Por: Jesús María Montero Barrado
No he podido ver, por diversas razones, la película Palabras para un fin del mundo, dirigida por Manuel Menchón, realizada en forma de documental y salida a la luz a finales del año pasado. Acabo de leer, sin embargo, el libro La doble muerte de Unamuno, que ha sido escrito al alimón por el propio director y el novelista Luis García Jambrina. Recién publicado, se trata de una ampliación del contenido de lo que puede verse en la película y también una contestación a las reacciones negativas que suscitó desde el primer momento, teniendo en cuenta que el meollo del trabajo de Menchón tiene un claro mensaje: discrepar de la versión oficial, mantenida a lo largo de los años y aceptada casi unánimemente, sobre la muerte de Miguel de Unamuno.
Entre esas reacciones destaca la de Severiano Delgado Cruz que publicó de inmediato el largo artículo «Ramón Mercader en Salamanca: a propósito del documental Palabras para un fin del mundo, de Manuel Menchón». He leído en diversos medios artículos de opinión sobre la película, si bien ha sido en los de carácter conservador donde se ha fustigado con dureza a su director. Joan Juaristi, por ejemplo, ha llegado a decir sobre el posible asesinato que se trata de «una estupidez siniestra».
¿La razón?, haber puesto en duda el relato oficial de la muerte de Unamuno. Para ello ha puesto de relieve dos cosas: una, la más novedosa y arriesgada, la figura de Bartolomé Aragón Gómez, profesor universitario y falangista, que fue el único testigo de la muerte del Unamuno, acaecida en su propia casa en la tarde del 31 de diciembre de 1936; y la otra, ya conocida, el secuestro de su cadáver, prácticamente desde el primer momento, perpetrado por miembros de la Falange salmantina.
En esta entrada me voy a centrar en el trabajo antes referido de Delgado Cruz. Primero, por tratarse de un historiador solvente, autor, entre otras obras, del artículo «Arqueología de un mito: el acto del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca», aparecido en 2018 y que se ha publicado con posterioridad ampliado como un libro (Madrid, Sílex, 2019). También, porque, independientemente de la opinión que pueda tenerse, su artículo, muy crítico con la versión de la muerte de Unamuno ofrecida por Menchón, no es una mera yuxtaposición de palabras. Y por último, porque me ha sorprendido la virulencia que emplea, teniendo en cuenta que no estamos ante un publicista de la derecha política y cultural, sino ante un defensor de la memoria histórica, tan denostada por quienes forman parte de ese espectro.
Repito: no he visto Palabras para un fin del mundo, pero su contenido puede traslucirse de lo que se desarrolla en el libro posterior de Menchón y García Jambrina, así como en el artículo de Delgado Cruz. Y, respetando el orden cronológico, empezaré por este último, cuya fecha de finalización es la del 16 de noviembre de 2020. ¿Qué nos cuenta, pues? Veámoslo a continuación.
La valoración que hace Severiano Delgado Cruz de Palabras para un fin del mundo
En el primer punto nos ofrece una síntesis del relato oficial sobre la muerte y entierro de Unamuno, del que dice «que, con variaciones de detalle, ha sido transmitido desde aquellos momentos y ha sido aceptado pacíficamente por los investigadores de toda índole que se han ocupado de este asunto, que no han sido pocos». Para ello se remite, como fuentes, a lo que se publicó esos días en los dos diarios locales de Salamanca: El Adelanto y La Gaceta Regional, y a algunas obras escritas con posterioridad. Concretamente, las de Emilio Salcedo: Vida de Don Miguel: (Unamuno, un hombre en lucha con su leyenda) (1998); Bartolomé Heredia Soriano: «Bartolomé Aragón, último interlocutor de Unamuno, en Naturaleza y gracia: revista cuatrimestral de ciencias eclesiásticas (2000); Francisco Blanco Prieto: Unamuno, profesor y rector de la Universidad de Salamanca (2011); y Colette Rabaté y Jean-Claude Rabaté: En el torbellino: Unamuno en la Guerra Civil (2018).
