Por: Alain Badiou
El texto que sigue ha sido tomado de Les possibles matins de la politique (Interventions 2016-2020) (París, Fayard. Col. Ouvertures, 2021, pp. 59-92) y corresponde a una conferencia impartida por Alain Badiou en el Institut d’études polítiques de París (“Sciences Po”) —sin título y sin que la fecha exacta se especifique en la obra que nos sirve de fuente y referencia—, presumiblemente en algún momento entre febrero (fecha a la que hace alusión el propio texto de la conferencia en relación con las celebraciones por el 150 aniversario de la Comuna) y abril de 2021 (fecha de impresión del libro). Que nos conste, es esta la primera vez que se traduce al español. La traducción del texto de Badiou, incluido el poema de Rimbaud a que se hace referencia, y las notas y el propio título de la conferencia son de Rolando Prats.
No fue esta la primera vez en que se invitó a Badiou a Sciences Po a dirigirles la palabra a los estudiantes. En marzo de 2018, con ocasión del bicentenario de Marx, impartió en el anfiteatro Albert Sorel de esa institución, ante un público de 200 personas, la conferencia “¿Para qué sirve el marxismo?”.
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Quiero agradecer, por supuesto, a la Unión de Estudiantes Comunistas haberme invitado a esta especie de templo universitario del parlamentarismo moderno.
¿A qué título puedo reivindicar como legítima esta invitación? En cualquier caso, no puedo hoy, aquí, en este Instituto de Estudios Políticos de París, familiarmente llamado “Sciences Po”[1], dirigirme a ustedes como especialista en ciencias políticas o estudios políticos. Si bien creo que existen verdades políticas, no creo que exista algo así como “estudios políticos”, o una ciencia o ciencias políticas, o la ciencia de la política, y menos aún una política científica. Cuando se leesobre lo que se entiende por tales estudios o ciencias, encuentra uno tres cosas, y sólo tres cosas. En primer lugar, opiniones políticas cuidadosamente formateadas, de modo tal que aquello a lo que den lugar la elección y la decisión termine disfrazándose de resultado de un análisis objetivo de valor universal. En segundo lugar, algunos rudimentos de economía y derecho, disciplinas que no son, ni una ni otro, ciencias, y que mantienen una relación importante, pero indirecta, con la política propiamente dicha. Por último, algo de historia de las ideologías políticas y de las elaboraciones filosóficas que se relacionan con la política. A decir verdad, nada de eso sirve de preparación para otra cosa que no sea la gestión de los asuntos públicos, los asuntos de Estado. Y en efecto, la crema y nata de la clase política, el arsenal de los gobernantes, todas las piezas del Estado, desde su puesta en escena ante el público hasta sus oscuros bastidores, provienen en gran medida del Instituto de Estudios Políticos y, si se me permite, de su estrato superior, la Escuela Nacional de Administración. El hecho de que la palabra “política” sea así encolada, pegada y asimilada por las instituciones a la palabra “administración” no indica sino una cosa: “política” ha llegado a significar “gestión de los asuntos del Estado”. Lo cual equivale a privarla de todo valor universal real, así como de todo valor de principio para la acción colectiva.
Permítaseme, de paso, la siguiente observación: la expresión “lo político”, muy común en esa falsa disciplina llamada “filosofía política”, me parece vaciada de todo contenido. Lo que existe es la política, o más exactamente, las políticas. La política es el espacio en que entran en conflicto las políticas. Y cuando no existe sino una sola política, es que en verdad no existeninguna, y ya no quedan sino los asuntos del Estado, la gestión, la administración. En el actual sistema parlamentario, la existencia de varias políticas es a todas luces una ficción. En realidad hay una sola política, por completo subordinada a la pareja consensuada del régimen representativo electoral y del capitalismo liberal, lo que he propuesto llamar capitalparlamentarismo. Y puesto que hay una sola política, la del capital-parlamentarismo, no hay entonces ninguna. Algo de lo que están conscientes un número cada vez mayor de personas, razón por la que se convierten al más absoluto escepticismo político.
Si tuviera que ceder a mi consabido demonio polémico, estaría casi tentado a decir que un Instituto de Estudios Políticos, por no decir de ciencias políticas, es y sólo puede ser una escuela de despolitización gerencial. Pero ello me lo impide saber que algunos de los que asisten a dicha escuela —entre ellos, supongo, quienes me han invitado a hablar hoy aquí—, se oponen precisamente a ese tipo de neutralización administrativa del compromiso político.
En cualquier caso, dejando de lado las “ciencias políticas”, debo comenzar por definir el lugar, intelectual y práctico, desde el que me dirijo a ustedes.
