Por: Antonio Lorca Siero
No sería posible hablar de la sociedad moderna sin tener presente el papel del capitalismo, dado que es la clave del proceso de amejoramiento y artífice del sistema organizativo que abarca la existencia de cualquier sociedad que se tenga por avanzada.
Tradicionalmente la fuerza física vino siendo el referente del orden, hasta que en la marcha de la sociedad convencional se acaba por percibir que existe otra forma de orden social compatible con su desarrollo natural, que no obedece exclusivamente al imperio de la violencia radical. Es el momento en que entra en escena la violencia suave como instrumento ordenador, entiéndase la violencia económica, asistida por el sistema jurídico, sin perjuicio de otros instrumentos como la represión, la manipulación, la persuasión o la convicción. Coincidiendo con el avance de la civilización, a tenor de un proceso natural hacia la mejora de las condiciones de vida de la especie, el componente económico toma un papel relevante y desplaza a la brutalidad, que había venido siendo argumento de dominación secular. La vinculación del poder a la fuerza tradicional acaba siendo superada por la fuerza económica, de la que depende el teórico bienestar de las gentes como nuevo instrumento ordenador, y progresivamente la tesis va adquiriendo consistencia hasta liquidar una larga trayectoria de sumisión a la fuerza física. El capitalismo oferta su fórmula intelectual de orden sobre la base de bienestar y progreso en términos eficientes, referenciándoles a la permanencia en el mercado, y la hace generalizable. Por otro lado, vistos los pobres resultados alcanzados por el sistema precedente, ya en estado de agotamiento, se pone en evidencia que no es la violencia física, sino la economía la que puede hacer mejorar la existencia y, en consecuencia, debe ocupar el lugar que le corresponde. Llegados a esta conclusión, una nueva visión económica acabará proyectándose al plano ideológico para compatibilizar con la racionalidad, lo que la permitirá definirse en el terreno material y, seguidamente, configurarse como poder, en virtud del reconocimiento social. La sociedad, que percibe una realidad económica estancada, asistida por unos medios de producción anticuados e inoperantes, donde el ingenio está dogmatizado y se vive en términos de desconexión con la demanda de progreso social, es natural que se sienta atraída por el proyecto burgués. Como revulsivo, el capitalismo viene aportando soluciones realistas frente a la producción dependiente de métodos artesanales, al mercado limitado, a la inseguridad jurídica, a las trabas que afectan a la propiedad privada y, en general, al dominio del sistema estamental. Partiendo de argumentos sencillos, la que se define como futura nueva fuerza, sitúa en el desarrollo económico la clave del progreso social. De un lado, sacando a la luz el valor de la privatización de los medios de producción, puestos al alcance de cualquier persona y, de otro, superando las limitaciones económicas precedentes. Lo que permitirá abordar proyectos ambiciosos en términos masivos, auxiliándose con la fuerza de las máquinas, y superar un modelo de producción artesanal obsoleto, sustituyéndolo por otro industrial. Blindado el nuevo modelo jurídicamente, para prevenir cualquier injerencia irracional, su desarrollo se hace posible en términos de ley y orden, en los que la violencia tradicional asume un papel simbólico, lo que no supone su desaparición, sino su desplazamiento de la primera línea de actuación ordenadora. En esta situación, que emerge como ilusionante para las masas, el reconocimiento social del capitalismo como nueva fuerza era inevitable, y ello supone legitimarlo como modelo orgánico.
