Por: José Luis Carretero Miramar
La economía capitalista global se mueve en el delgado filo que separa la recesión del desastre financiero. Los desequilibrios sistémicos que generó la crisis del 2008 nunca han sido superados. Pese a la brutal expansión cuantitativa desplegada por los bancos centrales en la última década, profundizada por las medidas tomadas para hacer frente a la pandemia, la economía capitalista nunca ha llegado a recuperarse del todo de la devastación provocada por la Gran Depresión y se mueve con dificultades, como un equilibrista beodo, sobre un delgado hilo suspendido sobre una futura nueva recesión cuya magnitud previsible aún se desconoce.
El reinicio económico tras la pandemia constituyó una operación problemática. El colapso de las cadenas de suministros globales tensionó el comercio mundial y la actividad industrial. El inicio de la guerra en Ucrania profundizó las contradicciones en este escenario tensionado. La inflación se desbocó y las cadenas de suministros no pudieron ser reconstruidas en su totalidad, en medio de una fuerte tensión geopolítica que amenaza provocar un proceso de disgregación en varios bloques beligerantes del mercado mundial.
La guerra ha generado, también, una crisis energética que atenaza la economía europea y bloquea el proceso de Transición Ecológica que pretenden implementar las potencias occidentales. Además, la tensión geopolítica amenaza con detener el proceso de innovación tecnológica que apuntaba hacia una “Cuarta Revolución Industrial”, y con él, toda posible opción de una solución “técnica” a la crisis climática. Una hipotética desconexión tecnológica entre los bloques dirigidos por Estados Unidos y China, dificultaría la innovación disruptiva, poniendo en funcionamiento estándares técnicos diferenciados entre ambos bloques, fracturando las grandes bases de datos que alimentan los avances en Inteligencia Artificial y fragmentando los procesos de investigación y desarrollo de las grandes transnacionales al prohibirse determinadas tecnologías por su origen nacional en determinados mercados.
La Reserva Federal y el Banco Central Europeo han reaccionado a la inflación con agresivas subidas de los tipos de interés. Esto amenaza con generar una depresión en la economía real, cuya magnitud todavía se desconoce. Los préstamos más caros implican una fuerte presión sobre los hogares con hipotecas y sobre los márgenes de beneficio de las empresas productivas, así como sobre los tesoros nacionales, fuertemente endeudados tras el aumento del gasto público provocado por la pandemia. Además, la subida de los tipos de interés en los mercados centrales provoca la fuga de los capitales de los mercados de los países del Sur en dirección al Norte, donde obtendrán una mayor rentabilidad, lo que amenaza con generar brutales crisis de la deuda en países como Argentina, Egipto, etc.
En este contexto turbulento y volátil se produce la quiebra desordenada del Sillicon Valley Bank (SVB) y del Signature Bank en Estados Unidos. Son bancos de tamaño mediano con inversiones poco diversificadas. El SVB estaba especializado en captar depósitos de start ups tecnológicas y fondos de capital riesgo. Una reforma legal implementada por el presidente Donald Trump, en 2018, relajó los requisitos de vigilancia sobre los bancos medianos bajo la premisa de que no eran sistémicos (su hipotética quiebra no podía arrastrar al conjunto del sistema financiero a la crisis). El SVB invirtió sus depósitos, en un contexto de bajos tipos de interés, en bonos del tesoro de Estados Unidos a largo plazo. Al subir los tipos de interés, la retribución de los depósitos subió también y los márgenes de los bonos cayeron aceleradamente. El banco se vio obligado a vender los bonos con descuento para tratar de capitalizarse y los depositantes huyeron. El banco cayó con rapidez, en la mayor quiebra de un banco estadounidense desde 2008.
Ante el olor de la sangre, los depositantes de los bancos medianos estadounidenses huyen hacia bancos de mayor tamaño. Esto pone en duda la supervivencia de otras entidades financieras débiles. Las grandes entidades de Wall Street, capitaneadas por JP Morgan, Bank of America, City y Wells Fargo, rescatan el jueves 16, con una inyección de 30.000 millones de dólares, al banco First Republic, cuyos títulos acumulan ese día una caída del 80 % en una semana.
