Es difícil exagerar la conmoción política que significó la elección primaria del 13 de agosto. Más aún, no es sencillo captar todas sus dimensiones. En primer lugar, la extrema derecha quedó a las puertas del poder. Lo que parecía imposible, ahora parece inevitable. Una fuerza política casi inexistente, que no cuenta con estructura partidaria, candidatos provinciales, senadores o gobernadores, logró una posición sorprendente en un sistema político diseñado para evitar la entrada de fuerzas exteriores. Y sin embargo reducir el terremoto del 13 de agosto a la irrupción de Javier Milei sería subestimar la magnitud de los cambios en curso. Como suele suceder, es solo el síntoma («mórbido», para utilizar la expresión habitual) de cambios tectónicos que no son detectables inmediatamente.

El desempeño de Javier Milei está estrechamente relacionado con lo que probablemente sea el acontecimiento fundamental de esta coyuntura: la crisis del peronismo, el cuerpo celeste en torno al cual orbita el sistema político argentino desde 1945. El peronismo no es un partido como cualquier otro. Su capilaridad social, su mímesis con las estructuras del Estado, sus redes territoriales (militantes o clientelares), su vínculo con el movimiento obrero y los movimientos sociales, lo vuelven una fuerza política de una resiliencia pocas veces vista. Entre 1946 y 1983 nunca perdió una elección en la que estuvo presente (es decir, en la que no estuviera proscripto). Su piso electoral cuando se presentó de forma unificada giró siempre en torno al 40% en elecciones presidenciales. En el marco del sistema actual de primarias, su resultado más modesto fue en 2015 cuando alcanzó el 38% de los votos, pero competía en esa oportunidad con otra lista peronista que llegó al 14%. El 13 de agosto pasado acudió a las urnas unificado (pero dividido en dos listas internas, lo que probablemente evitó una caída mayor) y su caudal de votos se redujo al 27%. Por primera vez, el peronismo está a punto de perder la mayoría en el Senado y está cediendo el control de gobernaciones consideradas históricamente como sus bastiones (Santa Cruz, San Juan y Chaco son ejemplos notables).

Frente a cada una de las grandes crisis que vivió el país desde la restauración democrática (1989, 2001, 2019), el peronismo apareció como el «partido del orden», con capacidad para poner un límite al colapso estatal y restablecer la gobernabilidad. Debido a esta capacidad particular, una crisis del peronismo de esta magnitud es en sí misma, hasta cierto punto, una crisis del Estado.

Sin embargo, el impacto de los cambios que están teniendo lugar no se limita al peronismo. La derecha tradicional, que se preparaba, segura de sí misma, para recibir el poder en el marco de una alternancia electoral convencional, está enfrentando ahora su propio posible colapso. En la primaria de Juntos por el Cambio resultó vencedora Patricia Bullrich, la candidata con el programa de ajuste más agresivo y que abiertamente respaldó el uso de la represión contra la movilización social. Si no fuera por la irrupción de Milei, sería ella quien con justa razón acapararía la atención: por primera vez desde el retorno a la democracia, un partido mayoritario presenta a un candidato de orientación abiertamente ultraderechista. No obstante, Juntos por el Cambio experimentó un retroceso electoral en comparación con la muy mala elección de 2019, al final del mandato de Macri. La derecha, que confiaba en regresar al poder, se encuentra ahora más cerca de una crisis interna que de alcanzar el gobierno, y está en riesgo de quedar excluida del segundo turno y de enfrentar divisiones internas.

Por último, la elección del 13 de agosto marcó el índice de abstención más alto en la historia de las elecciones presidenciales, con una participación del 69% del electorado registrado. El nivel de ausentismo aumentó en más de 6 puntos con respecto a la elección de 2019, lo que representa un volumen de votantes que podría ser determinante en el resultado final.

En el contexto de una probable crisis orgánica del Estado, según el término que Gramsci acuñó en los años 1930, el acceso al poder de la extrema derecha plantearía la posibilidad de que se materialice lo que las relaciones de fuerza sociales del periodo anterior habían logrado hacer fracasar: una terapia de choque neoliberal que quiebre de forma duradera el bloqueo social al ajuste que se impuso luego de 2001. Esta situación podría dar lugar a una salida «cesarista», siguiendo la terminología de Gramsci, que busque desbloquear el empate social que estamos experimentando mediante una solución de fuerza.

