El filósofo italiano Antonio Labriola fue una de las figuras clave en el desarrollo del marxismo como teoría durante el periodo posterior a la muerte de Karl Marx. Rompiendo con el determinismo económico de la II Internacional, Labriola se opuso a la reducción del marxismo a lo que llamó «una nueva escolástica«.

Al reconsiderar la relación entre la base y la superestructura en la teoría marxista —rechazando la idea de que la primera determina a la segunda de forma mecánica—, desafió una comprensión fatalista del marxismo que se estaba haciendo cada vez más frecuente tanto entre sus partidarios como entre sus críticos. Para Labriola, una crisis económica como la que devastó el sistema bancario italiano en la década de 1890 no podía conducir por sí sola al colapso del capitalismo.

También insistía en que no se podía reducir el marxismo a una forma de voluntarismo, según el cual las aspiraciones ideales de una clase podrían dar paso a un mundo nuevo por pura fuerza de voluntad. En su opinión, la tarea de alcanzar el comunismo significaba combinar el minucioso trabajo de analizar la totalidad de «todas las condiciones fácticas actuales» con el de «revolucionar los cerebros, organizar a los proletarios».

Tras ganarse la admiración de importantes pensadores marxistas como Karl Kautsky, Georgii Plekhanov y Vladimir Lenin, Labriola cayó en una relativa oscuridad luego de su muerte. Su enfoque distintivo del marxismo merece ser recuperado en una época como la nuestra, en la que comprobamos una vez más que un sistema capitalista en crisis no se derrumbará por arte de magia. Solo el esfuerzo consciente y el desarrollo de lo que Labriola llamaba una «cultura socialista» lo conseguirán.

Filósofo de la praxis

Antonio Gramsci tomó prestada de Labriola la concepción del marxismo como «filosofía de la praxis». En sus escritos de la cárcel, se lamentaba de que Labriola fuera ahora «muy poco conocido fuera de un círculo restringido», apenas tres décadas después de su muerte. Gramsci esperaba «volver a ponerlo en circulación» como figura capaz de desafiar una «doble revisión» del marxismo:

Por un lado, algunos de sus elementos han sido absorbidos por corrientes idealistas (Croce, Sorel, Bergson, etc., los pragmatistas, etc.); por otro, los «marxistas oficiales», buscando una «filosofía» que contuviera al marxismo, la han encontrado en derivaciones modernas del materialismo filosófico vulgar. Labriola se distingue de ambos con su afirmación de que el marxismo es en sí mismo una filosofía independiente y original. Es necesario trabajar en esta dirección, continuando y desarrollando la posición de Labriola.

La concepción que Labriola tenía del marxismo como «independiente» tanto del idealismo como del materialismo fue el resultado de un conocimiento sistemático de ambas tradiciones filosóficas. Labriola nació en 1843 en la ciudad sureña de Cassino. Hijo de un maestro de escuela, su formación comenzó en la Universidad de Nápoles en 1861. Como escribió más tarde a Friedrich Engels, ese año se produjo en Nápoles «un renacimiento del hegelianismo».

El mentor de Labriola, Bertrando Spaventa, había sido desterrado de la ciudad en 1849, cuando la policía le sorprendió «hablando “hegeliano”, un idioma más difícil que el vasco» y, al parecer, bastante amenazador para el orden constituido. Nápoles, en aquellos días, era la capital del Reino de las Dos Sicilias bajo el control de los Borbones españoles. En su deseo de liberar a toda Italia de la dominación extranjera, Spaventa había encontrado en la obra de Hegel una filosofía de la historia en la que el ideal «se manifiesta y se realiza como libertad, y todos los trabajos de la historia tienden hacia este resultado». En el sistema hegeliano había descubierto «la racionalidad de la revolución», como él decía, por la independencia nacional.

Concluidas con éxito las guerras de independencia de Italia en 1861, Spaventa regresó a Nápoles justo a tiempo para la matriculación de Labriola, donde pudo volver a impartir sus clases sobre Hegel. Esto implicaba hablar a sus alumnos sobre una revolución en desarrollo que estaba «a punto de destruir todas las desigualdades sociales» a raíz de la unificación nacional, de modo que «ya no habrá nobles y plebeyos, ni burgueses y proletarios, sino solo el Hombre».

