Por: Rafael Bautista S.
Al pueblo ayoreo, otra víctima del fascismo cívico
El populismo ha sido un dispositivo ideológico de desacreditación del movimiento popular en las últimas décadas; la pereza intelectual académica (colonizada por la mitología imperial) nunca ha sabido definir su pertinencia como categoría de hermenéutica política. Ha sido más bien una muletilla intelectual para ocultar el rosario de prejuicios que abunda en la visión elitista de la política (y la izquierda desubicada ideológicamente, al no criticar este reduccionismo imperial –porque se trata de una calumnia hecha concepto político– ha capitulado, no sólo sus posibilidades de análisis político, sino su propio ejercicio del poder).
Lo que destaca el uso constante del adjetivo “populista”, como dispositivo ideológico, es algo recurrente en la mitología imperial: cuando los poderes fácticos calumnian al campo popular, en realidad se retratan a sí mismos. Por eso se ha podido advertir que el fenómeno denominado mediáticamente como “populismo”, en realidad describía las insurrecciones derechistas, que se fueron reproduciendo una vez que el modelo neoliberal fracasa y el campo popular recupera espacios democráticos, desafiando un orden social naturalizado por la clasificación racializada de nuestros países.
Pero ese tipo de insurrecciones no son improvisadas, se fueron trabajando desde la resistencia burguesa al gobierno socialista de Allende en Chile. Ese laboratorio generó casi todas las posibles escenografías que, en nuestro siglo, son ya el repertorio clásico de las llamadas “revoluciones de colores”. En Bolivia se han ido activando estos escenarios para disputarle al campo popular sus potencialidades históricas de insurgencia revolucionaria.
No es que la derecha haya aprendido a tomar las calles, sino que, la guerra mediática –como guerra anticipada y nunca declarada– aparece como el más eficiente operador político, a la hora de formatear la opinión pública por medio de escenarios magnificados como shows políticos; quienes repiten como papagayos que una imagen vale mas que mil palabras, no se detienen a pensar que basta una palabra para invalidar una imagen. Esto quiere decir que la opinión pública es, ante todo, una producción discursiva.
Pero con discurso no nos referimos a un manifiesto cualquiera sino a la narrativa implícita que permea al discurso mismo. Esto es lo que permite leer entre líneas y advertir quién realmente toma la palabra y a quiénes está dirigido lo que se dice y lo que no se dice. Por eso un cabildo, como todo hecho político, no es un hecho en sí, y decanta todo aquello que recepciona como acumulación ideológica; es decir, lo que en los cabildos se expone es esa narrativa y su efectividad política.
Desde el 2006, cuando se promueve el llamado “cabildo del millón” (con toda la parafernalia mediática dispuesta para intimidar al campo popular), la narrativa ha sido siempre la misma en todos los cabildos cívicos; por eso desatan todo aquello que siempre se ve: persecución, amedrentamientos y cacerías civiles contra el chivo expiatorio que aquella narrativa instala como legitimación ideológica: el indio.
Es el mismo discurso señorialista oligárquico que se renueva mediante dispositivos coyunturales que, por lo general y desgraciadamente, le brinda hasta la propia inoperancia gubernamental. Ese último dispositivo fue el censo y, aunque se haya desinflado, demostrando su instrumentalización, lo que ha prevalecido es la capacidad desestabilizadora de una masa citadina empoderada por un discurso cada vez más inflamable.
Que las dirigencias cívicas y el llamado “Comité Interinstitucional” (que no es más que otra “comparsa”) hayan sido incluso desconocidas por sus seguidores, no debiera dar lugar al exitismo; ya que eso es muestra de que esas dirigencias improvisadas forman parte de una clara estrategia de descomposición política que, en circunstancias de polarización máxima, sólo pueden conducirnos a escenarios de conflictividad creciente.
