Por: Alejandro García Abreu
El nervio conceptual y la ilusión
Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Normandía, 1948) –escritor genial, experto en música barroca y notable intérprete– fue galardonado con el Premio Formentor de las Letras 2023. El jurado resaltó que la distinción “entre filosofía y literatura, reflexión y contemplación, inspiración y experiencia, resulta innecesaria en una obra que ha trenzado magistralmente el nervio conceptual, la ilusión poética y el flujo musical de una prosa inagotable y efervescente.”
El escritor francés, autor de libros magistrales como Carus (1979), El salón de Wurtemberg (1986), La lección de música (1987), Las escaleras de Chambord (1989), Pequeños tratados (1991) –conjunto de reflexiones sobre la vida y la muerte; inmersión en la literatura, el desamor, el silencio y los acantilados del ser, con dibujos de Aki Kuroda (Kyoto, 1944)–, Todas las mañanas del mundo (1991), Terraza en Roma (2000), Las solidaridades misteriosas (2011), Último reino –proyecto iniciado en 2002 y del que han aparecido diversos volúmenes, el primero de los cuales, Las sombras errantes, mereció el Premio Goncourt 2002–, Villa Amalia (2006) y El amor el mar (2022), entre otros, aborda los enigmas profundos que nos atañen.
La cripta narrativa y poética
Evoco la aparición de sus Pequeños tratados (traducción de Miguel Morey, Sexto Piso/kurimanzutto, Madrid, 2016). Previamente escribí que, publicados por Maeght Éditeur de la Galerie Maeght en 1990, Quignard ha considerado durante mucho tiempo los Pequeños tratados como su firma, su casa y su nombre. El proyecto es una búsqueda vehemente, solitaria y melancólica. Las cincuenta y seis “antidisertaciones” publicadas en ocho tomos forman una colección que resulta un gabinete de maravillas, afirma Stefano Genetti, profesor en la Università degli studi di Verona, en Studi Francesi. Rivista quadrimestrale fondata da Franco Simone (Turín, marzo, 2017).
Traigo a esta disertación pasajes que escribí hace tiempo. Pequeños tratados es un autorretrato intelectual donde convergen la muerte, el desencanto amoroso, fragmentos de realidad y citas, que devienen en nociones y recuerdos en un espacio en el que la condición del tiempo es una caída irreversible. Mireille Calle-Gruber, escritora y profesora de La Sorbonne, dice –en el número de Studi Francesi dedicado a Quignard– que se podría esperar que un tratado exponga y exprese, discuta y afirme, pero en Pequeños tratados hay un poema. Algo sin resolver, algo que se retira, que resiste la lógica de dominio absoluto de la escritura. Nos acercamos a las grietas del tiempo, la cripta narrativa, las oraciones de los muertos. Silencio inefable y “ver negro”.
Comenzados en 1977, acabados en 1980 y rechazados por varios editores, los ocho volúmenes de Pequeños tratados tuvieron que esperar hasta 1991 para aparecer íntegramente. Son la solución peculiar que Quignard inventa para romper con el discurso oral y la filosofía, para afirmar el silencio paradójico de la literatura.
Miguel Morey (Barcelona, 1950), traductor de Pequeños tratados y autor de libros fundamentales como Deseo de ser piel roja (XXII Premio Anagrama de Ensayo, 1994), Pequeñas doctrinas de la soledad (Sexto Piso, 2007) y Escritos sobre Foucault (Sexto Piso, 2014), entre varios otros, dice en su “Nota del traductor”: “La de Quignard es una prosa de lector ante todo, surgida directamente de la puesta a prueba de sus lecturas: de ahí salen sus paisajes, sus argumentos, sus maneras y su saber, de la operación de leer.”
En Pequeños tratados se refiere a “recuerdos confusos que se intentan desenmarañar incansablemente, promesas que cuentan más que nada en el mundo y a las que se ha faltado.” Se refiere al resultado de la estrepitosa ruptura de los enamorados.
Cincelados totémicos
Una parte de silencio es primordial en la literatura. Representa la atracción que ejerce sobre los lectores. Para el autor de Pequeños tratados los libros más bellos están hundidos bajo un montículo de arena: cúmulo de palabras. “Un libro es una garganta degollada que se reabre”, escribió Quignard. También extrapola el concepto de los cuerpos de agua: las palabras salen al encuentro de lagos, ríos y mares. La “orilla” es la página.
Evoca a Asurbanipal, la figura distante de los reyes letrados. Quignard recuerda que la biblioteca del rey asirio contenía de dos a tres mil volúmenes. El mandatario se prepuso aprender una “lengua muerta” para poder leer los libros de los antiguos. Se refiere a una contradicción: el autor siempre está principalmente distraído por su propio libro. Es la necesidad de comunicar a otro su pensamiento. Para el ganador del Premio Formentor, los libros son los únicos objetos que
se acuerdan de los idiomas visiblemente: “Los verdaderos libros mantienen la memoria de una especie de amor.” Aparece el lamento de la desaparición. “La oscuridad buscada, los cincelados más totémicos que impenetrables” constituyen los Pequeños tratados.
