En Chile, como en otras latitudes, la célebre frase de Carl von Clausewitz según la cual «la guerra es la continuación de la política por otros medios» parece verificarse. Como lo subraya la historiadora María Angélica Illanes: «El tema de la historia de la Unidad Popular y de los cordones industriales debiera ser, más bien, el de la no-insurreccionalidad armada de la vía chilena. Tema que en realidad constituye la gran pregunta sobre la historia del movimiento obrero en Chile».Comprender el fin del poder popular implica entonces, interesarse en la ofensiva que llevó a cabo la oposición, las Fuerzas Armadas y los grupos paramilitares durante los últimos meses de la UP, pero también en los preparativos de la izquierda y de los Cordones Industriales para enfrentarlos.
«Si a Ud. le sobra una mano, amárrele los cordones a Allende»
Como lo subraya la sociología de los movimientos revolucionarios, «a las imágenes y a los símbolos revolucionarios, la contrarrevolución responderá con contraimágenes y contrasímbolos. Presentará la revolución inminente, o en curso, bajo rasgos amenazadores y sangrientos; describirá las consecuencias nefastas; denunciará a los ‘agitadores’, ‘provocadores’, ‘revolucionarios utópicos’ o ‘revolucionarios profesionales’, etc. El lenguaje y el simbolismo de la contrarrevolución no son menos ricos que los de la revolución».
Después del Tancazo la contrarrevolución chilena lanza una intensa campaña ideológica. El objetivo es acompañar «la estrategia de invierno» de la oposición y preparar el ambiente para una intervención militar. Esta ofensiva reivindica los valores nacionales e invoca el respeto de la democracia amenazada por la «dictadura marxista».
Se escoge con habilidad el ángulo de ataque, ya que busca atemorizar a una población cansada de las dificultades cotidianas. Se sugiere la existencia de un poder popular poderoso, organizado y armado.
A fines de julio, Tribuna, periódico del Partido Nacional, publica en su portada «Si a Ud. le sobra una mano, amárrele los cordones a Allende». Para esta prensa, los Cordones Industriales servirían para «establecer, como lo pide el MIR, la ‘dictadura popular’». Los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, en nombre de la mayoría del Parlamento, emiten una larga declaración en julio de 1973: «Debemos señalar que se habla abiertamente por los más altos representantes del Ejecutivo de la constitución de un poder popular.
Esto significa de hecho crear un ejército paralelo en el cual están interviniendo numerosos extranjeros, lo que resulta a todas luces intolerable». Los diputados agregan «quien tiene la mayor responsabilidad de esta crítica situación es el gobierno».
El tema de un mítico ejército de los Cordones Industriales es a menudo evocado y además combinado con otro temor: un posible cerco de las ciudades del país por el poder popular. Las capacidades de los CI se consideran gigantescas como «dispositivos de fuerza» a través de los cuales «el marxismo está en condiciones de ejercer el control sobre medios de producción, sectores residenciales, establecimientos de enseñanza y, en general, sobre toda la actividad ciudadana en el Gran Santiago».
En abril 1973, la revista derechista Qué Pasa ya había publicado un alarmante informe especial cuyo título explícito es: «Pueden los ultras copar Santiago?» y que precisamente incluye un mapa detallado de los cordones industriales, «puntos clave» y campamentos de Santiago. «El copamiento, en verdad, ha sido ya planeado por la ultraizquierda –y se habla de él sin disimulo- como respuesta a una eventual “aventura sediciosa” de la oposición […]. En una emergencia, la ultra izquierda puede dejar a Santiago sin servicios públicos: agua, luz, correos, teléfono y telégrafos y locomoción del Estado. Ferrocariles y LAN no serán tan fácilmente paralizables, pero ello también se conseguiría en definitiva mediante la acción de los campamentos y cordones».
Este miedo a las clases peligrosas, inscrito espacialmente, subraya hasta qué punto el movimiento obrero ha comenzado a trastornar las jerarquías sociales y también las espaciales, al menos en el plano de las representaciones colectivas. Se trata en este caso de un «efecto de lugar» tangible del poder popular.
El ataque a los Cordones Industriales también proviene de los dirigentes sindicales de la DC, quienes –debemos recordarlo– representan una de las fuerzas dominantes del movimiento obrero y que bajo la conducción de Ernesto Vogel, vicepresidente de la CUT, y organizados en el Frente de Trabajadores Unitarios (FUT), se rebelan contra las movilizaciones del poder popular.
La idea del «desbordamiento» del gobierno por extremistas incontrolados es una constante. En su editorial del 5 de agosto de 1973, El Mercurio escribe que «la acción de grupos armados continúa, pese de los esfuerzos de los militares por contener esta acción subversiva». El efecto buscado es claramente el de aterrorizar a la población.