No conviene perder de vista un hecho importante y que Delgado Cruz refleja en su escrito: el relato sintético que hace de lo ocurrido a primeras horas de la tarde del 31 de diciembre, hasta el fallecimiento de Unamuno, está basado en el testimonio de Bartolomé Aragón Gómez, quien, al parecer, redactó como un informe durante la noche del suceso y que luego transmitió al catedrático José María Ramos Loscertales. Meses después, en mayo de 1937, dicho catedrático lo hizo constar en el Prólogo a un libro escrito por el propio Aragón. Es así como lo cuenta Delgado Cruz:
«A comienzos de mayo de 1937, la librería ‘La Facultad’ puso a la venta el libro de Bartolomé Aragón titulado Síntesis de economía corporativa con un prólogo de José María Ramos Loscertales titulado ‘Cuando Miguel de Unamuno murió’, fechado el 16 de enero de 1937, en el que recogía el informe escrito por Aragón horas después del fallecimiento del rector, con algunas aportaciones propias».
Más adelante, en el punto cuarto, Delgado Cruz dedica la atención a diversos aspectos del documental, tanto formales como del propio contenido, entre los que se encuentran apreciaciones positivas como ésta:
«Menchón ha conseguido en Palabras para un fin del mundo reunir una meritoria colección de imágenes fijas y en movimiento sobre Unamuno y su época. Uno de los mejores momentos es una bonita evocación del acto del 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, donde desarrolla unos efectos visuales poéticos y elegantes sobre los muros del Edificio Histórico. En general, la fotografía y los efectos visuales están muy cuidados, al igual que la música y el sonido».
No le faltan apreciaciones críticas, como cuando dice que
«el uso de fotografías y fragmentos de películas, unas veces localizándolas mediante rótulos en pantalla, y otras veces sin ello, hace que el espectador no sepa qué lugar está viendo ni a qué fecha corresponde, lo cual da lugar a equívocos”.
Pero en su veredicto final, que en un momento parece que podría ser más que positivo, señala:
«podría haber sido un apreciable documental histórico, pero todo se tuerce al final, cuando el cineasta comienza a exponer su teoría sobre Bartolomé Aragón y su relación con la muerte de Unamuno».
Y es que la mayor parte del artículo está dirigido a fustigar el contenido del documental, al que le reprocha su falta de rigor histórico, bien por errores cometidos o bien por no presentar «prueba alguna de sus afirmaciones». Es por ello por lo que llega a expresas muy categóricamente: «resulta evidente que el cineasta desconoce la historia de Salamanca, tiene graves errores de concepto en lo relativo a la historia de la Guerra Civil y maneja los datos y documentos con una falta de rigor espeluznante».
Delgado Cruz manifiesta que la consideración de Bartolomé Aragón Gómez como sospechoso de haber estado involucrado en la muerte de Unamuno es algo que no tiene sentido. El hecho de que fuera la única persona presente cuando tuvo lugar y que gritara varias veces «¡Yo no lo he matado!», antes de que llegara la otra persona presente en la vivienda, la criada Aurelia, no le merece ninguna importancia.
En relación al papel jugado por el cirujano Adolfo Núñez Domínguez, el facultativo que fue llamado de inmediato por la familia de Unamuno para atenderlo y que determinó como causa de su muerte (una “hemorragia bulbar; causa fundamental arterioesclerosis e hipertensión arterial”), se niega a ponerlo en duda. Para ello alude a su larga trayectoria como republicano y al hecho de haber sufrido una dura represalia económica durante los primeros meses de la guerra, como fue la multa de 75.000 pesetas que el impuso a principios de diciembre.
Como alegato final, el artículo acaba de esta manera:
«no hay nada en Palabras para un fin del mundo que nos permita creer en la existencia de este Ramón Mercader de pacotilla en que Menchón pretende convertir [Bartolomé Aragón Gómez]. No hay nada tampoco que nos haga dudar del certificado de fallecimiento expedido por el doctor Núñez, ni del acta de defunción inscrita en el Registro Civil de Salamanca, ni del desarrollo del funeral y entierro. No hay nada, en suma, en este documental tramposo, que erosione la versión de la muerte de Unamuno consolidada en los libros de historia, que no es la ‘versión oficial impuesta por el régimen franquista’, sino simplemente el relato de los hechos objetivos».