Gritos de agonía, amargura y desolación
Algunos amigos del escritor consideran que sus ciclámenes –plantas herbáceas, con rizoma grande, que sobresalen por la flor del ciclamen– son los libros y no los gritos de agonía, amargura y desolación percibidos en una sola página. Me cuestioné, ante una mujer –experta en el cuidado del mundo vegetal y su belleza; lectora esencial–, a la manera de Quignard: ¿cuál es la verdadera diferencia entre una flor y el papel convertido en libro? Yo no lo sé. Ella no logró otorgarme una respuesta. El escritor deja la misma pregunta abierta. Expresa que el retiro, la soledad y el silencio suponen una morada en la que resulta posible aislarse de la vida. Busca algo imprevisto.
Transportar la nube, el dolor y la noche
Para el autor, las palabras trasladan al universo a los seres que evocan. “Esta capacidad, que es la de las hadas, llena de espanto. Con las palabras transporto conmigo, adonde quiero, la nube, el dolor…” El gesto literario se quebranta en la composición. “En los libros se ahoga una antigua melodía”, escribió.
La noche es nuestro tiempo, nuestro espacio. La literatura requiere, según Quignard, “lo no-visible, la soledad y el cuerpo desaparecido.” Dichos atributos consolidan la obra del demiurgo.
Como una especie de gota de agua que cae sutilmente y se vuelve periódica –o de elíxires que conducen al olvido– el texto simboliza la desazón. La pesadumbre del escritor se manifiesta: Quignard no le hace preguntas al silencio. Es su consigna. Sigue, como sus lectores, con los ojos cerrados, su propia noche. Sabe que su mundo se trata de criaturas nocturnas. La oscuridad reina en el universo críptico: “Escribir deshace los libros como leer los sacrifica.” En ambas instancias el tiempo se dilata. Borgesianamente desea escribir, pero prefiere la lectura. Los volúmenes se multiplican y el fantasma de un lector se avecina. La decadencia lo alcanza: “Una miseria. Un ‘libro’. Una ‘guarida vacía’. La muerte.” Como el hierro al rojo vivo que se pone en contacto para marcar a un ser con una letra: algunos libros y algunas mujeres “marcan” la vida de un hombre que se cuestiona sobre su destino fatídico. Especula sobre “amores personales, héroes de novela, nombres de la historia, vestigios de sueños, melodías de la infancia, rostros muertos”. Revela su conocimiento “de almas novelescas”, de lectores y lectoras ardorosos que creían en el afecto y la pasión. Se ofusca: la mujer amada causa la muerte a quien la ama: “la mariposa se quema en el amor a la vela.” Se refiere a un sujeto “grave, locamente enamorado” y destruido: “se conmueve de repente: va a pronunciar un nombre propio. Esto se llama amar y pronunciar el nombre de la amada la introduce en la boca.”
Para Quignard, para el lector, “el pasado asalta y azota con una violencia comparable al cuerpo que se expone a él. Es como el amor que nace: es una llama que quema.” El autor de los Pequeños tratados no es dueño de su miedo cuando se trata de mujeres y de muertos. El corazón le falla.
Quignard piensa en una ausencia en función de un vacío. “Lo que antaño se llamaba melancolía, en nuestros días depresión”, es “lo real.” Lo arremeten pensamientos, libros, angustias, sueños, fragilidades, soledades y miedos. Sabe que hay algo en los libros que busca hasta el límite, de manera suicida. Sufre “la decepción a la que nos lleva el fin brusco del amor.” Cavila sobre la intranquilidad y la tristeza.
El insecto y su sombra
Desamores y decepciones llenan de estupor al lector apasionado. Quignard entreabre libros, ve un río –el Danubio magrisiano es una de las posibilidades– y sorprende a un insecto que aletea por la habitación. Deja de leer y de escribir durante algunos minutos. Mira al insecto y a su sombra: un microcosmos. Mira al cielo. Se deprime. Se asoma al vacío de la incuria. Surgen las flores. Permanecen los árboles y las plantas, “las hojas que la primavera escribe”, y los libros. Se trata del abismo. La mujer deseada –epítome del abandono–, la lectura y la escritura prevalecen en la mente. El individuo fue “arrojado al olvido” por ella. El tormento personal, íntimo, se ha prolongado mucho: “Relato de lo que no fue y de lo que ya no será.” Escucha cómo se acumulan los milenios en la naturaleza y en el amor no correspondido.
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