Hablar de capitalismo, en la dimensión del tópico, se entiende como una actividad de naturaleza económica de exhibición y tráfico de bienes sometidos al dominio particular, que se despliega en términos de dinero, reconocido socialmente como representación del poder personal. En el mismo ámbito, el proceso de la actividad capitalista gira en torno a la materialidad y aprovechamiento del capital, en forma de bienes apropiables, que carece de autonomía y queda sometido a su poseedor, del que se hace dependiente y le acompaña definiéndose en términos de riqueza. Exclusivamente material, fungible y perecedero en el tiempo, de significado convencional y personalizable, no se incluye en la categoría de valor. Su apreciación dinámica viene de la simple anexión, acumulación y disposición, resultado de la actividad o condición de su tenedor. En cuanto a la tipología de poder que le acompaña, desde su reconocimiento diferencial como riqueza, está asociada a su poseedor, en tanto es convencionalmente aceptada en la esfera social. Así pues, el capital-riqueza resulta ser un anexo material que se incorpora a una categoría de dimensión humana, fundamentalmente destinado a procurar relevancia social. Por consiguiente, este capital asociado a la riqueza, no pasa de ser un término convencional que se agota en sí mismo, en su condición de generador de bien-vivir personal.
Ajeno al tópico, el capitalismo se define como la ideología del capital, que luego ha pasado a ser una doctrina general destinada a materializar la idea asociada a una entidad económica, que es el capital-valor. A diferencia de la riqueza, afectada por la tendencia a lo personal dirigida a acumular bienes como instrumento de distinción social, que sirve de expresión de poder personal, y concluir ahí el proceso, el capital proyecta altura de miras y no atiende a la riqueza personal, sino a la producción de bienes como medio para crear más capital, lo que significa poder. Autónomo, impersonal y dinámico no limita su recorrido, porque el capital es un valor no fungible. Desde la referencia material, ya como idea, e iluminado por el progreso del espíritu humano, prepara su diseño en el mundo de las creencias como valor superior. En este punto, el valor capital despliega su proyección hacia la materialidad partiendo de la ideología, que exhibe su propensión a cambiar el mundo. De ello se ocupan sus oficiantes, haciendo de ella un medio para construir un nuevo culto dirigido a procurar a los otros, los fieles creyentes, un bienestar con apariencia de realidad, material e inmediato —simple creencia—, si bien no puede desprenderse del componente sentimental de sus usuarios ni de su condición dogmática. Por otra parte, su condición de ideología económica de base, hace al capitalismo más consistente que cualquier ideología política, en cuanto hunde sus raíces en la realidad existencial, y no es un simple instrumento para que una minoría acceda al poder. En su construcción, no sigue la línea de cualquier otra ideología de circunstancias, animada por un grupo que habitualmente demanda poder en términos de minoría socialmente dominante, sino que es el punto de confluencia del instinto emprendedor de una serie de individualidades coincidentes en otra manera de entender el poder y la riqueza. En cuanto al primero, demandan un sistema de poder racionalizado que sirva de infraestructura a un nuevo planteamiento económico; desde la segunda, disocian lo personal del puro valor económico, elevado a la condición de símbolo, para construirse como poder en sí mismo, del que los practicantes solo experimentan el efecto reflejo. De esta manera, lo personal pasa ser accesorio en el capital, si bien la riqueza es el atractivo personal para los oficiantes, y el poder se concentra en el capital como valor, reflejado en el plano material a través del despliegue de bienes socialmente valorados, unificados por el reconocimiento del dinero. Riqueza y poder son anexos personales de aquellos que llevan a la práctica la doctrina del capital, es decir, los capitalistas, y tiene su parte de representación a través de la posesión del significado convencional del capital, mediante el uso generalizado de dinero y el poder reflejo que le acompaña, porque el auténtico poder reside solamente en el capital. El capitalista, como practicante de la ideología, consciente del poder universal asociado al capital y a su mandato explícito, no se queda en los límites personales y apunta siempre en la dirección de crear más capital, aportando la parte sustancial de su sentido dinámico. De otro lado, la doctrina se proyecta a nivel de masas, como soporte real para la creación de capital, donde lo reconfortante para los creyentes es el bienestar, que se alcanza practicando la virtud del dinero destinado al mercado, a cambio de la mercancía. Entregados los fieles creyentes a la exigencias del mercado, la doctrina capitalista induce en sus mentes malestar continuado, que genera esa conciencia de culpa que emerge de su falta de entrega total al consumo, ya que supone no alcanzar ese bienestar primario. Por mucho que se esfuercen en cumplir con el mercado, siempre queda mercancía allí, pendiente de adquirir para alcanzar ese bienestar que nunca llega, porque se desvanece con el uso de la mercancía adquirida, tras lo que se despliega en sus mentes el sentimiento de infidelidad, que debe redimirse con la adquisición de una nueva mercancía, a la que seguirán muchas más. De lo que se desprende, que el culto, como significado social del capitalismo, crea una profunda dependencia personal, de la que es complicado evadirse, ya que se ha entrado en la escena del consumismo.