La economía y sus descontentos

Si bien habría mucho por analizar en torno a los cambios sociológicos en la clase trabajadora, el impacto ideológico de la pandemia o las tendencias a la individualización de la fuerza de trabajo, hay una explicación de los acontecimientos actuales más evidente: la larga fase de estancamiento que afecta al capitalismo argentino desde 2011-2012, y que se convirtió en recesión y crisis abierta a partir de 2018. A lo largo de un extenso proceso inflacionario, el poder adquisitivo de los salarios en Argentina experimentó una disminución del 25% entre diciembre de 2017 y 2023, siendo esta reducción aún más marcada entre los trabajadores informales. Aunque el punto más crítico de esta caída se registró en 2018 durante el gobierno de Macri, el gobierno peronista continuó la tendencia descendente y agravó la brecha entre los trabajadores formales e informales, diferencia que se volvió más pronunciada a partir de la pandemia.

En este periodo también hubo destrucción del empleo privado formal y aumento del informal. Es decir, los trabajadores informales vieron disminuir su poder adquisitivo al mismo tiempo que ocuparon una franja cada vez más significativa de la fuerza laboral global. Este nuevo panorama sociolaboral hace crujir especialmente al peronismo, que además se ve afectado por ser oficialismo en un momento de crisis y por estar lesionando a su propia base social mediante las medidas de ajuste que está implementando. Este deterioro continuo de la vida material de la clase trabajadora, producido en un lapso que involucró a gobiernos de las dos grandes coaliciones políticas, sentó las bases para un creciente malestar social que finalmente se transformó en una crisis general de representación.

Es probable que nos estemos dirigiendo hacia una crisis orgánica del Estado. Gramsci se valía de este término para ilustrar una ruptura radical de los lazos entre representantes y representados como un síntoma de una crisis hegemónica general. Aunque el desplome del respaldo a los partidos tradicionales puede ser el signo más visible de una crisis orgánica, esta tiende a expandirse a todas las mediaciones de la sociedad civil. A medida que esta crisis se profundiza, conduce a una disminución en la capacidad de las clases dominantes para mantener su liderazgo por medios convencionales. No obstante, en una crisis de este tipo existe una relación asimétrica en cuanto a la capacidad de intervención entre las clases dominantes y las clases subalternas, que solo se compensa en situaciones excepcionales de ofensiva de las masas. Según Gramsci:

Los diversos estratos de la población no poseen la misma capacidad de orientarse rápidamente y de reorganizarse con el mismo ritmo. Las clases dominantes tradicionales, que tienen un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reabsorbe el control que se le estaba escapando de las manos con una celeridad mayor que la que poseen las clases subalternas.

La irrupción explosiva de una figura ajena al sistema político, en un contexto de crisis política general, no hubiese extrañado a Gramsci, quien analizó el proceso político de la Europa de los años 1930. Como explica Stahis Kouvelakis:

La crisis orgánica desencadena una recomposición del personal político, que puede tomar diversas formas –desde un bonapartismo que preserva la fachada parlamentaria, hasta los diversos cesarismos y el «estado de excepción»–, con el objetivo de resolver la situación en interés del bloque dominante. Por lo tanto, el campo está abierto a soluciones de fuerza, representadas por los «hombres providenciales» de Gramsci.

El  «hombre providencial» que pueda imponer una «solución de fuerza» no necesariamente debe reunir condiciones personales muy destacadas. Recordemos los comentarios cáusticos de Marx acerca de Luis Bonaparte, preguntándose qué circunstancias excepcionales «permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe».

La larga crisis argentina

La crisis económica actual no es un fenómeno inesperado, sino que se enmarca en una historia de ciclos recurrentes. Argentina se caracteriza por su constante inestabilidad política y económica. Como han mostrado investigaciones de diferentes escuelas económicas  (Piva, Gerchunoff), dicha inestabilidad tiene una de sus raíces en la fortaleza relativa de su clase trabajadora, la cual obstaculiza una reestructuración capitalista de largo alcance que resuelva los problemas macroeconómicos mediante un achatamiento duradero de los salarios.

Además, es necesario considerar una segunda razón que involucra factores de carácter internacional, vinculados a las transformaciones en la producción a nivel global de las últimas décadas: la tendencia secular del país hacia un declive económico y social que comenzó hace casi medio siglo con la crisis del estado de bienestar peronista en el marco de la internacionalización productiva y la crisis de los modelos de desarrollo nacional de la posguerra. Desde entonces, la sociedad argentina experimentó sucesivos saltos en los índices de pobreza y desigualdad, lo que llevó a que cada generación tenga su propia percepción directa de decadencia, aun cuando sus puntos de referencia, por razones etarias, son diferentes. El país pasó de tener un 4% de pobreza en la década de 1970 a alcanzar un 40% en años recientes, lo que refleja una tendencia de regresión social casi constante y con pocos paralelos en el mundo. La tendencia a la crisis orgánica se convierte, en consecuencia, en un rasgo distintivo de una sociedad que amalgama relaciones de fuerza entre las clases que impiden una resolución concluyente de la inestabilidad en beneficio de las clases dominantes, al mismo tiempo que experimenta un constante deterioro económico que alimenta las tensiones sociales.