Paralelamente, la crisis de la banca mediana estadounidense precipita la implosión de la entidad financiera suiza Credit Suisse. El jueves 16 de marzo Credit Suisse se desploma un 24 % en Bolsa y provoca caídas generalizadas de la cotización de los bancos europeos. El banco suizo llevaba ya varios años amenazando con colapsar tras desastrosas inversiones en 2021 en los fondos Greensill Capital y Archegos Capital Management, que le provocaron un agujero en sus cuentas de casi 4000 millones de euros. La combinación de la caída del Sillicon Valley Bank con las declaraciones del principal accionista del Credit Suisse, el Saudi National Bank, en el sentido de que no va a continuar invirtiendo en el banco, provocan el desplome de la entidad suiza. Atención: el Credit Suisse no es un banco mediano regional, sino una institución con 50.500 empleados, el segundo mayor banco de Suiza y uno de los cincuenta más grandes del mundo. Desde 2020 los inversores en el Credit Suisse han visto evaporarse un 84 % de toda su inversión y el precio de los seguros de impago de la entidad (los llamados CDS) se ha disparado aceleradamente.
Parece, por lo tanto, que es posible que nos encontremos ante los inicios de una nueva crisis financiera, que venga a sumarse a los brutales efectos de la inflación, la recesión en ciernes y la crisis energética. Los grandes medios de comunicación especializados en economía lo niegan. El SVB es demasiado pequeño para arrastrar al conjunto del sistema financiero norteamericano, afirman. Es un banco de nicho de mediano tamaño. En todo caso, el Fondo de Garantía de Depósitos estadounidense anuncia que se va a hacer cargo de toda posible pérdida de los depositantes, incluso superando la cuantía asegurada, según la legislación previa, de 250.000 dólares.
La reacción del Banco Central Europeo es parecida. Cristine Lagarde anuncia que el BCE continúa, sin inmutarse, su senda de subida de los tipos de interés, y que, en todo caso, hará lo necesario para sostener el sistema financiero de la Eurozona. El Banco Nacional Suizo anuncia que va a rescatar al Credit Suisse con 50.000 millones de euros. Los rumores de que Credit Suisse podría ser absorbido por UBS (otra entidad financiera helvética) se hacen cada vez más insistentes.
La situación, sin embargo, puede no ser tan sencilla como la pintan los anuncios de los bancos centrales occidentales. Los depositantes de los bancos medianos estadounidenses están huyendo en masa hacia las entidades sistémicas. Es muy posible que SVB y Signature Bank no sean los últimos en caer. Y, aunque gran parte de la banca europea tenga pocos negocios en común con Credit Suisse, lo cierto es que entre los principales accionistas de la entidad helvética se cuentan algunos de los fondos que más presencia tienen en las bolsas del continente, como BlackRock o el Norges Fund.
El problema subyacente a esta turbulencia bancaria es de difícil resolución. El proceso de financiarización que desató la crisis del 2008 nunca fue del todo revertido, y las contradicciones que el mismo genera para el proceso de acumulación capitalista subsisten, y se agravan con el escenario de alta inflación y crisis energética desatado por la guerra de Ucrania y las tensiones geopolíticas con China. Ante la posibilidad de una nueva crisis financiera provocada por las subidas agresivas de los tipos de interés implementadas para atajar la inflación, los Bancos Centrales Occidentales tratan de soplar y sorber al mismo tiempo: suben los tipos (drenando capital del sistema para detener la inflación) al tiempo que rescatan a los depositantes de las entidades financieras que quiebran (introduciendo capital en el sistema para tratar de parar la recesión y la crisis financiera).
Desde el uno de enero de 2022, el estabishment económico occidental se ha mostrado enormemente optimista: la guerra no era para tanto, Alemania ha sobrevivido a un invierno sin gas ruso, y los precios de la energía no se han desbocado como era de esperar. Se ha hablado de que la recesión en ciernes va a ser suave y coyuntural, y de que la inflación empezará a remitir este mismo año.
Sin embargo, el escenario real puede entreverse tras las brumas levantadas por los colapsos bancarios de la semana pasada. Occidente es como un equilibrista borracho que sabe que, muy probablemente, caerá al vacío, pero que no sabe cuál será la dimensión de la caída. El barco, es cierto, no se ha hundido este invierno. Pero cada vez cruje más y empiezan a aparecer nuevas vías de agua. ¿Podrá el equilibrista occidental evitar la caída o limitar su extensión? Nos movemos en el filo de una nueva gran crisis mientras los tambores de una guerra civilizacional con los países emergentes se hacen cada vez más audibles.
Y, mientras tanto, las calles de París y de Atenas arden en el marco de huelgas generales como no se habían visto desde el gran ciclo planetario de luchas del 2011. ¿La nueva crisis se verá acompañado de una nueva emergencia de los movimientos de insurgencia contra el capitalismo? En ello estamos porque, como dijo en su día Francisco Carrasquer, la opción revolucionaria se basa mantener siempre un “optimismo intransigente”.
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