Pocos siguen defendiendo el capitalismo. La mayoría ha reconocido su absurdo, y las críticas al sistema existente suelen dirigirse a los ya convencidos, porque el conflicto ideológico ya no es entre quienes defienden el capitalismo y quienes lo rechazan, sino entre la esperanza y la resignación. Como anticapitalistas, nuestra tarea hoy quizá no sea tanto convencer a los demás de que el capitalismo es destructivo, sino más bien reforzar la creencia en la posibilidad real de organizar nuestra vida compartida de una forma totalmente diferente y mejor.

Contrariamente a lo que muchos intelectuales creen por vanidad, el fortalecimiento de esa idea no es generalmente una cuestión de tener las ideas, los argumentos y los análisis correctos. Es más bien el resultado de tener experiencias concretas de poder actuar y hacer cambios junto con otras personas. Si millones de personas en las primeras décadas del siglo XX consideraban que el socialismo era una posibilidad real a su alcance, no era porque los intelectuales socialistas hubieran conseguido por fin afinar suficientemente sus argumentos, sino porque el movimiento obrero en su apogeo había creado organizaciones políticas capaces de dar a la gente una experiencia perceptible de lograr mejoras concretas en su calidad de vida mediante la acción colectiva. Las utopías cautivadoras no importan si no van acompañadas de una confianza en la capacidad de la acción colectiva para cambiar el curso de la historia, y esa confianza no puede conjurarse con buenos argumentos: las comunidades políticas son la base inevitable de las ideas sobre otra sociedad mejor.

Eso no significa, sin embargo, que las ideas no importen. Las ideas sobre una buena sociedad nunca pueden crear por sí mismas cambios históricos, pero eso no impide que sean parte de ese proceso. En las circunstancias políticas e históricas adecuadas, las ideas pueden funcionar como puntos de orientación, que pueden ayudarnos a tomar decisiones sobre cómo actuar. Por eso tiene sentido debatir sobre cómo podría ser una sociedad libre. Y eso es algo que los anticapitalistas han descuidado durante demasiado tiempo.

Afortunadamente, hay indicios de que las cosas están cambiando. Cada vez hay más gente que piensa en cómo podría ser una sociedad poscapitalista, y proliferan los debates sobre el “comunismo y decrecimiento”, el “socialismo de media Tierra”, el “comunismo de lujo totalmente automatisado”, la “posescasez”, el “comunismo de rescate” y la “comuna mundial”. El año pasado, M.E. O Brien y Eman Abdelhadi publicaron una visión de una Nueva York comunista, Everything for Everyone: An Oral History of the New York Commune, 2052-2072, y autores como Aaron Benanav, Jasper Bernes y Cordelia Belton están escribiendo actualmente libros sobre el comunismo que esperemos se publiquen pronto y que seguramente constituirán importantes contribuciones a los debates contemporáneos sobre las estructuras económicas y políticas de nuestro futuro comunista.

El comunismo es democracia

En el capitalismo, las actividades económicas de una sociedad se organizan según un único principio: el beneficio. La mayoría de las decisiones sobre qué y cuánto producir, quién debe producirlo, dónde y cómo debe producirse, y quién debe recibir los resultados de la producción se dejan en manos de actores privados que buscan el beneficio. El comunismo no consiste en sustituir este principio por otro principio económico, sino en permitir la toma democrática de decisiones sobre cómo deben organizarse nuestras actividades y recursos compartidos.

Los seres humanos son seres sociales en la medida en que viven en grupos y dependen unos de otros para su supervivencia, y son seres naturales en la medida en que dependen de un ecosistema que no pertenece a nadie y, por tanto, es de todos. El acceso de un individuo a sus propias condiciones materiales de existencia está siempre mediado por las relaciones sociales, que es otra forma de decir que es siempre una cuestión política, y por esta razón, la libertad nunca puede consistir simplemente en la ausencia del poder de la comunidad sobre el individuo, sino que debe consistir también en la posibilidad por parte de los individuos de participar en los procesos políticos que configuran sus relaciones con sus condiciones de existencia. Dicho de otro modo, los seres humanos son por naturaleza animales políticos, cuya libertad sólo puede realizarse y mantenerse mediante la autodeterminación colectiva, o lo que llamamos democracia. El comunismo es la aspiración a tomarse este ideal democrático lo más en serio posible y es, como tal, una visión de la libertad. La democracia debe, en palabras de Ellen Meiksins Wood, «reconcebirse no simplemente como una categoría política, sino como una categoría económica, [… esto es] como un regulador económico, el mecanismo impulsor de la economía».