En primer lugar, va de suyo, está la filosofía. Sostengo que la invención conceptual de la filosofía está condicionada por otros pensamientos, otras prácticas. La filosofía no es un comienzo radical, es más bien una consecuencia. Como dice Hegel, “el búho de Minerva no levanta el vuelo sino al caer la noche”. Entre esas condiciones se encuentra la política, tanto la realidad política contemporánea como la historia de la política. En ese sentido, cualquier novedad política que haya surgido en el mundo de hoy es de interés para el filósofo. Y puesto que se me ha pedido que hable del comunismo, obviamente lo hago en las condiciones históricas de la virtual desaparición de todo lo que representaba esa palabra. Del hundimiento de la Unión Soviética; de la incorporación de los países de Europa Central al espacio puramente capitalista denominado “Europa”; del agresivo devenir capitalista de China tras el fracaso de la Revolución Cultural; del declive de todos los partidos comunistas en todos los países, incluida Francia, donde por mucho tiempo ese partido conoció un gran auge; y, por último, de la criminalización de la propia palabra “comunismo”, asimilada sin más contemplación al Terror, la masacre, los campos de concentración y, por una especie de simetría del Imperio del Mal, al nazismo.
Es decir, que si se quiere hablar del comunismo, hablar realmente del comunismo, y no pretender que se lo hace, entonces el búho filosófico de Hegel más bien levanta hoy el vuelo en la noche oscura de un espanto y bajo la mirada burlona de quienes saben que la palabra comunismo yace en la fosa de las palabras retrógradas y al mismo tiempo maldecidas.
Sin embargo, ¿no será posible al menos argüir que ese desplome total de un aparato político y estatal que llegó a existir a escala mundial y que era aún muy poderoso hace menos de cincuenta años plantea un verdadero interrogante al pensamiento? ¿Acaso no es posible argüir que estamos ante un enigma todavía no resuelto?
Puedo, a ese respecto, partir una vez más de la filosofía y, en particular, de la mía. A mis ojos, toda verdad, es decir, todo lo que tenga un alcance universal verificable, se origina, se crea, en un contexto histórico determinado. Es ese, incluso, el más importante de los problemas que me he llegado a plantear.
¿Cómo entender que lo que tiene un valor universal puede, sin embargo, comenzar, crearse y desplegarse en situaciones siempre absolutamente particulares tanto en el espacio como en el tiempo, tanto en la geografía como en la historia? ¿Cómo explicar el hecho de que las matemáticas demostrativas —que siguen en todas partes el mismo protocolo y a las que en todas partes se les reconoce la misma validez universal— se inventaran en Grecia alrededor de los siglos VI y V antes de nuestra era? Del mismo modo, ¿cómo explicar el extraordinario efecto que produce en un lector francés de estos tiempos una obra como La novela de Genji [2], escrita por una aristócrata japonesa hace mil años? ¿O por qué el personaje de Robespierre, burgués ilustrado del siglo XVIII, sigue siendo hoy objeto de interpretaciones y pasiones encontradas? ¿O por qué todavía nos conmueve la correspondencia amorosa entre Heloísa y Abelardo, que no es sino un producto típico del mundo medieval? En otras palabras, ¿cómo puede un valor universal tener un comienzo absolutamente particular tanto en el espacio como en el tiempo?
A ese tipo de comienzo, en un mundo particular, de lo que es universal doy el nombre de “acontecimiento”. De ello se desprende que todo lo que en ese sentido se asemeje a un acontecimiento, todo lo que parezca producir efectos que, aunque localizados, bien podrían tener un alcance universal, me concierne como filósofo.
Así que al menos puedo plantear la siguiente pregunta: el hundimiento, en el espacio de unos pocos años, de todo lo que solía llamarse “comunismo” ¿guardará relación con algún acontecimiento? Me dirán ustedes: se trata simple y llanamente de un fracaso. Pero hay fracasos que constituyen acontecimientos muy importantes. La Comuna de París de 1871 fue un terrible y sangriento fracaso. Sin embargo, por haberse tratado de la primera insurrección obrera capaz de tomar el poder en una gran capital, aunque fuera apenas por unas semanas, la Comuna de París es un acontecimiento político sobre el que se sigue reflexionando, hasta el punto de que todavía en febrero de 2021 su conmemoración seguía provocando violentos debates en el Ayuntamiento de París. La Revolución Cultural en China, entre 1966 y 1976, también fue un fracaso total, muy costoso. Sin embargo, podría demostrar aquí, cosa que no haré, que fue un acontecimiento tan complejo y rico que apenas hemos comenzado a reflexionar sobre él como es debido y a extraer de él ciertas conclusiones. Por lo demás, en otras ocasiones he afirmado que la Revolución Cultural china debería considerarse como la Comuna de París de la era de los estados socialistas poderosos.
