Por: Virginia Woolf
Durante años, el Times Literary Supplement tuvo como una de sus más destacadas colaboradoras a Virginia Woolf, quien suscribió numerosas reseñas y artículos sobre escritores como Charlotte Brontë y George Eliot hasta temas como el teatro isabelino o las horas transcurridas en una biblioteca. Genio y tinta es un volumen inédito que acaba de publicar Lumen y en el que se recogen los artículos que nunca antes habían sido recopilados en libro. Aquí publicamos un extraordinario trabajo en el que Woolf -a propósito de la muerte del autor en 1924- analiza el devenir de la literatura de Joseph Conrad, se pregunta por qué si bien ha sido inmensamente leído y ha representado lo mejor de la literatura inglesa, no había sido popular, y se detiene en el papel del personaje de Marlow como doble y complemento del escritor.
Por Virginia Woolf
De repente, sin darnos tiempo a ordenar los pensamientos ni preparar los discursos, nuestro excepcional huésped nos ha dejado y su desaparición sin despedida ni ceremonia va acorde con su misteriosa llegada, muchos años atrás, para asentarse en este país.
Pues siempre lo rodeó un aire de misterio. Era en parte por su origen polaco, en parte por su memorable apariencia, en parte por su preferencia por vivir en las profundidades del país, lejos de los chismosos, inalcanzable para las anfitrionas, hasta el punto de que para tener noticias de él uno dependía por fuerza de los testimonios de sencillos visitantes habituados a llamar a los timbres de las puertas, que informaban de que su desconocido anfitrión tenía unos modales impecables, los ojos brillantísimos y hablaba inglés con un marcado acento extranjero.
Aun así, a pesar de que los difuntos tienen por costumbre acelerar y enfocar nuestros recuerdos, al genio de Conrad hay adherido algo esencial, y no por casualidad difícil de abarcar. Su reputación en los últimos años fue, con una excepción obvia, sin duda la mejor de Inglaterra, sin embargo, no era popular. Lo leían con apasionado placer unos cuantos, a otros los dejaba fríos y aburridos. Entre sus lectores había personas de las edades y simpatías más dispares. Los estudiantes de catorce años que se abrían paso entre Marryat, Scott, Henty y Dickens, se lo tragaban igual que al resto; mientras que los maduros y exigentes, que con el paso del tiempo habían devorado todo hasta llegar al corazón de la literatura y allí habían dado vueltas y vueltas a unas pocas y valiosísimas migajas, también servían a Conrad escrupulosamente en sus banquetes. Una fuente de dificultad y discrepancia se halla, por supuesto, en algo que ha supuesto un escollo para los hombres de todos los tiempos: su belleza. Al abrir sus páginas, uno siente lo que debió de sentir Elena cuando se miró en el espejo y se dio cuenta de que, hiciera lo que hiciera, nunca, bajo ninguna circunstancia, podría pasar por una mujer del montón. Tan dotado estaba Conrad, tanto había aprendido por sí mismo, y tal era su compromiso con una lengua extraña que le había enamorado como ninguna otra por sus cualidades latinas y no tanto por su legado sajón, que parece que no quisiera ni pudiera realizar un movimiento feo o insignificante con la pluma. Su amante, su estilo, a veces se adormece un poco cuando está en reposo. Pero en cuanto alguien habla con ella, ¡qué magníficamente se cierne sobre nosotros entonces, con qué color, triunfo y maestría! Mas es cuestionable que Conrad hubiera obtenido más alabanzas y popularidad si hubiera escrito lo que tenía que escribir sin cuidar de manera incesante las apariencias. Estas bloquean, entorpecen y distraen, dicen sus críticos, y hacen destacar esos famosos pasajes que empieza a ser costumbre sacar de su contexto y exhibir entre otras flores cortadas de la prosa inglesa. Era tímido, rígido y recargado, se quejan, y el sonido de su voz le era más preciado que la voz de la humanidad en su angustia. Es una crítica frecuente y cuesta refutarla, igual que cuesta refutar los comentarios de los sordos cuando se toca Figaro. Ven la orquesta; a lo lejos oyen un deprimente sonido rasgado; sus propios comentarios se ven interrumpidos y, como es natural, llegan a la conclusión de que los objetivos de la vida se lograrían mejor si en lugar de arañar a Mozart con su arco esos cincuenta violinistas se dedicaran a picar piedra en el camino. ¿Cómo vamos a convencerlos de que la belleza instruye, de que la belleza es educadora, si sus enseñanzas son inseparables del sonido de su voz, al que ellos son sordos? Pero al leer a Conrad, no en libros conmemorativos, sino casi en su totalidad, sin duda será incapaz de extraer el significado de las palabras quien no sepa oír en esa música más bien severa y sombría, con su reserva, su orgullo, su amplia e implacable integridad, que es mejor ser bueno que malo, que la lealtad es buena, así como la honestidad y el valor, aunque de un modo ostensible Conrad se preocupe meramente de mostrarnos la belleza de la noche en el mar. Pero es nocivo arrancar esas confesiones íntimas de su elemento. Resecas en nuestros platitos, sin la magia y el misterio del lenguaje, pierden su poder estimulante y provocador; pierden el drástico poder, que es una cualidad constante de la prosa de Conrad.
