Por Patrick Cockburn
Las cuatro guerras libradas en Afganistán, Irak, Libia y Siria durante los últimos 12 años han involucrado todas intervenciones abiertas o encubiertas en países profundamente divididos. En cada caso la participación de Occidente exacerbó diferencias existentes y empujó a partes hostiles hacia la guerra civil. En cada país, toda o parte de la oposición ha sido de combatientes yihadistas de la línea dura. Sean cuales sean los verdaderos problemas en juego, las intervenciones se han presentado como primordialmente humanitarias, en apoyo a fuerzas populares opuestas a dictadores y Estados policiales. A pesar de aparentes éxitos militares, en ninguno de estos casos la oposición local y sus patrocinadores han logrado consolidar el poder y constituir Estados estables.
Más que la mayoría de las luchas armadas, los conflictos han sido guerras de propaganda en las cuales los periodistas de la prensa escrita, de la televisión y de la radio jugaron un papel central. En todas las guerras existe una diferencia entre las noticias presentadas y lo que sucedió realmente, pero durante esas cuatro campañas se ha dejado al mundo exterior con conceptos erróneos incluso sobre la identidad de los vencedores y los derrotados. En 2001, los informes sobre la guerra afgana dieron la impresión de se había derrotado decisivamente a los talibanes a pesar de que hubo muy pocos combates. En 2003 se propagó en Occidente la creencia de que se había aplastado a las fuerzas de Sadam Hussein cuando en realidad el ejército iraquí, incluyendo las unidades de elite de la Guardia Especial Republicana, habían sido simplemente desbandadas y devueltas a casa.
En Libia en 2011 los milicianos rebeldes, mostrados tan a menudo en la televisión disparando ametralladoras pesadas montadas en camionetas en la dirección general del enemigo, tuvieron solo un papel limitado en el derrocamiento de Muamar Gadafi que fue logrado sobre todo por los ataques aéreos de la OTAN. En Siria en 2011 y 2012 dirigentes y periodistas extranjeros predijeron repetida y vanamente la inminente derrota de Bacher el-Asad.
Estas suposiciones falsas explican el motivo por el cual ha habido tantas sorpresas y cambios de fortuna inesperados. Los talibanes volvieron a levantarse en 2006 porque no estaban derrotados tan exhaustivamente como imaginaba el resto del mundo. A finales de 2001 pude conducir –nervioso pero seguro– de Kabul a Kandahar, pero cuando traté de hacer el mismo viaje en 2011 no pude ir más lejos hacia el sur por la carretera principal que la última estación de policía en las afueras de Kabul. En Trípoli hace dos años los hoteles estaban totalmente repletos de periodistas cubriendo la caída de Gadafi y el triunfo de las milicias rebeldes. Pero la autoridad del Estado todavía no se ha restaurado. Este verano Libia casi ha dejado de exportar petróleo porque los principales puertos del Mediterráneo han sido ocupados por milicianos amotinados, y el primer ministro, Ali Zeidan, amenazó con bombardear “desde el aire y el mar” los buques cisterna que los milicianos utilizaban para vender petróleo en el mercado negro.
La caída de Libia en la anarquía fue apenas cubierta por los medios internacionales, que hace tiempo se habían ido a Siria y más recientemente a Egipto. Irak, donde hace pocos años había tantas oficinas de noticias extranjeras, también ha desaparecido del mapa mediático aunque mueren hasta 1.000 iraquíes al mes, la mayoría en atentados contra objetivos civiles. Cuando llovió unos días en enero en Bagdad el sistema de alcantarillado, supuestamente restaurado por un coste de 7.000 millones de dólares, no dio abasto; en muchas calles la gente se hundía hasta las rodillas en aguas sucias y residuales. En Siria muchos combatientes de la oposición que habían luchado por defender sus comunidades se convirtieron en bandidos con licencia y facinerosos cuando tomaron el poder en enclaves en manos rebeldes.