La inacción del gobierno, que podría producir su capitulación, proviene de una ingenua percepción política: no todos los actores tienen vocación democrática. Esto significa: todo diálogo es posible hasta con el escéptico, pero no con el cínico. La nueva insurrección oligárquica promovida por los cívicos de Santa Cruz, tiene como objetivo inmediato minar precisamente lo que hace posible la estabilidad económica: la paz social. El gobierno y sus analistas sólo ven un posible golpe, pero no consideran algo peor: un naciente proceso de balcanización. Para destruir un país no se precisa necesariamente de un golpe de Estado sino, fieles a la doctrina imperial del “caos constructivo”, basta desatar una desestabilización continua y creciente para provocar la figura del Estado fallido. La reunión del ex presidente Tuto Quiroga (en realidad agente de la CIA) y Rómulo Calvo (líder cívico) tiene que ver con el respaldo imperial a una oferta macabra: la política de feudalización o balcanización, que imagina Washington para nuestra región, es sólo posible si la ignición del conflicto proviene desde adentro.
Porque ahora aquella masa urbana desencantada por sus propios líderes, pero fiel a los preceptos que se derivan de la narrativaoligárquica, se constituyen, como ya lo han sido, en base de reclutamiento civil del radicalismo remanente. Por ello no es exagerado señalar que la movilización urbana que sirvió de legitimación “populista” al golpe del 2019 y al paro impuesto (por más de un mes) a toda Santa Cruz, es un fascismo social en ciernes. En tal caso, la inacción gubernamental está generando la percepción de dejar abandonado al pueblo a su suerte, lo cual coadyuva al caos. Cuando debió sentar jurisprudencia contra el fascismo golpista no lo hizo y permitió indirectamente su rearticulación. Por eso vale la pena recordarles a los burócratas y tecnócratas gubernamentales: quienes, a nombre de revolución, sólo se proponen reformas, no hacen sino cavar su propia tumba (lo que es peor, comprometen el proyecto popular).
Porque el fascismo es precisamente la ideología creada por los grupos de poder para las clases subalternizadas en la clasificación social/racial del capitalismo. Está diseñada para generar la ilusión del ascenso social por medio de la señalización y aniquilación de un enemigo que altera y contradice esa supuesta maquinaria social de funcionamiento perfecto. Entonces, defender el orden social, la pirámide meritocrática y los prejuicios señoriales, se vuelven dogma y credo de una subjetividad social que se ofrece como infantería de resistencia ante cualquier des-orden y desobediencia al orden establecido.
El racismo es fundamental para el fascismo, es más, sin racismo no podría haber fascismo; porque el fascismo ya no reivindica lopolítico de la convivencia humana, es decir, la resolución racional de los conflictos, sino que está diseñado para acabar con lo político y convertir a la política en un campo de guerra exponencial; porque lo que el racismo le brinda al fascismo es la negación absoluta de la humanidad del otro, de modo que ya no aparece como ser humano sino como un hostis declarado “enemigo de la civilización”; de ese modo, el fascista, que reivindica sólo para sí la condición humana, justifica y legitima la persecución y aniquilación del otro, reafirmando la política imperial, o sea, la guerra por otros medios. Por eso el fascista no necesita argumentar nada, porque su percepción racializada delotro ha devaluado su propia noción de convivencia; desde ese maniqueísmo es imposible la política y, él mismo, no hace otra cosa sino anularse como actor político: por eso secuestra la democracia para hacerse demócrata y por eso, también, genera “burbujas populistas” para urdir tramoyas con apariencia popular.
Ese otro, en nuestro caso, es el indio. El enemigo inventado por el relato elitista del señorialismo oligárquico, siendo el que, desde la colonia y la república, ha mantenido a nuestro país y a esa élite antinacional. En tal sentido, el regionalismo cruceño o “camba”, acude diligentemente a ese racismo señorial para afirmar una superioridad que seduce a sus subalternos y les ofrece llenar el vacío de una identidad inconsistente con toscas aspiraciones de patrón. El costo es elevado y esto es lo que jamás podría generar la posibilidad de constituir a sus subalternos en pueblo: la negación del hermano. Porque esa negación es la negación de uno mismo; porque un país es como una familia y cada uno de sus miembros es insustituible y todos hacen posible, por interconexión complementaria y recíproca, la vida misma del país.
