Octavio Paz practicó la poesía como una religión
secreta. Habitó sus misterios, invocó
sus sacramentos, leyó sus entrañas, inscribió
sus revelaciones. Escribir era para él un acto primordial,
y observaba la hoja en blanco como desde un
abismo, hasta que alcanzaba el borde del lenguaje.
Los poemas que trajo de regreso están llenos de un
antiguo asombro y extrañeza, de sabiduría hermética,
un sentido vertiginoso de lo sagrado. Están mágicamente
desarraigados del silencio. He aquí su perturbador
pequeño poema “Escritura”: “Yo dibujo estas
letras/ como el día dibuja sus imágenes/ y sopla sobre
ellas y no vuelve”.
Paz comenzó a escribir poemas desde adolescente
y no dejó de hacerlo hasta el final de su vida. La poesía
lírica era para él una actividad central, en la raíz
del ser, y durante casi 70 años se vio impelido a intentar
conectarse, y conectarnos -a través de la
sensualidad-, al fervor rítmico de las palabras. La
inspiración no era para él una entidad estática sino
un impulso hacia adelante, una aspiración, el acto
de ir “más allá de nosotros al encuentro de nosotros”.
Paz escribía poesía con la aguda conciencia de
ser él y, simultáneamente, alguien o algo más. A esto
le llamaba “la otra voz”. Creía que la fusión de voces
-el acto de poetizar- era una forma de romper la
sucesión temporal, “una forma de acceso al tiempo
puro, una inmersión en las aguas originales de la
existencia”.
He estado devorando los poemas y ensayos de Paz
durante la mayor parte de mi vida, y sentí como si
una luz radiante desapareciera del mundo cuando
murió el 19 de abril a los 84 años. Una era literaria,
todo el paisaje cultural de América, parece disminuido.
Dentro de Paz se daba una colisión vigorosa entre
poesía e historia, cada una reclamando su formidable
inteligencia. Una era una aviesa canción de sirena
que lo llamaba a un presente perpetuo, a una erótica
consagración de los instantes y a la superabundancia
de tiempo y ser, mientras que la otra se materializaba
como un discurso medido que le recordaba las necesidades
sociales y políticas de los otros, una disertación
voluble sobre la naturaleza de la civitas, la importancia
de las preocupaciones mundanas y las leyes
del proceso temporal.
Paz tenía un aguzado sentido de las responsabilidades
cívicas del poeta. Entró ansioso a la refriega
política -como diplomático, como editor fundador
de muchas revistas, como franco pensador crítico.
Como Isaiah Berlin, Paz era un pluralista cultural y
un héroe de la democracia liberal (“Mi libertad comienza
con el reconocimiento de la libertad de los
otros”, declaró). Desde su juventud lo atormentó la
pregunta de si valía la pena escribir poesía, y partiendo
de esa necesidad de explicarse se convirtió en un
maravilloso apologista de la poesía misma. Su apreciación
se extendió a todos los tipos de literatura, y
se convirtió “en un hombre-orquesta de literatura”
(como lo llamó Irving Howe) y un perspicaz arqueólogo
cultural. Su trabajo en prosa está enmarcado por
El labetinto de la soledad (1950), una especie de psicoanálisis
de la psique mexicana colectiva, y por Vislumbres
de la India (1995), un testimonio de la influencia
que la India ejerció en su vida y en su obra.
Qué asombroso que su búsqueda de la modernidad lo
llevara de regreso a los inicios, a los tiempos antiguos,
a los templos y a los dioses, a los mitos y las leyendas
del México precolombino, al igual que a las
fuentes de la religión india.
Paz nunca perdió de vista el poder irracional de la
poesía y su misterio sagrado, sus raíces arcaicas, su audacia
espiritual. “Poesía es conocimiento, salvación,
poder, abandono”, escribió en El arco y la lira, una
sostenida defensa de la poesía que el mismo Shelley
hubiera apreciado. Paz trataba a la poesía lírica como
una actividad emocional revolucionaria, un ejercicio
espiritual, un medio de liberación interior, una búsqueda
de transfiguración. Los obituarios dedicados a
él han sido respetuosos y llenos de alabanza; sin embargo,
al leerlos he sentido como si la reputación de
Paz como hombre de letras, autor de libros sobre la
historia y política de nuestro tiempo, amenazaran
ensombrecer su desempeño como poeta, aunque toda
su escritura naciera de su compromiso con la poesía.