Para completar la embestida, el 23 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados aprueba un proyecto de acusación constitucional en contra del gobierno por haber sobrepasado sus atribuciones. Este texto sirve para justificar el golpe militar al mismo tiempo que denuncia explícitamente el «llamado ‘poder popular’, cuyo fin es sustituir a los poderes legítimamente constituidos y servir de base a la dictadura totalitaria». Para la revista Qué Pasa, frente a los cordones y el peligro de «copamiento» de la capital que representarían, la conclusión también parece obvia: «¿Quién resistiría? La respuesta es sencilla, solo las Fuerzas Armadas».
«¡No a la guerra civil!»
Hasta los últimos momentos de Allende, la mayoría de la UP moviliza sus tropas en torno a la consigna repetida hasta el cansancio de «No a la guerra civil!», sin darse cuenta que ésta –en gran parte– ya había comenzado. Sólo unos días previos al golpe, la dirección del PC arenga a sus militantes afirmando que «así como la legalidad del Gobierno es una fuerza contra el golpe, así lo es también el predominio del espíritu profesional … en las filas de las Fuerzas Armadas».
Una de las mentiras más grande de la Junta Militar fue hacer creer que la izquierda estaba extremadamente bien preparada desde el punto de vista militar y lista para organizar un «autogolpe» con el objetivo de terminar con las instituciones democráticas y las Fuerzas Armadas.
Paralelamente a este supuesto «plan Z», los oficiales golpistas hablaban de la presencia de 15 mil peligrosos guerrilleros extranjeros. Esta imagen fantasmagórica es omnipresente en el «libro blanco» de la dictadura cuya redacción es encargada al historiador reaccionario Gonzalo Vial.
Estos antecedentes han sido desestimados por todas las investigaciones serias que se han realizado posteriormente, incluida la comisión presidencial Verdad y Reconciliación (1990) que reconoce la ausencia casi total de resistencia armada el día del golpe de estado. La mayor parte de los testimonios señalan que ningún partido estimó realmente lo que podría significar la violencia del golpe de estado.
Hoy, Carlos Altamirano precisa «Yo sostengo que, en lo fundamental, el gran vacío, el gran error de nuestro gobierno y de la experiencia de la UP fue haber pretendido realizar una ‘revolución’ sin armas. Una revolución desarmada». Este «vacío histórico» también ha estado en el centro de la autocrítica del Partido Comunista a partir de 1977, la opción táctica que realiza la izquierda antes de 1973 es respetar el funcionamiento de las instituciones militares.
Allende y los «gradualistas» se proponen asegurar el monopolio de las armas para los militares y creen poder reforzar su cohesión, integrándolos al gabinete cívico-militar. Por su parte, el MIR y –en menor medida– el MAPU de Garretón y el PS, levantan la idea de la necesidad de armar al pueblo, aunque paralelamente llaman a los soldados y oficiales «honestos» a desobedecer a los generales «sediciosos». La organización de Miguel Enríquez multiplicó los llamados en ese sentido.
El MIR –con fuerzas muy limitadas y bajo la conducción de Andrés Pascal Allende– intentó realizar un trabajo político semiclandestino con soldados y suboficiales. El PC parece haber hecho lo mismo. Así como lo reconoce hoy Manuel Cabieses, existía en toda la izquierda la convicción de que amplios sectores militares estaban dispuestos a defender el gobierno.
Adonis Sepúlveda –senador socialista en 1973– también lo ha confidenciado: la UP puso todas sus esperanzas de resistencia en manos de los mismos militares. «El Partido Socialista no tenía –ni podía tener– una estrategia de combate para luchar solo. Su acción estaba encuadrada dentro de las medidas de defensa del gobierno. Pues bien, el gobierno preparó planes de defensa, pero esos planes los dirigía […] el general Pinochet, como comandante en jefe».
Por cierto, las direcciones de cada partido también han previsto una cierta cantidad de medidas. El Libro blanco de la dictadura habla de decenas de miles de revólveres y pistolas, metralletas, lanzallamas y otros cañones antitanques, pero la realidad es muy distinta. En su testimonio, Carlos Altamirano entrega sus cálculos: «No habría, entre militantes comunistas, socialistas, del MAPU e incluso del MIR, más de 1500 personas con una mínima formación militar. ¿Qué llamo ‘mínima formación militar’? Simplemente con capacidad de disparar armas livianas».
Hacen parte de los efectivos militares del PS la guardia personal de Allende (GAP) –algunas decenas de hombres bien preparados– y unas 150 personas que pertenecen al aparato militar del partido. Los «Grupos Especiales Operativos» (GEO) socialistas son los que se supone deben formar a los militantes para resistir los primeros momentos del golpe de estado y quienes elaboraron un plan de defensa del gobierno, llamado «Plan Santiago».