Por último, me hago esta otra pregunta: lo que ha sucedido en la segunda mitad del siglo XX, y hasta hoy, en todos los países del sistema que se decía de democracias populares en tránsito hacia el comunismo, y en todos los partidos que se inspiraban en esa experiencia, ¿será un acontecimiento del que podamos extraer conclusiones de valor universal? ¿O todo ello no habrá sido sino una catástrofe tan sangrienta como previsible de la que no se puede extraer nada?
La cuestión de método que hay que considerar en primer lugar es la siguiente: ningún acontecimiento puede tener valor universal si no es otra cosa que un acontecimiento negativo. O, más exactamente, si el contenido de tal acontecimiento consiste solamente en destruir una situación y sustituirla por otra ya perfectamente conocida y dada por sentado. De hecho, todo acontecimiento es creación, novedad para el pensamiento y la acción, que deberá tener un contenido positivo. Si, por ejemplo, la Comuna de París fue un acontecimiento, lo fue porque mostró, por primera vez en la historia del mundo, que el poder político podía pertenecer a los trabajadores y a los pobres, y no a las clases poseedoras. Y la revolución de 1917 en Rusia fue un acontecimiento porque demostró, por primera vez en la historia moderna, que un país grande podía ser escenario de una insurrección obrera y popular victoriosa.
Es evidente que desde finales de los años ochenta del siglo XX se ha producido un fenómeno de negación, de destrucción en todo el mundo. Todo un sistema económico y político, vagamente llamado “comunismo”, hubo de desaparecer. Pero ¿fue esa desaparición un momento de creación, de novedad, que el pensamiento y la acción política pudiesen aprovechar? Desde hace tiempo entre los revolucionarios circula un proverbio: “Sin destrucción no hay construcción”. Lo cual no deja de ser cierto. Pero decir “construcción” no es necesariamente decir “invención”. Se puede construir copiando modelos existentes. La pregunta es entonces: ¿qué fue lo que se construyó sobre las ruinas del sistema de los países comunistas? ¿Fue esa construcción un acontecimiento histórico real, o fue una negación, no por ello menos real, pero que no supuso invención alguna de valor universal?
Paso a adelantarles sin más dilación la respuesta que doy a esa pregunta. Es sólo mi respuesta, y les propongo examinarla, respecto de dos puntos.
En primer lugar, la destrucción del sistema de democracias populares o, si se quiere, de estados socialistas, especialmente en Checoslovaquia y Polonia, pero también en Alemania Oriental, Hungría y, por supuesto, en China, podría haber dado lugar a una invención, a una creación, económica, social y política. ¿Por qué menciono a esos cinco países? Porque esos cinco países tenían a sus espaldas una primera experiencia histórica de levantamientos populares contra el sistema estatal socialista, que de hecho bloqueaba la posibilidad de todo movimiento real hacia el comunismo. Ese sistema tenía el mérito de haber quebrantado la apropiación privada de los medios de producción, pero confundía, de forma totalmente paradójica, el comunismo original, cuyo proyecto estratégico consistía en la extinción del Estado, con la construcción de un Estado centralizado e inmovilizado en su forma despótica. Alemania del Este en 1953, Hungría en 1956, China entre 1966 y 1976, Checoslovaquia en 1968 y Polonia a principios de la década de 1980 conocieron episodios de insurrección contra esa forma de Estado. Y en al menos tres casos, en Checoslovaquia con el reformismo socialista de Dubček; en China con las propuestas de la Revolución Cultural que se oponían a la dictadura del Partido; en Polonia con el movimiento Solidarność, surgieron nuevos proyectos políticos, nacidos del interior del mundo comunista de la época.
Por consiguiente, se habría podido encontrar, en el pasado histórico, puntos de apoyo para que a la destrucción del sistema opresivo de las democracias populares siguiera una invención que, bajo el nombre re-inventado de “comunismo”, fuera de interés para todo el pensamiento político.
En segundo lugar, y aquí tendré que decir “por desgracia”, ello no ocurrió. El sistema de las democracias populares fue sustituido por cosas bien conocidas por todos y mucho más viejas que las propias democracias populares. Así, en lo económico, asistimos al restablecimiento del reino de la propiedad privada capitalista liberal. En el ámbito social, al desmantelamiento de los sistemas de protección colectiva de los más pobres y a la reaparición de grandes desigualdades ocasionadas directamente por la riqueza personal y la corrupción. Por último, en la vida política, hemos asistido a la entronización o bien de la democracia electoral y parlamentaria o bien de formas autoritarias abiertamente oligárquicas.
En el fondo, la destrucción no ha dado lugar en absoluto a una invención política, sino a una especie de puesta al día: la organización colectiva que existe hoy en los países de Europa Central o en Rusia existía ya en Europa Occidental a finales del siglo XIX. En cuanto a China, bajo la batuta del curiosamente denominado partido “comunista”, estamos en presencia de un capitalismo monopolista centralizado y policial, similar al que existía en Francia en la década de 1850, en la época de Napoleón III. Por entonces había un sistema electoral de “candidatos oficiales”, papel que en China desempeñan con toda naturalidad los funcionarios del partido único.
