Este ensayo fúe leído por su autor el 27 de noviembre de
1991 en el marco del Pabellón Español de la feria de Sevilla,
dando principio así al ciclo de conferencias que con
el título de “El porvenir de la democracia” organizaron
Claves y Revista de Occidente. En esa serie de conferencias
participaron intelectuales como Isaiah Berlin,
Claude Lévi-Strauss, Karl Popper, Mario Vargas Llosa
y otros, así como destacadas figuras del ámbito político:
Helmuth Schmidt , Edward Shevardnaze , lames Carter y
Raúl Alfonsín.
CCuando se me invitó a inaugurar esta serie de
conferencias sobre el porvenir de la democracia
al finalizar el siglo, acepté, con entusiasmo…
tras un momento de indecisión. Acepté,
movido por mis convicciones; dudé, porque no estaba
ni estoy muy seguro de ser la persona idónea para
tratar un asunto de tal complejidad. No soy historiador
ni sociólogo ni politólogo: soy un poeta. Mis escritos
en prosa están estrechamente asociados a mi
vocación literaria y a mis aficiones artisticas. Prefiero
hablar de Marcel Duchamp o de Juan Ramón Jiménez
que de Locke o de Montesquieu. La filosofía política
me ha interesado siempre pero nunca he intentado
ni intentaré, escribir un libro sobre la justicia, la
libertad o el arte de gobernar. Sin embargo, he publicado
muchos ensayos y articulos sobre la situación de
la democracia en nuestra época: los peligros externos
e internos que la han amenazado y amenazan, las interrogaciones
y pruebas a que se enfrenta. Ninguna
de esas páginas posee pretensiones teóricas; escritas
frente al acontecimiento, son los momentos de un
combate, los testimonios de una pasión. Su mismo
carácter circunstancial y episódico me da, ya que no
autoridad, sí legitimidad para hablar ante ustedes de
la democracia. No van a oír a un pensador político
sino a un testigo.
Confieso que me sorprende el hecho de que estas
conferencias sobre la democracia se den en Sevilla y
precisamente durante el año de la celebración del
Quinto Centenario del Descubrimiento de América.
¿Los tiempos que vivimos se parecen a los del final
del siglo XV? Aunque las diferencias son enormes,
hay algunas semejanzas impresionantes y que nos
obligan a reflexionar. Así pues, el tema del Descubrimiento
y la Conquista será uno de mis puntos de referencia.
He hablado de semejanzas; la primera es la
siguiente: son dos épocas de frontera, en las que algo
se acaba y algo nace. En 1492, salto de un espacio a
otro; cinco siglos después, salto de un tiempo a otro.
Y en ambos casos: caída en lo desconocido. Otro parecido:
lo imprevisto, lo inesperado. Se buscaba un
camino más corto hacia Cathay y brotaron en medio
del mar tierras y gente desconocidas; se buscaba contener
al imperio comunista y ese imperio de pronto
se desvaneció. En su lugar descubrimos una realidad
que no habíamos querido o podido ver. En 1492, ig
norancia de la realidad geográfica; en nuestros días,
ignorancia de la realidad histórica.
El Descubrimiento cambió la figura física del
mundo: cuatro continentes en lugar de tres. El número
cuatro desmintió la vieja ideología tripartita
que Europa había heredado de sus antepasados indoeuropeos.
Asimismo, introdujo un enigma teológico
que fue una herida profunda en la conciencia religiosa
de Occidente: a pesar del mandamiento expreso
de los Evangelios, durante mil quinientos años millones
de almas habían sido substraídas a la prédica de
los Apóstoles y de sus sucesores. La caída repentina
del comunismo también ha sido un desafío que nos
ha dejado intelectualmente inermes frente al porvenir.
Para los contemporáneos de Colón, cambió la figura
del mundo y se preguntaron: ¿dónde estamos?;
para nosotros, ha cambiado su configuración histórica
y nos decimos: ¿hacia dónde vamos?
Las polémicas en torno al Descubrimiento de
América no se han apagado. No voy a examinarlas;
me limito a señalar que casi siempre las críticas olvidan
lo esencial: sin esas exploraciones, conquistas,
acciones admirables y abominables, heroísmos, destrucciones
y creaciones, el mundo no sería mundo.
En 1492 el mundo comenzó a tener forma y figura de
mundo. Algunos discuten si no sería mejor llamar
Encuentro al Descubrimiento. Observo que no hay
descubrimiento sin encuentro ni encuentro sin descubrimiento.