Por eso es preciso desmontar ese regionalismo, no como una compostura local, sino algo alimentado desde factores externos en connivencia con intereses internos. Es desde los años 30 y, sobre todo, después de la guerra del Chaco, que se va tejiendo en el Oriente boliviano un nicho desestabilizador de todo proyecto nacional. La injerencia norteamericana, por medio de sus embajadores, sus agencias de inteligencia y la proliferación de iglesias protestantes, encuentran en el Oriente la conveniente ausencia estatal para hacer germinar una sociedad afecta y adicta a los valores gringos. Pero es después de la llamada “revolución del 52” (que aun se consagra en la historiografía boliviana de ese modo, cuando lo que se debiera develar es la usurpación de la insurgencia minero-fabril por parte del actor que traiciona la lucha popular y se autodefine, para la posteridad, como “sujeto revolucionario”), que esa injerencia, de modo persuasivo, logra dislocar el circuito económico-comercial del Occidente del país y hacer posible un plan de integración más acorde a la imagen que el Imperio naciente necesita imponer a nuestro país.
Eso es lo que ahora se llama soft-power, pero no es reciente. Cuando el presidente Trumman implementa el programa Punto IV, en enero de 1949, hace posible que el intervencionismo yanqui penetre sin uso de la fuerza militar y, por medio de la diplomacia, logre influir decisivamente en áreas estratégicas, como son la educación, religión, salud, economía y la política, para afectar el destino nacional y garantizar nuestra dependencia estructural; ya antes, el plan Bohan, que se instala en Bolivia 10 días después del ataque a Pearl Harbor y termina su “misión” en 1942, determina lo que incluso el “gobierno revolucionario” ha de implementar, por ejemplo, como “reforma agraria”: no se restituyen las tierras de comunidad sino que se impone el modelo “farmer” gringo, mientras que en el Oriente, para generar burguesía agraria, se adopta el modelo “junker”, o sea el terrateniente.
Desde entonces se puede decir que la conformación de esta casta social implicó, por influencia imperial, el desarrollo de todos los aspectos culturales, religiosos y políticos del Oriente en oposición al resto del país, sobre todo en contra de lo “colla”, que es el eje ideologizado desde el cual se articula el regionalismo “camba”. Por eso se constituye en el mejor pretexto de esta casta, convertida en señorío feudal, para resolver todas sus desavenencias locales: adjudicar toda la culpa al demonizado “centralismo colla” (por eso el actual acento religioso de los cabildos no es casual). Esto germina inevitablemente en un resentimiento acumulado que, hoy en día, es ya leyenda urbana.
Ahora hay que señalar lo siguiente: 14 años del “gobierno del cambio” no percibió, en ninguna de las áreas estratégicas que constituyen base estatal, el espesor ideológico que estaba operando como resistencia oligárquica al Estado plurinacional; es más, en vez de potenciar al Occidente del país, a El Alto como eje industrial, para contrarrestar el poder económico (y traducido en poder político) de los “barones del Oriente”, siguieron siendo fieles a la política nacional implementada desde el 52 y reafirmada por la dictadura banzerista, privilegiando recursos para sostener, no sólo el poder económico de la elite “camba” sino la otra burbuja mediática del “exitoso modelo cruceño”.