La pregunta pertinente es entonces: ¿qué posibilidades existían de mantener la vitalidad de la idea comunista? ¿Y por qué la elección, o la necesidad histórica, llevó a los socialismos del siglo XX, tras su fiasco, a una integración pura y dura con el capitalismo globalizado en su forma occidental preestablecida o en formas aún más arcaicas?
Para abordar esta cuestión, utilizaremos el diagrama que tienen entre sus manos.
[Pie de foto] Diagrama de la estructura contemporánea del mundo según Alain Badiou
A través de este diagrama trato de analizar, en su contexto general, las condiciones históricas y subjetivas en las que se produjo el fin de las democracias populares, el fin de lo que se presentaba como estados socialistas.
La hipótesis fundamental del diagrama es que, desde los años 80 del siglo pasado, los principales efectos subjetivos de la situación mundial contemporánea no se pueden comprender a partir de una única contradicción. Hoy en día, de hecho, son tres los tipos de propaganda política a nuestra disposición.
1. El campo occidental e imperial —el de las zonas, los países o los Estados en que ejerce su dominio el gran capitalismo globalizado en su forma más avanzada— propaga que es el único representante de la única modernidad política: el Estado democrático representativo, que deriva su legitimidad de elecciones libres. La contradicción principal, según esa propaganda que parte del supuesto de que el capitalismo es natural, evidente e insustituible, es entonces la contradicción entre dictadura y democracia, o entre despotismo y república. Lo que, dicho sea de paso, nos remite a los debates políticos de finales del siglo XVIII, debates mucho más viejos y desgastados que los que rodean la hipótesis comunista. A la luz de esos debates, me atrevo a decir, el comunismo seguirá siendo, y por mucho tiempo, no el arcaísmo sino la juventud del mundo. Esto en cuanto a la primera propaganda, con su presencia dominante entre nosotros.
2. Existe un campo que, sin impugnar en absoluto el capitalismo globalizado —campo que denomino reactivo—, apela a la tradición contra la modernidad. A menudo, ese campo reactivo reivindica una identidad étnica o religiosa. Puede tratarse del cristianismo, como en el ala derecha del Partido Republicano en los Estados Unidos, o el Islam, como en Turquía o Irán, o entre las bandas armadas que asuelan Oriente Medio y parte de África. Puede tratarse de la singularidad judía, como en Israel, o el nacionalismo militarista, como en Japón, la India, Hungría o la Rusia de Putin. Todo ello puede a veces llegar a determinar particularidades locales. Pero lo principal es que todos esos movimientos, sin excepción, afirman la compatibilidad entre un arraigo reactivo tradicional y el capitalismo dominante. Por lo tanto, podemos llamar fascismo ese tipo de propaganda. ¿Cuál es la definición más amplia de fascismo? Digamos que el fascismo es una visión anti-modernista acérrima, nostálgica de la época de las naciones, de las religiones y del conservadurismo, pero todavía violentamente articulada con el propio capitalismo. La principal contradicción de esa corriente, que parte del supuesto del carácter natural y evidente del capitalismo, es la que existe entre las viciosas libertades modernas y el orden tradicional, entre el democratismo societal y el culto a tal o más cual identidad.
3. Por último, un campo militante, actualmente muy debilitado a escala planetaria, sostiene que la contradicción principal sigue siendo la que opone, bajo el nombre de comunismo, un movimiento de emancipación colectiva y, como decía Marx, de asociación libre, al propio capitalismo.
En resumen, tres contradicciones que son oficialmente declaradas como contradicciones principales por los Estados, por la opinión pública o por grupos restringidos: dos tienen como telón de fondo el capitalismo asumido como natural, que son la contradicción entre dictadura y democracia, y la contradicción entre modernidad y tradición. Una que ataca directamente al capitalismo dominante y afirma que la contradicción principal sigue siendo, desde hace dos siglos, la que opone el capitalismo y la propiedad privada, de un lado, al comunismo y la libre asociación colectiva, del otro.
Soy de quienes se afilian a esa última orientación. Pero propongo analizar la situación contemporánea a partir de dos contradicciones y no sólo de una. Mi tesis es que los acontecimientos del mundo contemporáneo demuestran claramente que, en la conciencia de las masas, y particularmente en esa fracción conocida como clases medias, que es mejor llamar pequeña burguesía educada, la contradicción entre modernidad y tradición opera finalmente en detrimento de la contradicción entre capitalismo y emancipación. En consecuencia, una división que tenga como eje el deseo de Occidente en cuanto que único recurso contra la tradición, expone al movimiento en su conjunto a una captación autoritaria al servicio de los intereses del capitalismo globalizado.
Volvamos con mayor detenimiento sobre el diagrama.
