Por: Silvina Friera
Fue uno de los escritores fundamentales de la primera mitad del siglo XX, autor de esa novela-río compuesta de siete partes, publicadas entre 1913 y 1927, con más de tres mil páginas, cuyo impacto se extiende hacia la filosofía, la psicología y el arte. Entre lo visible y lo invisible, entre el sueño y la vigilia, Proust desplegó como nadie un nuevo parámetro para concebir la temporalidad.
La iglesia universal del reino de la literatura tiene un dios omnipresente a ciento cincuenta años de su nacimiento. Marcel Proust, el joven asmático que profesaba un amor patológico a su madre, el dandi que vivió sin trabajar gracias a la posición económica privilegiada de su familia, fue uno de los escritores fundamentales de la primera mitad del siglo XX, autor de En busca del tiempo perdido, esa novela-río compuesta de siete partes, publicadas entre 1913 y 1927, con más de tres mil páginas, cuyo impacto se extiende hacia la filosofía y el arte. “Nadie ha ido tan lejos como Proust en la fijación de las relaciones entre lo visible y lo invisible, en la descripción de una idea que no es lo contrario de lo sensible, sino algo así como su forro y su hondura”, planteó el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty.
Para construir esa iglesia, para acceder al culto Proust, hubo muchos palos iniciales en la rueda literaria. En 1896, con veinticinco años, se pagó la publicación de su primer libro, Los placeres y los días, una colección de poemas en prosa prologada por Anatole France que pasó desapercibida. Poco a poco la salud de Proust fue empeorando. Quizá que la muerte estuviera rondando tempranamente lo llevó a pulsear contra el paso del tiempo por la vía de la única eternidad a su alcance: el arte literario. Aun para aquellos que reniegan de su estilo, Proust es como un sacerdote de la belleza que logra transformar en un milagro imperecedero lo más pequeño e insignificante. El escritor en ciernes descubrió que la palabra no es una sucesión de instantes, sino un proceso cuya unidad solo puede captarse mediante la experiencia interior.
El narrador insomne
El padre de Proust murió en 1903; dos años después, su madre. Ninguno llegó a conocer el éxito de su hijo. El escritor decidió recluirse en el 102 del bulevar Haussmann en París; tapizó de corcho su dormitorio y mantuvo las ventanas cerradas para protegerse del mundo exterior, al que sentía cada vez más hostil, conforme se profundizaba el asma. La mayor parte del tiempo no salía de la cama. Apenas comía. Por el camino de Swann, el primer volumen de En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu), fue rechazado por dos editoriales. En 1913 el escritor consiguió que la publicara Bernard Grasset. Proust le pidió a Louis Brun, director literario de Grasset, que ofreciese 300 a 600 francos a dos periodistas de la época para que escribieran artículos “entusiastas” sobre la novela en Le Figaro y el Journal des Débats. Comprar críticas favorables iluminaba la soledad, la incertidumbre y la angustia que vivía el escritor. Hacía diez años que escribía crónicas de sociedad en Le Figaro, el diario de referencia de la burguesía acomodada, y estuvo escribiendo durante cuatro años la rechazada Por el camino de Swann. El 1º de enero de 1914 salió una crítica de Henri Ghéon en la Nouvelle Revue Française (NRF), la célebre revista fundada por André Gide, que para Proust era como su familia espiritual. Ghéon consideró la obra de Proust un “producto del ocio”, “lo contrario de la obra de arte, es decir, un inventario de sensaciones”, que “rebasa nuestra irritación”. En una nota dirigida a Ghéon, el escritor argumentó que no se trata de un producto del ocio porque su enfermedad le permite escasas horas de trabajo.
Las experiencias de un narrador son recuperadas y narradas en primera persona. Como relámpagos que iluminan fragmentos extraviados de una vida, el narrador, un joven burgués que quiere ser escritor, rescata recuerdos e impresiones que estaban aletargadas en el desván del olvido de su conciencia. El sabor de una magdalena con la que acompaña una taza de té lo transporta a otra magdalena lejana que le daba su tía Léonie en Combray, el nombre que recibe en la novela Illiers, el lugar donde Proust pasó su infancia. La evocación, el tiempo recobrado, despliega esquirlas de una potencia inusitada por la manera en que, a través de gustos, hábitos y aficiones, recrea la grandeza simulada de una aristocracia decadente. A principios del siglo XX, se produce una serie de acontecimientos cruciales: Sigmund Freud descubrió el inconsciente; Werner Heisenberg, el principio de incertidumbre y Albert Einstein, la teoría de la relatividad. Nada es lo que parece ser; tiempo y espacio son relativos. En la obra de Proust aparecen mecanismos de represión, los celos edípicos, toda clase de complejos, patologías como la depresión de algunos personajes, la perversión o bipolaridad.
