Por: Javier Buenrostro
La crisis financiera internacional de 2008 desnudó una crisis mayor: la del neoliberalismo. Este sistema buscó construir una modernización a través de la privatización y la liberalización económica, lo mismo en el Chile de Pinochet, la Inglaterra de Margaret Thatcher, los Estados Unidos de Ronald Reagan o el México de Carlos Salinas de Gortari.
La privatización de sectores claves para la soberanía de cualquier país, como son el de la agricultura o el energético, vino aparejado de una reestructuración del campo laboral cuyo mejor ejemplo es el golpe de muerte que le dio Thatcher a los mineros a principios de los años ochenta. Le siguieron otros sectores productivos y la precariedad del empleo se convirtió en la principal consecuencia y afectación para la sociedad.
Desde entonces hay una crisis del modelo social y laboral en Europa, que se replicó de forma agravada en el resto de los países que implementaban la “doctrina del shock”, tal como Naomi Klein describió este capitalismo del desastre. El economista Joseph Stiglitz observó que el precio que había que pagar por seguir las reglas del neoliberalismo provocaba una profunda desigualdad, donde el 1% de la población concentra más recursos que el otro 99%.
El que la dictadura militar de Pinochet en Chile haya sido el laboratorio donde se implementó por primera vez a gran escala esta modernización económica muestra que el neoliberalismo no es compatible con las democracias. ¿Cómo un sistema económico que beneficia a solo el 1% y perjudica al 99% puede ser democrático? ¿Cómo un sistema que tiende a la concentración de la riqueza y los privilegios podría ser aceptado voluntariamente por las mayorías?
Mientras que los neoliberales ven al gobierno como facilitador de un régimen irrestricto de las libertades empresariales, los populistas invocan que el Estado debe estar al servicio de la mayoría social, esa que fue desplazada y hundida precisamente durante el neoliberalismo.
Este auge del neoliberalismo significó socialmente una crisis para los derechos laborales. Y sin un régimen que garantice y respete los derechos laborales no hay democracia posible. Puede haber un sistema que permite la elección de representantes mediante el voto popular, pero eso no es una democracia. La democracia debe estar sustentada en la igualdad, no de bienes o riqueza, sino de derechos. Y la carencia de derechos laborales es el punto de partida para la negación de otros derechos sociales y, por tanto, de una democracia real y efectiva.
Esta crisis de los derechos laborales en los regímenes neoliberales fue el inicio de las crisis democráticas. Los derechos sociales no iban en la misma ruta que los derechos políticos e incluso parecía que tenían que nadar a contracorriente de las libertades económicas del mercado. Mientras que empresas aumentaban su capital de la noche a la mañana gracias a la especulación financiera, el trabajador común vivía cada vez con mayor precariedad.
El embate que hubo en todo el hemisferio occidental contra los sindicatos en los 80s y el aislamiento de los trabajadores que pasaron de ser una fuerza colectiva que produce riqueza a “emprendedores” individuales sin derechos ni certezas laborales en los 90s, transformaron por completo la arena política y social a principios de este siglo. En Europa, la libertad de mercado del neoliberalismo y su consecuente negación de los derechos laborales dieron al traste con el pacto social de la posguerra y los “Treinta Gloriosos”.
En Latinoamérica no fue casual que la dictadura de Pinochet acabara de golpe y porrazo con los ideales de justicia social del movimiento de Unidad Popular de Allende, mientras moldeaba con el tolete los privilegios del empresariado nacional y extranjero. El triunfo del neoliberalismo fue la derrota de la mayoría, de las democracias, de los gobiernos del pueblo y para el pueblo. Es por eso que en las dos últimas décadas volvieron a adquirir relevancia en todo el mundo los movimientos a favor del 99%, a favor de las mayorías. Es lo que muchos denominan populismo.
En el auge y crisis del neoliberalismo, cualquier crítica hacia el mainstream es etiquetada como populista, sin distinción alguna. Es una versión actualizada de lo que sucedió en la Guerra Fría, cuando cualquier campesino, obrero, maestro, estudiante o líder social que hablaba de justicia y derechos laborales era etiquetado como comunista.