En él encontramos el complejo de las dos contradicciones que se entrelazan en el mundo contemporáneo: la que opone la modernidad al universo tradicional y la que opone el capitalismo al comunismo. En el centro, en la intersección de ambas, se encuentra el equívoco de las subjetividades contemporáneas, como si estas —por así decir— colgaran de esas determinaciones como de cuatro puntas con alfileres. 1. La tentación identitaria de las tradiciones (por ejemplo, “ser francés”, los “valores de Francia”). 2. La fascinación por la modernidad (en este caso, las mercancías, el dinero, el turismo, la libertad de costumbres, etc.). 3. La adhesión dominante al capitalismo (como única forma de organizar las sociedades). 4. El comunismo (como valor absoluto a la vez pretérito y soñado).
En la periferia del diagrama, en sentido contrario a las manecillas del reloj, encontramos en primer lugar el monopolio que ha llegado a detentar el capitalismo sobre el deseo de modernidad. Doy el nombre de “Occidente” a esa correlación dominante y aceptada entre capitalismo y modernidad. En segundo lugar, a pesar de esa correlación, se observan numerosos intentos de correlacionar el capitalismo con motivos identitarios, religiosos, nacionales, familiaristas o de otro tipo. El capitalismo tolera esos intentos, que no son viables sino al precio de ser alimentados por estados despóticos. Doy el nombre de “fascismo” a la conexión siempre posible entre capitalismo y diversas formas de identidades reactivas. A continuación observamos la correlación histórica entre tradición y comunismo, encarnada por los estados socialistas del siglo pasado. De hecho, esos Estados, y los partidos comunistas que los reivindicaban, garantizaban en gran medida la estabilidad de su poder no capitalista por medio de una desconfianza hacia todo tipo de modernidad (excepto la suya propia) y una adhesión apuntalada por toda suerte de tópicos reactivos, en el ámbito de la moral (hostilidad abierta a la legalización del aborto y la homosexualidad), el arte (“realismo socialista” como cobertura del conservadurismo formal), la familia (mantenida y fomentada) e incluso la identidad nacional (“mi Partido me ha devuelto los colores de Francia” —llegó a escribir Aragon [3]), cuando no de la raza (rastros de antisemitismo y de desprecio colonial por los pueblos dominados).
El cuarto lado del rombo, representado por dos líneas discontinuas, como debe ser todo programa, lo ocupa la construcción de una nueva política comunista, la del siglo en que estamos, que deberá inventar un nuevo tipo de modernidad, capaz de contrarrestar la modernidad capitalista y romper así la fuerza, ahora planetaria, del deseo de Occidente. Es esa la tarea de la que debemos ocuparnos.
El diagrama también da cuenta de varias conexiones más diagonales dibujadas en el interior del rombo. Así, está claro que la Segunda Guerra Mundial tuvo como base un acuerdo táctico entre las potencias occidentales y los Estados socialistas contra el vasto proyecto fascista desplegado en Europa por los nazis y sus aliados. Del mismo modo, la Guerra Fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial constituyó un enfrentamiento entre las potencias occidentales y los Estados socialistas del que Occidente terminó saliendo victorioso. A mi juicio, ello se debió a que el comunismo del siglo XX fue incapaz de arrancar la política del arcaísmo del Estado despótico, quedándose así anclado en una visión tradicional, y de competir a escala mundial con el deseo de Occidente. El diagrama también nos indica que, frente a la amenaza de un nuevo comunismo, Occidente podrá siempre verse tentado por una alianza con los fascismos que hoy dice combatir, pero que ya tolera en casi todo el mundo.
Finalmente, el diagrama nos indica, esta vez en negritas, como corresponde, que la nueva política comunista se define por una triple tarea: encarnar el polo contradictorio y antagónico respecto de la modernidad capitalista occidental; liderar el conflicto contra los fascismos; y producir su propia evaluación crítica independiente e innovadora de la experiencia de los estados socialistas, apoyándose en primer lugar, para ello, en los logros de la Revolución Cultural en China.
Podemos ver que el hundimiento de los estados socialistas y el abandono de la idea comunista abre no sólo una, sino tres posibilidades.
1. La oscilación reaccionaria en torno al punto fijo de la tradición, nacionalista en lo político, religiosa o moralizante en la reglamentación de la vida privada, conservadora y autoritaria a nivel de Estado. Lo que está en juego en esa oscilación es la voluntad de volver a encolar la tradición al capitalismo y, por tanto, de poner a la orden del día un nuevo fascismo. Es esa la senda que ha emprendido el gobierno de Orbán en Hungría, es esa una tentación permanente en Polonia y, en el fondo, es esa la orientación que se está siguiendo en la Rusia de Putin. También es esa una tendencia que está presente de forma violenta en amplias zonas de Asia, Oriente Medio y África, especialmente como ideología religiosa en el espacio musulmán. Y es la visión de todos los grupos de extrema derecha que proliferan en Europa Occidental, especialmente el Rassemblement National [4] en Francia.