No es que los periodistas hayan sido incorrectos desde el punto de vista de los hechos en sus descripciones de lo que habían visto. Pero el propio término de “corresponsal de guerra”, aunque no es usado con frecuencia por los propios periodistas, ayuda a explicar lo que anduvo mal. Dejando de lado sus connotaciones machistas, da la impresión errónea de que la guerra se puede describir adecuadamente concentrándose en el combate militar. Pero las guerras irregulares o de guerrilla siempre son intensamente políticas, y ninguna más que los extraños conflictos intermitentes que ocurrieron después del 11-S. Esto no significa que lo que ocurrió en el campo de batalla haya sido insignificante, sino que requiere una interpretación. En 2003 la televisión mostró columnas de tanques iraquíes destruidos e incendiados después de los ataques aéreos de EE.UU. en la principal carretera del norte de Bagdad. Si no hubiera sido por el fondo desértico, los espectadores podrían haber estado viendo fotos del ejército alemán derrotado en Normandía en 1944. Pero yo subí a algunos de los tanques y pude ver que habían sido abandonados mucho antes de que los alcanzaran. Esto era importante porque mostraba que el ejército iraquí no estaba dispuesto a combatir y morir por Sadam. También era un indicador del probable futuro de la ocupación aliada. Los soldados iraquíes no se consideraban derrotados, esperaban mantener sus puestos en el Irak de después de Sadam y se enfurecieron cuando los estadounidenses disolvieron su ejército. Oficiales bien entrenados se unieron a la resistencia, con devastadoras consecuencias para las fuerzas ocupantes: un año después los estadounidenses controlaban solo islas de territorio en Irak.
La cobertura bélica es más fácil que otros tipos de periodismo en un aspecto porque el melodrama de los eventos impulsa la historia y atrae a una audiencia. Puede ser arriesgada a veces, pero el corresponsal que habla hacia la cámara, con obuses que estallan y vehículos militares incendiados como fondo, sabe que su informe será destacado en cualquier telediario. “Si sangra se destaca” es un antiguo adagio mediático estadounidense. El drama de la batalla domina inevitablemente las noticias, pero las simplifica demasiado al revelar solo parte de lo que sucede. Esas exageradas simplificaciones fueron más que usualmente burdas y engañosas en Afganistán e Irak, cuando se mezclaban con propaganda política y satanizaban a los talibanes y luego a Sadam como el diablo encarnado, presentando el conflicto –algo particularmente fácil en EE.UU. en la atmósfera histérica después del 11-S– como una lucha evidente entre el bien y el mal. Las catastróficas deficiencias de la oposición se ignoraron.
Al llegar 2011 la complejidad de los conflictos en Irak y Afganistán era evidente para los periodistas en Bagdad y Kabul si no necesariamente para los editores en Londres y Nueva York. Pero para entonces la cobertura de las guerras en Libia y Siria demostraba una forma diferente, aunque igualmente potente, de ingenuidad. Una versión del espíritu de 1968 prevalecía: repentinamente se dijo que los antagonismos anteriores a la Primavera Árabe estaban obsoletos; un mundo feliz se estaba creando a una velocidad vertiginosa. Los comentaristas sugirieron de modo optimista que, en la era de la televisión satelital e internet, las formas tradicionales de represión –censura, encarcelamiento, tortura, ejecución– ya no podían asegurar en el poder a un Estado policial¸ e incluso podían ser contraproducentes. El control estatal de la información y la comunicación había sido subvertido por blogs, teléfonos satelitales e incluso el teléfono móvil. YouTube suministraba los medios para denunciar del modo más gráfico e inmediato los crímenes y la violencia de las fuerzas de seguridad.