Otros dicen que la Conquista fue un
genocidio y la Evangelización una violación espiritual
de los indios. Idealizar a los vencidos no es menos
falaz que idolatrar a los vencedores: unos y otro
esperan de nosotros comprensión, simpatía y, digamos
la palabra, piedad.
Imaginemos por un instante que no son los españoles
los que desembarcan en la playa de Veracruz
una mañana de 15 19 sino que son los aztecas los que
llegan a la bahía de Cádiz. Axayácatl, el capitán tenochca,
rápidamente se da cuenta de las disensiones
que dividen a los andaluces; se entrevista en secreto
con el Conde don Julián y se alía con él; seduce a su
hija, Florinda la Cava, la convierte en su barragana y
en su agente diplomático; tras una serie de maniobras
audaces y de combates, conquista Jerez, Sevilla y
otras ciudades; los jefes aztecas ordenan la demolición
de las catedrales y levantan sobre ellas majestuosas
pirámides; se sacrifica a los guerreros españoles
vencidos (así se les diviniza) y se distribuyen sus
mujeres entre los conquistadores; sobre las ruinas de
Sevilla se funda Aztlán, la nueva capital de la Bética;
los sacerdotes aztecas convierten a la población indígena
al culto de Huitzilopochtli y de su madre, la
Virgen Coaticlue; se pacifica al país y se establece
una dominación que dura varios siglos; finalmente, a
través de la acción combinada del tiempo, el mestizaje
y la indoctrinación, nace una nueva sociedad
“azteca y bética, rayada de morisca”, como diría siglos
después, en el más puro náhuatl, uno de sus poetas.
Hoy, quinientos años más tarde, la denuncia del
genocidio azteca se ha convertido en un lugar común
de los oradores e ideólogos de Aztlán, nostálgicos de
la Bética preazteca y descendientes de Axayácatl y
sus hombres.
La crítica de Rousseau y sus descendientes es más
fundada. Es una crítica de orden moral más que histórico;
es la consecuencia de su condena de la civilización
-madre de la desigualdad, la opresión, la
mentira, el crimen- y su exaltación del buen salvaje,
el hombre natural e inocente. Pero ¿en dónde encontrar
al hombre inocente? Las sociedades indígenas
de América, de los nómadas a las poblaciones de
México y de Perú, con la excepción quizá de los indios
de Amazonia, no eran realmente primitivas. Algunas
de ellas eran plena y altamente civilizadas; los
mayas, por ejemplo, habían descubierto al cero. Así
pues, esas sociedades estaban también manchadas
por las lacras de la civilización. La crítica de Montaigne
es más convincente. Sus razones son una deducción
inteligente del escepticismo grecolatino; a
su vez, son el origen del moderno relativismo cultural.
Es una tendencia predominante en nuestros días
y que ha sido ilustrada recientemente, con brillo y
coherencia, por Lévi-Strauss. La idea de que cada
cultura y cada civilización es una creación única y,
por tanto, incomparable, parece irrefutable. Sin embargo,
tiene una falla: por una parte nos abre (o entreabre)
las puertas de la comprensión de culturas y
sociedades extrañas, ajenas a la nuestra; por otra, nos
impide juzgar, escoger y valorar. O dicho de otro modo:
nos prohibe la comprensión global, que implica
la comparación y la confrontación de cada cultura
con las otras y con sus creaciones. En fin, sea cual sea
su valor, el relativismo cultural no tiene sino una relación
lateral con nuestro tema: las semejanzas y diferencias
pertinentes -subrayo el adjetivo- entre
nuestra situación y la de 1492. He señalado algunas
semejanzas; ahora procuraré mostrar una diferencia
que es, a mi juicio, capital.
El Descubrimiento y la Conquista de América
son acontecimientos que, como la Reforma y el Renacimiento,
abren la era moderna. Sin la ciencia ni
la técnica de esa época no hubiese sido factible la navegación
en pleno océano; tampoco habría sido posible
la conquista sin las armas de fuego. Apenas si necesito
recordar que esa ciencia y esa técnica eran el
resultado de dos mil años de continua especulación y
experimentación. Lo mismo debo decir de las concepciones
políticas, ya claramente modernas, de algunas
de las figuras centrales de ese momento, como
Cortés. Ciencias, técnicas, utensilios, ideas, instituciones:
gérmenes y embriones que anuncian la modernidad
naciente. Además, una experiencia histórica
invaluable: mientras que las sociedades indígenas,
incluso las más complejas y desarrolladas, como las
de México, no tenían noción de la existencia de
otras tierras y de otras civilizaciones, los españoles
conocían sociedades distintas a la suya, con otras
lenguas y otras religiones. Al ver a los invasores, los
indios se preguntaron: ¿quiénes son y de dónde vienen?
