Una de las cosas más difíciles de la paternidad feminista es la fase de las princesas. Si intentas criar a una niña en una sociedad capitalista patriarcal, es probable que un día te despiertes y veas a tu pequeña enamorada de todo lo rosa y brillante. Aunque niños de todos los sexos pueden verse seducidos por el complejo industrial de Disney, son sobre todo las niñas las que sucumben al deseo de ponerse diademas, agitar varitas mágicas y hacer cabriolas con faldas ondulantes, mangas abullonadas y escotes corazón.

En mi caso, tras meses de resistirme, acabé cediendo cuando mi hija pequeña me suplicó un disfraz de Cenicienta. Al menos era azul. Había hecho todo lo posible por resistirme a la socialización sexista a la que se enfrentaba. Cada vez que alguien le decía a mi hija que era «guapa» o «mona», yo le respondía inmediatamente que también era «valiente», «lista» y «fuerte».

Se convirtió casi en un mantra. Cuando estaba en la cola del supermercado, mi hija se sentaba delante del carrito de la compra. Alguien detrás de mí diría: «¡Qué niña más guapa!». Y yo añadiría sin pensarlo: «Y también valiente, lista y fuerte».

Cenicienta era una trabajadora

Entonces, una mañana, la sorprendí admirándose en el espejo con su nuevo traje de Cenicienta, y dijo: «Este vestido me hace estar tan guapa». Casi robóticamente añadí: «Y valiente, inteligente y fuerte». Mi hija de tres años se volvió hacia mí y afirmó con total naturalidad: «Pero mamá, las princesas no son fuertes».

La miré fijamente. Fue uno de esos momentos en los que tuve que enfrentarme a todo un entorno social que encasilla a los niños que se identifican como mujeres en papeles estereotipados de debilidad y sumisión.

Al principio me entró el pánico. Pero, como científica social, comprendí que lo que esta aspirante a princesa necesitaba eran pruebas empíricas. Por suerte, las dos habíamos visto muchas veces la película animada de Cenicienta, y recordé la escena en la que la joven heroína lavaba los suelos con un gran cubo de agua jabonosa.

Bajé corriendo al sótano y encontré un bidón de quince litros. Saqué el cubo fuera y lo llené de agua hasta la mitad. «Cenicienta no tiene a nadie que le ayude a llevar el cubo cuando lava el suelo», le dije. «Así que tiene que ser lo bastante fuerte para llevar el cubo, ¿no?». Mi hija de tres años asintió con la cabeza y trató de levantar el cubo. Sus ojos se abrieron de par en par al notar el peso. Punto aclarado.

Hoy, mi hija tiene casi veintidós años. Recordé este momento concreto de su infancia cuando empecé a leer el nuevo y brillante libro de Angela Saini, The Patriarchs: How Men Came to Rule [Los patriarcas: cómo los hombres llegaron a gobernar]. Al verme arrastrada por la profunda historia de dominación masculina de Saini, me di cuenta de que mi enérgico esfuerzo por redefinir el tropo de la princesa se enfrentaba a miles de años de adoctrinamiento. El gran valor de este volumen delgado y accesible es la arrolladora historia que cuenta sobre cómo «los hombres llegaron a gobernar» en un mundo que antaño era mucho más diverso en sus estructuras sociales.

La construcción del patriarcado

Con demasiada frecuencia, la izquierda estadounidense se caracteriza por estar dominada por brocialists y manarchists [N. de la T.: algo como «hermanos socialistas» y «hombres anarquistas»]. Pero existe una larga tradición de feminismo socialista y anarquista que cuestiona las innumerables formas en que nuestros sistemas económicos están entrelazados con antiguas formas de dominación.

Saini es una galardonada periodista científica británica que analiza las últimas pruebas biológicas, antropológicas y arqueológicas disponibles para revelar la contingencia del patriarcado como sistema de poder y dominación. Es autora de dos libros anteriores, Inferior: How Science Got Women Wrong and the New Research That’s Rewriting the Story (2017) y Superior: The Return of Race Science (2019), en los que investiga el modo en que la ciencia ha sido cómplice de la perpetuación de formas estructurales de discriminación.