La respuesta de José Luis García Jambrina y Manuel Menchón en el libro La doble muerte de Unamuno
Estamos ante un libro no muy extenso pero sustancioso en su contenido. Aunque no se indican qué partes corresponden a cada uno, creo, sólo como un ejemplo, que pueden distinguirse como propias del primero lo relativo a las alusiones literarias. Bien de las obras, con sus personajes, escritas por Unamuno o bien de las de autores como Jorge Luis Borges, Miguel de Cervantes, William Shakespeare e incluso Sófocles.
Creo, no obstante, que eso ahora resulta secundario, porque entre los dos autores del trabajo se ha dado una comunión que, partiendo de la propia película Palabras para un fin del mundo, va desarrollándose, ampliando su mensaje, a lo largo de las 152 páginas y 18 capítulos que ocupan el libro. Y lo hacen para defender que «no queremos construir un relato alternativo, sino más bien un contrarrelato«, como sostienen en la nota inicial del trabajo, a lo que añaden unas líneas después:
«no es nuestra intención acusar a nadie ni manchar el nombre de ninguna persona en particular; tan solo queremos hacer uso a nuestro derecho a discrepar de la versión oficial y a poner en cuestión un relato de los hechos que, como mínimo, habría que considerar como insuficiente y confuso, cuando no de contradictorio y falaz».
Por mi parte no pretendo hacer un estudio comparado del artículo de Delgado Cruz y el libro que nos ocupa, sino mostrar algunos de los contrastes que ofrecen entre sí.
Menchón y García Jambrina manifiestan un gran acercamiento a la figura de Unamuno, de cuya personalidad destacan su elevado grado de independencia y coherencia, así como su escepticismo hacia todos los órdenes de la vida y con ello el mostrarse como un permanente polemista, de manera que la palabra, entendida en toda sus dimensión, se erige en la piedra angular de esa figura. Por otro lado, no les falta resaltar lo que consideran que fue el error que cometió al apoyar en un primer momento el golpe militar, de lo que con el tiempo se fue arrepintiendo. Es por eso que, como indican la final del Prólogo, indiquen:
«Detractor de las dos Españas, al final de su vida quedó solo entre las redes y las alambradas de una de ellas, repudiado por los hunos y por los hotros, y ya no logró salir indemne».
Para estos dos autores el momento decisivo en el devenir de la vida de Unamuno durante los meses que van de julio a diciembre de 1936 tiene lugar el 12 de octubre, cuando el Paraninfo de la Universidad salmantina fue el escenario del tan conocido acto de celebración del Día de la Hispanidad, rebautizada en ese momento como Día de la Raza, y que ocasionó el enfrentamiento dialéctico entre Unamuno y Millán Astray. Un acto cuyo contenido real, en cuanto a las palabras que se pronunciaron, ha sido muy bien delimitado por Delgado Cruz, en su antes referido trabajo «Arqueología de un mito».
Pero lo que Menchón, en su película, y él mismo y García Jambrina, en el libro, destacan no es tanto lo del famoso «¡Venceréis, pero no convenceréis!», como la alusión que Unamuno hizo a José Rizal, héroe de la independencia filipina en 1898, al que mostró como modelo de un buen español. Para ellos ése fue el principal motivo que llevó a la violenta diatriba de José Millán Astray contra Unamuno. Hay que tener en cuenta que el famoso militar formó parte de los contingentes que lucharon en el archipiélago asiático contra los insurgentes filipinos. Como también hay que hacerlo sobre un colectivo en el que caló profundamente en su amor propio esa derrota, en particular, y lo que acabó siendo en poco tiempo le desmoronaron de los últimos restos del imperio levantado en el siglo XVI.
Y sobre esto no podemos olvidar que Menchón y García Jambrina hacen hincapié en el detalle de la presencia del héroe filipino («el fantasma de Rizal») en el discurso de Unamuno, algo que hasta ahora o bien no se había tenido en cuenta o bien se había hecho olvidar, si no desaparecer. Es así como lo expresan:
«se da la circunstancia de que en buena parte de los testimonios o de las reconstrucciones que se han hecho de la intervención de Unamuno no aparece ninguna referencia al héroe filipino, como si su nombre hubiera sido olvidado o silenciado».