¿Cuál es la “novedad” que trae Proust? En busca del tiempo perdido se trata de una novela que instaura la creación de un narrador particular: el narrador insomne, que está en una zona fronteriza, entre la vigilia y el sueño, y que le permite sondear las profundidades del interior en ese estado tan singular en el que desarrolla una sensibilidad inaudita al entorno inmediato, a las luces y sombras, a los ruidos y silencios; pero también hay una vibración extraordinaria respecto de las palabras, las sensaciones, las imágenes, los sentimientos y pensamientos que emergen en esas noches donde el sueño no puede alcanzarse. El insomne diluye los límites entre lo que sucede en el fondo onírico y lo que irrumpe en una vigilia interrumpida. Los pensamientos atraviesan esos dos mundos explorando las variaciones en el terreno de la subjetividad.
El escritor que adelantaba cien años
“Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas -plantea el narrador de Por el camino de Swann-. El caso es que cuando yo me despertaba así, con el espíritu en conmoción, para averiguar, sin llegar a lograrlo, en dónde estaba, todo giraba en torno de mí, en la oscuridad: las cosas, los países, los años. Mi cuerpo, demasiado torpe para moverse, intentaba, según fuera la forma de su cansancio, determinar la posición de sus miembros para de ahí inducir la dirección de la pared y el sitio de cada mueble, para reconstruir y dar nombre a la morada que le abrigaba. Su memoria de los costados, de las rodillas, de los hombros, le ofrecía sucesivamente las imágenes de las varias alcobas en que durmiera, mientras que, a su alrededor, las paredes, invisibles, cambiando de sitio, según la forma de la habitación imaginada, giraban en las tinieblas”.
El año de la Primera Guerra Mundial fue uno de los más dolorosos para Proust. El 30 de mayo, Alfred Agostinelli, chofer y amante del escritor (relación que está contada en La prisionera y La fugitiva), que estaba inscripto en la escuela de aviación de los hermanos Garber con el curioso seudónimo de Marcel Swann, cayó al mar desde una avioneta y murió ahogado. Agostinelli fue el gran amor de la vida del escritor francés, según el biógrafo George Painter. Las rosadas mejillas de Albertina serían en realidad las sensuales mejillas de Agostinelli. Por la Guerra se aplazó la publicación de A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de En busca del tiempo perdido, que saldría finalmente en 1919 por Gallimard y obtendría el Premio Goncourt. La consagración no estuvo exenta de una gran polémica. La novela de Proust competía con Las cruces de madera, de Roland Dorgelès, un excombatiente que narraba sus experiencias en las trincheras. Casi todo el mundo creía que Dorgelès se llevaría el premio, pero no lo ganó. Se dijo que Proust era “un Balzac degenerado”. Que era rico y no era joven. Que el jurado no cumplió con las condiciones establecidas. Léon Daudet, primer presidente de la Academia Goncourt, respondió que se premió el talento, no la juventud, y que Proust “se adelanta a su tiempo en más de cien años”.
Adelantar a su tiempo tuvo costos muy altos en términos de incomprensión. Pero hubo algo más en lo que se podría afirmar que también adelantó. Proust descubrió un tipo de memoria que no puede evocarse a voluntad y que escapa al dominio de la inteligencia: la memoria involuntaria. El escritor inició la búsqueda de un “tiempo perdido”, de lo que se encuentra olvidado en una interioridad temporal. Esta memoria involuntaria, “va a dramatizarla, a darle un aspecto subjetivo centrándolo sobre la sospecha, los celos”, advierte Pierre Klossowski (1905-2001) en Sobre Proust, libro que permanecía inédito en español y que acaba de publicar la editorial argentina Cactus en traducción de Pablo Ires. “El pasado vivido vuelve gracias a todo lo que no ha sido vivido”, plantea Klossowski, una especie de artista mutante, filósofo, novelista, ensayista, traductor, guionista, pintor y actor de cine. “La constante referencia al arte y al sufrimiento prueba que Proust no piensa en la sublimación: el arte no está por encima de la vida, sino que es el otro lado de la vida, el único real (…) El arte es la vida misma y lo que se denomina la obra nunca es otra cosa que el instrumento de esta única vida real –en lo cual Proust confluye con Nietzsche-: es decir, el arte es una fisiología aplicada. Para Proust también el arte es efectivamente una ciencia que tiene por objeto la vida real”, analiza Klossowski, hermano del pintor Balthus, admirado por pensadores de la talla de Michel Foucault y Gilles Deleuze.
