Por: Arturo Borra
En un contexto de vaciamiento tendencial de los debates -al punto de plantearse la posibilidad misma de un intercambio crítico- la pregunta sobre la interculturalidad resulta difícil, cuando no intempestiva. Sin embargo, en sociedades multiculturales como en las que vivimos, reflexionar sobre el modo en que nos vinculamos a los demás es un asunto ético y político de primer orden, ligado a la promesa de construir una convivencia pacífica entre sujetos culturalmente diversos. Su relevancia es tanto mayor en cuanto interroga no solo acerca del estatuto que le reconozco a los otros sino también sobre el vínculo que estoy dispuesto a construir con ellos. La pregunta por el otro, pues, resulta decisiva en cuanto reenvía de forma ineludible al “nosotros” en el que nos reconocemos (un «nosotros» necesariamente inestable).
Referirse a la «interculturalidad», pues, es una referencia relacional: un modo concreto de plantearse la relación con aquellos que tienen otras pertenencias culturales. Según nuestras posiciones de poder, claro está, las respuestas cambian de forma decisiva. La propia «otredad» del otro debe ser reinterrogada, más todavía en un mundo globalizado en el que a menudo estamos atravesados por una misma cultura hegemónica que no excluye variantes locales. Ni siquiera cabe descartar que la «otredad» haya sido borrada a lo largo de nuestra historia humana, significada como una amenaza existencial o un objeto antagónico.
No bien lanzamos la pregunta por la interculturalidad, entonces, aparece una tríada conformada por nosotros/ ellos y la relación específica que construyen. Por una parte, en la propia pregunta por el otro hay un reconocimiento de partida de su existencia, de una «otredad» que potencialmente contiene, de un valor que le asignamos o de un interés que mostramos por su identidad determinada. Sin embargo, la propia pregunta por el otro surge en contextos históricos específicos y responde a localizaciones enunciativas diferenciadas. El otro que la pregunta interpela es divergente según se lo pregunte la antropología europea del S. XIX, el sujeto colonial metropolitano o el sujeto mestizo o migrante que se topa repentinamente con un otro que lo avasalla. Para decirlo de una vez: el otro es contingente como el nosotros en el que nos movemos; un otro de mil rostros que nos interpela desde su singularidad.
En ese marco, la propia posibilidad de lo intercultural es el mutuo descentramiento, esto es, lo contrario al colonialismo y a la imposición monológica. Partir de una crítica a la colonialidad, así, resulta ineludible si queremos instituir lo intercultural como marco de producción de nuevos contextos de interacción y decisión. Clarificar esa crítica forma parte del desarrollo conceptual de una teoría de la interculturalidad. Sin esa crítica, la «interculturalidad» se convierte en un nuevo fetiche académico para justificar las desigualdades institucionales presentándolas como simples diferencias culturales. Se convierte en un relato normativo más o menos inocuo y descontextualizado, sin implicaciones relevantes en la práctica. En vez de ahondar en la historicidad radical de las sociedades y en el vínculo contingente que construyen entre sí, recae en un vacío socio-histórico que lo condena al inventario de los proyectos postergados.
En este sentido, una teoría de la interculturalidad requiere afrontar, como una de sus dimensiones centrales, la problemática de las desigualdades y, en particular, del racismo y la xenofobia que tiende a agravarlas. Sin ese afrontamiento, se limita a jugar el papel de una máscara nueva para la ya vieja visión multiculturalista que celebra las diferencias mientras reserva para los sujetos locales los lugares socio-institucionales privilegiados. Una teoría de la interculturalidad que no parte de aquello que la niega (las graves desigualdades económicas, políticas y sociales que se producen según la procedencia etno-cultural) es una forma de seguir postergando una respuesta justa a la pregunta por el otro.
Interculturalidad y sociedad
Del hecho de que una sociedad sea multicultural no se infiere su orientación intercultural. Una sociedad multicultural solo es intercultural si cada sujeto cultural está en condiciones de intervenir en situación de igualdad en los espacios públicos de comunicación, participación y decisión, esto es, si sostiene un vínculo simétrico con respecto a los demás. No hay interculturalidad alguna si nuestras formas específicas de vida suponen ventajas sociales e institucionales significativas.