Hacia el marxismo

Aunque Labriola siempre estuvo orgulloso de lo que él llamaba «mi rigurosa educación hegeliana», su entusiasmo por la revolución nacional de Spaventa duró poco. Un trabajo administrativo en la jefatura de policía napolitana, que necesitaba para mantener sus estudios pero que le disgustaba intensamente, le había enfrentado a la situación de las clases populares del país.

La experiencia de sus vidas quedaba muy lejos de las promesas de la nación italiana independiente y del «Estado ético» de Hegel, entendido por la generación de Spaventa como la Aufhebung [trascendencia] de las desigualdades sociales. La situación era especialmente grave en el Sur, que ya estaba atrapado en la persistente ansiedad de la Italia posterior a la unificación que adoptó el nombre de «la cuestión meridional».

Labriola empezó a apoyar posiciones cada vez más radicales: restricciones a la propiedad privada, intervención del Estado en la economía, ampliación del derecho de voto, asistencia estatal a los pobres y discapacitados, apoyo a las huelgas y a las reivindicaciones sindicales, escolarización popular. Como profesor de filosofía moral en Roma desde 1874, impartía clases sobre la Revolución Francesa abiertas al público en general. Esto suscitó protestas tanto de las organizaciones estudiantiles de derechas como del consejo académico.

Mientras tanto, sin abandonar nunca el concepto de Hegel del devenir histórico como proceso de antítesis, la atención de Labriola se había desplazado hacia el materialismo filosófico. De Ludwig Feuerbach, Johann Fichte y Baruch Spinoza extrajo una filosofía capaz de interpretar los conflictos y contradicciones materiales de la realidad social.

Sin embargo, solo en Marx encontró Labriola una teoría que superara las limitaciones de la «filosofía por sí misma», una filosofía que se limita a «interpretar el mundo», como decían las Tesis de Marx sobre Feuerbach, en lugar de cambiarlo mediante la unidad del pensamiento y la praxis. La «conversión» de Labriola al socialismo comenzó, o así se lo escribió a Engels, «entre 1879 y 1880». A mediados de la década de 1880 era colaborador habitual de periódicos socialistas nacionales e internacionales, desde el Leipziger Volkszeitung alemán hasta el Labour Elector británico.

Cuando el filósofo checo Thomas Masaryk declaró la existencia de una «crisis dentro del marxismo» en 1898, Labriola se convirtió en una voz fuerte en los debates que siguieron, especialmente al responder a los argumentos de Eduard Bernstein. En una serie de artículos publicados en forma de libro como Problemas del socialismo, Bernstein sintió la necesidad de «revisar» las predicciones marxistas sobre la inminente e inevitable desaparición del sistema capitalista. En tanto el capitalismo no estaba a punto de desaparecer, argumentaba, el socialismo tenía que proponer políticas reformistas en lugar de revolucionarias.

Firme en su convicción de que «el comunismo crítico nunca moralizó, vaticinó [ni] anunció», Labriola utilizó su autoridad para reafirmar el valor revolucionario del marxismo contra «ese imbécil de Bernstein», como le llamó. En 1892, fue uno de los promotores del primer Partido Socialista Italiano.

Cultura socialista

La relación de Labriola con el nuevo partido fue siempre crítica: en una ocasión señaló que «un partido de críticos, que es lo que debe ser el partido socialista, se nutre de la crítica y la autocrítica». Dicha crítica alcanzó su clímax en 1894, durante las insurrecciones de los Fasci Siciliani, las ligas de trabajadores campesinos de inspiración socialista.

En lugar de apoyar estos movimientos, el partido había llegado a la conclusión de que las condiciones no estaban maduras para una revuelta y que, después de todo, los campesinos no eran proletarios industriales. Pero, ¿dónde podían encontrarse obreros industriales en la economía mayoritariamente agraria de la Italia de entonces?

Al igual que los hegelianos napolitanos de la década de 1860, argumentaba Labriola, los líderes socialistas proyectaban sus expectativas idealistas sobre los movimientos reales «como si no estuvieran en Nápoles, sino en Berlín». Durante la dura represión policial decretada por el gobierno de Francesco Crispi, a Labriola le costó contener su ira: «El partido no quiere saber nada; espera ese futuro momento trascendental en el que la masa reaccionaria se enfrentará a la masa proletaria, y entonces ¡zas!».

Para Labriola, este episodio tenía muchas implicaciones teóricas. En primer lugar, demostraba que el socialismo en Italia tenía que tener en cuenta la realidad de la «cuestión meridional» y aprender de los fasci la importancia de lograr una coordinación estratégica entre la ciudad y el campo. En segundo lugar, no se podía reducir el socialismo a una concepción fatalista de la historia que significaba esperar un cataclismo repentino.