En marzo de 2011 los arrestos masivos y la tortura aplastaron fácilmente el movimiento pro democracia en Bahréin. Las innovaciones en la tecnología de la información podrán haber cambiado marginalmente las probabilidades a favor de la oposición, pero no lo suficiente para impedir la contrarrevolución, como demostró el golpe militar del 3 de julio en Egipto. El éxito inicial de las manifestaciones callejeras llevaron al exceso de confianza y a la excesiva dependencia de la acción espontánea; la necesidad de dirigencia, organización, unidad y políticas que representaran más que una vaga agenda humanitaria, todo eso se ignoró. La historia –incluidas las historias de sus propios países– no tuvo nada que enseñar a esta generación de radicales y aspirantes a revolucionarios. No aprendieron las enseñanzas de lo que ocurrió en Egipto cuando Nasser tomó el poder en 1952 y no preguntaron si los levantamientos árabes de 2011 podrían tener paralelos con las revoluciones europeas de 1848, cuando las victorias fáciles fueron rápidamente revertidas. Muchos miembros de la intelectualidad en Libia y Siria parecían vivir y pensar dentro de la cámara de resonancia de Internet y tenían pocos pensamientos prácticos sobre el camino hacia adelante.
La convicción de que un gobierno tóxico es la raíz de todo mal es la posición pública de la mayoría de las oposiciones, pero es dañino confiar en la propia propaganda. La oposición iraquí creía genuinamente que los problemas sectarios y étnicos de Irak provenían de Sadam y que una vez que desapareciera todo iría bien. La oposición en Libia y Siria creía que los regímenes de Gadafi y Asad eran tan manifiestamente malos que era contrarrevolucionario cuestionar si lo que vendría después de ellos sería mucho mejor. Los periodistas extranjeros han compartido en general esas opiniones. Mencioné algunos defectos de los milicianos libios a una periodista occidental y respondió con reprobación: “Solo recuerde quiénes son los buenos”. Podrán haber sido los buenos pero había algo inquietante respecto a la facilidad con la cual aseguraban lugares favorables a los medios, sea en la Plaza Tahrir o en la línea del frente en Libia. Los manifestantes de Bengasi alzaban letreros escritos en perfecto inglés, que en su mayoría ni siquiera podían leer ellos mismos, para el bien de los televidentes. En Ajdabiya, a dos horas de la principal carretera costera al sur de Bengasi, los periodistas extranjeros a menudo excedían en número a los combatientes de la oposición, y los camarógrafos tenían que maniobrar a sus corresponsales para que no fueran demasiado evidentes para la audiencia. El principal peligro allí era ser atropellado por una camioneta portando una ametralladora pesada: los conductores frecuentemente entraban en pánico cuando un obús estallaba a la distancia. Los milicianos libios eran efectivos cuando combatían por sus propias ciudades y pueblos, pero sin una protección aérea no habrían resistido mas de unas semanas. La concentración mediática en pintorescas escaramuzas distraía la atención del hecho central de que Gadafi fue derrocado por la intervención militar de EE.UU., Gran Bretaña y Francia.
No hay nada sorprendente en todo esto. Las apariciones públicas de los dirigentes occidentales con niños sonrientes o soldados que vitorean son invariablemente ideadas para mostrarlos ante los televidentes bajo una luz simpática. ¿Por qué no deberían tener los rebeldes árabes las mismas habilidades de relaciones públicas? El problema era la forma en que los corresponsales de guerra aceptaron con tanta rapidez y publicitaron las historias de las atrocidad de la oposición. En Libia una de las historias más influentes describió la violación en masa de mujeres en áreas rebeldes por las tropas gubernamentales actuando por orden desde arriba. Una psicóloga libia afirmó que había distribuido 70.000 cuestionarios en áreas controladas por los rebeldes, de los cuales se devolvieron 60.000. Unas 259 mujeres declararon que las habían violado; la psicóloga dijo que había entrevistado a 140. El hecho de que se pudieran recoger unas estadísticas tan precisas en la anarquía de Libia oriental era imposible, pero su historia se repitió sin ninguna crítica y contribuyó considerablemente a convertir a Gadafi en un paria. Informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y de una comisión de la ONU diciendo que no existía evidencia de esa historia generalmente se ignoraron. Parece que fue un truco propagandístico altamente exitoso. En otra ocasión, los rebeldes mostraron los cuerpos de ocho soldados del gobierno; afirmaron que los hombres habían sido ejecutados por los suyos por tratar de desertar hacia la oposición. Más adelante, Amnistía descubrió un vídeo que mostraba a los ocho hombres vivos después de capturados por los rebeldes: evidentemente, habían sido asesinados poco después y se culpó a las fuerzas de Gadafi de esas muertes.