En su último libro, Saini explora una rica diversidad de contextos culturales y épocas históricas en las que las formas patriarcales de poder no eran hegemónicas. Escribe:

Esta es la historia de individuos y grupos que luchan por el control del recurso más valioso del mundo: otras personas. Si las formas patriarcales de organizar la sociedad resultan ahora extrañamente similares en los extremos opuestos del globo, no es porque las sociedades aterrizaran mágicamente (o biológicamente) en ellas al mismo tiempo, o porque las mujeres de todas partes se dieran la vuelta y aceptaran la subordinación. Es porque el poder es inventivo. La opresión de género se cocinó y perfeccionó no solo dentro de las sociedades; también se exportó deliberadamente a otras durante siglos, mediante el proselitismo y el colonialismo.

A través de sus propios informes sobre el terreno y en conversación con expertos de una amplia variedad de disciplinas, Saini ha escrito ocho poderosos capítulos con títulos de una sola palabra como «Dominación», «Destrucción», «Restricción», «Revolución» y «Transformación». El proyecto clave del libro consiste en perturbar la idea del lector de que la dominación masculina está de algún modo arraigada en la especie humana.

Saini celebra la notable diversidad y creatividad de las distintas sociedades y muestra cómo las relaciones de poder y producción siempre fueron flexibles y muy disputadas por los distintos grupos de la sociedad. «Hasta donde alcanza nuestra vista, los seres humanos han aterrizado en arco iris de diferentes formas de organizarse, siempre negociando las reglas en torno al género y su significado», escribe.

Jerarquías creadas por el hombre

Las apelaciones a la naturaleza humana siempre contienen en su interior visiones del mundo específicas que ayudan a justificar determinados acuerdos políticos y económicos, normalmente en beneficio de las élites que más ganan con esos acuerdos. A lo largo de los milenios, escribe Saini, «se nos ha empujado gradualmente a creer que solo hay unas pocas formas en las que los seres humanos pueden vivir, hasta el punto de que ahora pensamos que las pautas sociales que seguimos deben ser naturales y no creadas por el hombre».

A medida que los niños interiorizan la idea de que «las princesas no son fuertes», también aceptan un conjunto específico de ideas sobre las mujeres como incapaces de defenderse por sí mismas y, por tanto, necesitadas de distintas formas de protección masculina, ya sea de padres, hermanos, maridos o hijos. Significa que su objetivo principal debe ser buscar este tipo de acuerdo protector mediante el cultivo deliberado de comportamientos y conductas que aumenten su valor (y, por tanto, garanticen implícitamente su seguridad) en un mundo dominado por los hombres. Las chicas se obsesionan con la belleza y la dulzura, la delgadez y la gracia, o cualquier constelación particular de características que sus sociedades consideren deseables.

Este tipo de socialización furtiva no solo está presente en las películas de Disney. Como argumenta Saini con tanta elocuencia, también impregna profundamente campos enteros de la investigación académica y científica. Un maravilloso ejemplo en el capítulo titulado «Génesis» es la historia de la arqueóloga de origen lituano Marija Gimbutas (1921-1994), que inicialmente tuvo una exitosa carrera académica y fue ampliamente considerada una de las más destacadas especialistas en las culturas materiales de la Europa de la Edad de Bronce. En la década de 1950, introdujo la llamada «hipótesis de Kurgan», que identificaba la patria lingüística (o «Urheimat») de los protoindoeuropeos como la estepa póntico-caspiana al norte del Mar Negro.

Durante casi treinta años, Gimbutas supervisó varias excavaciones neolíticas importantes en el sureste de Europa y documentó minuciosamente grandes conjuntos de objetos espirituales y seculares dejados por los primeros europeos. Combinando sus conocimientos de arqueología y lingüística con las ricas tradiciones folclóricas de Europa oriental, Gimbutas propuso que la migración a Europa continental de la violenta y guerrera cultura kurgan de la estepa desplazó a una cultura única de «antiguos europeos» que, en su opinión, fueron en otro tiempo pacíficos adoradores de diosas.

Gimbutas enraizó los orígenes del poder patriarcal en Europa en estas conquistas hacia el oeste. Como Lewis Henry Morgan y Friedrich Engels habían propuesto antes que ella, sostenía que las primeras sociedades humanas practicaban una forma de comunismo matriarcal primitivo. Por estas últimas hipótesis, Gimbutas se convirtió en una paria dentro de la disciplina arqueológica; incluso sus colegas, que por lo demás simpatizaban con ella, la consideraban una feminista excéntrica que intentaba inventar de la nada el mito de un pasado ginocéntrico.