La voz de Proust no es solo su estilo. Sin duda, a la manera de Flaubert, supo que la narrativa necesita de la misma exigencia y rigor que tiene el lenguaje poético, pero también se deleitó con las vulgaridades y las bellezas del habla, la experimentación con la parodia y el pastiche. La prosa proustiana puede resultar compleja, tediosa, un tanto inaccesible; pero que sea difícil no significa epítome de ininteligible. Proust no es un autor que se pueda leer al principio, previamente conviene tener otras lecturas. A Proust se llega. La riqueza y plasticidad de las imágenes que disemina su prosa se asemejan a un cuadro impresionista, donde no es posible delimitar las formas entre sí, de manera que no se sabe dónde empieza una y termina la otra. En el tamiz de la sensibilidad proustiana surgen relaciones insospechadas entre las cosas: un aroma conecta con momentos o lugares; un sonido empuja hacia el pasado; un color se vincula con una forma.
“En aquella época aún pensaba que las palabras eran la forma de contarles a los demás la verdad. Incluso las palabras que me decían depositaban con tanta eficacia su significado inalterable en mi mente sensible que me parecía del todo imposible que alguien que hubiera dicho que me quería, no me quisiera”, se lee en El mundo de Guermantes, la tercera parte editada en dos tomos entre 1921 y 1922. A propósito de esta parte, Daudet escribió: “Cuando pienso que observa todo esto desde su cama –ya que prácticamente no se levanta usted casi nunca, ¿verdad?- me pregunto para qué sirve estar de pie”. Cuatro volúmenes de En busca del tiempo perdido se publicaron póstumamente: Sodoma y Gomorra, en dos tomos, 1922-1923; La prisionera y La fugitiva, ambos en 1925; y El tiempo recobrado, en 1927.
Ojos muy abiertos
En la iglesia universal del reino de Proust el feligrés argentino más conspicuo fue Juan José Saer (1937-2005). En “La mayor”, cuento con que inicia el libro homónimo publicado en 1976, Saer comienza dialogando intertextualmente con En busca del tiempo perdido. El narrador saeriano del cuento, Carlos Tomatis, esboza una reescritura del famoso episodio de la magdalena en clave paródica. Pero Tomatis no puede recuperar nada del pasado. Ningún recuerdo surge de la experiencia de mojar la magdalena en el té. No encuentra experiencia que puede acercar al presente. “Amanece, y ya está con los ojos abiertos”, la primera frase de la novela El limonero real (1974) condensa ese momento inasible, el tránsito entre el estado de sueño y la vigilia. “Ciertas novelas son como grandes lutos momentáneos, abolen el hábito, vuelven a ponernos en contacto con la realidad de la vida, pero sólo por unas horas, como una pesadilla, la alegría que aportan por la impotencia del cerebro para luchar contra ellas, y recrear lo verdadero, se imponen infinitamente sobre la sugestión casi hipnótica de un bello libro, que, como todas las sugestiones, tiene efectos muy breves”, aclara el narrador en La fugitiva.
No pasa nada; no hay argumentos o una trama en el sentido más convencional del término. Los reproches están a la orden del día: ¡siete volúmenes en los que no hay acción! Proust fue un precursor de una de las principales corrientes de la literatura del siglo XX. En el Ulises de Joyce tampoco pasa nada durante las veinticuatro horas de un día dublinés, el 16 de junio de 1904, sin especial relevancia. Como no pasa nada en La señora Dalloway, una de las mejores novelas de Virginia Woolf. Esta idea de privilegiar la acción se podría objetar. A diferencia de lo que se cree pasan muchas cosas, aunque no existan grandes acontecimientos. Lo que transcurre es el tiempo, que erosiona los cuerpos y las mentes; cambian los puntos de vista y las pasiones. Pasa la vida y muere un mundo, que no es poca cosa.
André Maurois narró las últimas horas de Proust, que murió a los 51 años el 18 de noviembre de 1922 a causa de una neumonía. “Lo intentaron todo, pero, ¡ay!, era demasiado tarde. Las ventosas no se adherían a la piel. Con sumo cuidado el profesor Proust levantó a Marcel sobre las almohadas. ‘Te estoy meneando mucho, muchacho: ¿te hago sufrir?’. Y, con una exhalación, Marcel pronunció sus últimas palabras: ‘¡Oh, sí, mi querido Robert!’. Se extinguió hacia las cuatro, dulcemente, sin un movimiento, con los grandes ojos muy abiertos”.
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