Por: Jimena Bugallo
Durante la década de 1960, el escenario estadounidense sucumbía ante el caos de las diferentes corrientes que inundaban el terreno: las manifestaciones a favor de los derechos civiles, la guerra de Vietnam y las balas bautizadas con nombres de políticos y estudiantes que proclamaban por un mundo más justo. Mientras la vorágine de las ciudades iba in crescendo, la música tomaba la fuerza del espíritu para comunicar aquello que obligaban a callar. Como soldados valientes, montados en los escenarios y con sus instrumentos como espadas, los artistas arremetían a través de sus letras a los que tenían como objetivo la opresión de las masas, e invitaban a la reflexión, la libertad y la rebelión popular.
LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN SE ABREN
The Doors se formó en 1965. Jim Morrison y Ray Manzarek se conocieron mientras estudiaban cine en la UCLA, pero la magia afloró tiempo después, cuando se reencontraron en Venice Beach, California. Jim le recitó “Moonlight Drive”, un poema de su autoría, y bastaron unas pocas líneas para que Manzarek se transformara en la primera víctima de la prosa magnética de quien se autoproclamaría como el Rey Lagarto. Para el futuro tecladista de la banda, Morrison era como un antiguo chamán que conducía a sus discípulos a un mundo en el que jamás se atreverían a entrar por sí solos. Y él quiso ser parte de esa tribu.
Las obras de Friedrich Nietzsche, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire y William Blake formaban parte de un affaire cotidiano que propiciaba una compañía habitual para Jim, despertando su costado poeta. De un verso escrito por este último tomaría el nombre de la agrupación: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal como es: infinito”. Al equipo final se sumaron un compañero de meditación de Manzarek, el baterista John Densmore, y este, a su vez, trajo a un amigo que recién empezaba a tocar la guitarra, Robby Krieger. No hubo bajista, y no fue necesario: con el piano eléctrico como instrumento principal, Manzarek tocaba la base de bajo con su mano izquierda, y con la derecha, el resto de los acordes. Así nacía una de las bandas más importantes de la década, con la figura de un líder que cada vez que pisaba el escenario, abría paso a un alter ego que se nutría de las miradas.
El 3 de julio de 1973, el cantante y líder de la banda estadounidense The Doors fue declarado muerto en Francia. Las teorías de suicidio, asesinato e incluso de que fingió su propia muerte siguen sobrevolando la tumba del cementerio Père Lachaise hasta hoy.
CAPITÁN DEL BARCO DE CRISTAL
Cada recital era un espectáculo en sí mismo: Jim cerraba los ojos y entraba en un trance donde se retorcía como un animal poseído listo para ser ofrendado a la divinidad al son de un rock psicodélico. Cada una de sus danzas sobre el escenario desparramaba el magnetismo propiciado por el fuego interior de un alborotador nato que coqueteaba con la altanería y la lujuria. Su mente impregnada de la sabiduría propia de un amante de la literatura que, a la vez, se atrevía a pasar los límites estipulados entendiendo las consecuencias de antemano. La ecuación perfecta de una mirada triste e inocente con la actitud de un seductor en plena metamorfosis que sabe perfectamente qué hacer con tu atención y cómo causar efecto. Un universo fugaz conviviendo en los latidos de un cuerpo. No existía un artista que hiciese lo que él. No había una secuencia fija, era impredecible: la improvisación era la protagonista, y como una tríada imperial, la banda acompañaba al capitán del barco. Mostraba templanza al andar y agresividad al cantar. Sus palabras se colmaban de significados y sus respuestas estaban subyugadas de mensajes ocultos; nada estaba librado al azar. Su poesía era la música para los que no fueron invitados, para las almas inquietas y los viajeros trascendentales de la verdad oculta.
LA CANCIÓN DEL FANTASMA
En abril de 1973, The Doors publicaba el que sería su sexto y último álbum de estudio juntos: L.A. Woman. El asedio de la prensa, una sentencia en Miami por comportamiento lascivo y exposición indecente y la búsqueda de un espacio para explorar la expresión artística en absoluta libertad llevaron a Jim Morrison a dejar su país natal y refugiarse en un departamento en el distrito de Le Marais, París. La esencia de su creatividad se fomentaba generándose preguntas para encontrar las respuestas. Su cobijo eran las palabras; su orgullo, la poesía.
Un año antes, el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin habían muerto con sólo días de diferencia. Ambos músicos eran contemporáneos, tenían 27 años y fallecieron en situaciones poco esclarecedoras. Jim también tenía 27 y había quedado afectado por los decesos de sus colegas. Incluso, al brindar, decía: “Están viendo al número tres”. No pasó mucho tiempo hasta que ese presagio se plasmó en la realidad: el 3 de julio de 1973, el cantante y líder de la banda estadounidense The Doors fue declarado muerto en Francia. Según el acta de defunción, el Rey Lagarto murió de un paro cardíaco y fue encontrado por Pamela Courson, su novia, en la bañera del departamento que compartían.
Las teorías de suicidio, asesinato e incluso de que fingió su propia muerte siguen sobrevolando la tumba del cementerio Père Lachaise hasta hoy: una salida a un boliche nocturno desordenada, inyecciones de heroína que no cuajan y una autopsia que jamás existió. Entre velas, flores y grafitis, la sepultura es escoltada por un busto y un epitafio en griego: “Κατά τον δαίμονα εαυτού”, que se puede interpretar como “Fiel a tu propio espíritu” o “Contra el demonio dentro de ti mismo”. Y así, tal como ocurre con Hendrix y Joplin, su muerte sólo trajo más dudas que certezas para que la leyenda del chamán viaje perpetua a través de los vientos.
ARIADNA, TESEO Y EL MINOTAURO
Como una deidad poética a la que se le rinde culto en una ceremonia pagana o como la personificación de un dios mitológico encarnado entre los mortales que sucumbe ante los placeres de la matrix. Su voz acompañaba la prosa de cada canción cargada de simbolismos reminiscentes de un mundo interior que batallaba la dualidad permanente entre la luz y la oscuridad. Era Teseo, el valiente de Atenas, que pidió ser la ofrenda para el Minotauro y así ingresar en el laberinto para asesinarlo. El héroe que venció a la bestia con la ayuda del hilo de su amada. El libertario de Creta, sí, pero con un final alternativo al que todos conocemos. Porque si Jim hubiese sido Teseo, una vez que eliminara al Minotauro, no tengo dudas de que se desprendería adrede del hilo de su amada tan sólo para vivir al extremo la impetuosa aventura de transitar con incertidumbre el camino de regreso al origen.
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