La hipótesis kurgan reivindicada

La propia investigación de Saini sobre la vida y el legado de Gimbutas revela lo hostil que podía ser el mundo académico hacia cualquiera que se atreviera a cuestionar la idea de que la prehistoria europea estaba dominada por los hombres. Los estereotipos sobre los roles de género se proyectan en el tiempo. Si se encuentran restos humanos con armas, se supone que los cuerpos eran masculinos. Si se encuentran con joyas, la suposición automática es que eran femeninos.

Todo esto cambió con la llegada de las pruebas genéticas, cuando los arqueólogos, en colaboración con los biólogos, empezaron a analizar muestras de ADN antiguo. En lugar de la especulación basada en ciertas suposiciones persistentes sobre el género, las pruebas de ADN revelan que nuestros antepasados prehistóricos no tenían las claras divisiones del trabajo basadas en el sexo que imaginaban las generaciones anteriores de arqueólogos.

Estos nuevos estudios han rehabilitado la reputación de Gimbutas y han despertado un renovado interés por su trabajo. Durante muchos años, su hipótesis kurgan fue objeto de un intenso debate. Rastrear las antiguas migraciones y su impacto en las poblaciones indígenas con las que se encontraron, a las que sustituyeron o a las que asimilaron, fue un minucioso trabajo arqueológico y lingüístico.

Hoy en día, el examen de la dispersión de los diferentes haplogrupos cromosómicos Y en distintas zonas geográficas permite a los investigadores ver claramente los antiguos patrones migratorios. Resulta que, en esta cuestión, Gimbutas tenía razón: de hecho, en la Estepa euroasiática vivía una cultura violenta y dominada por los hombres que se adentró en Europa, trayendo consigo la lengua protoindoeuropea y quizá formas patriarcales de poder. Saini concluye:

Marija Gimbutas no tenía razón en todo. Pero en lo que sí acertó en su análisis fue en que, entre el Neolítico y la Edad de Bronce, las relaciones de género cambiaron profundamente. La sociedad de la antigua Grecia se inclinaría profundamente a favor de los hombres (…) Independientemente de lo que provocara este cambio social —ya fuera la interacción cultural, el proselitismo, la coacción, el cambio medioambiental, la perturbación social provocada por un pequeño número de personas o alguna combinación de factores—, en Europa y partes de Asia se estableció gradualmente una cierta forma de opresión de género.

Variedades de patriarcado

Apartir de aquí, Saini continúa con su proyecto de interrogar el funcionamiento continuado del poder patriarcal en todo el mundo, con algunos capítulos especialmente fascinantes sobre la opresión de género en India e Irán, así como un examen de diversos experimentos para socavar el patriarcado en Europa Oriental durante la Guerra Fría. Tras un fascinante estudio de cómo exactamente distintas formas patriarcales de dominación llegaron a insinuarse en distintas sociedades y luego procedieron a enmascararse como naturales e inevitables, Saini nos recuerda que tenemos la capacidad de resistirnos a su poder:

Así pues, el patriarcado como fenómeno único no existe realmente. Existen, más exactamente, muchos patriarcados formados por hilos sutilmente entretejidos a través de diferentes culturas a su manera, trabajando con estructuras locales y sistemas de desigualdad existentes. Los estados institucionalizaron la categorización humana y las leyes de género; la esclavitud influyó en el matrimonio patrilocal; los imperios exportaron la opresión de género a casi todos los rincones del planeta; el capitalismo exacerbó las disparidades de género; y las religiones y tradiciones siguen siendo manipuladas para dar fuerza psicológica a la noción de dominación masculina (…). Si alguna vez vamos a construir un mundo verdaderamente justo, habrá que desentrañarlo todo.

Al final, este gran desbroce solo será posible si nos damos cuenta de que el poder patriarcal es fluido y precario, y siempre necesita reafirmarse cuando se enfrenta a desafíos a su autoridad. Estos desafíos pueden presentarse en forma de pruebas de ADN que socavan el mito de la supuesta naturalidad de la dominación masculina, o en forma de movimientos organizados de mujeres, o en el trabajo de socialistas revolucionarias que intentan reimaginar y ampliar nuestra definición de lo que cuenta como familia.

También puede aparecer en formas más pequeñas: en mujeres que se niegan a adoptar el apellido de sus maridos al casarse o en dar a los hijos apellidos matrilineales. Puede aparecer en forma de personas de todos los sexos que se niegan a casarse y a tener hijos. Y también puede producirse cuando una madre exasperada llena un cubo de agua para convencer a su hija pequeña, obsesionada con Disney, de que las princesas son fuertes.