En este sentido, mencionan a autores como Luis Portillo (que recreó literariamente el acto, origen del mito desmontado por Delgado Cruz), Hugh Thomas (el primer difusor del escrito de Portillo), Emilio Salcedo (en cuyas sucesivas ediciones de su biografía de Unamuno reitera la ausencia de Rizal) o Andrés Trapiello (que se remite al propio Salcedo).
Y para rebatirlo, se remiten, de un lado, a la reproducción facsimilar que se conserva en la Casa-Museo de Unamuno de las notas improvisadas que escribió durante el acto del Paraninfo y, de otro, a lo aportado por dos testigos directos de lo ocurrido por haber estado presentes en dicho acto: el catedrático de Derecho Civil Ignacio Serrano y el político conservador Eugenio Vegas Latapié.
El primero escribió unas notas sobre ello, entre las que se encuentran palabras como éstas:
«Hay que darse cuenta que vencer no es convencer y que en último término eso que llama la anti-España (idea esta superficial) también es España y advierte contra el riesgo de caer en una unidad en la ramplonería.
Que también era español el filipino Rizal, que se despidió de la vida con unas palabras en español
(…) En cambio, es francamente inadmisible la última parte de su discurso, la referente a que la anti-España es España también y la alusión a Rizal».
Y el segundo, ya años después, incluyó en sus memorias:
«[Unamuno] de manera inesperada, en su característico juego de ideas y palabras, sacó a colación el fusilamiento de José Rizal, héroe de la independencia de Filipinas, como ejemplo de la brutalidad agresiva e incivil de los militares. Yo mismo sentí un cierto desasosiego al oír pronunciar con elogio el nombre de quien había luchado ferozmente contra España. Y fue precisamente el momento en que Millán Astray se puso en pie y lanzó un grito, [para acabar diciendo]: ‘¡Muera la intelectualidad traidora’!».
A partir de lo sucedido el 12 de octubre la vida de Unamuno cambió drásticamente. Además de ser desposeído de todos sus reconocimientos honoríficos perpetuos (rector, alcalde…), vivió prácticamente recluido en su domicilio, permanentemente vigilado y limitado en las visitas y/o entrevistas que pudieran hacerle. Su estado de salud y ánimo fue deteriorándose, a la vez que fue distanciándose cada vez más del estado de cosas que fue percibiendo en cada momento que pasaba.
Para Menchón y García Jambrina:
«Unamuno era, por tanto, una bomba de relojería que podía estallar en cualquier momento y provocar un daño incalculable a la causa de los sublevados».
Y es aquí aparece Bartolomé Aragón Gómez, un personaje clave para acercarnos a la comprensión de la muerte de Unamuno. Un profesor en Salamanca (catedrático en la Escuela de Comercio) y fascista de convicción, que se afilió a Falange al comienzo de la guerra en su Huelva natal, donde se encontraba de vacaciones, participando, primero, en acciones militares en la toma de las localidades mineras de la provincia y, luego, como jefe provincial de la Oficina de Prensa y Propaganda. Aunque había conocido con anterioridad a Unamuno, no dejó de ser una relación distante, si bien, a su vuelta a la ciudad castellana en el mes de noviembre, buscó la forma de retomar dicha relación. Tampoco fue su discípulo, pese a que ha sido presentado como tal.
Lo que Menchón y García Jambrina quieren dejar patente es que buena parte de lo que se ha escrito sobre Aragón Gómez en relación a Unamuno, bien por los testimonios propios del primero o bien por lo que se haya escrito por otros autores, está lleno de contradicciones, errores, incongruencias e incluso falsedades. Y desde esas dudas, teniendo en cuenta el desenlace final habido, es por lo que plantean que la versión oficial o, si se quiere, la más extendida de la muerte de Unamuno debe ser puesta en cuestión.