Este se basa sobre la teoría de los círculos concéntricos: se trata de desplazarse desde el centro hacia la periferia, amplificando el arco de la resistencia y retrasando el avance de los militares sediciosos. Para ello se contaba con la ayuda de los Cordones Industriales y de militares leales así como con acciones subversivas militantes que tendrían lugar en las provincias.
La Fuerza Central del MIR y algunos miembros de los Grupos Político Militares (GPM, en la base de la organización) también habían accedido a cursos de entrenamiento paramilitar, a veces incluso en El Cañaveral donde son formados los miembros del GAP. Según Guillermo Rodríguez, la Fuerza Central del MIR está compuesta por unos cuarenta hombres armados y divididos en dos unidades, equipados de fusiles e incluso lanzacohetes. Miguel Enríquez, Andrés Pascal y Arturo Villabela redactan el «plan estratégico de lucha político-militar contra el golpe», el cual es aprobado en febrero de 1972.
Para Pascal Allende, el plan vacila entre dos opciones, sin realmente decidirse entre, por un lado, la ocupación de territorios urbanos en la perspectiva de una acumulación de fuerzas junto a los militares de izquierda y, por el otro, el repliegue defensivo en el campo, para desde allí librar una guerra de guerrillas. Como sea, el MIR habría contado con no más de 200 armas de guerra y espera recibir otro tanto de parte de los soldados o del GAP, en caso necesario.
Los comunistas disponen de las «comisiones de vigilancia» (de 10 militantes) y de varios «grupos chicos» (5 personas). Estos últimos forman un contingente de alrededor 200 personas, bien preparados. Según un informe posterior de Luis Corvalán, el armamento del PC se limita a un número indeterminado de armas cortas, 400 fusiles automáticos y 6 lanzagranadas (con 3 proyectiles cada uno). El secretario general debe admitir además que de todos modos, la formación político-militar nunca fue realmente tomada en serio por la dirección.
Por lo demás, si se realizaron algunas reuniones de coordinación entre los diferentes aparatos militares de los partidos de izquierda, esto quedó en un nivel extremadamente embrionario. Sin embargo, aún convencida de contar con el apoyo de una mayoría de militares, la izquierda se deja llevar por un verbalismo revolucionario bélico, muy alejado de su real capacidad político-militar.
Así, el 11 de agosto de 1973, Luis Corvalán ante una multitud de militantes enardecidos declara: «Si la sedición reaccionaria pasa a mayores, concretamente al campo de la lucha armada, que a nadie le quepa dudas que el pueblo se levantará como un solo hombre para aplastarla con prontitud. En una situación tal, que no deseamos, que no buscamos, que queremos evitar, pero que se puede dar, no quedará nada, ni siquiera una piedra, que no usemos como arma de combate».
Con la misma elocuencia el MAPU anuncia, el 24 de agosto de 1973: «Mañana, cuando empiece el combate, bajo el ruido de la dinamita y la metralleta, al calor de los gritos y canciones del pueblo, abriremos el camino a la verdadera victoria».
«Mañana, cuando empiece el combate…»
Si los mil días de la Unidad Popular habían sido vertiginosos, el tiempo sufrió una enorme aceleración el 11 de septiembre. Fue un día de definiciones. Lo que estaba en juego no solo era la política, el cambio, el socialismo, lo que ahora estaba en el centro de todo era la vida sin abstracciones, era la propia vida. A principios de septiembre, Patria y Libertad ya no vacila en distribuir a gran escala panfletos que le dejan dos «alternativas» a Allende: la renuncia inmediata o el suicidio.
Todos saben que el enfrentamiento está próximo, que es una cosa de horas, a lo más, de días. Como lo recuerda Rigoberto Quezada, el tema del armamento vuelve una y otra vez a ser discutido en las bases obreras: «el golpe estaba anunciado en los diarios, en la radio y hasta por el presidente del Senado, Eduardo Frei (padre). Se hablaba mucho de la revolución española, por ejemplo, donde los obreros asaltaron los cuarteles y se armaron».
El golpe está presente en todas las bocas y en todos los espíritus. Allende tiene plena consciencia de esta coyuntura dramática y juega su última carta, aunque tardía: el llamado a un referéndum popular, para cambiar la constitución con la esperanza de poder estabilizar el gobierno hasta las elecciones presidenciales de 1976. Con bastante certeza se puede decir que si el golpe de estado ocurre precisamente el 11 de septiembre, es porque el presidente de la República tiene proyectado convocar al plebiscito esa misma tarde, como se lo ha anunciado personalmente al general Pinochet. Este último no necesita más para decidirse a actuar rápidamente.