Por último, pero no por ello menos importante, era necesario reconsiderar a fondo la relación entre los trabajadores y el partido y, por extensión, entre las masas y los intelectuales, o entre la teoría y la praxis. Según Labriola, el partido no poseía un «catecismo del comunismo» que los trabajadores tuvieran que seguir. Más bien, eran las propias masas trabajadoras las que debían informar los programas del partido «cambiando las formas y los tiempos de acción».

Aunque nunca abrazó una visión «espontaneísta» de la conciencia proletaria, Labriola insistía en que los intelectuales del partido no podían introducir la ideología socialista a la clase obrera desde fuera. En su lugar, debían desempeñar el papel de mediadores entre la espontaneidad y la realización del comunismo: «Entre los fenómenos espontáneos y la conciencia desarrollada de la revolución proletaria hay un eslabón perdido, que es precisamente la cultura socialista». Labriola dedicó sus tres ensayos más importantes al desarrollo de dicha cultura.

La letra y el espíritu

Escrito como prefacio para la traducción italiana de 1895 del Manifiesto comunista, su ensayo «En memoria del Manifiesto comunista» defendía la centralidad de la cultura socialista. Si el Manifiesto era, como señaló Labriola, «la obra personal de Marx y Engels», el propio movimiento comunista era el verdadero «autor de una forma social» que el Manifiesto representaba. El libro «tiene al proletariado como sujeto».

El Manifiesto, «pequeño en tamaño, y en estilo tan ajeno a la insinuación retórica de una fe o creencia», había dado sustancia teórica a «la acción política que los comunistas alemanes desentrañaron en el periodo revolucionario de 1848-50». Por esa misma razón, subrayó Labriola, sus argumentos clave «ya no constituyen para nosotros un conjunto de puntos de vista prácticos»; «simplemente registra como una cuestión de historia algo en lo que ya no es necesario pensar, puesto que tenemos que ocuparnos de la acción política del proletariado que hoy tenemos ante nosotros».

Esta no era la forma que tenía Labriola de descartar el Manifiesto como algo pasado de moda. Al contrario, lo veía como la mejor manera de permanecer fiel a su «médula». Después de todo, ni Marx ni Engels «pretendían dar el código del socialismo, el catecismo del comunismo crítico o el manual de la revolución proletaria». Su intención era, tras las fantasías del socialismo utópico, dar a luz al «comunismo crítico: este es su verdadero nombre». El Manifiesto era «crítico» en el sentido de que debíamos reconocer que sus formulaciones eran provisionales y estaban abiertas a la acción real del movimiento obrero, interpretándolo a la luz de las circunstancias cambiantes.

Lenin contemplaba una traducción al ruso de este «trabajo seriamente interesante» sobre el Manifiesto, y su hermana Ana se encargaría de ello en 1908. Mientras tanto, Labriola trabajaba en su segundo ensayo, «Del materialismo histórico: explicación preliminar» (1896). Una vez más, encontramos aquí la idea de que el comunismo crítico no es «la visión intelectual de un gran plan o diseño», sino «la teoría objetiva de las revoluciones sociales». Según Labriola, su teoría es «un plagio de las cosas que explica».

Sin embargo, tal «plagio» no implicaba un mero empirismo descriptivo o una visión contemplativa de la realidad. Para aclarar este punto, Labriola abordó el problema de la base y la superestructura:

Para nuestra doctrina el problema no consiste en retraducir a categorías económicas todas las complicadas manifestaciones de la historia. Se trata de explicar en última instancia (Engels) todo hecho histórico por medio de la estructura económica subyacente (Marx): para ello, es necesario el análisis, la reducción y, después, la mediación y la composición.

Esto significa que, en el conjunto de las relaciones sociales, la interdependencia de la base y la superestructura se despliega a través de procesos históricos de mediaciones:

No hay hecho histórico que no repita su origen a partir de las condiciones de la estructura económica subyacente; pero no hay hecho histórico que no sea precedido, acompañado y seguido por determinadas formas de conciencia.

Podríamos recordar aquí una famosa observación que Marx hizo sobre la naturaleza distintiva del trabajo humano: «Lo que distingue al peor arquitecto de la mejor de las abejas es esto, que el arquitecto levanta su estructura en la imaginación antes de erigirla en la realidad». El hecho económico subyacente del trabajo humano, material, es siempre inseparable de ciertas formas de conciencia.

