Estas reflexiones vienen oportunas al leer “Antón Chéjov, Vida a través de las letras” de Natalia Ginzburg (1916 / 1991). Su vida es comparable en desgracias a la de su venerado Chéjov. Proveniente de la burguesía acomodada, hija y nieta de militantes socialistas, nacida en Palermo fue criada en Turín. Su apellido natal era Levi y el Ginzburg que habría de adoptar sería el de su marido Leone, ruso, profesor de literatura rusa. El matrimonio se relacionó en Turín con los intelectuales antifascistas. Junto a Leone y el editor Giulio Einaudi, fundaron la editorial que nuclearía a Cesare Pavese, Carlo Levi, Elio Vittorini e Italo Calvino, entre otros. El fascio no tardó en perseguir los judíos y cernirse sobre la pareja. Leone y Natalia, junto con sus tres hijos, fueron confinados en los Abruzzos. Poco después Leone, moriría torturado en la cárcel de Regina Coeli. En los ’50 Natalia conoció a Gabriele Baldini, un profesor de literatura inglesa. De esta unión, nacieron dos hijos. Al igual que Chéjov, si una constante marcó su existencia fue el dolor. Su rostro sufrido puede verse al encarnar a María de Betania en el Evangelio según San Mateo de su amigo Pier Paolo Pasolini. Militante de izquierda, diputada del PCI en los ’80, nunca capituló en su ideario comunista. Publicó una obra reconocida por un realismo sutil, preocupada por reflejar los conflictos de su tiempo y los personales sin ser autocomplaciente. De su narrativa, en nuestro país circularon años atrás Querido Miguel, Todos nuestros ayeres y La Ciudad y la casa.

Su Chéjov está lejos de ser lo que se espera de un relato de género y tampoco se plantea como texto crítico. Va por otro lado. El del sentimiento.

Chéjov había nacido en 1860 en Taganrog, una ciudad chica a orilla del mar de Azov y murió, como se dijo, en Alemania. Su ataúd fue repatriado en un vagón de tren que cargaba ostras. A Ginzburg le bastan poco más de ochenta y tres páginas para describir cuarenta y cuatro años de una vida. Un relato austero, un tono prescindente de cualquier atisbo elegiaco, consigue captar, en tono chejoviano, los capítulos claves de una existencia corta y atormentada. El padre tabernero y borracho que lo azota con el cinto, los cinco hermanos que resultan una carga, la hermana que lo quiere incondicionalmente, el título de médico obtenido con sacrificios, la escritura como actividad secundaria que lentamente se convertirá en su principal ingreso al vender cuentos que evolucionan del aguafuertismo humorístico al dramatismo, y todo mientras atendía gratis a sus pacientes en la miseria, y su suerte incierta como dramaturgo hasta que finalmente roza una cierta fama y luego escala a la consagración mientras sostiene un amor difícil con su mujer. Todas y cada una de estas situaciones se articulan como respondiendo al mandato de un destino amargo que se va precipitando. Cuando el escritor parece a punto de zafar de un apremio económico, ahí está la familia requiriendo su ayuda. Los hermanos aparecen y reaparecen, como el padre, sombras ineluctables. Chéjov vive de los adelantos que arranca a editores que, si bien pueden resultar graciosos, son canallas. Su relación con el director Stanislavski tampoco es fácil. “En los ensayos tenía la costumbre de introducir el tic tac de relojes, el sonido de timbres y sonajeros, incluso el canto de grillos”, consigna Ginsburg. “Quería que se oyeran los ladridos de perros auténticos para dar sensación de realidad y Chéjov encontraba absurdos todos estos ruidos”. Entre sus amistades, además de Iván Bunin y Máximo Gorki, está el admirado León Tolstoi. En 1985 lo visita en su dacha de Yasnaia Poliana. De Tolstoi, Chéjov solía decir que cuando hablaba con él caía totalmente en su poder. Decía que Tolstoi era un ser extraordinario, un ser casi perfecto. De Chéjov, por entonces, Tolstoi opinaba: “Es un hombre de gran talento, de buen corazón, pero hasta ahora no me parece que tenga un punto de vista definido sobre la vida”. A Tolstoi le disgustaba su teatro, lo encontraba aburrido y sin un objetivo. En cambio le encantaban sus cuentos y lo apreciaba como un auténtico representante del alma rusa.

Hay una anécdota de Chéjov que consigna su dogma estético. Un día un amigo lo encontró escribiendo en un banco de plaza. El amigo curioseó el escrito y lo vio invadido por tachaduras. “Se conocieron, se casaron y fueron infelices”, dijo el amigo. Y le preguntó: “¿Eso es todo?”. Con su ironía Chéjov le contestó: “¿Hay algo más?”.

Potenciando el dogma chejoviano, Ginsburg construye el relato de una vida que parece responder al designio de la fatalidad. Ni piedad ni tentación lacrimógena. “No llorar, no maldecir, sino comprender”, pedía Spinoza. Y esta consigna se manifiesta en la concisión aguda de Ginsburg. En esa nouvelle tan breve se tiene la impresión de que Chéjov está a nuestro lado, que narra en voz baja, y al marcharse, callado, lo deja a uno pensando. Tal como se proponía con sus cuentos. No otro es el encantamiento que produce Ginsburg.