Una pregunta, por decirlo así, ahistórica y, en el
fondo, religiosa: para ellos los españoles eran lo desconocido.
El conquistador, en cambio, inmediatamente
intenta insertar la extrañeza india en una categoría
histórica conocida: sus ciudades le recuerdan
a Constantinopla, sus santuarios a las mezquitas. Lo
maravilloso, para ellos, no era lo sobrenatural sino lo
legendario: el mundo de los romances, las leyendas y
las novelas de caballería.
El impulso también era moderno: era una exploración
y una conquista. Las grandes aventuras colectivas
de Occidente habían sido las Cruzadas, el rescate
del Santo Sepulcro y, para los españoles, la
Reconquista. En las empresas de portugueses y españoles
aparece algo nuevo y contrario a la tradición
medieval: penetrar en lo desconocido, conocerlo y
dominarlo. No un rescate sino un descubrimiento.
Todos los conquistadores tenían plena conciencia de
la novedad que encarnaban ellos y sus acciones: hacían
algo nunca visto. No se equivocaban: con ellos
se inicia la gran expansión de Occidente, uno de los
signos (gloria y estigma) de la modernidad.
La otra cara de la Conquista no es moderna sino
tradicional, medieval. En esta dualidad reside su fascinante
ambigüedad. Se ha hablado mucho de los
pillajes y de la sed de oro de los conquistadores. Pero
la rapacidad, la violencia, la lujuria y la sangre
han acompañado siempre a los hombres. En la España
de la Reconquista, para no salir del ámbito hispánico,
encontramos los mismos excesos entre los
guerreros musulmanes. Sin embargo, sería absurdo
reducir la Reconquista a una serie de raids de bandas
cristianas y musulmanas. Tampoco es posible comprender
a la Conquista de América si se le amputa
de su dimensión metahistórica: la evangelización.
Al lado del saco de oro, la pila bautismal. Aunque
parezca contradictorio, era perfectamente natural
que en muchas almas coexistiese la sed de oro con
el ideal de la conversión. Al contrario de la codicia,
que es inmemorial y ubicua, el afán de conversión
no aparece en todas las épocas ni en todas las civilizaciones.
Y ese afán es el que da fisonomía a esa
época y sentido a las vidas de aquellos aventureros
turbulentos: el tiempo de aquí estaba orientado hacia
un allá fuera del tiempo.
El gran debate convocado por Carlos V en Valladolid,
en 1550, y que opuso a grandes teólogos y juristas,
giró en torno del tema de la legitimidad de la
Conquista: ¿era o no lícita? Las opiniones fueron encontradas
pero para todos los participantes la razón
de ser de aquel acontecimiento no era meramente
histórica sino que estaba referida a un valor sobrenatural:
cumplir los Evangelios, cristianizar a los nativos.
En esto coincidieron los dos grandes adversarios,
Las Casas y Sepúlveda. El primero lo dijo de un modo
tajante: “los indios fueron descubiertos para ser
salvados.” La fe en Cristo y en sus mandamientos es
fe en un valor absoluto que trasciende la historia
temporal. Es la encamación de la palabra divina en
la acción de unos hombres y en la política de un Estado.
Nada menos moderno. Pues bien, el eclipse de
los valores absolutos y metahistóricos y su substitución
por valores relativos es un capítulo central en la
historia de la democracia moderna.
A diferencia de lo que ocurrió en los dominios
americanos de España y de Portugal, en la colonización
de la mitad angloamericana de nuestro continente
la prédica del cristianismo no figura como motivo
dominante. La evangelización no fue parte de la
política de la Corona inglesa ni figuró entre las preocupaciones
religiosas de los colonos. Tampoco fue un
principio de legitimación. Los primeros establecimientos
fueron pequeñas comunidades de fieles de
esta o de aquella denominación, a veces compuestas
por disidentes. Cada una de ellas, aparte de los traba-
20 VUELTA 261 AGOSTO DE 1998
jos de la agricultura, el comercio y las otras ocupaciones
mundanas, practicaba con gran fervor su versión
particular del cristianismo. El modelo de casi todas
ellas eran las comunidades cristianas primitivas o,
mejor dicho, lo que se suponía que habían sido aquellas
hermandades antes de la corrupción romana. Sin
embargo, a pesar de su devoción y su piedad exigente,
ninguna de ellas se propuso seriamente cristianizar
a los indios. Cada grupo se veía como una isla de
fe rodeada por una naturaleza salvaje y unas tribus
igualmente salvajes. Los indios eran parte de la naturaleza
-naturaleza caída- y, como a ella, había que
dominarlos y, en caso necesario, segregarlos o destruirlos.