Para Labriola, esto significaba en términos prácticos que la teoría sin acción política no es más que especulación ociosa, mientras que la acción política sin teoría no es más que el mito de la «anarquía espontánea», que siempre corre el riesgo de transformar a los grupos rebeldes en «instrumentos automáticos de la reacción».

El tercer ensayo de Labriola llegó en forma de cartas a Georges Sorel que fueron recogidas bajo el título «Discutiendo el socialismo y la filosofía» (1898). Conceptualizó la interrelación de teoría y acción en una fórmula como «la filosofía de la praxis», que describe como «la médula del materialismo histórico (…) la filosofía inmanente a las cosas sobre las que filosofa».

La fórmula tenía ciertos antecedentes en la izquierda hegeliana (August von Cieszkowski, Moses Hess), pero Labriola la entendía de un modo original. Ni idealismo ni materialismo, ni positivismo ni economicismo, la filosofía de la praxis es una total Lebens-und-Weltanschauung, o «concepción general de la vida y del mundo». Es el análisis «autocrítico» de las mediaciones históricas que al mismo tiempo explica y se esfuerza por transformar la totalidad de las relaciones sociales.

Como tal, se articula en tres ámbitos: (a) la esfera de la filosofía, como teoría general de la historia y de la praxis del hombre en sociedad; (b) la esfera de la crítica de la economía, como ciencia de esa etapa histórica particular constituida por la sociedad organizada sobre el capital; (c) la esfera de la política, como teoría de la organización del movimiento obrero orientada a la construcción del socialismo.

El legado de Labriola

Después de haber sido una presencia tan importante e inminente en la vida del marxismo italiano e internacional a finales del siglo XIX, el nombre de Labriola apenas se reconoce hoy en día. A menudo se le confunde con el político socialista Arturo Labriola, de quien tenía una opinión despectiva: «nada que ver conmigo y ni siquiera puedo entender sus libros, plagados de sinsentidos».

Una de las causas del olvido de Labriola no fue otra que su alumno más famoso, el filósofo Benedetto Croce (o la mia croce, mi cruz, mi castigo, como le llamaba Labriola). Cuando Labriola murió el 12 de febrero de 1904, el Partido Socialista, firme en su rumbo revisionista, hizo todo lo posible por olvidar su nombre. «Volveremos a sus escritos en los momentos de ocio que nos permita la vida militante», concluía el panegírico del líder del partido Filippo Turati.

El liberal Croce, en cambio, estaba ansioso por volver a los escritos de Labriola ahora que el autor ya no podía responder. En su obra Materialismo histórico y economía marxista, Croce presentaba a Labriola como el autor del «tratamiento más completo y profundo» del marxismo, antes de argumentar que, en última instancia, no consiguió dotar al comunismo de una filosofía coherente. Con Labriola, el marxismo estaba «muerto», según Croce, una sentencia que pronunció en el papel de «Papa laico» de la filosofía italiana, como le apodó Gramsci.

Cuando el Partido Comunista Italiano empezó a reconstruir una cultura marxista a partir de las ruinas del fascismo a finales de la década de 1940, afirmó que no volvía a Labriola, sino al «anti-Croce» de Gramsci. Es cierto que Gramsci había «vuelto a poner en circulación» bastantes de los conceptos de Labriola, desde la necesidad de un frente unido entre la ciudad y el campo en sus escritos sobre la cuestión meridional, hasta la idea del marxismo como una «filosofía de la praxis» y la dialéctica del «comunismo crítico» como un proceso de verificación y falsificación continuas entre la teoría y la acción.

Sin embargo, detrás de esos indicadores, el nombre de Labriola permaneció durante mucho tiempo sin escucharse, sin sentirse, sin verse. Solo en el siglo XXI ha comenzado a resurgir el pensamiento de Labriola, culminando en la prestigiosa edizione nazionale de sus obras que se está llevando a cabo en Italia.

Mientras el capitalismo sigue escapando a los desastres autoinfligidos de las crisis financieras y la explotación sin precedentes de los recursos, tanto humanos como naturales, la obra de un eminente marxista del siglo XIX parece sumamente oportuna. El pensamiento de Labriola todavía tiene una valiosa contribución para hacer a la hora de esclarecer la dirección que la teoría, en tanto «plagio de las cosas», debe seguir en la organización de un movimiento encaminado a la construcción del socialismo.