Puesto que fue en virtud de algo drástico en él, las cualidades de un líder y un capitán, por lo que Conrad atraía tanto a los muchachos y a la gente joven. Hasta que escribió Nostromo, sus personajes eran fundamentalmente simples y heroicos, como se apresuraron a captar los jóvenes, por muy sutil que fuese la mente y muy indirecto el método de su creador. Eran marineros, acostumbrados a la soledad y el silencio. Estaban en conflicto con la Naturaleza, pero en paz con el hombre. La naturaleza era su adversario; era ella la que hacía que aflorara el honor, la magnanimidad, la lealtad, las cualidades propias del hombre; era ella quien en muelles cubiertos convertía en mujeres a las chicas hermosas, insondables y austeras. Por encima de todo, era la Naturaleza la que dio lugar a personajes tan retorcidos y puestos a prueba como el capitán Whalley y el viejo Singleton, oscuros pero gloriosos en su oscuridad, que eran para Conrad lo mejor de nuestra raza, cuyas alabanzas nunca se ha cansado de cantar.
“Habían sido fuertes, como todos aquello que no conocen la duda ni la esperanza. Habían sido exigentes y sufridos, levantiscos y fieles, indomables y leales. Gente bien intencionada había pretendido representar a aquellos hombres como quejumbrosos impenitentes, que hacían su trabajo temiendo por sus vidas. Pero lo cierto es que aquellos hombres habían conocido las penalidades, las privaciones, la violencia, el libertinaje, pero no el miedo, y tampoco habían deseado albergar ningún despecho en sus corazones. Hombres difíciles de manejar, pero fáciles de ilusionar; hombres sin voz, pero lo bastante hombres para burlarse interiormente de las sentimentales voces que lamentaban la dureza de su destino. Era un destino único y era el suyo. La capacidad de soportarlo les parecía el privilegio de los escogidos. La suya fue una generación silenciosa e indispensable, que no conoció la dulzura de los afectos ni el refugio de un hogar y murió libre de la siniestra amenaza de una tumba angosta. Fueron los hijos siempre jóvenes del misterioso mar”. (El negro del “Narcissus”).
Tales eran los personajes de sus primeros libros: Lord Jim, Tifón, El negro del “Narcissus”, Juventud, y estos libros, a pesar de los cambios y las modas, tienen bien afianzado su lugar entre nuestros clásicos. Pero alcanzan la cúspide a través de cualidades que las simples historias de aventuras, como las narraron Marryat o Fenimore Cooper, no pueden afirmar que poseen. Pues está claro que, para admirar y celebrar a tales hombres y tales hazañas, de una manera romántica, entregada de corazón y con el fervor de un amante, uno debe poseer la doble visión; debe estar al mismo tiempo dentro y fuera. Para alabar su silencio es preciso tener voz. Para apreciar su resistencia es preciso ser sensible a la fatiga. Es preciso ser capaz de vivir en igualdad de condiciones con los Whalley y los Singleton y aun así hurtar a su mirada de sospecha las características concretas que permiten que uno los comprenda. Conrad fue el único capaz de vivir esa doble vida, pues Conrad era la combinación de dos hombres; junto con el capitán de barco moraba ese analista sutil, refinado y exigente a quien llamaba Marlow. “Un hombre de lo más discreto y comprensivo” dijo el autor sobre Marlow.