El fenómeno se repite, más acusadamente y
en escala mucho mayor, durante la expansión del siglo
XIX hacia el Oeste. El modelo religioso de esta
gran emigración fue la peregrinación de Israel en el
desierto y la ocupación de Palestina. Aparte de la
búsqueda de tierras y de otras ganancias materiales,
el animo que movía a esos miles de familias y de
aventureros no era cristianizar salvajes sino fundar
ciudades y pueblos prósperos, regidos por la moral de
la Biblia. Una Biblia en inglés, interpretada por cada
secta y por cada conciencia.
En la expansión europea en Africa y Asia también
es visible la desaparición paulatina de la dimensión
metahistórica, ese absoluto que santifica o, al
menos, justifica la acción histórica y sus violencias.
Las grandes potencias encontraron un sucedáneo en
una frase-talismán: la “misión civilizadora de Europa”.
Pero es muy distinto fundar la dominación sobre
un pueblo extraño en un código de valores temporales
que fundarla en un valor absoluto y más allá de la
historia. El eminente historiador Maucaulay ocupó
una alta posición, a mediados del siglo pasado, en el
gobierno de la India. Fue liberal y humano, defendió
la libertad de prensa y la igualdad de los indios y los
europeos ante la ley; sin embargo, cuando se le encarg6
organizar el sistema educativo, se inclinó sin
reserva por una educación occidental. Aunque Maucaulay
no ignoraba el valor de la civilización de la
India, justificó su reforma porque abría al pueblo indio
las puertas de la cultura moderna, la democracia
y el progreso. Al cambiar los Vedas por los principios
del liberalismo inglés, la élite india penetró en un
mundo radicalmente nuevo, hecho de valores relativos
y cambiantes. Pero lo que perdió en certidumbres
metafísicas lo ganó en otro sentido: gracias a la reforma
educativa, la aristocracia intelectual india pudo
hacer la crítica de la dominación inglesa precisamente
en los términos de la cultura política inglesa.
Para Las Casas había que salvar las almas; para Maucaulay,
había que cambiar a las sociedades.
Los orígenes de este cambio, a un tiempo inmenso
e invisible, están en la Reforma protestante, que
interioriza la experiencia religiosa. La dimensión metahistórica
cambia de lugar: la religión se recluye en
el templo y, sobre todo, en la conciencia de cada
uno. Así, abandona la plaza pública, el Consejo de
Estado y el campo de batalla. El Estado no tiene jurisdicción
sobre las creencias de los ciudadanos y la
fe se convierte en un asunto privado: es el diálogo
entre la conciencia de cada hombre y la divinidad. El
absoluto se retira de la historia. En los Estados Unidos
el Estado profesa una vaga moralidad, herencia
del cristianismo reformista y de esa versión del deísmo
de la Ilustración que legaron los Padres fundadores.
El poder es tolerante y neutral ante todas las
iglesias y las sectas. El fenómeno, con variantes, se
repitió en Europa y ahora en más de la mitad del
mundo. El cambio consistió en la inversión de la posición
de las dos esferas que componen a la sociedad:
la pública y la privada. La democracia griega había
conquistado para el ciudadano el derecho de participar
en la vida pública. La democracia moderna invierte
la relación: el Estado pierde el derecho de intervenir
en la vida privada de los ciudadanos. El
valor central, el eje de la vida social, ya no es la gloria
de la polis, la justicia o cualquier otro valor metahistórico
sino la vida privada, el bienestar de los
ciudadanos y sus familias. Los valores absolutos, imbricados
en la esfera pública, se desvanecen y emigran
hacia la vida privada; a su vez, los individuos y
los grupos postulan sus ideas, sus intereses o sus valores
como públicos. Todos ellos, por naturaleza misma,
son temporales y relativos: la sociedad los adopta
por una temporada y después los desecha.