2. La posición conservadora moderada, que se identificaría con Occidente en nombre de los privilegios de la modernidad. Crítica mesurada de la tradición, por un lado, sobre todo en lo que respecta al liberalismo moral y al pluralismo político, frente a los gobiernos autoritarios. Por otro lado, crítica radical del comunismo y, por tanto, integración sin tapujos en el capitalismo mundial y la soberanía de la propiedad privada. Es esa la orientación dominante en los países que se dan a sí mismos el vago nombre de “Occidente”.
3. La invención de una nueva política, que esta vez giraría en torno al eje comunista, de modo de acoplarla con la modernidad. Integraría las enseñanzas, las propuestas y también el pensamiento de los límites de todo lo que circuló en los países socialistas, sobre todo durante los años sesenta y setenta del siglo pasado. Esa senda ha quedado prácticamente inexplorada.
La razón fundamental es que la modernidad se encuentra hoy plenamente articulada con el capitalismo, en la verdadera figura dominante del mundo occidental, en particular los Estados Unidos y Europa. Como resultado, la fuerza subjetiva, que yo llamo el deseo de Occidente, prevalece sobre cualquier otra, y ello es así en todo el mundo. Cuando no lo hace, al menos en apariencia, como en China o Rusia, o en Oriente Medio, es sólo apoyándose en formaciones subjetivas tradicionales como el nacionalismo o la religión, que precisamente no tienen valor universal. Y cuando se la combate violentamente, como hacen los grupos religiosos fundamentalistas, el resultado es la práctica del asesinato en masa como único instrumento de propaganda, oportunidad perfecta para que los Estados occidentales se reconforten en nombre de los valores compartidos de la República y el capitalismo liberal.
A ese deseo de Occidente, así como a las falsas negaciones de ese deseo, no podrá oponerse sino una idea nueva, que apoye un deseo nuevo. Una idea estratégica, que es menester apresar en cuatro puntos:
1. Es posible organizar la vida colectiva en torno a algo más que la propiedad privada y la;
ganancia. El capitalismo no es ni debe ser el fin de la Historia.
2. Es posible organizar la producción en torno a algo más que la especialización y la división del trabajo. No hay ninguna razón para que se mantenga la separación entre el trabajo intelectual y el manual o entre las tareas de dirección y las tareas ejecutivas. Debemos entrar en la era de lo que Marx llamó el trabajador polimorfo.
3. Es posible organizar la vida colectiva sin referencia a conjuntos identitarios cerrados, como naciones, lenguas, religiones y costumbres. Todas esas diferencias pueden y deben coexistir de forma fructífera, pero a escala política de toda la humanidad. El futuro pertenece por entero al internacionalismo.
4. Es posible hacer desaparecer poco a poco el Estado como poder independiente poseedor del monopolio de la violencia. La libre asociación de las personas y la racionalidad compartida pueden y deben sustituir a la ley y la coacción.
Esos cuatro puntos conforman prácticamente la definición de comunismo que encontramos en Marx y otros pensadores del siglo XIX. Sólo a condición de restituirle su fuerza y su verdadero significado podrá comenzar a socavarse el poder de seducción de la modernidad capitalista.
Se trata, pues, de hacer realidad el cuarto lado del rombo del diagrama: el lado superior derecho, que debería ser capaz de entrelazar de manera firme y constante, como lo hizo en el siglo XIX, y de nuevo en Rusia en los años veinte, o en China en los años sesenta, el comunismo y la modernidad, creando así, contra el reino de la mercancía, una nueva modernidad: una modernidad al margen de la circulación del dinero, de la ganancia y de la adquisición de bienes superfluos, una modernidad creativa y desinteresada. Es esa modernidad la que hay que hacer realidad en todas las movilizaciones particulares, en todas las acciones e invenciones colectivas, y ello a escala del mundo entero.
Esos cuatro puntos nos permiten, además, proponer nuestra propia evaluación del fracaso de los Estados socialistas en el siglo XX.
De hecho, la revolución rusa se ocupó casi exclusivamente del primero de los cuatro puntos de la Idea Comunista. Hizo trizas el derecho de propiedad burgués y puso toda la producción en manos del Estado. Era la primera vez que ello ocurría en la historia de la humanidad. Pero la revolución rusa, tras la muerte de Lenin, prácticamente se detuvo en ese primer punto. Ahora bien, incluso en lo que respecta a la cuestión de la propiedad, si bien ese paso estatal y jurídico es obligatorio, de ninguna manera es suficiente. Hay que pasar de la propiedad estatal a lo que se ha dado en llamar propiedad de todo el pueblo, en virtud de la cual la comunidad trabajadora es también y al mismo tiempo dueña de los instrumentos de producción. Por si fuera poco, en la época de Stalin, el sistema estatal se cerró sobre sí mismo de forma terrorista y se abandonaron los otros tres puntos del programa comunista. Reapareció entonces el nacionalismo frente al internacionalismo, no sólo se mantuvo sino incluso se agravó la división del trabajo, y el Estado, lejos de ser cuestionado, no dejó de reforzarse cada vez más.
