Por: Santiago García Cabrera
Dado que la economía moderna es una economía mercantil, cabría esperar que la crítica de Marx al mercado sea tan conocida como sus otros desarrollos teóricos. Sin embargo, esto no es así. Aquí comenzamos a remediarlo.
El mercado es una forma de organización económica en la que los productores intercambian sus productos (llamados «mercancías») a través del acto de compra-venta. Para que una mercancía se cambie por otra, es necesario que haya una equivalencia entre ellas (es decir, que valgan lo mismo); el tiempo de trabajo socialmente necesario es la magnitud de medida y comparación de las mercancías que surge para establecer la equivalencia en el intercambio (esto se conoce como «ley del valor»). Tal equivalencia puede darse a través de un intercambio directo (o trueque), o puede usarse un equivalente general (el dinero) para medir el valor de cada una de las mercancías. Así, la existencia y desarrollo del mercado implica necesariamente el surgimiento del dinero como equivalente general.
Las mercancías tienen dos determinaciones fundamentales: un valor de uso y un valor de cambio. El valor de uso es la necesidad que satisface la mercancía (por ejemplo, la utilidad de una bombilla es su capacidad de iluminar) y el valor de cambio es la proporción numérica en que una mercancía se cambia por otra, medida por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas (proporción llamada «precio» cuando se usa dinero; por ejemplo, el valor de cambio de una bombilla son 2 dólares). Sin embargo, esta doble determinación no es de doble vía: en la economía mercantil, el valor de uso está subordinado al valor de cambio.
La crítica de Marx
La crítica de Marx a la economía mercantil se puede encontrar desde el primer capítulo de El capital; concretamente, en el famoso y a menudo malentendido pasaje sobre el fetichismo de la mercancía. Allí Marx especifica cuáles son las condiciones históricas que hacen necesario el surgimiento de la economía mercantil: el mercado solo surge cuando existen productores independientes unos de otros que producen para un público de consumidores anónimos. En contraste, en las economías de supervivencia, cada unidad productiva (ya sea una familia o comunidad) produce para para su propio consumo, por lo que no puede haber mercado. Delimitar estas condiciones históricas es clave porque elimina la noción de que el mercado es algo «natural» o que se encuentra en la «naturaleza humana», concepciones que se encuentran en todos los defensores del sistema capitalista.
Una vez establecidas las condiciones históricas, Marx presenta su crítica principal al mercado: que cuando los productores independientes intercambian sus productos y surge el mercado, los productos tienen primacía sobre los productores; es «el mercado» el que «mueve a la economía» y no los productores. Esto se debe a que cada trabajo privado solo adquiere validez como trabajo social a través de la venta de la mercancía; sin ser vendidas, las mercancías no tienen valor.
Esta situación lleva a que el objetivo de la producción sea la venta y no la satisfacción de las necesidades humanas; como resultado, la economía queda controlada y gobernada por la ley del valor y no por la voluntad de los productores o las necesidades de los consumidores. Esto es lo que Marx denomina fetichismo de las mercancías: que, aunque ellas son fabricadas por los productores, se independizan de ellos al punto que parecen moverse por sí mismas; son ellas —las mercancías— las que gobiernan la economía.
Retomando una idea de su juventud, «la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas»: mientras exista la economía mercantil, las mercancías serán más reales que los seres humanos que las producen. Por supuesto, este fetichismo se agrava con el surgimiento del equivalente general de las mercancías. El dinero se presenta como el motor del mundo, reduciendo a los seres humanos a simples marionetas.
Dado que los precios de mercado se establecen por competencia —una guerra entre las distintas empresas por reducir los costos de producción—, las presiones competitivas de la economía mercantil impulsan la diferenciación de clase dentro de la producción de mercancías. Es decir: mientras exista mercado, existirá una fuerza objetiva que impulsa el surgimiento de la burguesía y el proletariado. ¿Por qué? Porque pagar el costo de la fuerza de trabajo (es decir, el salario) es más barato que distribuir la ganancia en forma de participaciones, como en las cooperativas. Esta presión objetiva de la competencia mercantil explica por qué no existen tantas empresas cooperativas en la economía capitalista.