La pluralidad de valores y su carácter temporal y
relativo nos somete a tensiones contradictorias difícilmente
soportables. Hay una pregunta que todos
nos hacemos al nacer y que no cesamos de repetirnos
a lo largo de nuestras vidas: ¿por qué y para qué vine
al mundo, cuál es el sentido de mi presencia en la
tierra? La democracia moderna no puede responder a
esta pregunta, que es la central. O lo que es igual:
ofrece muchas respuestas. Dos principios complementarios
rigen a nuestras sociedades: la neutralidad
del Estado en materia de religión y de filosofía, su
respeto a todas las opiniones; y en el otro extremo, la
libertad de cada uno para escoger este o aquel código
moral, religioso o filosófico. La democracia moderna
resuelve la contradicción entre la libertad individual
y la voluntad de la mayoría mediante el recurso al relativismo
de los valores y el respeto al pluralismo de
las opiniones. La democracia ateniense resolvió la
misma contradicción en términos radical y simétricamente
opuestos. Sócrates fue víctima de esa contradicción
pero hoy Sócrates no sería procesado: lo
invitarían a participar en un debate de televisión.
Nuestro relativismo es racional o, más bien, razonable.
Asegura la coexistencia de los dos principios, el
de gobierno de los representantes de la mayoría y el
de la libertad de los individuos y de los grupos; al
mismo tiempo, le retira al hombre algo que, desde su
aparición sobre la tierra, desde las primeras bandas
del paleolítico, ha sido consubstancial con su ser: el
sentirse y saberse parte de un grupo con creencias,
tradiciones y esperanzas comunes. El hombre se ha
sentido siempre inmerso en una realidad más vasta
que es, simultáneamente, su cuna y su tumba. El anacoreta
solitario es una ficción filosófica o novelesca.
Cada hombre es sed de totalidad y hambre de comunión.
Por lo primero, busca el sentido de su existencia,
es decir, ese eslabón que lo enlaza al mundo y
lo hace participar en el tiempo y su movimiento; por
lo segundo, busca reunirse con esa realidad entrañable
de la que fue arrancado al nacer. Estamos suspendidos
entre soledad y fraternidad. Cada uno de nuestros
actos es una tentativa por romper nuestra
orfandad original y restaurar, así sea precariamente,
nuestra unión con el mundo y con los otros. La democracia
moderna nos defiende de las exigencias
exorbitantes y crueles del antiguo Estado, mitad Providencia
y mitad Moloc. Nos da libertad y, con ella,
responsabilidad. Pero esa libertad, si no se resuelve
en el reconocimiento de los otros, si no los incluye,
es una libertad negativa: nos encierra en nosotros
mismos. Cruel dilema: la libertad sin fraternidad es
petrificación; la democracia sin libertad es tiranía.
Contradicción fatal, en el doble sentido de la palabra:
es necesaria y es funesta. Sin ella, no seríamos libres
ni alcanzaríamos la única dignidad a que podemos
aspirar: la de ser responsables de nuestros actos;
con ella, caemos en un abismo sin fin: el de nosotros
mismos. Esto último es lo que ocurre en las modernas
sociedades liberales: la comunidad se fractura y la totalidad
se vuelve dispersión. A su vez, la escisión de
la sociedad se repite en los individuos: cada uno
está dividido, cada uno es fragmento y cada fragmento
gira sin dirección y choca con los otros fragmentos.
Al multiplicarse, la escisión engendra la uniformidad:
el individualismo moderno es gregario.
Extraña unanimidad hecha de la exasperación del yo
y de la negación de los otros.
El ocaso de los antiguos absolutos religiosos no hizo
desaparecer las necesidades psíquicas que satisfacían.
Además, en momentos de crisis, disensiones internas
y amenazas del exterior, las sociedades y sus dirigentes
buscan la unanimidad. Tal era la situación de
Francia durante el período revolucionario. Al fin del
Antiguo Régimen había sucedido la gran y mortífera
querella entre las facciones y el peligro de la intervención
extranjera. La dictadura jacobina surgió como
un recurso severo contra estos peligros. Las medi-
das de los revolucionarios jacobinos estaban dictadas,
en parte, por las necesidades estratégicas del momento
pero, sobre todo, expresaban las obsesiones
ideológicas de los dirigentes y correspondían a esa
sed de totalidad y unanimidad a que he aludido. Las
viejas certidumbres monárquicas y religiosas habían
dejado un hueco que había que llenar con nuevas
mitologias: el culto a la Razón, al Ser Supremo o a la
Patria. Abstracciones pero abstracciones sedientas
de sangre.
