Por: Alberto Rebollo
México tiene para mí cierto misterio de belleza,
como si los dioses estuvieran aquí.
D.H. Lawrence.
Lawrence tenía el don poético por excelencia: transfigurar aquello de que hablaba. Así logró lo que otros novelistas mexicanos y extranjeros no han conseguido: convertir a los árboles y las flores, los montes y los lagos, las serpientes y los pájaros de México, en presencias. […] Es curioso, por no decir lamentable, que ningún crítico nuestro haya dedicado un estudio serio a la producción mexicana de Lawrence. La serpiente emplumada es un libro disparatado y entrañable, Mañanas de México vale más que cualquier tratado de psicología y varios de los himnos y poemas que esmaltan –la palabra es justa— su gran y fracasada novela están entre lo mejor de su poesía.
Octavio Paz.
D.H. Lawrence había estudiado Lenguas Modernas en la Universidad de Nottingham de Londres, y desde los veintiséis años abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a su carrera como escritor. Buscaba encontrar un lugar en donde pudiera hacerse de una granja para vivir con su mujer y sus amigos en una especie de aldea jipi, lejos de la Europa bélica, racional y moralista. Sus amigos le dieron por su lado, pero él siguió adelante porque también buscaba recolectar material para sus siguientes novelas y, de paso, alejarse de un cristianismo europeo que consideraba muerto.
Lawrence llegó por primera vez a nuestro país en la primavera de 1923, acompañado de su esposa Frieda Weekley, luego de una breve estancia en Taos, Nuevo México. En ese momento ya había publicado El pavorreal blanco (1910), Hijos y amantes (1913), El arcoíris (1915) y Mujeres enamoradas (1920), entre otras obras. Sin embargo, Lawrence no estaba muy a gusto con su tierra porque dos de sus novelas ya habían sido censuradas bajo cargos de “obscenidad”. Antes de partir hacia nuestro país, sus amigos en Estados Unidos le advirtieron que los “gringos” (en México todos los güeros son considerados “gringos”) no eran muy bien recibidos, pero él, testarudo como era, cruzó la frontera por El Paso a Ciudad Juárez y de ahí tomó un tren hasta Ciudad de México. Ya se sabía que el escritor estadunidense Ambrose Bierce había desaparecido pocos años antes, durante la Revolución Mexicana y, de hecho, aún quedaban rebeldes armados en varias partes del país, bandidos, cuatreros y conflictos religiosos. Aun así, Lawrence llegó a la capital de la República a finales de marzo de 1923.
Pronto empezó a documentarse sobre las culturas precolombinas, recorrió Cuernavaca, Orizaba, Cholula, Puebla, Oaxaca y otras ciudades. En una visita a la ciudad ancestral de Teotihuacan, Lawrence quedó impactado con el palacio de Quetzalcóatl. En ese entonces se podía subir a las pirámides, entrar a los templos e incluso tocar las esculturas. Poco después se estableció en Jalisco, en la ribera del lago de Chapala y empezó a tomar notas para su novela, que a la postre llevaría como título La serpiente emplumada. (Para el presente estudio se ha utilizado la versión digital de la editorial Titivilus. España. 2021.)
La novela cuenta la historia de Kate Leslie, una mujer irlandesa de cuarenta años quien, luego de dos matrimonios, llega a Ciudad de México en compañía de su primo Owen Rhys. Ambos asisten a una corrida de toros junto con unos amigos, pero el espectáculo les resulta repugnante. Al poco tiempo Owen regresa a Estados Unidos y Kate se establece en Jalisco, en las cercanías de la laguna de Sayula. En el trayecto el narrador va adjudicando a varios de sus personajes europeos impresiones del paisaje y de los “nativos”, sumamente chispeantes y casi siempre despectivas. La protagonista se hace amiga de don Cipriano y de don Ramón, generales excombatientes de la Revolución Mexicana, quienes conforman una especie de secta llamada Los Hombres de Quetzalcóatl, cuyo propósito es establecer una nueva religión nacional basada en los antiguos dioses aztecas, fundamentalmente en Quetzalcóatl y Huitzilopochtli. Plantean que Jesucristo, el dios muerto que fue traído desde el otro lado del océano, regrese por donde vino, pues consideran que ha fracasado en su intento por salvar a México. Este argumento puede parecer extraordinario y hasta místico. Sin embargo, quizá la idea no sea tan original, pues por esos tiempos el presidente Plutarco Elías Calles había propuesto algo similar.