Marlow era uno de esos observadores natos que son más felices cuando viven apartados. Lo que más le gustaba a Marlow era sentarse en la cubierta, en alguna ensenada recóndita del Támesis, a fumar y rememorar; a fumar y especular; a soltar detrás del tabaco unos bellos anillos de palabras; hasta que toda la noche estival se quedaba un poco nublada con el humo del tabaco. Además, Marlow sentía un profundo respeto por los hombres con los que había navegado, pero veía el humor en ellos. Detectaba y describía de un modo magistral a aquellas lívidas criaturas que apresaban con éxito a los torpes veteranos. Tenía talento para la deformidad humana; su humor era sarcástico. Marlow tampoco vivió completamente inmerso en el humo de sus propios puros. Tenía por costumbre abrir los ojos de repente y mirar (un montón de basura, un puerto, un mostrador de una tienda) y entonces, completo en su ardiente halo de luz, ese elemento destella sobre el misterioso fondo. Introspectivo y analítico, Marlow era consciente de esta peculiaridad. Decía que el poder le llegaba de pronto. Por ejemplo, podía oír murmurar a un oficial francés: “Mon Dieu! ¡Cómo pasa el tiempo!”.
“No podría haber existido un comentario más mundano que ese; pero su pronunciación coincidió, para mí, con una revelación fugaz. Resulta extraordinario cómo vamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos ensordecidos y el pensamiento adormecido. No obstante, serán pocos, los que, entre nosotros, jamás hayan experimentado uno de esos extraños momentos de iluminación en los que se ve, se oye, se entiende tanto… todo… en un destello… antes de volver a caer en nuestra voluntaria somnolencia. Levanté la vista cuando él habló, y lo vi como jamás lo había visto”. (Lord Jim)
Cuadro tras cuadro pintó de tal modo sobre aquel fondo oscuro; barcos en primer lugar y casi siempre, barcos anclados, barcos volando ante la tormenta, barcos en el puerto; pintó ocasos y amaneceres; pintó la noche; pintó el mar en todos sus aspectos; pintó el fulgor chabacano de los puertos orientales, a los hombres y las mujeres, sus casas y sus actitudes. Era un observador atento e incansable, que había aprendido esa “absoluta lealtad hacia sus sentimientos y sensaciones” que, tal como escribió Conrad, “un autor debería mantener en los momentos creativos más exaltados”. Y, de manera pausada y compasiva, algunas veces Marlow deja caer unas cuantas palabras a modo de epitafio que nos recuerdan, pese a toda esa belleza y el resplandor que hay ante nuestros ojos, la oscuridad del fondo.
Así pues, una distinción burda y fácil podría llevarnos a decir que es Marlow quien comenta, Conrad quien crea. Nos conduciría, conscientes de que estamos en terreno peligroso, a explicar ese cambio que, como nos dice Conrad, se produjo cuando había terminado el último relato del libro Tifón (“un cambio sutil en la naturaleza de la inspiración”), mediante alguna alteración en la relación entre los dos viejos amigos. “Daba la sensación de que no había nada más en el mundo sobre lo que escribir”. Fue Conrad, supongamos, Conrad el creador, quien dijo eso, al repasar con dolorosa satisfacción las historias que había contado; al sentir, por qué no, que nunca podría mejorar la tormenta de El negro del “Narcissus”, o rendir un homenaje más sincero a las cualidades de los marineros británicos que el que les había ofrecido ya en Juventud y Lord Jim. Fue entonces cuando Marlow el comentarista le recordó que, en el orden natural de las cosas, uno debe envejecer, sentarse a fumar en la cubierta y dejar de navegar. Pero, le recordó, esos agotadores años habían hecho sedimentar sus memorias; e incluso podría haber ido un paso más allá para apuntar que, pese a que ya se hubiera dicho la última palabra acerca del capitán Whalley y su relación con el universo, en la costa seguía habiendo algunos hombres y mujeres cuyas relaciones, aunque de un carácter más personal, valdría la pena escudriñar. Si continuamos con las suposiciones y aventuramos que había un libro de Henry James a bordo y que Marlow se lo dio a su amigo para que se lo llevara a la cama, podríamos apoyarnos en el hecho de que fue en 1905 cuando Conrad escribió aquel magistral ensayo sobre ese maestro.