La fuente de la política jacobina fue, muy probablemente,
el pensamiento de Rousseau. En primer
término, su idea de “la voluntad general”, que no es
la suma de las voluntades e intereses particulares sino
la expresión de los intereses generales de la sociedad.
Concepto nebuloso y que tal vez no resiste a la
crítica racional pero concepto que enciende la imaginación
y satisface nuestra sed de totalidad. La voluntad
general es la sociedad, ya purificada de sus vicios
actuales y en el seno de la cual los hombres han
superado la contradicción entre sus aspiraciones individuales
y sus deberes colectivos. La voluntad general
es la ley y esa ley, absoluta e infalible, es la expresión
de la única soberanía verdadera: la del
pueblo. El pueblo es rey y, como verdadero rey, no
tolera opiniones contrarias a las suyas. Para fortificar
la cohesión de la voluntad general, el Estado debe tener
una religión. No una religión conocida sino la
religión civil, hecha de pocos y claros mandamientos.
La religión civil está fundada en la virtud de los
ciudadanos, en un sentido de la palabra virtud que recuerda,
por una parte, a Maquiavelo y, por otra, a la
antigua piedad grecorromana. El Estado tiene el derecho
-y más: el deber- de castigar con el ostracismo
e incluso con la muerte a los impíos que violen esos
mandamientos. No es todavía el totalitarismo moderno
pero es su anuncio, aunque envuelto en profundas
iluminaciones y en vagos, generosos sentimientos.
Estas ideas, resumidas groso-modo, fueron el
germen de la religión revolucionaria.
En la edad moderna cambia la vieja relación entre
religión y política: en la Conquista de América,
la política vive en función de la religión, es un instrumento
de la idea religiosa; en la Revolución Francesa
la política se transforma en religión. Más exactamente:
la Revolución confisca el sentimiento de lo
sagrado. La religión revolucionaria no fue sino la religión
civil de Rousseau, convertida en pasión y
cuerpo político. Su Cristo fue un ente mitad abstracto
y mitad real: el Pueblo. (Más tarde sería el Proletariado).
El pueblo fue la humanidad pero también
fue la nación. Ahora bien, como religión, a la Revolución
le faltan muchas cosas y, entre ellas, la principal:
la trascendencia. O sea: la flecha del sentido sobrenatural
que atraviesa el aquí y se clava en el allá .
2 2 VUELTA 2 6 1 AGOSTO DE 1998
Aún así, la Revolución satisface, al menos temporalmente,
la sed de totalidad y el hambre de fraternidad
que padecemos. Nos une al todo que es el pueblo, la
clase o el partido.
Una y otra vez, con apasionada insistencia, Robespierre
y Saint-Just aluden a la virtud como a la
fuerza que une a las conciencias dispersas. Para ellos
virtud era: abnegación, don de cada uno a la causa
común. Subrayo que la causa, para serlo realmente,
debe ser común. La causa es una emanación de la voluntad
general: la soberanía popular encarnada en
una milicia. Los jefes revolucionarios son los guardianes
de la voluntad general, sus intérpretes y sus
ejecutores. Como la virtud corre siempre el riesgo de
pervertirse, es decir, de separarse del cuerpo común,
el complemento natural y necesario de la religión revolucionaria
es el Terror. La Fiesta del Ser Supremo y
la Guillotina son las dos caras de la Revolución y
ambas tienen funciones ideológicas semejantes.
Francois Furet ha mostrado que la instauración del
Terror no obedeció predominantemente a razones de
orden estratégico; los períodos de mayor represión
fueron inmediatamente posteriores a las victorias de
la República jacobina contra sus enemigos externos
e internos. El Terror no fue solamente una medida
política de represión sino una ceremonia religiosa de
expiación. Fue parte, dice el mismo historiador, de
un proyecto de regeneración: “por el Terror, la Revolución
crea un hombre nuevo”:* El soberano, el pueblo
rey, a través de sus jefes e intérpretes, volvió a
ejercer sus poderes de vida y de muerte.