En uno de los momentos más dramáticos de la novela (si no es que el único, pues tiene un ritmo muy lento, es profusa, repetitiva, con muy poca acción, mayormente reflexiva y poética), de pronto hay un intento de atentado en contra de don Ramón en la Hacienda de Jamiltepec. “Los Caballeros de Cortés”, brazo armado de la jerarquía católica, ha llegado con la intención de quitar del camino al general, pero el ataque es frustrado en parte por la ayuda de Kate, quien le dispara a uno de los agresores, matándolo y haciendo huir al resto. A partir de ese momento la relación de Kate con Los Hombres de Quetzalcóatl se hace más fuerte, aunque todavía no se decide a formar parte de la congregación. Sin embargo, y a pesar de sus deseos de regresar a las islas británicas, con el paso del tiempo don Cipriano (quien en su juventud había estudiado en Inglaterra) la va enamorando y ella termina accediendo a casarse con él. Empero, la parte más interesante son las visiones que va expresando el narrador a lo largo de la obra, en la cual México es un lugar cruel, de dioses inmisericordes, pero al mismo tiempo lleno de magia y de vibraciones cósmicas sólo perceptibles por “poetas, niños y alguno que otro loco”, como diría Ronald Walker.
El prejuicio en el ojo
La serpiente emplumada no sería muy bien recibida en México dado que, a pesar de toda su poesía, también está repleta de descripciones racistas de los mexicanos; entre otras, se dice que son “salvajes”, “primitivos”, “tribales” y cosas por el estilo. Además también hay fuertes comentarios como lo siguientes:
El caballero mexicano es tan valiente, que mientras el soldado está violando a su esposa en la cama, él se esconde debajo y contiene el aliento para que no le encuentren. Es así de valiente.
[…]
En México la gran mayoría somos indios. Y los indios no pueden comprender el cristianismo elevado, padre, y la Iglesia lo sabe. El cristianismo es una religión del espíritu, y es preciso que sea comprendida para surtir efecto. Los indios no pueden comprenderla más que los conejos de las colinas.
[…]
Doña Carlota era una mujer delgada, dulce, de ojos grandes, una expresión ligeramente asombrada y suaves cabellos castaños. Era de pura extracción europea, de padre español y madre francesa; muy diferente de la habitual matrona mexicana, entrada en carnes, empolvada en exceso, parecida a un buey.
[…]
…abajo, cuatro hombres grotescos y afeminados, con ropas ceñidas y adornadas, eran los héroes. Con sus traseros algo gruesos, sus ridículas coletas y caras bien afeitadas, parecían eunucos, o mujeres embutidas en estrechos pantalones, estos preciosos toreros.
[…]
–¡Fíjense en los mexicanos! –prosiguió Toussaint, ardoroso–. No les importa nada. Comen alimentos tan cargados de chile, que les agujerean las entrañas. Y no les nutren. Viven en casas donde un perro se avergonzaría de vivir, y se acuestan temblando de frío. Pero no hacen nada… se echan como perros, como si se acostaran para morir. ¡Digo perros, aunque éstos siempre buscan un lugar resguardado!… ¡Es como si quisieran castigarse por el hecho de estar vivos!
–Pero, entonces, ¿por qué tienen tantos hijos? –quiso saber Kate.
–¿Por qué? Pues por lo mismo, porque no les importa. No les importa el dinero, no les importa nada, absolutamente nada. Sólo las mujeres les procuran alguna emoción, más o menos como el chile. Les gusta sentir la pimienta roja quemando sus entrañas, y les gusta sentir lo otro, el sexo, quemándoles por dentro. Pero un momento después, ya no les importa, nada les importa.
Tomando en cuenta el contexto histórico, no podemos juzgar una obra del siglo XX ni a su autor con criterios del siglo XXI. Por otro lado, conviene recordar que, en ese momento, México todavía era un país agrícola, rural, con un pueblo analfabeta, indígena, empobrecido, etcétera. Otro problema que Lawrence no toma en cuenta es que toda esta realidad social se debía en gran parte a que los habitantes de estas tierras venían de padecer una serie de atrocidades cometidas por países europeos –o descendientes de europeos– que habían marcado su realidad: la invasión y el brutal genocidio español, la esclavitud forzada, tres siglos de explotación colonialista, una intervención armada por parte de Francia y dos más por parte de Estados Unidos, en una de las cuales nos arrebataron más de la mitad del territorio nacional. Por si fuera poco todavía faltaban por padecerse otros treinta años de una dictadura porfirista que había dejado a la gente endeudada y sumida en la pobreza. Para 1923, en Londres ya había un sistema subterráneo de transporte (Metro), mientras que en Ciudad de México todavía quedaban algunos tranvías jalados por mulas.