El populismo, como cualquier concepto, es polisémico y no hay espacio aquí para tratar de precisarlo, pero convengamos por el momento que el populismo es un antagonista natural del neoliberalismo. Mientras el neoliberalismo pugna por las libertades y privilegios del 1%, el populismo apela a la articulación de los derechos y necesidades del 99%. Mientras que los neoliberales ven al gobierno como facilitador de un régimen irrestricto de las libertades empresariales, los populistas invocan que el Estado debe estar al servicio de la mayoría social, esa que no tiene derechos laborales ni sociales; esa que fue desplazada y hundida precisamente durante el neoliberalismo.
Es claro que el espectro político es mucho, muchísimo más amplio que solamente neoliberalismo y populismo, pero esa amplitud no es tan relevante discursiva y demográficamente. En el auge y crisis del neoliberalismo, cualquier crítica hacia el mainstream es etiquetada como populista, sin distinción alguna. El disenso es sinónimo de populismo. Es un aggiornamento, una versión actualizada de lo que sucedió durante la Guerra Fría cuando cualquier campesino, obrero, maestro, estudiante o líder social que hablaba de justicia y derechos laborales era etiquetado como comunista.
El caso de México
Por lo mismo, la estirpe populista parece ser mucho más variada y polémica que la neoliberal. Por ejemplo, mientras hoy muchos de sus críticos afirman que Trump es un populista, en la historia estadounidense también Roosevelt ha sido considerado como populista mientras que Obama se consideraba a sí mismo de tal manera. En México, López Obrador muchas veces es analizado bajo este concepto por su liderazgo y carisma, y sin embargo difiere en la política de ingreso-gasto con la extensa mayoría de los populistas.
Más allá de genealogías y precisiones conceptuales, el discurso político de las dos últimas décadas se ha construido alrededor del antagonismo entre neoliberalismo y populismo. Y eso seguirá ocurriendo en el futuro cercano, principalmente alrededor de las contiendas electorales. Etiquetas y frases simples para que puedan ser repetidas y consumidas masivamente cual eslóganes publicitarios.
No hay nada alarmante en todo esto. Hasta aquí todo va bien, como dirían en cierta película. Pero el problema es cuando el contraste entre populismo y neoliberalismo deja de ser un debate solamente entre adversarios políticos y participa abiertamente el juez de la contienda. ¿Qué pasaría si en un partido de futbol el árbitro va vestido con la playera de uno de los equipos? Esto que es de sentido común y nos parece impensable, ocurrió en México cuando el presidente del Instituto Nacional Electoral criticó abiertamente el populismo por erosionar la democracia.
El debate entre populismo y neoliberalismo está muy vivo en la ciencia política y mucho más en los discursos electorales y partidistas. Pero bajo ninguna circunstancia el juez puede decantarse públicamente por alguno de ellos. No es ético ni legítimo y sobre todo no es justo para la democracia.
El problema no es su ignorancia en teoría política, sino que muestra abiertamente su antipatía hacia uno de los actores de la contienda en la que él se supone debería ser un juez imparcial. Desafortunadamente, no es la primera vez que muestra esta parcialidad, ya que suele comer con miembros de la derecha mexicana como el expresidente Felipe Calderón, quien fue responsable del fraude electoral de 2006. También es un ponente recurrente en los foros que organiza la derecha, incluso en los de carácter partidista. Además, suele criticar cualquier posición del presidente López Obrador, especialmente las que él califica como populista.
Independientemente de si el presidente del Instituto Nacional Electoral tiene razón en sus dichos o no, no es posible bajo ninguna circunstancia ser juez y parte. Es imposible por estatutos y por simple sentido común. Este tipo de acciones deberían ser castigadas. Y si quiere manifestar sus opiniones políticas con entera libertad puede dar un paso al costado, dejar de ser juez y convertirse en un actor político con plenos derechos.
El debate entre populismo y neoliberalismo está muy vivo en la ciencia política y mucho más en los discursos electorales y partidistas. Pero bajo ninguna circunstancia el juez puede decantarse públicamente por alguno de ellos. No es ético ni legítimo y sobre todo no es justo para la democracia.
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