No me voy a extender en pormenores, algunos de los cuales contienen elementos no tanto fantasiosos como supuestos o imaginados. En cuanto al papel jugado por el cirujano Adolfo Núñez Domínguez, autor del primer informe de defunción, lejos de responsabilizarlo de una mala praxis por no haber sugerido que el cadáver de Unamuno fuera objeto de una autopsia, apuntan en esta dirección:
«hay que tener en cuenta que el facultativo no estaba en condiciones de poder solicitar que se realizara una autopsia del cadáver de don Miguel ni, desde luego, de sugerir que se llevara a cabo ninguna clase de investigación, pues eso habría significado arrojar sospechas sobre el único testigo, nada menos que un miembro de la Falange y un adepto de los golpistas, muy bien relacionado, además. Recordemos que Adolfo Núñez era un notorio republicano y que había sido castigado de alguna forma por ello, lo que implicaba que su dictamen médico estaba muy condicionado, ya que corría el riesgo de ser duramente represaliado».
Para los autores del libro esta apreciación sería una hipótesis muy aventurada, pero no sólo,
«pues estaríamos (…), ante una pista proporcionada con gran astucia por el doctor Núñez, que vendría a revelar que en esa muerte había algo oscuro, tal vez de índole criminal; una pista convenientemente solapada y a la vez puesta a la vista para que alguien en el futuro se fijara en ella».
En este sentido han encontrado una importante valoración en la persona del conocido antropólogo forense Francisco Etxeberria. Partiendo del hecho de que, dado el contexto en que se produjo la muerte de Unamuno (en la que hubo un único testigo, Bartolomé Aragón Gómez, no lo olvidemos), el procedimiento legal debería haber sido la realización de una autopsia. Pero, al no haber ocurrido tal cosa, señala con cautela al final del informe:
«Como en tantos otros ejemplos históricos que se investigan muy a posteriori, existe en este caso una versión que es la oficial y que sostiene una hipótesis de muerte natural.
(…) Indicios circunstanciales de muerte natural hay muchos, lo complicado es transformar esos indicios en evidencias y, si eso fuera posible, transformarlos en pruebas desde la perspectiva netamente forense».
¿A qué se debe, pues, tanto en empeño en dudar en torno a la muerte del intelectual bilbaíno/salmantino? Se aportan algunos datos más, como éstos: han desaparecido el certificado médico y el documento que escribió quien constó en el acta del juez municipal como testigo. Nada menos. Pero, atención, ese testigo no era Bartolomé Aragón Gómez, sino Luis Sánchez Zúñiga, convecino del finado.
No me voy a detener en lo referente a la hora del fallecimiento, que se hizo constar en el acta de defunción judicial «a las dieciséis» y que no coincide con lo que aparece en el mandato de sepultura firmado por el párroco de La Purísima, esto es, una hora después. Pero sí en lo que vino poco después: la llegada al domicilio de varios falangistas locales para hacer guardia ante el féretro, mientras otros, desde la Oficina de Prensa y Propaganda, se dedicaban a escribir y/o insuflar panegíricos y obituarios: «rindiendo honores y homenajeando a Unamuno», en suma. Y en lo ocurrido al día siguiente, cuando el féretro fue llevado por las calles de Salamanca a hombros de falangistas conocidos.
Y todo eso, más que sorprendentemente, ante los ojos de los miembros de la familia. Así es como lo contó en la película de Menchón uno de los nietos, Miguel de Unamuno Adarriaga:
«ya por la mañana, de pronto, sin previo aviso, se presentaron unos falangistas conocidos (…); agarraron el féretro y se lo llevaron sin más; por supuesto, sin pedir permiso a nadie, ni hacer ningún comentario, ni nada más. (…). Fue un robo, casi, casi violento».
Esto último es la razón por la que Menchón y García Jambrina definen lo ocurrido como «la muerte simbólica» de Unamuno y que el título de su libro aluda a su «doble muerte»:
«A Unamuno se lo apropió la Falange (…) y los sublevados siguieron utilizándolo después de su desaparición, y ello a pesar del rechazo y desprecio que sentían hace él, o precisamente por eso, nuca se sabe».
Algunas apreciaciones personales sobre el libro
No pretendo profundizar en los aspectos en los que los autores valoran la figura de Unamuno, en cierta -o quizás en gran- medida desde la equidistancia. No es éste un término por el que sienta predilección, siguiendo metafóricamente esos versos de Gabriel Celaya que dicen: «Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse» (¡ay de esos comunistas!). A lo largo del libro han recurrido varias veces, enfatizándolas, a las conocidas palabras de «ni con los hunos ni con los hotros». Casi al final del libro dicen:
«Los fascistas lo enterraron como a uno de los suyos, a pesar de que lo veían como a un traidor. Para los republicanos era un traidor, a pesar de haberse enfrentado a los sublevados, En definitiva, fue un héroe al que los hunos y los hotros consideraban un traidor, aunque fuera por motivos diferentes y se podría decir que complementarios».