Dejando de lado esa visión que puede atribuirse al choque cultural, aunado al mal humor de un hombre como Lawrence, La serpiente emplumada tiene varios puntos muy interesantes que vale la pena rescatar. Como señala el investigador estadunidense Drewey Wayne Gunn (1939-2018), a pesar de que los críticos nunca quedan satisfechos con la novela de Lawrence, tampoco se abstienen de escribir al respecto. En efecto, la obra tiene algo que ejerce una extraña fascinación.
Regresando a la novela, de pronto Los Hombres de Quetzalcóatl se apoderan de un templo católico, reemplazan las imágenes cristianas por las de los dioses aztecas y empiezan a cantar una serie de textos poéticos que llaman “himnos”, una especie de plegarias al dios Quetzalcóatl en donde se va narrando la historia de México en términos mitológicos. El resultado es notable:
Quetzalcóatl dijo: Esto está muy bien. Yo soy viejo; no podría hacer mucho. Tengo que irme ahora. Adiós, pueblo de México. Adiós, hermano desconocido llamado Jesús. Adiós, mujer llamada María. Es hora de que me vaya.
[…]
Quetzalcóatl miró a su pueblo; y abrazó a Jesús, el Hijo del Cielo; y abrazó a María, la Santísima Virgen, la Santa Madre de Jesús, y se volvió. Se fue con lentitud. Pero en sus oídos resonó la destrucción de sus templos en México. Pese a ello, continuó alejándose, pues era viejo y estaba cansado de tanto vivir. Trepó hasta la cumbre de la montaña, donde había la nieve blanca del volcán. Mientras se iba, a sus espaldas se oyó un clamor de personas moribundas y se elevó la llama de muchos incendios. Se dijo: “¡Seguramente son mexicanos que lloran! Pero no debo escuchar, pues Jesús ha venido al país y secará las lágrimas de todos los ojos, y su Madre les hará felices a todos.”
[…]
También dijo: “Seguramente es México que arde. Pero no debo mirar, pues todos los hombres serán hermanos; ahora Jesús ha venido al país y las mujeres se sentarán en el regazo azul de María, sonriendo con paz y con amor.” Así el viejo dios llegó a la cima de la montaña y miró hacia el azul del cielo. Y a través de una puerta de la pared azul vio una gran oscuridad, y las estrellas y la luna brillando. Y más allá de la oscuridad vio una gran estrella, como un umbral brillante. Entonces el volcán vomitó fuego en torno al viejo Quetzalcóatl, en forma de alas y fúlgidas plumas. Y con las alas del fuego y el centelleo de las chispas Quetzalcóatl voló hacia arriba, muy arriba, como una llama recta, como un ave rutilante, hacia el espacio y los blancos peldaños del cielo que conducen a las murallas azules donde está la puerta de la oscuridad. Allí entró y desapareció.
[…]
Cayó la noche, y Quetzalcóatl había desaparecido, y los hombres del mundo veían sólo una estrella que viajaba hacia el cielo, alejándose bajo las ramas de la oscuridad. Entonces los hombres de México dijeron “Quetzalcóatl se ha ido. Incluso su estrella ha desaparecido. Hemos de escuchar a este Jesús, que habla una lengua extranjera”. Y así aprendieron una nueva lengua de los sacerdotes que llegaron desde las grandes aguas del este. Y se hicieron cristianos.
La admiración profunda
Esta idea de narrar la historia de la Conquista en términos mitológicos es realmente fantástica. Lejos de considerarla una cruenta guerra motivada por intereses económicos, políticos y religiosos, Lawrence la ve como una negociación pacífica entre los distintos dioses con un bellísimo tono poético. El resultado es sorprendente. El siguiente párrafo es casi propio de un iniciado:
Los dioses deberían ser iridiscentes como el arcoíris en la tormenta. El hombre crea a un Dios a su propia imagen, y los dioses envejecen junto con los hombres que los crearon… Los dioses mueren con los hombres que los han concebido, pero la noción de Dios permanece eternamente, rugiendo como el mar, cuyo sonido es demasiado vasto para ser captado. Rugiendo como el mar embravecido… O como el mar del centelleante y etéreo plasma del mundo, que baña los pies y las rodillas de los hombres como la savia de la tierra baña las raíces de los árboles. Hemos de nacer otra vez. Incluso los dioses han de nacer otra vez. Todos hemos de nacer otra vez.