No es un estilo de vida

El comunismo no implica una idea particular de la buena vida. El comunismo no es un estilo de vida o una fantasía sobre hacer de cada faceta de la vida de un individuo el objeto de la toma de decisiones políticas; no es un culto romántico a la comunidad o un sueño de comunas y comidas compartidas y cultura hazlo-tú-mismo. El comunismo es el esfuerzo por establecer instituciones que puedan garantizar el mayor grado posible de libertad individual y control democrático sobre aquellos aspectos de la vida humana que son, necesariamente, compartidos por los miembros de una sociedad. El comunismo es tanto para introvertidos y ermitaños como para colectivistas entusiastas.

El comunismo se basa en el reconocimiento de que hay aspectos de nuestra vida que son ontológicamente colectivos y que, por tanto, no pueden dejarse en manos de los individuos. El mejor ejemplo es la tierra: originalmente no pertenece a nadie y, por tanto, es de todos, razón por la cual las decisiones sobre qué hacer con ella tienen que ser decisiones democráticas. La comunización de nuestras condiciones compartidas de existencia no se basa en una reivindicación moral sobre lo común o lo colectivo como algo más fino o mejor o más elevado que lo individual, sino en la simple idea de que la reproducción de la especie humana es inherentemente social, y que la democratización total de los aspectos compartidos de esta reproducción es la única consecuencia razonable de ese hecho. Sin embargo, todos los aspectos de la vida de los que se pueda ocuparse individualmente seguirán siendo, por regla general, cuestiones individuales.

La condición fundamental del comunismo es que las condiciones básicas de la vida de la sociedad se pongan bajo control democrático. Se aboliría el Estado, se disolverían todas las empresas privadas y se expropiarían todos los medios de producción de propiedad privada -tierras, edificios, máquinas, etc.-, así como la riqueza de la clase dominante. Al mismo tiempo, habría que construir nuevas instituciones, que no sólo asumirían muchas de las funciones que hoy solemos asociar con el Estado, sino que también gestionarían y supervisarían la economía.

Se trata, pues, de una ampliación total y completa de la democracia. En lugar de dejar las decisiones económicas en manos de las fuerzas del mercado, seríamos nosotros quienes decidiríamos qué es lo que nosotros queremos.

La Comuna

Llamemos comuna a la unidad básica de la estructura institucional del comunismo. Todo el mundo tendría que elegir una comuna de origen, pero todo el mundo podría vivir en la comuna que eligiera. Las comunas variarían en tamaño, dependiendo de su prehistoria revolucionaria, así como de su contexto geográfico, cultural e histórico particular. Algunas comunas estarían fuertemente urbanizadas y contarían con millones de habitantes -llamémosles comuneros–, mientras que las comunas situadas en zonas escasamente pobladas o en islas desoladas podrían tener muy pocos habitantes, al menos al principio. El comunismo disminuirá gradualmente la división entre la ciudad y el campo, pero para empezar será necesario construir el comunismo en un mundo moldeado por siglos de intensa urbanización capitalista, lo que significa que zonas muy urbanizadas como Tokio o Shanghai tendrían que transformarse en varias grandes comunas urbanas.

Idealmente, cada comuna controlaría todo lo necesario para cubrir las necesidades de sus comuneros, desde la tierra, el agua, la energía y otros recursos naturales hasta la fuerza de trabajo, la tecnología, la investigación y la educación. En general, las decisiones deberían ser tomadas por los afectados, o lo más cerca posible de ellos, para garantizar un alto grado de autonomía y minimizar el riesgo de centralización antidemocrática del poder.

En la práctica, éste es un ideal imposible de realizar, en parte porque una de las condiciones básicas de todas las comunas es una biosfera estable, y eso sólo puede garantizarse mediante algún tipo de regulación global del uso de nuestros recursos naturales comunes. Además, la cooperación entre comunas tendría ventajas evidentes. Dos municipios vecinos podrían, por ejemplo, decidir poner en común sus recursos en materia de infraestructuras o educación. Tales acuerdos entre municipios darían lugar probablemente a algún tipo de estructura piramidal formada por instituciones políticas con poder de decisión, así como foros de coordinación, intercambio de conocimientos y ayuda recíproca.

Bajo el comunismo, los referendos serían más comunes, pero no todas las decisiones podrían tomarse de esta manera, por lo que también sería necesario que hubiera asambleas representativas, cuyos escaños podrían llenarse mediante una combinación de elecciones y sorteos, lo que contrarrestaría la formación de una élite política y la profesionalización mercantil de la política.

