Por: Martín Pérez
Alguna vez contó que, luego de lucir ese vestido rojo para la foto que la inmortalizó, nunca más se lo volvió a poner. O al menos eso es lo que se puede leer en los obituarios que aparecieron por estos días luego de su muerte, a comienzos de marzo. Aquella imagen, sí, quedará para siempre, pero no son muchos los que saben que la morocha que mira a cámara con un cigarillo en la mano desde la portada de Bringing it all back home –el disco en el que Bob Dylan confirmaba desde el texto de la contratapa que había abrazado el caos, pero no estaba seguro si el caos hacía lo mismo con él–, es Sally Grossman.
Los que compraron el disco en su momento, al menos, no tenían ni idea. Pero es que Dylan así lo quiso: la imagen está llena de guiños culturales de su vida de entonces, libros y revistas que estaba leyendo (la Time con Lyndon B. Johnson en portada, Desayuno en Tiffany’s, el I Ching… ¡Borges!), la música que escuchaba (Robert Johnson, The Impressions, Ravi Shankar, Francois Hardy), e incluso aparece la tapa de su álbum anterior, Another side of Bob Dylan, pero lejos de los demás discos, en la chimenea. Esta vez se trataba, realmente, de su otro lado. Y en el caso de la Mujer de Rojo, nada casualmente aparece cuando el buen Bob estaba en camino de casarse casi en secreto con Sara, que sería la madre de sus cuatro primeros hijos, y a la que le terminaría cantando en muchos de sus discos más emblemáticos. De hecho, hubo quien llegó a pensar –una vez que tuvieron el dato– que se trataba justamente de Sara, y no estuvieron tan errados. Porque Sally fue quien los presentó, ya que eran amigas. Es más: la primera cita oficial de la nueva pareja fue en la fiesta de su casamiento con Albert Grossman, el legendario manager de Dylan durante aquellos tiempos agitados.
Nacida con el apellido Buehler en 1939 y criada en Queens, Sally estudiaba literatura inglesa en Nueva York cuando decidió que lo que estaba empezando a suceder en el Greenwich Village era culturalmente interesante y –un detalle que no era menor– mucho más divertido. De ser estudiante pasó a servir mesas en el Café Wha? primero, y luego en The Bitter End, donde conoció a toda la fauna de la época y también al que sería su marido, que ya era un pez gordo por entonces, manager de Dylan y Peter, Paul & Mary, y también terminaría siéndolo de Janis Joplin y The Band, entre muchos otros. De hecho, leo por ahí que las cosas se aceleraron tanto por aquellos años que Sally solía decir que recordaba la segunda mitad de los años sesenta como un borrón que duró cinco años.
Vaya uno a saber qué parte de ese borrón es la bendita foto, tomada en la casa de Woodstock en la que los Grossman ya se habían instalado. Más específicamente en lo que originalmente había sido la cocina de ese hogar centenario, según recordó alguna vez el responsable de aquella imagen, Daniel Kramer. El fotógrafo repasó para el periódico británico The Guardian aquella sesión cuando editó su libro A Year and a Day por Taschen, que reúne todo su trabajo durante ese año que se pasó fotografiando a Dylan, entre agosto del 64 y agosto del 65, doce meses que revolucionaron su vida, en los que pasó de ser la voz de una generación a ser su Judas.
Contó aquella vez Kramer que si no hay una guitarra a la vista es porque Dylan para él ya no era un intérprete sino un príncipe de la nueva música; que el sillón multicolor era un regalo de bodas de Mary Travers, de Peter, Paul & Mary, a los Grossman; que Sally escogió el vestido que tiene puesto, y que fue Bob quien decidió que apareciera en la imagen. En realidad, se dice por ahí que la discográfica exigió que apareciese una chica, como en su segundo disco, donde Dylan posó con Suze Rotolo, su novia de aquel entonces. Pero Sara estaba fuera de cuestión, porque además estaba viéndose seguido con Joan Baez (hay una foto con ella en la contratapa), así que la mujer de su mánager –que además había sido parte de la escena– fue la salomónica elección.
Kramer especificó siempre que las fotos que sacó durante aquella sesión en Woodstock fueron diez. La elegida para la portada es la única en la que Sally, Dylan, y Rolling Stone –según su biógrafo Robert Shelton, así se llamaba el gato que sostiene entre sus brazos– estaban mirando al mismo tiempo a una cámara que desde entonces los mantiene con vida. Porque, qué duda cabe, aquel Dylan sigue vivo con la sangre en los surcos, y dialoga con nuestro Bob de todos los días, que –crucemos dedos– aún tiene y tendrá mucho por decir. Y aunque Sally murió un par de semanas atrás en su hogar en Woodstock, a los 81 años, será para siempre esa Mujer de Rojo relajada sobre su sillón, mirándonos a los ojos mientras sostiene descuidadamente un cigarrillo en la mano por toda la eternidad.
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