En China, la Revolución Cultural abordó los puntos 2 y 4. La cuestión del trabajo, de su organización, de la relación entre los trabajadores y los técnicos o ingenieros, de la diferencia entre una fábrica socialista y una fábrica capitalista, llegó a ocupar el centro de los debates. Un documento como el redactado por los trabajadores de la fábrica de máquinas-herramienta de Shanghái constituye todavía hoy un testimonio excepcional. Se promovió un nuevo tipo de medicina, que priorizó a los enfermos de las regiones pobres y apartadas. Se propuso como modelo lo que se llamó “el médico descalzo”. Se abordó de lleno la cuestión de la relación entre el trabajo manual y el intelectual. En particular, aparecieron grupos de trabajadores para el estudio de la filosofía. En el punto 4, en el marco de un gigantesco, anárquico y violento movimiento de masas, se fomentó la mayor libertad de los movimientos populares, incluso contra el partido dominante, visión política sintetizada en el texto La decisión de los 16 puntos [5]. A título experimental se establecieron, como base del Estado, comités que reunieran y unieran al mayor número posible de exmilitantes del Partido Comunista, jóvenes revolucionarios y exfuncionarios del Estado. A todo ello se le dio el nombre de “Comuna de Shanghái”, un primer experimento verdaderamente extraordinario, directamente basado en las enseñanzas de la Comuna de París. Posteriormente, a esa forma a medio camino entre el movimiento de masas y el aparato estatal se le dio el nombre de “comité revolucionario”. En suma, de lo que se trataba era de que el propio Estado se sometiese a modificaciones formales introducidas por iniciativa del movimiento de masas.
Nada de esa experiencia se conservó tras el golpe militar de Deng Xiao Ping. Pero ella sigue siendo parte de nuestro patrimonio histórico e intelectual, como lo fueron las invenciones de la Comuna de París.
El comunismo nuevo consiste en la movilidad de los cuatro puntos fundamentales, en su presencia o su necesaria introducción allí donde haya movimientos populares, nuevas formas de organización. Ese comunismo nuevo consiste, de hecho, en la invención de una estrecha dialéctica entre las formas del Estado y las formas del movimiento de masas, entre el poder y la revuelta. Todo ello para construir una modernidad política, pero también una modernidad social, productiva, laboral, intelectual, artística y tecnológica, capaz de competir con el monopolio contemporáneo, inicuo, mortífero y bélico de la modernidad capitalista.
Me gustaría concluir con una metáfora poética de ese nuevo aliento moderno de que será portadora la inevitable resurrección de la estrategia comunista. Con un poema que seguramente muchos de ustedes conocen y que da una idea del estilo de esa modernidad, de su aliento, de la esperanza que transmite. Se trata del poema “Genio”, de Arthur Rimbaud, perteneciente a la recopilación Iluminaciones. Dondequiera que Rimbaud diga “él”, para designar al genio, escuchen ustedes, aunque sólo sea por esta noche, “comunismo nuevo”. Dejo al cuidado de la poesía la tarea de sumarlos a ustedes a ese nuevo comunismo.
Genio
Él es el afecto y el presente, pues ha abierto la casa al invierno espumoso y al rumor del verano — él, que ha purificado las bebidas y los alimentos — él, que es el hechizo de los lugares que huyen y el deleite sobrehumano de las estaciones. — Él es el afecto y el porvenir, la fuerza y el amor que nosotros, de pie en la rabia y en el hastío, vemos pasar por el cielo tempestuoso y las banderas de éxtasis.
Él es el amor, medida perfecta y reinventada, razón maravillosa e imprevista, y la eternidad: máquina amada por sus fatídicas cualidades. Todos hemos sentido el espanto de su concesión y de la nuestra: oh, gozo de nuestra salud, anhelo de nuestras facultades, afecto egoísta y pasión por él, — él, que nos ama para su vida infinita.
Y lo llamamos y viaja… Y si la Adoración se va, suena, su Promesa, suena: “Atrás las supersticiones, estos cuerpos antiguos, estos apareamientos y estas edades. ¡Es esta época la que se ha hundido!
Él no se irá, no volverá a descender de ningún cielo, no habrá de consumar la redención de la cólera de las mujeres ni del regocijo de los hombres ni de todo este pecado: pues ya lo ha hecho, por ser él, y por ser amado.