Quizá la tarea más importante de la comuna sería aprobar y ejecutar los planes económicos que sustituirían a los mecanismos de mercado. Podría ser algo así: todos los municipios e instalaciones de producción informarían periódicamente de sus necesidades y deseos y, basándose en los datos disponibles públicamente sobre estas necesidades y deseos, así como sobre los recursos disponibles y la capacidad de producción, las diferentes organizaciones políticas propondrían borradores de planes económicos que esbozaran los objetivos de producción para un periodo de dos años. Este proceso se repetiría varias veces junto con reuniones y audiencias públicas y diversas formas de debates públicos para garantizar un nivel máximo de participación democrática. Finalmente, se aprobaría un plan definitivo mediante referéndum. Las decisiones sobre los detalles exactos de la implementación serían tomadas por asambleas representativas en colaboración con las unidades de producción.

El sector público

En el comunismo, la economía se dividiría en dos sectores. Aaron Benanay se inspira en Marx y los llama el reino de la necesidad y el reino de la libertad. También podríamos llamarlos sector público y sector privado. En el sector público -o el reino de la necesidad- «repartiríamos», como dice Benanav, «las labores necesarias para nuestra reproducción colectiva, dividiendo las responsabilidades y teniendo en cuenta al mismo tiempo las capacidades y tendencias individuales». Esto incluiría, entre otras cosas, la agricultura, la sanidad, la vivienda, la educación, la investigación, el cuidado de niños y ancianos, el transporte público, las infraestructuras, los medios de comunicación, los bienes de consumo y lo que hoy llamamos bienes de capital.

Los planes bienales descritos anteriormente pueden considerarse como una lista de todo lo que debe producir el sector público, que a su vez puede convertirse en una determinada cantidad de horas de trabajo necesarias para alcanzar estos objetivos. Idealmente, estas horas se distribuirían equitativamente entre todos los comuneros adultos aptos para el trabajo, y las tareas específicas se asignarían en función de las capacidades y necesidades de cada individuo. Así, por ejemplo, se podría exigir a todos que trabajasen veinte horas a la semana.

Bajo el capitalismo, una parte significativa del trabajo más necesario para el mantenimiento de la vida se hace invisible o se privatiza como trabajo doméstico no remunerado. La separación capitalista del trabajo remunerado y no remunerado, de la producción y la reproducción, que es una fuente importante de opresión de género, desaparecería en el comunismo, donde el trabajo reproductivo contaría como parte de la carga de trabajo compartida de la comuna.

Para asegurarse de que las necesidades de la comuna coinciden con las necesidades y capacidades de los comuneros, podrían utilizarse diversos incentivos: una tarea particularmente impopular podría, por ejemplo, contar el doble de horas o conllevar privilegios especiales, como el acceso a una vivienda más atractiva o a condiciones de trabajo más atractivas. Las tareas más populares podrían asignarse por sorteo o agruparse con las impopulares. Se podría utilizar una estrategia similar para garantizar que el sistema educativo de la comuna esté preparado para satisfacer las necesidades previstas de la comuna y evitar así la escasez de mano de obra especializada. De este modo, sería posible crear una división del trabajo en la que la mayoría de las tareas fueran igualmente atractivas y en la que determinados grupos de personas no se vieran obligadas a asumir las peores tareas, como ocurre actualmente en el capitalismo.

Todo lo producido en el sector público se distribuiría sin utilizar dinero. La vivienda, la sanidad, la medicina, la educación, las guarderías, el transporte público y las comidas en los comedores públicos serían gratuitos y estarían a disposición de todos, sin control. La vivienda se asignaría mediante sorteo y listas de espera. La idea básica que subyace a las bibliotecas públicas podría extenderse a cosas como herramientas, bicicletas, instrumentos musicales, arte y ropa, como ha sugerido recientemente el político danés Pelle Gragsted.

Los bienes de consumo asociados a distintas preferencias individuales (a mí me gusta beber vermú, a ti quizá te guste más el jerez) podrían «comprarse» con cupones digitales. Todos los comuneros recibirían cupones cada semana para utilizarlos en servicios y productos disponibles en los almacenes públicos. No se trataría de dinero, ya que los cupones serían personales y caducarían al cabo de cierto tiempo (pongamos tres meses, por ejemplo), lo que significa que no pueden transferirse ni acumularse.

El sector privado

La comuna produciría y distribuiría todo lo necesario para que todos los comuneros vivieran una vida buena, larga, sana y estable. Se encargaría de construir y mantener viviendas, electricidad, carreteras, saneamiento, ferrocarriles, Internet; produciría tu comida y tus medicinas, tu ropa, tu teléfono, tus muebles, tu televisión y tus libros; cuidaría de ti, de tus hijos, de los ancianos y de los enfermos.