Los movimientos revolucionarios del siglo XIX y
del XX heredaron la tonalidad y las ambiciones religiosas
de la gran Revolución. Entre todos ellos, el
marxismo alcanzó una dimensión internacional y logró
fundar Estados poderosos en dos grandes países:
Rusia y China. La gran paradoja es que en las dos revoluciones
la intervención del proletariado fue más
bien marginal. La realidad irregular violó abiertamente
la geometría del sistema: para el marxismo el
sujeto de la historia en este período mundial era el
proletariado. Como antes el “pueblo” de 1793, la palabra
proletariado ha designado en nuestro siglo no
tanto a una categoría social como a un mito: Cristo y
Prometeo, el mártir y el héroe filantrópico fundidos
en una sola figura redentora. Sin embargo, no en todas
las corrientes nacidas del marxismo aparece la aspiración
metahistórica. Una de ellas, a través de la
Segunda Internacional, pudo insertarse en las sociedades
democráticas europeas y debemos a su acción
buena parte de la conquistas obreras. Pero, al abandonar
el mito revolucionario, perdió su poder de se-
* Francois Furet y Mona Ozouf: Dictionaire Critique de la Révolution
Francaise. París, 1988.
ducción, especialmente entre los intelectuales. Una
rama de la social-democracia rusa, la bolchevique,
recogió la otra mitad de la herencia. A la caída del
zarismo asaltó el poder, aniquiló a los otros partidos,
consolidó su dominación en el Imperio ruso, la extensión
a otros países y se convirtió en una opción
revolucionaria mundial.
En Rusia la teoría de la voluntad general volvió a
ser el fundamento de la dictadura de los jefes, aunque
en una forma menos abstrusa y convertida en una regla
procesal: el “centralismo democrático” de Lenin.
Fue el descenso de una discutible idea filosófica a un
recurso para acallar a los disidentes. Ni el pueblo ni
el proletariado ni el partido encarnan a la voluntad
general sino el Comité Central. En la versión marxista-
leninista de la Revolución aparece, además, un
elemento que no previó Rousseau y que fue la gran
aportación de Hegel interpretado por Marx: la historia
tiene una dirección predeterminada. Así, en el
bolchevismo se unieron los dos extremos de los antiguos
absolutismos religiosos: la creación de un hombre
nuevo y el sentido de la historia, la Redención y
la Providencia. Nuestro siglo ha presenciado, con
una mezcla de admiración y de impotencia, el impetuoso
nacimiento del mito revolucionario, la desecación
de la doctrina vuelta catecismo, la congelación
del terror convertido en rutinaria administración de
la muerte y, en fin, la petrificación del sistema hasta
su final pulverización. La dictadura jacobina duró
dos años; la dictadura comunista más de setenta y
causó no miles sino millones de muertos. Sí, la historia
se repite pero la segunda vez no como farsa sino
como pesadilla inmensa y abrumadoramente real.
No puedo ocuparme de las causas del desmoronamiento
del comunismo. Me limitaré a observar que
lo determinante no fue la presión externa sino las
contradicciones internas; no hubo ninguna gran derrota
diplomática, ningún Waterloo que provocase la
caída del régimen. Durante su larga y costosa rivalidad
con la Unión Soviética, las democracias liberales
capitalistas prefirieron siempre, en lugar de la
franca confrontación, la política llamada de contención.
¿Sabiduría política o imposibilidad de movilizar
a una opinión pública semiadormecida por la abundancia
y la prosperidad? Tal vez ambas cosas: sentido
común y realismo de corto alcance. El hecho es que
no fue la acción del exterior sino la situación interna
la que precipitó el derrumbe.
Si la caída fue asombrosa, los efectos no lo fueron.*
Era la carrera hacia la democracia y el mercado
libre; era natural también la resurrección de los nacionalismos
y el renacimiento del fervor religioso. La
* Me refiero a los inmediatos no a los lejanos, que son impredecibles.
desaparición del comunismo enfrenta a Europa no
con sus fantasmas sino con el despertar de realidades
dormidas. Pero hay despertares terribles. La recrudescencia
de las querellas nacionalistas, como en Yugoeslavia,
sería el preludio de la guerra civil, la anarquía
y, tal vez, la desintegración. Esos trastornos
romperían el precario equilibrio mundial. No menos
grave es la contradicción insalvable entre el sistema
democrático, la economía de mercado y las formas
arcaicas del nacionalismo y del sentimiento religioso.
La democracia moderna está fundada en la pluralidad
y el relativismo mientras que el nacionalismo y
el fanatismo religioso son fraternidades cerradas, unidas
por el odio a lo extranjero y el culto a un absoluto
tribal. La modernidad es, a un tiempo, indulgente
y rigurosa: tolera toda clase de ideas, temperamentos
y aún vicios pero exige tolerancia. Es lo contrario de
una fraternidad. En esto reside su inmensa novedad
histórica y su enorme falta, en el doble sentido de
imperfección y de carencia.