No nos detendremos aquí en los detalles de las operaciones militares que van desde la intervención de la Armada en el puerto de Valparaíso, temprano en la mañana del 11 de septiembre, hasta los desplazamientos de tropas en la capital, acontecimientos ya bastante conocidos. Se trata de una guerra relámpago de algunos días, una guerra interna llevada a cabo en vistas del poder total. Comprende el uso de aviones de caza y tanques, y empuja al suicidio del presidente Allende en el palacio presidencial de La Moneda, a eso de las dos de la tarde.
Rechazando el ultimátum de los oficiales, Allende decide resistir algunas horas sin dejar el palacio presidencial como se lo solicita el aparato militar del PS. Junto a algunas personas de su círculo cercano y miembros del GAP, el compañero-presidente tuvo el tiempo de pronunciar su último discurso (conocido como el «Discurso de las grandes Alamedas») que es también un testamento político dejado a las generaciones futuras.
Como lo ha explicado posteriormente el escritor Gabriel García Márquez, la muerte de Allende en La Moneda en llamas es una parábola que resume las contradicciones de la vía chilena: la de un militante socialista, defendiendo metralleta en mano, una revolución que él deseaba pacífica y una Constitución formulada por la oligarquía chilena a inicios del siglo. Esta muerte es también la de un hombre íntegro y fiel a sus principios y compromisos hasta el final.
Hasta las 8 de la mañana del mismo 11 de septiembre, el presidente de la República tuvo confianza en la lealtad del general Pinochet y espera, de un minuto a otro, su intervención en defensa del gobierno. Es sin embargo este último quien encabeza la rebelión.
Los soldados, carabineros o suboficiales que rechazan lo que consideran una traición, son inmediatamente fusilados. La estrategia militar desencadenada en la capital sigue un plan simple pero eficaz: incursión directa a La Moneda para destruir (simbólica y físicamente) el poder central y desde allí, dirigirse hacia la periferia con la prioridad de tomar el control de los Cordones Industriales. En sus memorias, el general Pinochet manifiesta su sorpresa ante la débil resistencia encontrada en los CI: «Luego se inició una dura labor de limpieza. En esos momentos finales no recibimos en los cordones industriales ninguna de las reacciones que temíamos». Inmediatamente después del golpe de estado, en el mundo circularon numerosos rumores que anunciaban una oposición masiva de los obreros chilenos al golpe.
Hoy conocemos más precisamente la amplitud de esta reacción popular y «primera resistencia». En efecto, el principal foco de resistencia tuvo lugar en la zona sur de Santiago, gracias al accionar de militantes de izquierda aguerridos, miembros de los aparatos militares del PS y del MIR que se desplazaron dentro de los Cordones, muchas veces con el apoyo activo de los trabajadores dispuestos a combatir.
Una vez iniciado el golpe, el aparato militar del PS (encabezado por Arnoldo Camú) logra congregar y armar a una centena de hombres, mientras que en la industria FESA del CI Cerrillos se reúne la Comisión Política de este partido. Las instrucciones consisten en iniciar un plan de defensa del gobierno que intentaría liberar una zona de la ciudad donde pudiesen coordinarse acciones en colaboración con los obreros de los CI de San Joaquín, Santa Rosa y Vicuña Mackenna. El punto de encuentro fijado es la industria Indumet (CI Santa Rosa), donde se reúnen los responsables del PC, del PS y del MIR y a los cuales se suman alrededor de 200 trabajadores combativos. A las 11 de la mañana, los dirigentes nacionales de cada organización evalúan su capacidad político-militar inmediata. Como lo relata Patricio Quiroga, testigo de esta reunión, para los militantes la precariedad de la preparación es evidente. La propuesta del PS (tomar por asalto una unidad militar para avanzar hacia La Moneda) es rechazada por el PC, que prefiere confiar en la reacción tan esperada de las Fuerzas Armadas (para finalmente pasar a la clandestinidad).
Por su parte, Miguel Enríquez –que está de acuerdo en intervenir– anuncia que la Fuerza Central del MIR necesita varias horas más para estar operativa, y reunir… solo cincuenta hombres bien armados. Según Guillermo Rodríguez, el MIR desde el 6 de septiembre había puesto en vigilia su aparato político-militar (y por ello había enterrado las armas), persuadidos de que el gobierno estaba en un nuevo proceso de conciliación con la derecha.
Rápidamente, las fuerzas represivas intervienen, lo que obliga a los hombres armados a arrancar por la parte de atrás de Indumet. Ahí se produce la dispersión de varios de ellos, entre los cuales se cuenta un grupo dirigido por Miguel Enríquez, que escapa de la zona. Es desde aquí también que se inicia el peligroso periplo de varios militantes socialistas, incluida la columna dirigida por Arnoldo Camú. Esta huida se desarrolla en el desorden, aunque después de enfrentamientos en la población La Legua, varios de los combatientes logran llegar a su objetivo: la fábrica Sumar-Polyester. Sumar es emblemática ya que en esta industria, varias decenas de armas de guerra han sido efectivamente encaminadas y distribuidas por el PS.