Pero la comuna no podría satisfacer todas las necesidades de los comuneros. En el capitalismo, es la demanda efectiva de los individuos la que determina lo que se produce: «el poder social se convierte en el poder privado de los particulares», como dijo Marx en El Capital. En el comunismo, en cambio, las decisiones sobre qué producir se tomarían democráticamente, lo que significa que la comuna podría decidir no producir ciertos productos, aunque a algunos comuneros les gustaría. En tales casos, los comuneros serían libres, por regla general, de producirlos ellos mismos en su tiempo libre.

Los productos que la comuna ha optado por no incluir en su plan económico podrían ser producidos por el sector privado, o en el reino de la libertad, es decir, la parte de la economía de una sociedad que los comuneros gestionarían en su tiempo libre. Aquí, cada uno produciría y comerciaría como quisiera, dentro de ciertos límites determinados democráticamente (no producir ni intercambiar seres humanos, armas o drogas duras, por ejemplo). Los comuneros también podrían crear instituciones y tecnologías que facilitaran y regularan el intercambio, por ejemplo, creando algún tipo de dinero.

Imaginemos, por ejemplo, que hemos decidido democráticamente que, para reducir el tiempo de trabajo de todos, la comuna sólo producirá bicicletas de un color. Si un comunero quiere desesperadamente una bicicleta roja, podrá coger una bicicleta sin pintar de un almacén público (gratis, por supuesto, como todo lo demás) y pintarla él mismo. O tal vez la lleve a un taller de bicicletas que un grupo de comuneros haya creado en su tiempo libre y se la pinten a cambio de otra cosa. Como este ejemplo deja claro, el «sector privado» no es más que un nombre para las actividades productivas a las que se dedican los comuneros en su tiempo libre.

La comuna trazaría democráticamente la línea divisoria entre ambos sectores. Cada vez, es cuestión de preguntarse: ¿Es ésta una necesidad de la que estamos de acuerdo en responsabilizarnos colectivamente, o es algo que dejamos a los comuneros que se ocupen de sí mismos? La energía, los edificios y las materias primas necesarias para la producción fuera del sector público serían concedidos por la comuna, ya sea gratuitamente o a cambio de productos o servicios.

Pero, ¿no es este sector privado simplemente otra forma de capitalismo? La respuesta es no, porque la comuna siempre garantizaría a todos los comuneros el acceso incondicional a las necesidades vitales, lo que significa que siempre sería posible retirarse completamente del sector privado. La tierra, la vivienda y la fuerza de trabajo nunca se convertirían en mercancías. El dinero existiría puramente como medio de intercambio y no podría utilizarse para dar a ciertas personas poder sobre otras.

La vida bajo el comunismo

Durante siglos, el capitalismo ha dado prioridad a los beneficios sobre la naturaleza, y como resultado, ahora nos encontramos con lo que el autor comunista Eskil Halberg ha llamado un planeta remendado. Necesitamos lo que The Salvage Collective, en su manifiesto de 2021, La tragedia del trabajador, llama un comunismo de rescate, lo que significa que una parte significativa de los recursos de la comuna tendría que dedicarse a la restauración ecológica. La democratización de nuestros recursos comunes permitiría regular el uso de los recursos naturales y, de este modo, garantizar las condiciones de existencia de las futuras generaciones de seres humanos y de los demás seres vivos con los que compartimos esta tierra.

La idea de comunismo que he descrito aquí es tan diferente del socialismo autoritario de Estado del siglo XX como del capitalismo. Entonces, ¿por qué insistir en llamarlo «comunismo», una palabra tan fuertemente asociada a la dictadura estalinista? Por la misma razón que no deberíamos renunciar al concepto de «democracia» por la República Democrática Alemana o la República Popular Democrática de Corea del Norte. Vale la pena luchar por algunas palabras, y en lugar de abandonar el concepto de comunismo a la falsificación típicamente burguesa de la historia, deberíamos insistir en continuar la larga e ininterrumpida tradición que -en oposición explícita al socialismo autoritario de Estado- lleva más de 150 años luchando por una sociedad libre bajo la bandera del comunismo.

¿Cómo sería la vida bajo el comunismo? Por encima de todo, una sociedad comunista sería libre, sin clases y diversa. El comunismo daría a cada uno la libertad de moldear su vida como quisiera. El comunismo sería sinónimo de una toma de decisiones más democrática, menos horas de trabajo, mejores viviendas, mejores alimentos y una biosfera estable, así como de algo que el capitalismo nunca puede ofrecer: seguridad económica. En el capitalismo, nunca se sabe cuándo un despido, la inflación o una crisis económica te complicarán la vida; en el comunismo, nadie tendría que temer que le corten el acceso a las necesidades vitales básicas. En otras palabras, una vida comunista será libre, segura y buena, para todos.

Este texto fue publicado originalmente en español en Contracultura, traducción de la versión en inglés publicada en Verso Books.