Por: Guillermo Saccomanno
“La construcción de la muralla china fue terminada en su extremo más septentrional avanzando desde el sudeste y el sudoeste. Y se unió aquí. Este sistema de construcción parcial se utilizó también en pequeña escala dentro de cada uno de los dos grandes ejércitos de trabajo, el de oriente y el de occidente. Para ello se formaron grupos de unos veinte obreros que debían ejecutar una muralla parcial de unos quinientos metros, un grupo le salía al encuentro con otra muralla de igual longitud. Pero luego de producida la unión, no se continuaba la obra a final de estos mil metros, sino que los grupos de obreros volvían a ser enviados a regiones completamente distintas para la construcción de la muralla. Naturalmente, quedaron así numerosos claros que se llenaron poco a poco, con lentitud, algunos sólo después de haberse ya proclamado la terminación de la muralla. Más aún: se dice que hay huecos que no se llenaron en absoluto, afirmación que, probablemente, pertenece a las muchas leyendas que se originaron acerca de la construcción y que, al menos para el hombre aislado no son comprobables por sus propios ojos y con su propio sentido de las proporciones”.
Kafka escribe “La construcción de la muralla china”, a los treinta y cuatro años, una noche de 1917. Escribe de noche porque durante el día es abogado en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo. Nunca terminará de comprender cómo los explotados aguantan las injusticias que exhiben en sus cuerpos maltrechos, tullidos, mutilados, esperando horas ser atendidos, con una paciencia tan santa como vergonzosa. No es diferente el sometimiento que sufren hombres, mujeres y niños arriados en levas a la construcción de esa muralla imponente en que se centra el relato. Además, ese año habrá de componer “El cazador Graco” y reunirá apuntes para “En la colonia penitenciaria” sin dejar de lado la glosa de Pascal y la lectura de Dickens, fuente motivacional para su novela de iniciación “El desaparecido”. Estos datos, junto con otros más privados y escabrosos, constan en sus diarios.
Con Kafka me pasa siempre. Las citas se ramifican. Su escritura es un universo que todo lo abarca, incluyéndonos. Se ha dicho también: Kafka es una literatura en sí mismo y sus derivas de autoexploración -tanto en sus diarios como en sus ficciones- urden una jungla de significantes. Pero significantes de qué, cabe preguntar si se piensa que sus metáforas son, en ocasiones, metáforas de nada. Hablo de una biblioteca en continua expansión en el pasado, el presente y aún más, en una dimensión profética que compromete el futuro, lo alerta. También me pasa, vuelvo a escribir una y otra vez sobre él, no hay año en que por ache o por be no retorne a sus libros, escriba impresiones ad hoc o, mucho mejor, deba citarlo porque nadie como él para explicar lo que quiso decir en tal o cual pasaje, aunque a menudo las explicaciones son innecesarias porque su escritura es siempre clara, racional, sospechosamente realista y, paradojalmente, oclusiva. Juega a la escondida, parece cacharnos, aunque ese matiz de cachada no es otra cosa que ternura y comprensión ante las más aberrantes acciones del capricho humano y su absurdo. En tanto, cuanto más vuelvo a él, más envejezco. Ahora, por ejemplo, mientras escribo sobre él, a los setenta y tres, él permanece joven, como si, regresivo, cumpliera años al revés, crece hacia atrás.
La lectura de los diarios de un escritor suelen aportan elementos que facilitan una interpretación más profunda de su obra. Hay veces, y este es el caso, en que los diarios se vuelven indispensables. En Kafka, la doble lectura, es paradigmática en el ir y venir del texto íntimo a los textos publicados más tarde, en su mayoría, póstumamente. Ambos se iluminan respectivamente. Porque en los diarios encontramos, como dije, fragmentos de sus relatos y también bocetos, descripciones, aforismos y dolencias.
En este mismo año Kafka alquila un cuarto en el palacio Schönborn, se compromete por segunda vez con Felice Bauer, nada en el Moldava, estudia hebreo, escupe sangre por primera vez, recibe el diagnóstico de tuberculosis y se muda a casa de su hermana Ottla y anula otra vez, definitivamente, el compromiso con Felice. “Si, como tú dices”, escribe en el diario, “la herida de tus pulmones es un símbolo, un símbolo de la herida cuya inflamación se llama Felice”. Y se ordena: “Agarra ese símbolo”.
Una interpretación quizás excesivamente silvestre permite inferir que, siendo el matrimonio enemigo de la escritura, la enfermedad acude en su defensa. Es cierto, para Kafka la literatura es un absoluto, lo posee, pero también, como anota Elías Canetti, “carece realmente de cualquier vanidad de escritor, nunca se envanece, no puede envanecerse. Se ve pequeño, avanza a pasos cortos. Donde quiera que pone el pié, advierte la inseguridad del suelo. No nos sostiene, mientras estamos con él nada nos sostiene. Y así renuncia él al engaño y a los artificios de los escritores. No hay nada en la más reciente literatura que nos vuelva tan modestos. Él reduce la ampulosidad de cualquier vida. Mientras lo leemos nos volvemos buenos, pero sin enorgullecernos de ello”.
Una de esas noches, Kafka registra: “Casi siempre aquel a quien uno busca vive al lado. No es posible explicar esto sin más, es preciso aceptarlo primero como un hecho empírico. Tiene causas tan hondas que uno no podría impedirlo aunque se lo propusiera. Se debe a que uno no sabe nada de ese vecino que busca. En efecto, uno no sabe ni que lo busca ni que él vive al lado”. Es decir, el tema del doppelgänger, el ser otro, otro que lo obsesiona, y surge al dar vuelta una página de cualquiera de sus novelas abandonadas. Sus héroes, en apariencia, se le parecen mucho en las variaciones, el modo de construir esa muralla que lo protegerá de los bárbaros, que somos nosotros, sus lectores. Ocurre a menudo, un escritor busca escamotear al otro detrás de una muralla literaria. Pero su estrategia falla desde un comienzo: quedan huecos inexorables entre la muralla que viene de una página, la de la ficción, y debería unirse con otra, la de los diarios. Y en esos huecos, agazapada, se insinúa su sombra. Por qué no entonces leer su obra signada por ese carácter de inconclusión, como una construcción imposible: no se puede decir eso que nos dice de otra manera porque ya alcanzó el objetivo, un punto de no retorno.
Me gusta pensar al escritor en la noche imaginando, desde su cuarto, una inmensidad que lo supera y que sus palabras no alcanzan a reflejar. Kafka murió a los cuarenta años. No llegó a ver que sus hermanas, su familia, sus amantes, amigos y conocidos, casi todos los mencionados en el diario, habrían de morir en los campos de exterminio. Ante semejante drama, me detengo en un subrayado: “Nuestro país es tan grande que ninguna leyenda se aproxima a su grandeza, el cielo alcanza apenas a cubrirlo”. El significado de la imagen poética, que seguro es uno de los tantos posibles, se me rehúye y, no obstante, está ahí, en el hueco y quiere decirnos algo más, que está en ese cielo escrito.
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