En el terreno de la praxis, convencionalmente se ha venido llamando capitalismo, desde la época de Marx, al movimiento que determina el poder dominante en la sociedad, tomando como referencia la economía. Lo sustancial del proceso económico es la libre producción de bienes y servicios destinados a su adquisición por terceros, intercambiando la mercancía producida por otro producto, el dinero, un instrumento socialmente reconocido, diseñado y tasado para facilitar los intercambios mercantiles. Materializada la idea del capital como dinero, poniéndolo al alcance de todos, se establece una relación, en la que aparece como enlace entre los que demandan bienes o servicios y sus productores, recogida en el proceso de mercado. El sentido productivo de unos individuos en el terreno económico y la absorción por otros de la producción, ha marcado una nueva dirección a la existencia, volcada en el proceso de mercado como el templo de la creencia, a nivel de masas, de que allí reside el bienestar. Dada su condición de fuerza capaz de mover la sociedad desde este planteamiento, el nuevo gobierno real de la sociedad avanzada se ha hecho depender del gran capital y de la actuación de la elite económica global o superclase, que ha asumido el carácter de poder de dominación que corresponde a la fuerza productiva del capital, dirigida en último término por la inteligencia capitalista que emana de la superelite capitalista. Si la finalidad del modelo capitalista es la creación continuada de capital, reflejada en su condición última de valor, queda claro que no está sujeto a limitaciones. A semejanza de los viejos imperios, animados por el espíritu de la fuerza manejada por la elite, ahora hay que hablar de imperio del capital, dotado de características innovadoras. No parte de referencias territoriales determinadas, aunque en sus inicios coqueteara con el Estado-nación, ni tampoco puede atribuirse en exclusiva a una sociedad concreta, porque su proyección es universal a través del imperio global. Marcando diferencias de los personajes que en su momento ostentaron el poder y se hicieron un lugar en la historia, los nuevos dirigentes, la superélite del capitalismo, han cedido el protagonismo imperial al capital, manejado por la elite del dinero, por ellos conducida, cobijándose en la discreción. Si los anteriores imperios desaparecieron tras sus líderes, el imperio capitalista, dirigido por esa superelite renovable, prosigue su avance y se perpetúa en el tiempo, porque lo determinante es el valor y no la física, tampoco lo es la fuerza, sino la inteligencia.