«Con estas armas se comenzaría a organizar la resistencia en Sumar Poliéster, y los esfuerzos de los trabajadores de la industria se verían ampliados a primeras horas de la tarde, cuando comienzan a llegar a la fábrica algunos de los trabajadores y militantes que se habían replegado directamente desde Indumet, así como aquellos que habían realizado el camino por La Legua, los cuales además venían reforzados por algunos pobladores militantes del comité local Galo González del PC. De esta forma se va tejiendo, en las primeras horas de la tarde del 11, una espontánea alianza para combatir el golpe». Desde esta misma fábrica, el grupo de Camú logra incluso impactar –desde una copa de agua– un helicóptero que sobrevuela la zona y tiene que replegarse, acontecimiento grabado en la memoria obrera y de la población La Legua hasta hoy.
Pero es la excepción que confirma la regla. Ya en la tarde, varios militantes han caído bajo las balas y la mayoría de los trabajadores combativos de los CI se encuentran paralizados, a falta de directivas y armamento. El anuncio de la muerte de Allende, para muchos de ellos, significa el fin de toda tentativa de oponerse al golpe de estado. La dirección del MIR, muy rápidamente, decide que el enfrentamiento es imposible y que deben replegarse.
Por su parte la CUT, se quedó muda, sin organización, ni radios clandestinas capaces de articular a los trabajadores. Este dato es aún más impresionante si recordamos que sólo algunos días antes (el 4 de septiembre), la central sindical había logrado reunir a varias centenas de miles de personas en apoyo al gobierno. Sin ningún poder de reacción, la caída de Allende es también la de la CUT, poniendo de este modo término a una larga crisis del movimiento sindical.
Sin embargo, fueron miles los que, en vano, esperaron las armas en sus respectivas industrias. Mireya Baltra, que el día del golpe va al Cordón Vicuña Mackenna por orden de su partido, admite «los obreros me pedían las armas…». El sentimiento de José Moya, que también aguarda en su fábrica el armamento con que luchar, lo encontramos en la mayoría de los militantes de los CI: «Pasamos toda la noche esperando armas que no llegaron nunca. Sentíamos balaceras por el Cordón San Joaquín, donde había varias empresas; ahí tenían armamento por lo menos en una de ellas, una empresa textil, la Sumar […] nuestro sueño era que en cualquier momento nos podía llegar armamento y también podíamos hacer lo mismo. Pero no pasó nada».
En Valparaíso, la misma constatación: «teníamos un sentimiento de impotencia total –recuerda Pierre Dupuy-. Es inconcebible. ¿Qué están haciendo los dirigentes de la UP? […] es más fuerte que yo, tengo que gritar, nuestros dirigentes nos han traicionado».
Sin hablar de traición, el pequeño grupo que milita en el CI Cerrillos también rechaza las instrucciones de su partido de replegarse. Durante la mañana, patrullas de soldados recorren las avenidas e instalan ametralladoras y tanquetas frente a las fábricas, controlando inmediatamente las vías de acceso a los CI. Es el caso en Vicuña Mackenna y también en Cerrillos. En la zona en la que Guillermo Rodríguez es encargado, cuando él llega al lugar ya hay varios batallones militares fuertemente armados: «Yo diría que no hubo funcionamiento [del sistema de defensa] para el 11 de septiembre en el Cordón y tampoco lo hubo de la estructura del MIR. Quienes llegamos ahí a tratar de conducir la situación somos los miembros de la dirección del GPM. No llegó ninguno de los que respondían a mi mando, nos quedamos sin armamento».
Después de varios retrasos, estos militantes de Cerrillos logran formar un contingente bastante considerable en la industria Perlak, abandonada por los trabajadores. Al anochecer, a pesar de varios enfrentamientos con los soldados, dos pequeños grupos de 20 y 30 personas siguen dispuestos a pelear. El desbande general es tal que recuperan armas abandonadas en los CI por otros militantes de la UP.
Durante toda la noche, atacan a las patrullas que pasan cerca y dificultan el desplazamiento de las unidades militares. Este tipo de actos heroicos ocurren en varios lugares del país, pero todo es muy precario, sin coordinación ni centralización de las direcciones de los partidos, a tal punto que, durante la noche, los dos grupos que resisten en Cerrillos intercambian disparos entre ellos, creyendo que se enfrentaban al enemigo: un militante es mortalmente herido…
En el caso de ex–Yarur, «cuando no aparecieron ni las fuerzas amigas, ni las armas, y quedó claro que Allende estaba muerto y la batalla militar perdida, los angustiados trabajadores fueron enviados a sus casas. Unos pocos líderes se quedaron en ex–Yarur, ya fuera para vigilar la fábrica contra robos y daños de los cuales pudieran hacerlos responsables, ya en una última postura de desafío que terminó cuando las tropas se acercaron a la fábrica y los líderes más revolucionarios saltaron el muro del recinto y desaparecieron en la resistencia clandestina».