Los ingredientes esenciales de una buena historia de atrocidades son que debieran ser horripilantes y no refutables de inmediato. En 1990 se informó ampliamente que los soldados iraquíes invasores arrojaron de las incubadoras del hospital a los bebés y los dejaron abandonados en el suelo para que murieran. Inmensamente influyente entonces, la historia solo se desacreditó cuando resultó que la persona que afirmaba que lo había presenciado resultó que era hija del embajador kuwaití en Washington; no había estado en el hospital en aquellos días. Los periodistas podrán tener sus sospechas pero pocas veces pueden negar historias semejantes directamente. También saben que a los editores de noticias no les gusta que les digan que una noticia vívida, que sin duda será utilizada por sus competidores, sea probablemente falsa. Es fácil culpar a la “neblina de guerra” y es verdad que los combates involucran eventos confusos y acelerados, informes que no pueden comprobarse. Todos en una guerra tienen motivos importantes para dstorsionar sus logros y fracasos y usualmente es difícil refutar sus afirmaciones. No es nada nuevo. “¿Se le ocurrió alguna vez, señor, las oportunidades que ofrece un campo de batalla a los mentirosos?” dijo una vez el general confederado Stonewall Jackson a un asistente.
Ciertamente es peligroso quedarse demasiado tiempo para establecer lo que sucede en realidad cuando los combatientes se disparan unos a otros. En Siria, en junio, estaba entrevistando al gobernador de Homs, cuando inesperadamente afirmó que el ejército sirio había tomado una localidad en la frontera libanesa llamada Tal Kalakh previamente controlada por la oposición. Sugirió que fuera a verlo con mis propios ojos. La oposición decía que todavía había feroces combates y Al Jazeera informó de que surgía humo de la ciudad. Pasé tres horas conduciendo por Tal Kalakh, que ciertamente estaba bajo pleno control gubernamental, y no escuché un solo tiro ni olí o vi humo. Parte de la ciudad había sido fuertemente dañada por la artillería y las calles estaban vacías, aunque un simpatizante del gobierno afirmó que se debía a que “la gente está durmiendo siesta”.
Mientras estaba en Damasco me quedé en el distrito cristiano de Bab Touma, en el que caían obuses de mortero disparados desde distritos controlados por los rebeldes. Un amigo me llamó para decirme que cuatro personas habían muerto en un ataque suicida a algunos cientos de metros de distancia. Fui inmediatamente al lugar y vi un cuerpo bajo una sábana blanca; al otro lado de la calle había un pequeño cráter que parecía causado por la explosión de un proyectil de mortero. La televisión estatal siria afirmó continuamente que el muerto era un atacante suicida que había atentado contra una iglesia cristiana; incluso dieron su nombre. Por una vez fue posible saber exactamente lo que había sucedido: las secuencias de televisión de circuito cerrado filmadas desde la calle mostraron la caída de una bomba de mortero delineada por un instante contra la camisa blanca de un peatón. Murió al instante y le identificaron erróneamente como el atacante. La televisión siria pidió disculpas posteriormente por su error.