Este proceso de expansión, que hoy desborda fronteras, ha sido fulgurante, porque han bastado dos siglos para que haya alcanzado dominio mundial utilizando armas originales, sustancialmente reconducidas a imponer un modelo de producción ilimitado, un gran escenario mercantil para satisfacer todas las pretensiones personales y una doctrina que ha generado masas fieles al consumo. Estas últimas, atraídas por la expectativa del bien-vivir suministrado por la mercancía y entregadas al goce del mercado, han hecho posible la realidad de lo que se planteaba como destino de la ideología capitalista. Asistido por la concienciación generalizada de sus bondades, con vistas a la mejora de la calidad de vida de sus seguidores, ya no tiene rival, con lo que su imperio mundial está en disposición de prolongarse indefinidamente. Como complemento emocional, ha vendido ilusiones a las gentes, confirmadas con realidades, hasta el punto de que ya no cabe esperar más de la existencia. A cambio, ha creado un sistema de control tecnológico inteligente que, no solo permanece atento a mantener vigente la pureza doctrinal, también vigila a la hipotética disidencia, en el caso de que la haya. Entrega a las máquinas la vida misma de las individualidades en el plano colectivo con su pleno consentimiento y, manejando algoritmos, la conduce por estos modernos jardines de su particular edén. Conforta a los fieles con creencias en forma de bienestar, libertades y derechos, para lograr su entrega total, y les mantiene sujetos a la doctrina, usando sofisticadas tecnologías como instrumentos de control, para que nadie escape de las redes del sistema. En este mundo feliz, pocos se atreverían a decir que se trata de puro totalitarismo, porque, como dijo Arendt, la dominación totalitaria está orientada a la abolición de la libertad, cuando resulta que el mercado y la democracia ofrecen la posibilidad de dejar libre la libertad, por un momento. Mas si se examina con atención, el modelo se asemeja a los totalitarismos clásicos, por la intolerancia de sus posicionamientos y la exclusión de cualquier otro que no concuerde con sus intereses. No obstante, existen notables diferencias. Ofrece numerosos derechos, siempre que no incomoden al poder y sean comercializables, pregona una libertad oficializada y la igualdad se ha generalizado en el plano formal, porque todos pueden acceder al mercado y comprar, si disponen de medios. Está claro que, usando de la experiencia que le procuraron en otros tiempos los viejos ensayos totalitaristas, el capitalismo, llevado a la práctica por esa superélite del poder, les ha superado en habilidad, calidad y fariseísmo, controlando todos los flecos de la existencia colectiva. A lo que se añade que no cabe apreciación por parte de los individuos de que su voluntad está siendo manipulada.
Con la irrupción del capitalismo moderno, las distintas sociedades experimentan profundas transformaciones a todos los niveles. Su presencia no es testimonial, limitada al panorama económico, sino que va más allá, para convertirse en la fuerza política y social dominante, a medida que desplaza al poder tradicional residual en los distintos países. Es una fuerza en proceso continuado de cambio, siguiendo una línea expansiva que se va desarrollando en el tiempo. Pueden observarse tres fases en la construcción de la ideología determinante de la fuerza: el capitalismo burgués o primer capitalismo, el modelo de capitalismo empresarial, que le sigue, y el capitalismo global, asentado en la actualidad. El primero está dirigido por el burgués, asistido de lo que se ha llamado el sentido ético en su actuación mercantil, en realidad orientado a justificar el nuevo poder económico ante la sociedad. Desde comienzos del siglo XX, el capitalismo adquiere abiertamente dimensiones más amplias y toma el relevo al individualismo burgués la organización empresarial debidamente burocratizada. Finalmente, desde finales del mismo siglo, el capitalismo se ha entregado al desarrollo de las nuevas tecnologías, como elemento sólido para asentar su proyecto de dominación mundial. Por otro lado, en el plano de su papel en el dirigismo social, en estas etapas se muestran distintos posicionamientos, ya que a medida que avanzan los nuevos proyectos del capitalismo se observa el declinar de las elites políticas locales y el reforzamiento de otras elites políticas superiores y organismos internacionales surgidos de conformidad con sus intereses. Asimismo, las elites empresariales se van imponiendo abiertamente, desde su terreno, al poder político en la mayoría de sus determinaciones y establecen las líneas maestras de la política mundial con vistas al mercado global, siguiendo la dirección marcada por la inteligencia capitalista. Pese a su carácter avanzado y la entrega al mercado de masas global, cabe reiterar que el capitalismo no ha abandonado la línea elitista, fundamentalmente por razones de oportunidad, simplemente la ha adaptado a su medida, fabricando un modelo de elite política sujeta a los intereses del dinero. Conocedores sus patrocinadores de la psicología de masas, no han dudado en acudir al elitismo como instrumento apropiado para construir el orden capitalista. Con el que, de forma hábil, se ha seducido políticamente a las masas, aireando el papel de la democracia representativa y, por otra parte, la elite política nacional ha quedado bajo la dependencia del Estado-hegemónico de zona, la elite política de las organizaciones internacionales y las grandes multinacionales, sobre las que se impone la superélite dominante, encargada de velar por la perdurabilidad del sistema capitalista.
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