Por: Luis Gonzalo Segura
En agosto de 2019, tras la aprobación presidencial, el Ejército colombiano bombardeó campamentos de organizaciones paramilitares en Caguán. Fallecieron ocho niños. Meses más tarde, en noviembre de ese mismo año, fueron siete los menores que perecieron en Caquetá. Aquel bombardeo provocó la caída de Guillermo Botero, ministro de Defensa, tras la correspondiente reprobación parlamentaria por el conocimiento previo de la presencia de menores. Quizás por ello, cuando se ha conocido que falleció al menos una menor –algunas voces denunciaron la muerte de doce e incluso catorce menores– en un nuevo bombardeo del Ejército colombiano hace unos días, el actual ministro de Defensa, Diego Molano, no lo dudó : “Son máquinas de guerra”.
Si bien es cierto que el problema parece tener poca o ninguna solución, las explosivas aseveraciones de Diego Molano, “máquinas de guerra”, trasladan el conflicto a un nivel muy por encima de la flagrante, brutal y reiterada violación de los derechos humanos por parte del Estado y las fuerzas militares y policiales colombianas, pues enmarcan el conflicto armado en la normalidad, en la legitimidad, en la necesidad. En la lógica aniquilación de las “máquinas de guerra” de enemigas. En la legalidad norteamericana que señala que las personas no tienen derechos cuando son enemigos, como en Guantánamo. Porque los enemigos nunca tienen derechos en las guerras. Como si los derechos se puedan ganar o perder, cuando son inalienables. Como si Colombia viviera una guerra.
Más allá de esta cuestión, el problema es que la aniquilación de las “máquinas de guerra” enemigas no solo no parece una solución, sino la etapa final de un ciclo vital que comienza en las fábricas estatales colombianas. Porque Colombia es una de las grandes factorías mundiales de pobreza y desigualdad en cuya cadena industrial se incorporan ciudadanos a los que se les extrae aquello que pudiera tener de valor y se les arroja al vertedero. La fábrica funciona a un ritmo incansable para dar satisfacción a los directivos colombianos que ansían cada día números mejores y a los propietarios extranjeros que, también, ansían cada día dividendos mayores. Los menores de edad solo son residuos en esta fábrica de expolio.
No obstante, Colombia aumentó su PIB entre 2000 y 2019 casi un 3,8% de media, con picos de hasta el 6,5%. No sucedió lo mismo con la pobreza y la desigualdad: casi el 35% del país se siente pobre y casi el 20% sufre pobreza multidimensional, según un estudio de 2019. Pero estos datos solo son globales. Al comprobar los datos regionales se observa que existen diferencias terribles entre los departamentos, situándose algunos por encima del 30%, incluso del 50%, mientras que en los departamentos más afortunados los indicadores oscilan sobre el 10%, e incluso descienden del 5% –La Guajira, 51,4%; Chocó, 45,1%; Caquetá, 28,7%; Cundimarca, 11%; San Andrés, 8,9%; Bogotá, 4,4%–. Nos encontramos, pues, con bolsas de pobreza, profundos pozos de miseria, y un país quebrado no solo por montañas, sino por la desigualdad.
Por ello, no se encuentran muchas dudas sobre cómo los menores entran en la guerrilla: son empujados por un Estado que los ha abandonado. Lo hacen, además, en no pocas ocasiones, después de padecer años en las calles. Es decir, es la pobreza y la desigualdad la que alimenta el reclutamiento, la ausencia total de una estructura estatal que les proteja y les permita una mínima posibilidad de prosperidad mientras las élites continúan su enriquecimiento. Y todo ello mientras los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Una vez dentro, los menores han sido víctimas y verdugos, lo mismo han sufrido abusos de todo tipo, incluyendo sexuales, que han colaborado en todo tipo de tareas, en ocasiones más logísticas y en otras más bélicas, lo que les ha ocasionado terribles daños físicos y psicológicos. Sin embargo, la realidad demuestra que muchos consideran en Colombia que esa vida violenta supone su mejor opción laboral, profesional y personal. Peor aún: la única. Para ellos, los grupos ilegales son mejor que el Estado porque, con todos sus males, existe.
Desgraciadamente, solo una política integral sincera y decidida podrá recuperar esas vidas desechadas del laberinto de violencia, destrucción, muerte y abortos en las que se sumergieron. Y solo una política integral sincera y decidida podrá evitar que más menores integren la guerrilla en los próximos años. Incluso que esta misma exista. Pero ¿qué sería entonces de la fábrica de expolio de las élites colombianas? ¿Están dispuestas las élites colombianas y las regiones más ricas a un reparto más justo? ¿Se lo permitirían los poderes internacionales, especialmente los norteamericanos, amos y señores de su patio trasero? No lo parece.
Colombia hace mucho tiempo que desechó a los menores. Entre otras cuestiones porque resulta más barato, y lucrativo, para las élites bombardear menores mientras se les deshumaniza y criminaliza públicamente que aumentar el gasto social.
Se puede afirmar cínicamente que la guerrilla los utiliza como “escudos”, pero aun cuando fuera así, los utiliza. El Estado, los desecha. Hace mucho que los desechó. Por millones. Entre otras cuestiones porque resulta más barato, y lucrativo, para las élites bombardear menores mientras se les deshumaniza y criminaliza públicamente que aumentar el gasto social.
No, los niños no pueden ser bombardeados jamás, ni aun cuando fueran “máquinas de guerra”, menos todavía por la posibilidad, más o menos factible o más o menos remota, de convertirse en un futuro en “máquinas de guerra”. Los niños son niños en los Estados de Derecho, una condición que solo pierden en los estados fallidos para convertirse en cualquier cosa. Como en “máquinas de guerra”. Colombia es un Estado fallido.
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