Así, durante algunos años fue Marlow quien ejerció el papel dominante entre ambos. Nostromo, Azar, La flecha de oro representan ese estadio de la alianza que algunos seguirán considerando el más rico de todos. El corazón humano es más intrincado que el bosque, dirán; tiene sus tormentas, tiene sus criaturas de la noche; y sí como novelista deseas poner a prueba al hombre en todas sus relaciones, el adversario adecuado es el hombre; su odisea está en la sociedad, no en la soledad. Esas personas siempre sentirán una peculiar fascinación por los libros en que la luz de esos ojos brillantes se posan no solo en los restos que la marea arrastra, sino en el corazón de su perplejidad. Pero debe admitirse que, si Marlow recomendó así a Conrad que cambiara el ángulo de visión, se trataba de un consejo atrevido. Porque la visión de un novelista es a la vez compleja y especializada; compleja porque debajo de sus personajes y aparte de ellos debe haber algo estable con lo que él los relaciona; especializada porque, dado que es una única persona con una única sensibilidad, los aspectos de la vida en que puede creer con convicción son estrictamente limitados. Un equilibrio tan delicado es fácil de romper. Después del periodo intermedio, Conrad ya no volvió a ser capaz de establecer una relación perfecta entre sus personajes y el fondo. Nunca creyó en sus personajes últimos y más sofisticados del modo como creyera en sus marineros del principio; porque cuando tuvo que indicar su relación con ese otro mundo oculto de los novelistas, el mundo de los valores y las convicciones, estaba mucho menos seguro de cuáles eran esos valores. Entonces, una y otra vez, una única frase, “la soltó con cuidado”, escrita al final de una tormenta que azota el Narcissus, albergaba todo un sistema de valores morales. Pero en ese mundo más poblado y complicado, esas frases concisas se volvieron cada vez menos apropiadas. Los hombres y las mujeres complejos con grandes intereses y relaciones no se someterían a un juicio tan sumario; o, si lo hacían, gran parte de lo que era importante en ellos escapaba al veredicto. Y sin embargo, era primordial para el genio de Conrad, con su poder exuberante y romántico, tener alguna ley con qué juzgar a sus creaciones. En esencia –tal continuó siendo su credo- el mundo de las personas civilizadas y contenidas se basa en “unas cuantas ideas muy simples”; pero ¿dónde, en el mundo de pensamientos y relaciones personales, las encontraremos? No hay mástiles en los salones de una casa; el tifón no pone a prueba la valía de políticos y empresarios. Al buscar en balde esos apoyos, el mundo del periodo tardío de Conrad se ve inmerso en una oscuridad involuntaria, una falta de conclusión, casi una desilusión que desconcierta y fatiga. Nos quedamos solo con el atardecer de las viejas noblezas y sonoridades: fidelidad, compasión, honor, servicio, siempre hermosas, pero ahora reiteradas con cierto hastío, como si los tiempos hubiesen cambiado. Quizá la culpa fuera de Marlow. Su esquema mental era un punto sedentario. Se había sentado en la cubierta durante demasiado tiempo; espléndido en el monólogo, no se le daba tan bien el toma y daca de la conversación; y esos “momentos de iluminación”, que centellean y se apagan, no sirven tan bien como la luz de una lámpara a la hora de iluminar las olas de la vida y sus largos y graduales años. Sobre todo, quizás no tuvo en cuenta que, si Conrad tenía que crear, era esencial primero que creyera.
Por lo tanto, aunque hagamos incursiones en sus libros últimos y obtengamos trofeos magníficos, largos pasajes de esas obras permanecerán inexplorados para la mayoría de nosotros. Son sus libros tempranos –Juventud, Lord Jim, Tifón, El negro del “Narcissus”- los que leeremos en su totalidad. Porque cuando se plantea la cuestión de qué parte de Conrad sobrevivirá y en qué lugar del ranking de novelistas lo situaremos, estos libros, que dan la sensación de contarnos algo muy antiguo y perfectamente cierto que había permanecido oculto pero ahora se ha revelado, volverán a la mente y harán que esas cuestiones y comparaciones parezcan un tanto fútiles. Completos y quietos, muy castos y muy bellos, se elevan en la memoria igual que, en estas cálidas noches de verano, con su estilo lento y majestuoso, primero sale una estrella y después otra.
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