En cada uno de estos casos el sesgo político y el simple error se combinaron para producir una versión engañosa de los eventos, pero tuvo poco que ver con la “niebla de la guerra”. Todo lo que establece realmente es que no existe alternativa al reportaje de primera mano. Los periodistas admiten pocas veces enteramente en su interior o ante otros el grado en el que se basan en fuentes secundarias o interesadas. El problema es complicado porque gente atrapada en eventos de valor noticioso a veces se convence de que sabe más de lo que sabe realmente. Los sobrevivientes de atentados suicidas en Bagdad me describían detalladamente la expresión facial del atacante momentos antes de que detonara sus explosivos olvidando que si hubieran estado tan cerca estarían muertos. Los mejores testigos eran niños que vendían cigarrillos, que siempre estaban en busca de clientes.
En realidad, la guerra no es mucho más nebulosa que la paz, a veces menos. Los eventos serios son difíciles de ocultar porque los afectados son miles –soldados, guerrilleros y civiles– y una vez que los combates han comenzado las autoridades se vuelven cada vez menos capaces de controlar e impedir los movimientos de un periodista emprendedor. Se hace difícil guardar los secretos sobre quién controla qué territorio y quién gana o pierde. Se hace fácil encontrar informantes. En tiempos de peligro, sea en Belfast, Basora o Damasco, la gente llega a ser intensamente consciente de cualquier amenaza potencial en su vecindario: puede ser tan pequeña como una nueva cara o la llegada de una unidad militar. Un gobierno o un ejército pueden tratar de mantener el secreto prohibiendo la presencia de periodistas pero pagarán el precio a medida que el vacío de noticias se compensa con información suministrada por sus enemigos. El gobierno sirio se infligió una desventaja política al negar visas a la mayoría de los periodistas extranjeros, una política que solo recientemente comienza a revertir.
A medida que el peligro comenzó en Irak después de 2003, se propagó un rumor de que los periodistas extranjeros no eran realmente testigos presenciales porque los habían reducido a “periodismo de hotel”, ya que nunca abandonaban tres o cuatro hoteles bien fortificados. Eso nunca fue verdad, aparte de que esos hoteles eran repetidamente objeto de ataques suicidas. Los periodistas que temían abandonar su hotel tomaban la sensata precaución de no ir a Bagdad para comenzar. Solían pensar que lo más probable era que a los periodistas inexpertos los mataran o los secuestraran cuando trataban de ganar reputación tomando riesgos excesivos. Pero los corresponsales de guerra que conocía mejor y que murieron, como David Blundy en El Salvador en 1989 y Marie Colvin en Siria en 2012, eran muy experimentados. Su único error fue ir a sitios peligrosos con tanta frecuencia que existía una gran probabilidad de que un día fueran alcanzados por una bala o una bomba.
Las confusas guerras de guerrilla y los esporádicos bombardeos de artillería en guerras sin claras líneas de frente son particularmente peligrosos. En 2004, los milicianos chiíes que habían sido afectados por combates con marines estadounidenses ese mismo día casi me mataron fuera de Kufa en el Éufrates. Al sospechar de la toca local que llevaba puesta, medio decidieron que era un espía. Pero me había puesto la toca como un disfraz básico, con el fin de viajar por aldeas en manos suníes en la carretera entre Kufa y Bagdad.
La idea de que los periodistas extranjeros solo se esconden en sus hoteles en Damasco, Bagdad o Kabul es absurda. Una acusación más sustantiva es que escriben demasiado sobre tiroteos y escaramuzas, los fuegos artificiales de la guerra, mientras descuidan el cuadro más amplio que podría determinar el resultado. “Mi periódico no hace lo que llama ‘periodismo bang-bang’” me dijo por lo alto un corresponsal, explicando por qué ninguno de sus colegas estaba cubriendo de primera mano los combates en Siria. Pero el “bang-bang” importa: la guerra puede no ser explicable sin la política, pero la política no se puede comprender sin la guerra. Al principio de la ocupación de Irak fui a la central eléctrica al-Dohra en Bagdad después de que un soldado estadounidense fue asesinado allí a tiros allí y otro herido. Fue el pequeño cambio de una incipiente guerra de guerrillas, pero la aprobación de la gente del lugar mientras estaba junto a la charca de sangre seca sobre el pavimento era significativa. “Somos muy pobres pero celebraremos cocinando un pollo”, dijo un hombre. “Si Dios quiere, habrá más acciones parecidas”.