Hernán Ortega, después de una reunión realizada en Fensa, ordena el repliegue inmediato de los CI: «porque lo que vi venir, era una masacre». A pesar de algunas reacciones valientes pero esporádicas, ese 11 de septiembre de 1973 los Cordones Industriales se mantuvieron paralizados. Esta afirmación es confirmada, indirectamente, por una revisión minuciosa de las sentencias dictadas por los tribunales militares después del golpe de estado: solo se realizaron siete consejos de guerra, involucrando a 55 personas relacionadas con los Cordones Industriales.
En las poblaciones más organizadas se repite la misma situación. Según Christine Castelain, solo el campamento Ho-Chi-Minh posee un cierto grado de preparación (y dos metralletas). En Nueva Habana, hacia las 10 de la mañana, se realiza una reunión de la directiva y más tarde, una de los cuadros pobladores del MIR. Por lo demás, sólo hay un fusil para defender todo el campamento, razón por la cual el MIR llama a no seguir a los pobladores que decidieran resistir. Por su parte, Abraham Pérez insiste en la falta de preparación de los miristas del campamento para enfrentar este tipo de situación.
Recuerda que en un primer momento, cuando el golpe comienza, es el único dirigente presente en una asamblea que tuvo lugar en el campamento y en la que participan 500 personas que le preguntan cuándo llegarán las armas. En el sur, misma situación, misma impotencia: la represión en Constitución –por ejemplo– comenzaría alrededor de las 23 horas del día 11 de septiembre de 1973, profundizándose el día 12 contra obreros, pobladores y militantes de izquierda en general, bajo la dirección de efectivos militares de la Escuela de Artillería de Linares al mando del capitán Juan Morales Salgado, sin posibilidad de resistencia.
Finalmente, sin la ayuda de soldados de izquierda y sin una planificación político-militar de largo plazo, el poder popular es incapaz de organizar una resistencia armada al golpe de estado. Como lo dice hoy Guillermo Rodríguez, quien junto a sus compañeros y a pesar de todo combatió ese día, «creo que peleamos para la historia en ese momento, pero era para dejar clavada una banderita diciendo: hicimos el intento y en otras partes no se hizo nada».
La represión y el inicio del terrorismo de estado
La violencia de estado invade el país y pone en su mira, en primer lugar, a los militantes de izquierda y dirigentes del movimiento sindical y popular, a todos aquellos que se lanzaron en la aventura del poder popular. En los testimonios, la dimensión traumática de esas horas de violencia intensa es omnipresente. Es el inicio del «período negro» para los militantes que sufrirán la detención, tortura, el asesinato de sus cercanos, el exilio y/o la clandestinidad durante años.
Al mismo tiempo que la dictadura impone su manto de terror al conjunto de la sociedad, los habitantes de las poblaciones, los obreros de los Cordones, los militantes de izquierda conocen el significado concreto de lo que puede representar el terror de estado.
Un ejemplo entre muchos es el de Carlos Mujica, trabajador de la industria metalúrgica Alusa, militante del MAPU y delegado del Cordón Vicuña Mackenna: «El día del golpe ya había muertos en la calle, los traían de otro lado, los tiraban ahí […] ¡y uno no podía hacer nada! Creo que lo más duro fue en ese tiempo, en el año 1973, 1974. Después en 1975 me va a buscar la CNI a Alusa, me llevan detenido y me llevan a la Villa Grimaldi, ahí a uno lo tiraban arriba de la parrilla, en un somier y le aplicaban corriente en las piernas, en los muslos. Ellos sabían que era delegado del sector…».
Son centenas de miles los que pasan por las manos de los servicios secretos de la Junta Militar y que son torturados. «Guillermpo Orrego tenía 24 anhos y trabajaba en Standar Eléctric, fábrica que era filial de la ITT norteamericana y pertenecía al Cordón Industrial Vicuña Mackenna. El 11 de septiembre de 1973 estuvo en su fábrica, junto a decenas de trabajadores, para cumplir el llamado de los Cordones y la CUT de cuidar las fábricas y empresas.