Sin el reconocimiento del otro como sujeto comunicacional y político simétrico lo que tenemos es la cordial indiferencia del multiculturalismo. Lo específico de un proceso de construcción de interculturalidad no es la presencia simultánea de diferentes sistemas de valores, significaciones y prácticas sino el tipo de vínculo entre esos sistemas. Por lo dicho, la noción de «interculturalidad», en tanto noción normativa, es incompatible con una coexistencia jerárquica y segregada entre culturas. Una sociedad intercultural, en suma, reconoce a sus diferentes miembros como parte de una misma comunidad plural. En ese reconocimiento se juega, de hecho, la posibilidad de construcción de un horizonte en común –habitualmente propiciado mediante nuevas “síntesis culturales”-.
No bastan las políticas de reconocimiento si no se transforman en construcción de una ciudadanía plural. Una sociedad multicultural seguirá sin ser intercultural hasta que no haga efectiva la igualdad de condiciones entre sus diferentes participantes como sujetos de derecho.
Más allá del multiculturalismo
Una sociedad que hace distinciones según la procedencia etnocultural es una sociedad de privilegios: la huella duradera del colonialismo. Una sociedad que permite que solo sus componentes nativos participen en pie de igualdad –en los medios de difusión, en el sistema escolar, en las organizaciones empresariales, en las administraciones públicas, en el campo artístico, en las entidades sociales y sindicales, etc.-, por más plural que se declare, no deja de ser una variante del etnocentrismo. Aunque se planteen concepciones recluidas en el mundo de las costumbres, las mentalidades e incluso la comunicación, una interculturalidad que no implica transformaciones socio-institucionales carece de toda relevancia política. Por lo dicho, es incompatible con:
1) una administración pública que no permite la participación igualitaria de las personas según su procedencia, incluso si admite laboralmente su contribución marginal en categorías temporales (por ejemplo, como “personal contratado”);
2) un sistema educativo que minimiza la inclusión del profesorado diverso, aun si admite su participación marginal en puestos subalternos (por ejemplo, ayudantes-doctor o profesorado asociado);
3) un sistema educativo que concentra a la población migrante en específicos centros educativos y no consigue igualar sus resultados escolares con la población nativa (condenando a una parte relevante de su alumnado extracomunitario a un índice mayor de “fracaso escolar”);
4) un sistema económico que reserva sus puestos mejor remunerados y en mejores condiciones laborales a las personas nativas, incluso si acepta mano de obra extranjera para cubrir puestos laborales especialmente precarios;
5) un sistema económico que produce tasas de paro, subempleo, precariedad y temporalidad de las personas extranjeras que duplican las de las personas nativas, convirtiéndolas en la población más vulnerable;
6) un campo mediático monopolizado por figuras locales, aun si de forma puntual da espacio a algunas personas extranjeras consideradas “celebridades”;
7) un campo artístico dominado de forma abrumadora por autores nacionales (en términos editoriales, organizativos, publicitarios, promocionales…), incluso si se cubren cuotas de invitados extranjeros;
8) un sistema político-partidario sin representación parlamentaria de las principales minorías etnoculturales de la formación social en cuestión;
9) una estructura social en la que la estratificación económica según procedencia es manifiesta, al punto de convertir a la mayoría de la población extranjera extracomunitaria en población en situación de pobreza;
10) una estructura social que promueve la concesión de privilegios de ciudadanía a la población extranjera en posición económica más favorable, subordinando la regularización administrativa de la mayoría de las personas extranjeras al mercado de trabajo, sin reconocimiento pleno de su condición de ciudadanía.
Por lo dicho, la interculturalidad necesariamente pasa por una forma igualitaria de distribución del poder. Una interculturalidad que permite grandes desequilibrios se niega a sí misma, en tanto instituye una asimetría en los procesos comunicacionales, participativos y decisionales incompatibles con la construcción de una sociedad sin privilegios. Aunque la consecución plena de una sociedad intercultural siempre es una tarea por hacer, constituye un imperativo de democratización para las sociedades multiculturales. La renuncia a ese imperativo es la aceptación resignada de otra forma de desigualdad.
Ahora bien, grosso modo, esta es la radiografía prevaleciente de los estados europeos. Tal como está operando en este contexto, la mentada «interculturalidad» se parece más a un muestrario de diferencias yuxtapuestas que a una práctica de construcción política de igualdad. La distancia entre lo multicultural y lo intercultural es la distancia entre una realidad en la que coexisten de forma jerárquica diferentes culturas y un discurso normativo que, pragmáticamente, no ha generado transformaciones sistémicas profundas. Corresponde a quienes abogamos por una sociedad igualitaria luchar para que la interculturalidad, en su sentido crítico radical, esté a la altura de las exigencias que ha creado.
DIÁSPORAS.
Centro de Investigación Migrante para la Interculturalidad
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