Se podría decir que la insistencia en el censo era la “justa” asignación futura de recursos, pero ese argumento es tramposo porque, como en toda lógica desarrollista, la economía cruceña es subsidiada por todo el país (siendo además casi toda su producción destinada a la exportación); su mercado natural es el Occidente, el “collado” que tanto desprecian. El impulso y desarrollo industrial y comercial que se atribuye la elite “camba” a sí misma, comienza, en realidad, con la migración “colla”, causada por las políticas neoliberales que no sólo destruyen las industrias, el sistema férreo y empresas estratégicas del Occidente del país, sino que destinan el potenciamiento económico a la élite “camba”, que participa decisivamente en la política nacional en todos los gobiernos neoliberales (sin olvidar que, desde el golpe de Banzer, los demás aprestos golpistas tienen a Santa Cruz como cuartel de operaciones). Cuando se expulsa al último presidente neoliberal, Sánchez de Lozada, la élite cívica “camba” le invita a seguir gobernando desde Santa Cruz, en claro desafío a la recuperación del protagonismo político nacional por parte de El Alto, La Paz y las provincias paceñas, o sea, los “collas”.
Los cabildos cívicos nacieron con ese fin. Por ello se radicalizaron desde la convocatoria a la Asamblea Constituyente y el surgimiento del Estado plurinacional. Fueron concebidos para inventar legitimidad en coyunturas favorables al asalto y usurpación democrática, como fue la diseminación de cabildos en las capitales departamentales que dieron pie al golpe de 2019.
Ahora bien, se supone que un cabildo es un acto democrático, popular y con capacidad de establecer lineamientos políticos, además avalados por la propia Constitución pero, en los hechos, y en la lógica de las “revoluciones de colores”, son precisamente los procedimientos democráticos los que son muy bien funcionalizados para secuestrar a la propia democracia; por eso se denominan “revoluciones”, porque se presentan con toda la escenografía y coreografía democráticas para legitimar políticas antidemocráticas.
Por eso, como las burbujas financieras, esta “burbuja populista” se infla con un lenguaje seductor y convincente, pero una vez que estalla se demuestra que no hay realidad que soporte aquella inflamación. Un análisis del discurso de los cabildos nos puede mostrar cómo se manipula a la masa congregada, mediante la señalización del chivo expiatorio, la adjudicación de las culpas en éste, la piadosa absolución de los propósitos planteados y, como todo acto cuasi religioso, consumar la beatificación ideológica bajo la apelación divina. Se trata de una ficción mediática que, en las “revoluciones de colores”, constituyen el formato de lo que disemina la guerra mediática como la más adecuada tramoya que define a las “guerras de cuarta generación” como la implementación del llamado “caos constructivo”, que se trata en realidad de un caos indefinido.
Ese es el verdadero peligro, por eso, cuando estallan, pueden desatar un estallido generalizado e indefinido. Lo que hace que un cabildo sea una “burbuja populista”, es que se inflama toda referencia popular y democrática para aparentar una contundencia intimidante. Por eso debe ser multitudinaria, para aparecer como una aplastante demostración de fuerza. En eso consiste esa burbuja: la manifestación alarde de poder. Por eso provoca prepotencia y soberbia, fanatismo y frenesí y por eso, también, acaba en amenazas e injurias, provocando persecuciones y disturbios, alentando a sus grupos de choque y milicias adoctrinadas a realizar demostraciones de su fuerza (estos grupos radicalizados son los que después desatan una lucha foquista y llevan a cabo la diseminación del “caos constructivo”; por eso toda “revolución de colores” no se propone necesariamente un golpe de Estado sino la balcanización de un país, como sucedió en Yugoslavia, Irak, Siria, Libia, etc.).
Es una “burbuja populista” porque el verdadero ausente es el pueblo. El pueblo al cual se refiere la derecha es apenas una multitud congregada incluso por razones no tan legítimas, prebendales o laborales (como hace la gobernación de Santa Cruz). Un pueblo no es una multitud, tampoco es el conjunto de la sociedad, ni siquiera el conjunto de la nación, porque allí también se encuentra la anti nación. No se es pueblo por adscripción automática o por vinculación instantánea. Se es pueblo por apuesta histórica. Por eso un pueblo no aparece en el campo político desde demandas circunstanciales que aspiran a los nuevos satisfactores del mercado como realización de ascenso social.