Al día siguiente, fue detenido en otra fábrica del sector, Textil Progreso, donde se dirigió para tratar de coordinar la resistencia. Guillermo fue trasladado al Estadio Chile, en el centro de Santiago, donde vio a Víctor Jara antes de ser asesinado, aproximadamente el 16 de septiembre fue transferido al estadio nacional, en la escotilla 7. Algo similar vivió Ismael Ulloa, que era dirigente sindical de Cristalerías Chile, también perteneciente al Cordón Vicuña Mackenna. Luego de ser detenido, Ismael estuvo en el estadio nacional, desde el 27 de septiembre hasta el 8 de noviembre, casi 50 días. Muchos de los detenidos recuerdan las torturas que sufrieron, como Germán, quién era interventor –es decir, estaba el frente del proceso de paso al área de propiedad social del estado– de la fábrica Sumar Sedas».
Varios miles de sindicalistas y militantes son, hasta hoy, detenidos-desaparecidos. En Constitución, figuras del movimiento popular local como Arturo Riveros Blanco (nombrado gobernador después de la toma de la ciudad) o José Alfonso Saavedra Betancourt, dirigente sindical y del CCT hacen parte de las personas inmediatamente arrestadas y siguen hoy siendo detenidos-desaparecidos. En el caso del primero, los testimonios confirman que fue detenido por carabineros: «A primera hora del día siguiente, Riveros se dirigió a la Celco, donde participó en una reunión con dirigentes sindicales.
Antes de que ésta terminara, los militares rodearon la industria y comenzaron a detener a la mayoría de los sindicalistas y trabajadores, todos los cuales eran individualizados por un escribiente de carabineros que los acompañaba. En estas circunstancias fue detenido Riveros y trasladado, junto al resto, en un microbús de locomoción colectiva a la Comisaría de Carabineros, ubicada junto a la Gobernación».
A escala nacional, la cantidad de muertos desde septiembre de 1973 es todavía imprecisa y varía según los cálculos. Según Nathaniel Davis, embajador de Estados Unidos en Chile al momento del golpe de estado, «las estimaciones acerca del número de gente muerta durante o inmediatamente después del golpe varían desde menos de 2500 a más de 80 mil. Una lista de 3 mil a 10 mil muertos cubre las estimaciones más fiables». Esta represión está claramente dirigida a las clases populares como lo prueban las estadísticas oficiales de la Comisión Verdad y Reconciliación (1991), según la cual: «El conjunto de actos violatorios de derechos humanos por parte de agentes del estado, se comienzan a producir desde el mismo día 11 de septiembre, con la detención y posterior desaparición o muerte de algunas de las personas que se encontraban en el Palacio de La Moneda, o en algunos recintos universitarios o industriales, como ocurre por ejemplo en la Universidad Técnica del Estado o en fábricas de los denominados “cordones industriales”, las que fueron allanadas por efectivos militares, procediéndose a la detención de las personas que se encontraban en ellos».
En el documental Septiembre chileno –realizado en caliente, después del golpe–, Bruno Muel recoge el testimonio de un obrero metalúrgico del Cordón Vicuña Mackenna que relata cómo cerca de 90 obreros habrían sido fusilados por los soldados en su fábrica (sin que se haya podido comprobar este dato). Una de las primeras medidas de la Junta tiene como objetivo aplastar al movimiento sindical y prohíbe la CUT. La derrota del movimiento revolucionario implica verdaderas purgas políticas al interior de las empresas que –en el caso de las más importantes– sufren la razzia por parte de los militares: en Madeco hay más de 270 detenidos, 500 personas son inmediatamente despedidas en Sumar, y también se lleva a cabo una represión más dirigida, como en Yarur y Cristalerías Chile.
Muchos patrones participan activamente en el sistema de delación y arresto de los militantes que instala la Junta, como sucede precisamente en la fábrica Elecmetal: «El 17 de Septiembre de 1973, la Empresa Eecmetal, ubicada en Avenida Vicuña Mackenna 157; fue devuelta a sus antiguos dueños con la nominación de Patricio Altamirano como delegado directo de la Junta Militar. El directorio de esta empresa entregó a seis de sus trabajadores, algunos dirigentes de la empresa y otros del cordón Vicuña Mackenna, a un piquete compuesto por efectivos del Ejército y Carabineros. Los trabajadores José Devia Devia, José Maldonado, Augusto Alcayaga, [los hermanos] Miguel y Juan Fernández Cuevas y Guillermo Flores fueron asesinados brutalmente y luego repartidos en diversas calles de Santiago. Solo por casualidad sus cuerpos fueron encontrados en el Instituto Médico Legal poco antes de ser enterrados como N.N. Sus cuerpos presentaban señales torturas y múltiples impactos de bala. La decisión de entregarlos fue tomada por el directorio de la empresa compuesta por Ricardo Claro Valdés, Fernán Gazmuri Plaza, Danilo Garafulic, Gustavo Ross Ossa, Raúl Briones y el delegado de la Oficial de los Golpistas Patricio Altamirano, quien personalmente retiene en su oficina a Juan Fernández Cuevas y lo entrega a sus ejecutores. Los demás dirigentes fueron detenidos al interior de Elecmetal y sacados en un vehículo de carabineros y otro dispuesto por la misma empresa».