Sin embargo, el carácter enajenante del mercado se magnifica cuando surge el mercado laboral (o de fuerza de trabajo). Hay tres circunstancias agravantes: 1) se trata de seres humanos vendiendo su capacidad de trabajar y su tiempo de vida a cambio de un salario, generándose un fetichismo mercantil en relación a estos asuntos; 2) como la fuerza de trabajo es una mercancía, estamos ante el intercambio entre dos poseedores de mercancías; sin embargo, esta situación aparente de libertad e igualdad encubre la relación de dominación subyacente: para poder vender esta mercancía, la clase obrera debe aceptar la entrega gratuita (sin equivalente) de una parte de los productos de su trabajo (este plustrabajo se convertirá en plusvalía tras la venta de la mercancía producida); 3) esta apariencia de igualdad y libertad esconde el despojo necesario para la formación del mercado laboral: se requiere de la previa separación violenta entre los productores y su propiedad para que haya productores sin propiedad que estén dispuestos a entregar una parte de su producto al propietario de los medios de producción (o capitalista). Así, la diferencia entre la producción capitalista y la producción simple de mercancías radica en la existencia del mercado de fuerza de trabajo.
Por último, es importante señalar que la ley del valor se impone mediante un proceso turbulento. Al surgir de la separación entre los productores, la equivalencia entre las mercancías se establece ciegamente, mediante tanteo; por eso, los precios no coinciden directamente con el valor, sino que fluctúan a su alrededor, también movidos por la oferta y la demanda. A nivel macroeconómico, estas oscilaciones en los precios se experimentan a través de las fases del ciclo económico (acumulación y crisis). Además, la prevalencia del valor de cambio sobre el valor de uso tiene dos consecuencias especialmente graves: 1) durante las crisis periódicas, es común que se destruyan mercancías para que no sigan perdiendo su valor; las crisis no deben a la escasez, sino a la sobreproducción; 2) el desperdicio material y energético ocasionado por el mecanismo mercantil-capitalista explica en gran medida la crisis ecológica que enfrenta actualmente la humanidad.
La superación del mercado
La paradoja de la economía mercantil radica en que, a pesar de ser una creación humana, no está bajo el control de los seres humanos, sino que son ellos los que están sujetos a su dominio. La clave para proponer un tipo de economía que supere al mercado es que ella sea capaz de mantener la complejidad propia de las economías mercantiles, pero evitando los desequilibrios que conllevan, como lo son —en el caso extremo— las crisis recurrentes del capitalismo. Es por esta razón que, al final del pasaje sobre el fetichismo de las mercancías, Marx introduce la idea de una economía planificada como forma de superación de la economía mercantil. En palabras de Marx:
[…] imaginémonos, para variar, una asociación de hombres libres que trabajen con medios colectivos de producción y que desplieguen sus numerosas fuerzas individuales de trabajo, con plena conciencia de lo que hacen, como una gran fuerza de trabajo social. […] El producto colectivo de la asociación a que nos referimos es un producto social. Una parte de este producto vuelve a prestar servicio bajo la forma de medios de producción. […] Otra parte es consumida por los individuos asociados, bajo forma de medios de vida. Debe, por tanto, ser distribuida. El carácter de esta distribución variará según el carácter especial del propio organismo social de producción y con arreglo al nivel histórico de los productores. Partiremos, sin embargo, aunque sólo sea a título de paralelo con el régimen de producción de mercancías, del supuesto de que la participación asignada a cada productor en los medios de vida depende de su tiempo de trabajo. En estas condiciones, el tiempo de trabajo representaría, como se ve, una doble función. Su distribución con arreglo a un plan social servirá para regular la proporción adecuada entre las diversas funciones del trabajo y las distintas necesidades. De otra parte y simultáneamente, el tiempo de trabajo serviría para graduar la parte individual del productor en el trabajo colectivo y, por tanto, en la parte del producto también colectivo destinada al consumo. (Marx, 1984)
La institución económica del mercado surge como resultado de la condición histórica de una producción privada (cada productor es independiente, o está separado de los demás) que necesita adquirir su carácter social a través de la venta. Del mismo modo, otras condiciones históricas, como la propiedad colectiva de los medios de producción, en la que todo trabajo es directamente social (y no indirectamente, a través de la venta), requerirían necesariamente de una economía planificada para su coordinación, donde la producción se orientaría hacia la satisfacción de las necesidades humanas y no a la venta de mercancías.
Por supuesto, esta forma genérica de presentar el modo de producción que superaría el capitalismo, permitió que fuese blanco de críticas. La crítica más aguda fue presentada por Ludwig von Mises: en su «teorema de la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo», argumentó que una economía planificada no podría procesar toda la información que genera una economía compleja, y que la única forma de hacerlo sería descentralizadamente, a través de una economía mercantil y su consiguiente sistema de precios y dinero. De lo contrario, emergerían economías con mayor escasez y menor complejidad.
