Por: María Rosa Lojo
Hace diez años, el 30 de abril de 2011, moría Ernesto Sabato. Este aniversario coincide además con los 60 años de la publicación de su obra máxima, Sobre héroes y tumbas.
En épocas dominadas por la estricta contención borgeana, Ernesto Sabato: barroco, desmesurado, gótico, disonaba un tanto a pesar de su popularidad. Hoy, en el marco de gustos y tendencias que no temen las pasiones, el exceso, ni los diversos tonos del terror o del horror, su poética parece anticiparse a modos actuales de narrar Historia/s.
Los Olmos (adaptación local del apellido Elmtrees) viven en Sobre héroes y tumbas. Son la rama venida a menos de una antigua familia argentina, cruza de inmigrantes forzosos (el fundador llegó con las invasiones inglesas) y de criollos. En una casa semiderruida de Barracas subsisten el casi centenario don Pancho, el tío Bebe (loco que repite una sola frase obsesiva en su clarinete), Justina, una vieja india dedicada a las tareas domésticas, y Alejandra Vidal Olmos, bisnieta de don Pancho, única conexión del grupo con un presente que los ignora (estamos en 1955).
La casa en decadencia con patio de glicinas es en verdad un “portal”, diríamos en lenguaje contemporáneo. No en vano fue imaginada por un físico con marcada afición a los símbolos ocultistas. En ese “portal” dos narradores poseen las llaves de otros tiempos y otros espacios. El abuelo Pancho y su bisnieta nos llevarán a las invasiones inglesas, a las guerras de la Independencia y a las guerras civiles. El dormitorio de Alejandra es una habitación en lo alto, llamada, significativamente, el Mirador. Allí se ha encerrado hasta su muerte la viejísima tía Escolástica, loca desde la niñez, cuando la Mazorca lanzó la cabeza de su padre, el coronel Bonifacio Acevedo, por la ventana de la sala. La testa, ya momificada, no está en el cuarto, pero sigue en la casa. La tiene el abuelo Pancho en una caja de sombreros, le dice Alejandra, burlonamente, a su novio Martín.
Decapitar era una costumbre en los crueles derrapes de la Historia patria. A lo largo de la novela la voz de Pancho Olmos va evocando la marcha del alférez Celedonio Olmos hacia el Norte por la quebrada de Humahuaca, con la legión que custodia los restos del General Lavalle. Quieren cruzar la frontera, salvar sus vidas y, sobre todo, ahorrarle a la cabeza de su jefe el último ultraje: ser capturada como trofeo del enemigo y expuesta en la plaza pública sobre una pica.
Lavalle, al que llamaron, por su coraje irreflexivo, la “espada sin cabeza”, es un héroe y un patriota pero también un criminal. En la conciencia de fantasma que acompaña sus despojos hay un reconocimiento y una expiación por haber ordenado el fusilamiento del gobernador legítimo de Buenos Aires: Manuel Dorrego, su par, su “hermano enemigo”, dando así comienzo a una implacable guerra civil.
Si el camino hacia el Norte muestra las caras oscuras de un país mestizo, de negadas raíces indígenas, con la figura del sargento Sosa (“el callado Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada…”), en el presente aparecen los “cabecitas negras” del peronismo y los fuegos cruzados de la nueva violencia política: el bombardeo de la Plaza de Mayo y la quema de las iglesias. No solo los migrantes internos se convocan en la Buenos Aires microcosmos, sino inmigrantes procedentes de todas las latitudes, que comparten un sentimiento a la vez colectivo y solitario de nostalgia, desplazamiento y exilio. Buenos Aires es Babel y Babilonia, la urbe donde conviven “seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos, ucranianos”, “la ciudad gallega más grande del mundo, la ciudad italiana más grande del mundo”. La Argentina es el país donde todos son extranjeros, desde los primeros conquistadores hasta los indios, desposeídos de su propia tierra. Es, de algún modo, un país de locos, como la familia Olmos. De “enajenados”, de “alienados”, extrañados y perdidos, desconectados de sus orígenes, con el cuerpo en un lado y la cabeza en otro.
Pero la mayor dimensión en el portal de Sobre héroes y tumbas la abre otro miembro del linaje Olmos, antes de morir quemado junto a su hija en el Mirador de la casa familiar. En su “Informe sobre Ciegos” está la piedra roseta para ingresar al lado subterráneo y oculto de Buenos Aires y de la realidad. Mientras Pancho Olmos se remonta a la Historia de la patria, su nieto Fernando Vidal Olmos, padre de Alejandra, se introduce en las Cloacas de Buenos Aires y llega mucho más lejos y más hondo. La “investigación del Mal” que cree encarnado en la Secta de los Ciegos lo lleva a una memoria arcaica, anterior a lo humano: “sentí que mi tiempo se detenía confiriéndome la visión de la eternidad, tuve edades geológicas y recorrí las especies: fui hombre y pez, fui batracio, fui un gran pájaro prehistórico.”
¿Qué hace un texto como el “Informe” en el corazón de esta compleja novela que parece discurrir primero en un terreno realista, traspasado por algunas extrañezas, pero sin bruscas rupturas? La crítica ha producido una grilla de interpretaciones en diversos registros: filosófico, psicoanalítico, mitológico, sociocrítico, poético, sin agotar su fascinante polisemia. Sin duda, es una cumbre en la estética del autor, donde parece realizarse en grado extremo la apuesta del surrealismo por la coincidencia de los opuestos.
Monstruo y chamán, víctima sacrificial, poeta en acto, Vidal Olmos traspasa los límites de los seres y los límites de la razón, ingresa en la caverna-útero de la Deidad, se pulveriza y se desintegra para restituirse a la ceguera de la Unidad Primordial. Quizá porque no hay plenitud o madurez de lo humano sin aceptar primero el lado oscuro. O porque el conocimiento desde la aparentemente nítida luz racional, escindido del cuerpo, es siempre incompleto. Fernando se interna en el otro lado del Logos, en lo que el Logos desplazó fuera de la vista al convertirse en el único eje del orden, del poder, del saber. Y evoca también, al sesgo, lo que está del otro lado de la Razón Argentina, del modelo construido por “padres de la patria”. En su revés se inscriben el mestizaje, el país hispanocriollo y aborigen, la llamada “barbarie”, las madres fundadoras deseadas y temidas.
Este cuento de sonido y de furia, que aspira a significarlo todo, se aplaca sobre el final. Solo después de la experiencia del fuego y del submundo y la destrucción del Mirador, Martín del Castillo (contracara de Fernando), podrá embarcarse en una épica (la del trabajo) junto a Bucich. El territorio utópico del Sur no es el del pasado, sino el del futuro, donde quizás la historia fatídica deje de repetirse y las estirpes (o las naciones) condenadas a quién sabe cuántos siglos de locura, tendrán otra oportunidad sobre la tierra.
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