El hecho de estar empotrados con los ejércitos estadounidense y británico tuvo la desventaja de que los periodistas terminaron teniendo las mismas experiencias que los soldados y pensando de la misma manera. Es difícil no asociarse con personas importantes para la propia seguridad y con las cuales uno comparte peligros comunes. A los ejércitos les gusta el sistema de empotramiento en parte porque pueden favorecer a periodistas simpatizantes y excluir a los más críticos. Para los periodistas, a pesar de su intuición, significa a menudo perder partes cruciales de una guerra, ya que un comandante guerrillero experto atacará naturalmente cada vez que las fuerzas enemigas están ausentes o sean débiles. Cualquiera que esté empotrado con el ejército tenderá a estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. En 2004, cuando los marines de EE.UU. atacaron la ciudad de Faluya, matando a muchos insurgentes, iban acompañados por la mayor parte del cuerpo de prensa de Bagdad. Fue una victoria famosa y muy publicitada, pero lo que los medios ignoraron en gran parte entonces, fue el contraataque insurgente: la captura de la ciudad mucho más grande de Mosul en el norte de Irak, de la cual se habían retirado los soldados estadounidenses.
El cambio más siniestro en la forma de percibir la guerra proviene de lo que hace dos años parecía ser un desarrollo totalmente positivo. La televisión satelital y el uso de información suministrada por YouTube, los blogueros y los medios sociales se presentaron como innovaciones liberadoras. El monopolio de la información impuesto por Estados policiales de Siria a Egipto y de Bahréin a Túnez se había roto. Pero como ha demostrado el curso del levantamiento en Siria, la televisión satelital e internet también esparcen propaganda y odio. Las historias fraudulentas de atrocidades tienen efectos sobre una guerra: un miliciano sirio que cree que los soldados del gobierno contra los que combate tienen órdenes de violar a su mujer y a sus hijas no va a tomar muchos prisioneros.
La situación ha empeorado desde Libia. La “guerra de YouTube” que muestra atrocidades de ambas partes ha ido más allá que la verdadera guerra en Siria como una influencia sobre partidarios de los rebeldes y del gobierno. Canales satelitales como Al-Jazeera dependen de esos clips de propaganda. Muchas de las atrocidades son reales. Los rebeldes pueden ver filmes de fosas comunes de gente muerta por gas tóxico o de niños retorciéndose de dolor por quemaduras de napalm. En partes de Damasco en manos del gobierno la gente ya no sale por la noche, sino que se sienta en casa a mirar secuencias de soldados del gobierno que son decapitados o de sacerdotes cristianos y soldados alauitas a los que les cortan la garganta. Gran parte de esas secuencias son reales, pero no todas. Un corresponsal en el sudeste de Turquía visitó recientemente un campo de refugiados sirio donde encontró a niños de diez años mirando un clip de YouTube en el que ejecutan a dos hombres con una motosierra. El comentario afirmaba que las víctimas eran suníes sirios y los asesinos alauitas: en realidad la película era mexicana y los asesinatos habían sido realizados por un capo de la droga para intimidar a sus rivales.
La dieta de películas snuff ayuda a explicar la ferocidad del conflicto en Siria y el grado de odio y terror de ambas partes. También explica por qué las dos partes tienen tantas dificultades para hablar entre ellas. ¿Cómo habrían reaccionado soldados de la Unión en la Guerra Civil Estadounidense, si hubieran visto repetidamente filmes de comandantes confederados abriendo el cuerpo de un soldado muerto del ejército de la Unión para comerse su corazón?
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