Lo que define a un pueblo en tanto que pueblo, es que su lucha no es particular y menos corporativa (la lucha cívica desafía a todo un país desde intereses oligárquicos y ahora declaradamente secesionistas,). Lo que define a la lucha popular es la justicia y la igualdad, no los intereses instrumentales; por eso su lucha es universal y cuanta más humanidad esté contenida en su lucha, más pueblo se es. La lucha de un pueblo no se remite ni siquiera al presente sino vuelca sus propósitos para redimir todo su pasado y hacer posible la redención de todos los tiempos. Por eso el pueblo es creador y ha sabido extraer de su memoria histórica un nuevo horizonte, como el verdadero proyecto político que este pueblo se ha otorgado, y el tipo de Estado que debiera estar en concordancia con ello.
Por eso no pueden constituir pueblo la masa congregada en cabildos que están diseñados para encubrir propósitos que ya van declarándose abiertamente y que sólo conducen a la balcanización del país. La élite camba no reúne ninguna de las condiciones para constituirse en élite nacional (su podredumbre intelectual es lo que debiera escandalizar a la élite paceña pero, al parecer, ésta es más acomplejada de lo que se creía); después del golpe y la dictadura y el actual fracasado paro, sabe también que ya no puede congregar al país en sus delirios. ¿Qué le queda? Ya lo manifestaron: “revisar su relación con nuestro país”. En tal situación, el gobierno tiene todos los argumentos para hacer prevalecer el Estado de derecho ante la policía, el ejército y una fiscalía coludida con los grupos de poder. De lo contrario, la ingenua percepción gubernamental de la derrota cívica, sólo promoverá una nueva rearticulación de la derecha, mucho más peligrosa, porque su objetivo, fiel al programa imperial, ya no es otro golpe, sino la balcanización del Estado plurinacional.
Las autonomías ya fueron el artificio para frenar la Asamblea Constituyente y minar por dentro al Estado; ahora el federalismo es otra consigna que funcionaliza un propósito que siempre ha estado en las apuestas de la élite camba. Por ello es tarea estatal descomponer su condición de élite, porque su propia composición de clase y su apuesta política es resultado de su acumulación de capital, proveniente de las dictaduras y consagrada en gobiernos neoliberales. Todos responden al tipo de acumulación de riqueza que poseen. El tipo de capital define la política que se adopta: la élite “camba” es fascista porque el origen de su capital es espurio.
Además, como una buena parte de esa élite no tiene su origen en esta nuestra tierra, no les interesa su desmembración. Se consideran dueños de algo que no les reconoce como hijos. Por eso persiguen a quienes sí tendrían la justificación histórica y cultural de llamarse “dueños” de esta tierra. La persecución y amedrentamiento (en el paro cívico/cínico) a la nación Ayorea los pinta de cuerpo entero; encarnan a quienes sembraron sangre y luto en estas tierras, desde la Conquista, para robar todo lo que tenían quienes debieran ser considerados los verdaderos “dueños” del Oriente; pero nunca los ayoreos se llamaron “dueños”, porque su relación con la Madre tierra no se da en términos de apropiación sino de pertenencia.
Por eso ellos son pueblo y reflejan lo que define a la cultura de la vida, la que promueve nuestro horizonte plurinacional como el verdadero proyecto popular. Porque Madre tierra, como PachaMama, constituye en realidad la culminación de un conocimiento que nos permite re-conocer que todo, absolutamente todo, hasta una piedra, es sujeto, o sea, es persona, y si es persona tiene dignidad y, si tiene dignidad, es sagrada y, si es sagrada, merece respeto. La forma de vida, como cultura de la vida, que se deduce de ese conocimiento alcanzado, que lo poseen nuestras culturas indígenas, es el “vivir bien”. Ese es el horizonte plurinacional y esa apuesta histórica es lo que define a un pueblo en tanto que pueblo.
Rafael Bautista S., autor de: “El Ángel de la Historia. Genealogía, ejecución y derrota del golpe. 2018-2020”, Yo soy si Tú eres ediciones.
Comentario