La primera respuesta a esta crítica fue formulada por Oskar Lange (1973). Basándose en el modelo de equilibrio general walrasiano, propuso que una oficina de planificación económica podría actuar como el subastador universal de este modelo. A esta propuesta se le conoce como «socialismo de mercado», ya que el sistema de precios y dinero seguiría existiendo y la economía estaría compuesta por empresas cooperativas de propiedad estatal. La diferencia radica en que los precios serían fijados por la oficina de planificación a través de un mecanismo que simularía una subasta, por ensayo y error, hasta llegar al punto de equilibrio entre oferta y demanda. Sin embargo, hacia el final de su vida, Lange (1966) propuso que la cibernética moderna hacía obsoleto el mecanismo mercantil.
El legado de este último Lange fue continuado por la corriente «cibercomunista» (Cockshott & Nieto, 2017), quienes han respondido satisfactoriamente la crítica de Mises. Afirman que las condiciones tecnológicas para el procesamiento de la información requerida en una economía planificada, han sido satisfechas con la cibernética moderna. En este sentido, el cálculo de las matrices insumo-producto no sería llevado a cabo por funcionarios de una oficina de planificación económica (como los dos millones de funcionarios del GOSPLAN soviético), sino por computadoras que estén programadas para este propósito, conectadas a través de internet. Los recientes avances en Big Data, Machine Learning, computación cuántica e inteligencia artificial sólo refuerzan este punto.
Esto demuestra una idea fundamental del materialismo histórico: que la humanidad va construyendo las condiciones históricas para superar los distintos modos de producción, y que hasta que éstas no estén satisfechas, las transformaciones superadoras no son posibles.
Conclusión
La falta de apropiación de la crítica marxista al mercado por parte de los propios marxistas ha provocado descalabros políticos, pues se acepta la noción generalizada de que el Estado es lo opuesto al mercado. Así, se suele entender el proyecto político del comunismo como el control estatal de la economía; tal malentendido trae la sensación de que «se está avanzando» cuando sectores de la economía son estatizados, incluso por el Estado burgués. Estas ideas no solo reflejan la falta de compresión de la crítica marxista al mercado, sino también la falta de comprensión de la crítica marxista al Estado.
La crítica marxista al Estado parte de una afirmación básica: el Estado es una necesidad política que emerge de toda sociedad de clases, y su función principal es preservar la hegemonía de la clase dominante. Así, la idea de que «el Estado intervenga» tiene tres problemas: 1) Cuando el Estado burgués interviene, no lo hace por los intereses generales del pueblo, sino por los intereses generales de los capitalistas. 2) Se está presuponiendo la existencia tanto del mercado como del Estado. Sin embargo, el objetivo del comunismo es la desaparición de ambos. Aunque es necesario durante la transición, el Estado desaparecerá a medida que la sociedad de clases desaparezca. 3) Al estar separadas entre sí, las empresas industriales del Estado participan en el mercado y no están en oposición a él. Todas estas nociones se pierden cuando se establece la dicotomía entre Estado y mercado.
Contrario al sentido común de la izquierda —basado en un keynesianismo bastardo—, para el marxismo el mercado sí se regula solo: concretamente, lo hace a través de la ley del valor. La crítica marxista consiste en constatar que esa regulación interna hace que toda economía mercantil sea incontrolable. Por lo tanto, para que la sociedad pueda controlar conscientemente la producción, no se necesita la «intervención del Estado», sino la superación de toda economía mercantil; es decir, es necesaria la organización de una economía planificada.
Para finalizar, es necesario apuntar una idea: dado que todo país requiere del comercio con otros países, la crítica marxista del mercado implica que la revolución comunista solo tiene sentido si es mundial. Esto se debe a que, si se logra «el socialismo en un país», la necesidad de comerciar con economías capitalistas haría emerger la ley del valor y, con ella, surgiría una presión objetiva hacia la diferenciación de clase, pues dicha ley no habría desaparecido por completo; en el mejor de los casos, la ley del valor estaría relegada al comercio internacional, ejerciendo esa presión mencionada, que tarde o temprano se impondría.
De hecho, esta idea podría explicar —en el fundamento— el fracaso de las revoluciones socialistas en el Siglo XX. Por lo tanto, el socialismo en un solo país no es posible; por necesidad económica, el socialismo requiere la mundialización de la revolución.
Bibliografía
Marx, Karl. El Capital. Fondo de Cultura Económica, 1984
Lange, Oskar. Sobre la teoría económica del socialismo. Editorial Ariel, 1973.
Lange, Oskar. La computadora y el mercado. 1966.
Cockshott, Paul & Nieto, Maxi. Cibercomunismo. Editorial Trotta, 2017.
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