Me parece que esto redime definitivamente a Lawrence de todo lo que pudiera haber de despectivo en su novela. Incluso la idea descrita va en sentido contrario a lo que sostiene Octavio Paz cuando dice que “la conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses que reniegan de su pueblo”. Yo me inclinaría más a pensar en el sentido de Lawrence y de Walker, es decir, si bien los españoles mataron a los aztecas, eso no significa que hubieran podido acabar con sus dioses. Una prueba muy clara es el caso de Coatlicue, cuya escultura monumental sigue intacta en el Museo Nacional de Antropología porque a los antiguos españoles les dio miedo destruirla. Los dioses aztecas siguen flotando aquí en el ambiente, de alguna manera, camuflados, ocultos entre la furia de los volcanes, en el gemir de los temblores y en el rugido del mar, en esas vibraciones cósmicas que sólo algunos pueden percibir.
¿Acaso el mayor símbolo religioso de México, la Virgen de Guadalupe, que cada 12 de diciembre atrae a millones de feligreses de todo el país, no es en realidad la diosa Coatlicue oculta bajo el disfraz de una apacible virgen española? ¿Acaso no es el Miquixtli el período más relevante del calendario religioso, que convoca a millones de personas en todo el país a seguir honrando a nuestros antepasados? Los mexicanos podemos no ser creyentes, pero nadie deja de celebrar a sus muertos. Por obra de la persistencia de los dioses prehispánicos, hasta la fecha en México no hay frontera entre los vivos y los muertos.
Más allá de lo que prediquen los padres de la Iglesia católica, la verdad es que para la mayoría de los mexicanos en el fondo la Navidad no es más que una bonita cena familiar y la Semana Santa, unos días de vacaciones en la playa. Pero el día de la Virgen de Guadalupe y el Día de Muertos (que en realidad son al menos tres días), movilizan a millones de personas a lo largo y ancho del país e incluso más allá de las fronteras. La más reciente procesión del Día de Muertos, del Ángel de la Independencia al Zócalo capitalino, atrajo a más de un millón de personas, muchas de las cuales venían de otros países. Con el paso de los siglos pareciera que los mexicanos inconscientemente nos inclinamos más a la devoción de los dioses aztecas (bajo sus distintos disfraces), que a los dioses impuestos.
Hay también una parte humorística, quizá involuntaria, en la que Lawrence se refiere a nuestras costumbres culinarias:
Pero hay un pulque mejor que el ardiente coñac blanco destilado del maguey: mescal, tequila, o en las tierras bajas, el horrible coñac de caña de azúcar, el aguardiente. Y el mexicano quema su estómago con esos terribles aguardientes y cauteriza las quemaduras con el ardoroso chile. Traga un fuego infernal para extinguir el anterior.
Es bien sabido que a los mexicanos nos gusta sufrir en cuanto a la alimentación se refiere, pero es difícil imaginar que un extranjero lo hubiera descrito tan acertadamente. Lo que Lawrence no sabía es que el chile, además de enriquecer el sabor de los platillos y calentar el cuerpo, hace que el cerebro genere dopamina, lo que produce una sensación de bienestar y de placer. Además, el chile se presta mucho para jugar con la lengua actual de nuestro país, dados los divertidos albures del ingenio popular.
La serpiente emplumada es la obra de un visionario, de una suerte de médium que puede ser brutalmente honesto. D. H. Lawrence era de esas pocas personas en el mundo capaces de percibir la magia y convertirla en palabras, justo lo que hace un poeta. A final de cuentas, el autor terminó poniendo a México en la escena literaria mundial y abrió el camino para que muchos otros grandes escritores siguieran llegando a nuestro país. El hecho de que Kate, al final de la novela, se casara con Cipriano, invalida cualquier viso de racismo, pues evidentemente pone a la británica y al mexicano al mismo nivel. Si Lawrence hubiera sido un racista consumado, nunca los habría casado.
En este otro pasaje, el autor deja entrever su verdadero sentimiento que, oculto bajo un disfraz de intolerancia, en el fondo era de empatía hacia México y sobre todo de esperanza:
Quería ir a Sayula. Quería ver el gran lago en el que habían vivido los dioses y del que volverían
a emerger. Entre toda la amargura que México producía en su espíritu, persistía un extraño destello de admiración y misterio, casi de esperanza. Un destello de oscuras irisaciones de maravilla y de magia.
Comentario