Como él lo dijo en “Poesía, mito, revolución”: “Desde
mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado
6 VUELTA 260 JULIO DE 1998
de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros
de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla
y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí
mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía,
menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la
defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado
por los asuntos políticos y sociales que han agitado a
nuestro tiempo”. Paz regresó a la cuestión de la libertad,
psicológica y de otros tipos, con intensidad despiadada
durante toda su vida.
Paz sabía tanto de libertad interior que resulta
conmovedor recordar que gran parte de su poesía
provenía de un sentido radical de extrañamiento y
exilio, de una sensación de irrealidad. Consideraba
la experiencia de haber nacido “una herida que nunca
cierra”, y buscaba, a través de la poesía, reunificarse
con los otros. Sus poemas están llenos de túneles y
puentes sombríos, cruceros y umbrales oscuros, pasadizos
elementales, alturas vertiginosas. Vacila entre
el aislamiento y la conexión, la soledad y la comunión,
la duda y el arrebato. Tenía un extraño sentimiento
por los espacios interiores que no dejan de
abrirse en la poesía, y sus líneas pueden inducir a una
especie de resbalamiento y vértigo mental, la sensación
de estar viajando por interminables corredores
internos:
Busco sin encontrar, escribo a solas,
no hay nadie, cae el día, cae el año,
caigo con el instante, caigo a fondo,
invisible camino sobre espejos
que repiten mi imagen destrozada,
piso días, instantes caminados,
piso los pensamientos de mi sombra,
piso mi sombra en busca de un instante…
Paz tenía una inteligencia escéptica, pero no era
un poeta cerebral, como se ha sugerido con frecuencia.
Antes bien, sus poemas son impulsados por un
erotismo a veces angustiado, a veces gozoso. La mayoría
de sus poemas parecen ensombrecidos por la oscura
ausencia o presencia del ser amado. Cuando el
ser amado está ausente del poema, Paz se siente agudamente
separado de la naturaleza y de sí mismo, devuelto
a sus propios deseos enajenantes y al flujo lineal
del tiempo. Pero cuando la amada visita al
poema, percibe la rebosante circularidad del tiempo,
la danza del ser, la afirmación del momento eterno.
La poesía se convierte en un medio de realización, de
conciliación de los contrarios, una manera de participar
en un universo abundante. Se convierte en una
forma de amor creativo que anula al mundo temporal.
Aquí “todo se transfigura y es sagrado,/ es el centro
del mundo cada cuarto,/ es la primera noche, el
primer día,/ el mundo nace cuando dos se besan…”
En su espléndido libro sobre el sobre amor y el
erotismo, La llama doble, Paz vincula explícitamente
al acto erótico con el acto poético a través de la
agencia de la imaginación. “La imaginación convierte
al sexo en ceremonia y rito, al lenguaje en ritmo y
metáfora”, escribe. “La imagen poética es el abrazo
de dos realidades opuestas, y el ritmo la copulación
de sonidos; la poesía erotiza al lenguaje y al mundo
porque la operación es originalmente erótica”. M e
conmueve la sugerencia de Paz de que el amor, como
la poesía, “es una victoria sobre el tiempo, un atisbo
del otro lado, del allá que es un aquí, donde nada
cambia y todo lo que es, lo es verdaderamente”. Casi
debemos regresar a Emerson para hallar una aprehensión
tan poderosa y de tan amplio alcance de los
logros imaginativos tanto de la poesía como del amor
humano.
Octavio Paz dejó tras de sí más de 40 libros, inmensa
labor que estaremos explotando en los años
por venir. Los lectores del español original y de las
muchas traducciones inspiradas regresarán una y otra
vez a este poeta de la separación y la fusión, a esta
mente de América. Su legado es un mayor encantamiento,
más vida.
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