A las democracias modernas les falta el otro, los
otros. No es necesario hacer, otra vez, la descripción
de la división de las sociedades contemporáneas,
unas ricas y otras pobres y aún miserables. En el interior
de cada sociedad se repite la desigualdad. Y en
cada individuo aparece la escisión psíquica. Estamos
separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles
paredes de egoísmo, miedo e indiferencia. Aludí
antes a la uniformidad y al gregarismo de nuestras
sociedades. A medida que se eleva el nivel material
de la vida, desciende el nivel de la verdadera vida. La
gente vive más años pero sus vidas son más vacías,
sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La
marca del conformismo es la sonrisa impersonal que
sella todos los rostros. La publicidad y los medios de
comunicación crean por temporadas este o aquel
consenso en torno a esta o aquella idea, persona o
producto. Pero la publicidad no postula valor alguno;
es una función comercial y reduce todos los valores a
número y utilidad. Ante cada cosa, idea o persona, se
pregunta: ¿sirve?, ¿cuánto vale? El hedonismo fue, en
la antigüedad, una filosofía; hoy es una técnica comercial.
Ninguna civilización había utilizado la belleza
de unos senos de mujer o la flexibilidad de los
músculos de un atleta para anunciar una bebida o
unos trapos. El sexo convertido en agente de ventas:
doble corrupción del cuerpo y del espíritu.
El mercado libre tiene dos enemigos: el monopolio
estatal y el privado. Este último tiende a crecer y
a reproducirse en nuestras sociedades. Aunque su
influencia se extiende a todos los dominios de la vida
contemporánea, de la economía a la política, sus
efectos son particularmente perversos en las conciencias.
La democracia está fundada en la pluralidad
de opiniones; a su vez, esa pluralidad depende
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de la pluralidad de valores. La publicidad destruye la
pluralidad no sólo porque hace intercambiables a
los valores sino porque les aplica a todos el común
denominador del precio. En esta desvalorización
universal consiste, esencialmente, el complaciente
nihilismo de las sociedades contemporáneas. Banal
nihilismo de la publicidad: exactamente lo contrario
de lo que temía Dostoiewski. Decir que todo está
permitido porque Dios no existe, es una afirmación
trágica, desesperada; reducir todos los valores a
un signo de compra-venta es una degradación. Los
medios tratan a las ideas, a las opiniones y a las personas
como noticias y a éstas como productos comerciales.
Nada menos democrático y nada más infiel
al proyecto original del liberalismo que la
ovejuna igualdad de gustos, aficiones, antipatías,
ideas y prejuicios de las masas contemporáneas.
Nuestras abuelas repetían interminables ave-marías;
nuestras hijas, slogans comerciales. El mundo
moderno comenzó cuando el individuo se separó de
su casa, su familia y su fe para lanzarse a la aventura,
en busca de otras tierras o de sí mismo: hoy se acaba
en un conformismo universal.
La democracia moderna no está amenazada por
ningún enemigo externo sino por sus males íntimos.
Venció al comunismo pero no ha podido vencerse a sí
misma. Sus males son el resultado de la contradicción
que la habita desde su nacimiento: la oposición entre
la libertad y la fraternidad. A esta dualidad en el dominio
social corresponde, en la esfera de las ideas y las
creencias, la oposición entre lo relativo y lo absoluto.
Desde el comienzo de la modernidad esta cuestión ha
desvelado a nuestros filósofos y pensadores; también a
nuestros poetas y novelistas. La literatura moderna no
es sino la inmensa crónica de la historia de la escisión
de los hombres: su caída en el espejo de la identidad o
en el despeñadero de la pluralidad. ¿Qué nos pueden
ofrecer hoy el arte y la literatura? No un remedio ni
una receta sino una herencia por rescatar, un camino
abandonado que debemos volver a caminar. El arte y
la literatura del pasado inmediato fueron rebeldes; debemos
recobrar la capacidad de decir no, reanudar la
crítica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas,
despertar a las conciencias anestesiadas por la publicidad.
Los poetas, los novelistas y los pensadores no
son profetas ni conocen la figura del porvenir pero
muchos de ellos han descendido al fondo del hombre.
Allí , en ese fondo, está el secreto de la resurrección.
Hay que desenterrarlo.
México, 16 de Octubre de 1991.
[VUELTAN~M. 184,1992]
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