Oh, sus alientos, sus cabezas, sus andanzas; la terrible celeridad de la perfección de las formas y de la acción.
¡Oh, fecundidad del espíritu e inmensidad del universo!
¡Su cuerpo! ¡El desasimiento soñado, el quebrantamiento de la gracia atravesada por una violencia nueva!
¡Su visión, su visión! todos los viejos arrodillajes y los castigos levantados a su paso.
¡Su día! la abolición de todos los sufrimientos sonoros y conmovedores en la música más intensa.
¡Su paso! las migraciones más enormes que las invasiones antiguas.
¡Oh, Él y nosotros! el orgullo más benévolo que las caridades perdidas.
¡Oh, mundo! — y el canto claro de las desdichas nuevas! Nos ha conocido a todos y a todos nos ha amado. Sepámoslo, en esta noche de invierno, de un extremo a otro, del polo tumultuoso al
castillo, de la muchedumbre a la playa, de mirada en mirada, fuerzas y sentimientos exhaustos, vocearlo y verlo, y echarlo, y bajo las mareas y en lo alto de los desiertos de nieve, seguir sus visiones —sus alientos— su cuerpo, —su día [6].
Tres apuntes sobre este texto extraordinario.
1. Rimbaud atribuye al Genio —y nosotros, por tanto, atribuiremos al comunismo nuevo— dos cualidades contradictorias: y así nos dice que es “el hechizo de los lugares que huyen” y “el deleite sobrehumano de las estaciones”. Es así como habrán de identificarse los puntos de apoyo del comunismo nuevo y su labor, tanto local como global: se da en singularidades casi inaprensibles, pero también procede a la construcción de lo más firmemente afianzado. Y se cuida de no sacrificar nunca lo uno a lo otro, ni el nomadismo de los lugares que huyen a la inmovilidad de los poderes, ni la necesidad de una visión estratégica compartida al oportunismo de las circunstancias.
2. Rimbaud nos dice también que la política, la verdadera política, debe conducirnos a una salida real del mundo dominante. Debe organizar la salida del capitalismo como, para Platón, la filosofía nos lleva a salir de la Caverna de lo aparente. Es lo que Rimbaud llama el “desasimiento soñado”. Y esa salida, en este caso, entraña otras dos cosas: la recepción positiva del acontecimiento, de lo que autoriza la esperanza de una novedad radical al quebrantar las leyes de la dominación. Es lo que Rimbaud llama “el quebrantamiento de la gracia”. Y, además, la invención activa, el trabajo de las consecuencias más lejanas de ese acontecimiento, las que destruirán el viejo orden, lo que Rimbaud llama “violencia nueva”.
3. Y, finalmente, nos dice que esa novedad política habrá de ser a la vez deseada, afirmada y reclamada, pero que también debemos ver en qué radica esa novedad, hacia dónde debe dirigirse nuestro pensamiento político. Por otro lado, hay que hablarles de ello a los demás, devolvérselo a los demás, con el entusiasmo necesario. Y ese nuevo elemento en el que se construye el comunismo hay que, como dice Rimbaud, “vocearlo y verlo, y echarlo”.
Concluiré con estas palabras. Sepamos todos, al comunismo que viene, vocearlo y verlo, y echarlo, renovado, a andar por todo el mundo, al que en este momento le hace una tremenda falta.
Notas:
[1] Abreviatura francesa de Sciences politiques (ciencias políticas).
[2] Obra de la literatura clásica japonesa —cuyo título también se ha traducido como Romance de Genji, Relato de Genji, Historia de Genji—escrita a principios del siglo XI por Murasaki Shikibu.
[3] Louis Aragon (1897-1982). Poeta y novelista francés. Entre 1953 y 1972 dirigió la publicación literaria Les Lettres françaises financiada por el Partido Comunista Francés.
[4] Partido político francés de extrema derecha, fundado con el nombre de Frente Nacional por Jean-Marie Le Pen en 1972, rebautizado Rassemblement National (Reunión Nacional) en 2018 y dirigido hoy por Marine Le Pen, hija del fundador de esa organización.
[5] Llamamiento hecho por el Comité Central del Partido Comunista de China en relación con la Gran Revolución Cultural Proletaria, publicado el 12 de agosto de 1966.
[6] Son demasiado numerosas las traducciones de Iluminaciones de que se dispone en castellano para intentar citarlas aquí. Entre nosotros destaca la de Cintio Vitier (La Habana, Ediciones La Tertulia, 1961), de la que, a su vez, se han hecho múltiples ediciones. Para esta traducción, nos hemos apoyado en el manuscrito original del poema (disponible en
http://abardel.free.fr/petite_anthologie/genie.htm), así como en su exhaustiva lectura e interpretación, en sentido general y línea por línea, inclusiva de autorizadas referencias cruzadas, por Alain Bardel en Arthur Rimbaud le poète.
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