la clase política. No es fortuito por tanto que los abusos y la colusión de precios se hayan dado con total libertad todos estos años. La evidencia más clara de esto fue cuando se llevó al Tribunal Constitucional el proyecto de ley que buscaba darle más poder al Servicio Nacional del Consumidor (SERNAC).
La guinda de la torta de esta plutocracia es el mismo Sebastián Piñera, quien fuera la persona que trajera el negocio de las tarjetas de crédito al país y sea en la actualidad el décimo presidente más rico del mundo, superando ampliamente a todos los gobernantes de América Latina.
Por todo lo señalado anteriormente, la necesidad de votar por el apruebo y convención constitucional este 25 de octubre, es una oportunidad histórica de comenzar a pensar un Chile distinto, en donde el centro no sea el dinero sino la dignidad de las personas y el cuidado de la Naturaleza.
Que la constitución plutocrática de los últimos 40 años quede atrás, para dar paso a una nueva constitución democrática.
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