Al parecer, Armando Cruces, uno de los máximos líderes de los Cordones de Santiago, también es arrestado en esta misma ola represiva de Elecmetal pudiendo escapar –y posteriormente partir al exilio– sólo porque lo dieron por muerto: «confundieron su sangre con la sangre de sus companheros». Otro caso represivo es el de la textil Sumar. Las cuatro plantas son allanadas el 12 de septiembre e intervenidas por efectivos del Ejército. El 23 de septiembre son detenidos una veintena de trabajadores, entre ellos Ofelia Villarroel (encargada del Departamento Femenino del Sindicato de Empleados y militante comunista), Adrián Sepúlveda (obrero de la sección Hilandería y delegado del personal) y Donato Quispe (obrero boliviano).
Estos tres trabajadores, reconocidos por su compromiso sindical, son ejecutados este mismo día, Hernán Ovalle Hidalgo era el oficial al mando. Según informa la Comisión Verdad y Reconciliación: «Testimonios múltiples y concordantes de obreros y empleados que se encontraban en el interior de la empresa señalan que las víctimas fueron detenidas allí, por funcionarios del Ejército, y luego separadas de los otros trabajadores que también habían sido detenidos, siendo esta la última vez que se les ve con vida. Los cadáveres de los afectados fueron encontrados en la vía pública, en la carretera General San Martín».
Esta represión y militarización de los lugares de trabajo sobrevuela todo el país y se acompaña con el despido de 100 mil asalariados inscritos en las «listas negras» de la Junta (para que no pudiesen ser recontratados). Al mismo tiempo, la dictadura impone la ley marcial, clausura el Congreso, suspende la Constitución y prohíbe la actividad de los partidos políticos, incluidos aquellos que apoyaron el golpe de estado.
La represión antiobrera sigue en los meses siguientes en la capital, como también en provincia. En octubre 1973 ocurre la llamada «caravana de la muerte», dirigida por el general Sergio Arellano Stark y que deja más de 100 muertos, decenas de personas torturadas en las seis ciudades visitadas por la criminal comitiva, violando incluso las disposiciones de la propia justicia militar. Al dar cuenta de los hechos en Antofagasta, El Mercurio –gran apoyo ideológico de la dictadura– relata: «Se procedió a la ejecución de Mario Silva Iriarte, Eugenio Ruiz Tagle Orrego, Washington Muñoz Donoso y Miguel Manríquez Díaz, implicados todos en la formación de los denominados ‘cordones industriales’.
El comunicado oficial de la Oficina de Relaciones Públicas de la Jefatura de Zona en Estado de Sitio informó que ‘las ejecuciones fueron ordenadas por la Junta Militar de Gobierno a fin de acelerar el proceso de depuración marxista y de centrar los esfuerzos en la recuperación nacional’».
Poco a poco, Pinochet y sus acólitos le otorgan a la represión una dimensión transnacional. En coordinación con los otros regímenes militares de la región y con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, organizan lo que se conoce como la «Operación Cóndor». Y es claramente en el marco de la relación de fuerzas políticas mundiales que se inscribe este fin trágico de la Unidad Popular. Se trata de una victoria estratégica del imperialismo que permite, no sólo retroceder en los numerosos progresos sociales conquistados durante estos mil días, sino también transformar Chile en un verdadero laboratorio: el de un capitalismo neoliberal, hasta entonces desconocido en otras latitudes.
Este pequeño país del Sur se convierte así en el primero en experimentar sus recetas bajo la conducción de los Chicago boys. Los 17 años de dictadura corresponden a lo que Tomás Moulian ha llamado «revolución capitalista» debido a la gran remodelación que sufrirá la sociedad. Se trata, de hecho, de una contrarrevolución en el sentido más estricto del término. Y la magnitud de la violencia de estado es claramente desproporcionada vista la resistencia que se le opone, lo que sólo se explica porque no se trataba únicamente de asesinar los individuos más activos en el proceso de la UP, sino también de arrancar las huellas, en lo más profundo de su enraizamiento social, de las experiencias autogestionarias que se habían multiplicado.
Maurice Najman, que viajó a Chile para observar la UP, afirma en octubre de 1973, «en definitiva, los militares intervinieron en el momento en que el desarrollo del poder popular planteaba e incluso comenzaba a resolver, la cuestión de la formación de una dirección política alternativa a la Unidad Popular». Frente al golpe de estado, Najman había creído en una rápida resistencia armada. Este pronóstico errado se debe a una visión sobredimensionada de la fuerza del poder popular. La oposición masiva a la dictadura sólo aparecerá más tarde, a comienzos de los años ochenta, con las grandes protestas.
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