¿Qué pretendo decir? Resulta incontrovertible que Unamuno se fue distanciando de los gobernantes republicanos, sobre todo del Frente Popular. También, que nunca sintió simpatías ni por el fascismo ni por su versión española. Cuando se inició el golpe militar no tuvo dudas en apoyarlo, aun cuando los argumentos que dio pudieran resultar pueriles en una figura intelectual de su talla. Eso de que iban a salvar la civilización occidental, de creerse que se trataba de un golpe temporal previo a unas elecciones, de hacerlo también acerca de su carácter republicano… Incluso, como apuntan los autores, de confiar en las buenas intenciones de Francisco Franco.
El paso del tiempo, según fue conociendo los horrores de los militares a los que apoyó, incluidos los asesinatos de algunos amigos suyos, lo llevó a ir distanciándose. Y como momento decisivo, el acto del 12 de octubre en el paraninfo universitario. Una especie de punto sin retorno, porque supuso la ruptura definitiva de Unamuno con sus antes aliados y la de éstos con él. Que su muerte fuese o no producto de una conjura, es lo de menos, pese a que lo sugerido por Menchón y García Jambrina ofrezca otras vías de acercamiento a lo ocurrido. De lo que no cabe la menor duda es que su figura fue utilizada en todo momento por los sublevados: al principio, porque les ayudó mucho en la legitimación del golpe y lo que le siguió, y después, incluso una vez muerto y más allá de la «sobreactuación» falangista en el momento del velatorio y el entierro, o de los escritos propagandísticos que le dedicaron.
Es cierto que la figura de Unamuno empezó a ser relativizada en el bando republicano cuando se fue conociendo, aunque fuera de una forma difusa, lo del 12 de octubre en el Paraninfo. Severiano Delgado Cruz lo desentraña con claridad en su «Arqueología de un mito». He dicho relativizada, que no recuperada, porque seguía negando la legitimidad republicana, aun cuando empezara a distanciarse de quienes lo utilizaron para construir la suya. Pese a ello, todavía a finales de octubre Unamuno seguía teniendo confianza en los militares. Así se lo confesó al periodista griego Nikos Kazantzakis:
«En este momento crítico por el que atraviesa España, es indispensable que me ponga junto a los militares. Son ellos los que establecerán el orden, porque tienen el sentido de la disciplina y lo saben imponer. No preste atención a lo que se dice de mí: no me he convertido en un hombre de derechas, no he traicionado a la libertad. Pero de inmediato es urgente instaurar el orden. Verá como dentro de algún tiempo, y esto no será dentro de mucho, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. No soy ni fascista ni bolchevique. Yo estoy solo».
Negar que lo suyo con la República fue un acto de deslealtad, cuando no de traición, no es decir nada descabellado. Salvo situarse en la equidistancia de «ni con los hunos ni con los hotros» o de lo que con el paso de los años empezó a denominarse como la «tercera España».
Aludí antes a un verso del poeta Gabriel Celaya, pero no está de más recordar lo que el historiador británico Barrington Moore Jr. ha aclarado acerca de la confusión tan frecuente entre objetividad y neutralidad en la investigación histórica. Si la primera resulta obligatoria, la segunda no deja de ser una ilusión por imposible.
Pueril o no la actitud de Unamuno tras el golpe militar, lo cierto es que fue altamente beneficiosa para quienes acabaron ganando la guerra y se adueñaron inclementemente del país durante las cuatro décadas siguientes. Quizás lo que fue viendo y percibiendo con el paso de los días acabó siendo lo que le llevara a incrementar su sentido agónico de la vida.
Documentación de referencia
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(El artículo ha sido publicado en el blog del autor: https://marymeseta.blogspot.com/2021/05/unamuno-y-su-muerte-en-el-centro-del.html)
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