Aunque este declive se desarrolla gradualmente y de manera no lineal, con periodos de caídas agudas seguidos de recuperaciones parciales, en momentos críticos el malestar social adquiere un carácter explosivo como observamos en la crisis de 2001. El kirchnerismo surgió en 2003 como una respuesta política a aquella crisis, aprovechando condiciones políticas y económicas excepcionales. En este momento, estamos siendo testigos de la desarticulación de ese dispositivo que logró resolver la crisis hace dos décadas. Además, la crisis que afecta al kirchnerismo está arrastrando consigo una crisis más amplia dentro del peronismo, cuya magnitud todavía no podemos evaluar por completo.

La particularidad de la situación actual radica en que, por primera vez, el peronismo está lidiando desde el poder con las crisis agudas que periódicamente afectan al país. Es difícil exagerar la importancia de este fenómeno. Como suele ocurrir, la formación de una base de masas para la extrema derecha no se puede entender sin una previa ruptura de los vínculos entre las clases populares y su representación política tradicional. Si el peronismo históricamente ha desempeñado el papel de un factor estabilizador que amortiguó la tendencia recurrente hacia la crisis orgánica, la actual crisis del peronismo podría abrir la puerta a una crisis política de mayor magnitud.

Una ideología popular de derecha

Inicialmente, las interpretaciones sobre la irrupción de Milei se enfocaban en el voto de protesta que estaba detrás de su irrupción. Eso explica parte del fenómeno: hay un malestar social todavía relativamente líquido que encontró en Milei el instrumento más eficaz para hacer notar su descontento. Además, hubo factores contingentes y coyunturales que influyeron en su rendimiento electoral, como el desdoblamiento de 17 provincias que llevaron a cabo sus elecciones en fechas diferentes a la elección nacional. Este desdoblamiento, impulsado mayormente por gobernantes peronistas que deseaban evitar la influencia negativa de una elección nacional que consideraban desfavorable, tuvo un impacto decisivo en los resultados. En aquellos distritos donde se celebraron simultáneamente elecciones locales, el respaldo a Milei fue 13 puntos porcentuales menor que en las provincias que desdoblaron. Entre los factores coyunturales, también es importante el respaldo económico y logístico que el peronismo brindó a Milei, según el cálculo de que fragmentar el voto de la derecha aumentaría sus posibilidades en la elección.

Sin embargo, ni el voto protesta ni los factores coyunturales son suficientes para explicar los resultados electorales del 13 de agosto. En primer lugar, porque la forma que encuentra un malestar social para expresarse no suele ser completamente inocua. La naturaleza por el momento fluctuante y heterogénea de esta base electoral no debe ocultar un proceso en desarrollo: la consolidación creciente de una ideología popular de derecha, a la que Milei contribuyó al hacerla llegar a sectores sociales que estaban fuera del alcance de la derecha tradicional. Asimismo, el estado líquido de su base electoral se modifica a medida que el proceso político avanza, ya que el ascenso de Milei genera efectos retroactivos sobre su base. Como solía decir Ernesto Laclau, el «representante cumple una función activa» sobre el representado. Los líderes políticos no son solamente el resultante de las relaciones de fuerza y de las corrientes de opinión presentes en la sociedad, sino que también las modelan e inciden sobre ellas. No estamos lidiando únicamente con un malestar que irrumpe con formas aleatorias, sino más bien con la metabolización reaccionaria de ese malestar. Aunque esta situación no es necesariamente irreversible, es un elemento que no podemos pasar por alto.

Puede ser útil el análisis de Nancy Fraser sobre estos temas. Fraser acuñó un termino para explicar el auge global de la extrema derecha: «neoliberalismo progresista». Utiliza este concepto para describir al «bloque histórico» que combinó políticas económicas neoliberales con políticas de «reconocimiento» progresistas. Los políticos de la llamada «tercera vía» (Clinton, Blair, Schoeder, y más adelante sus herederos: Obama, Hollande, Matteo Renzi, etc.) implementaron políticas neoliberales al mismo tiempo que adoptaron de manera superficial las demandas multiculturales, ecologistas y de los derechos feministas y LGBTQ+. La clase trabajadora agredida por las políticas económicas regresivas, y a veces incomodada por los avances reales o aparentes de grupos oprimidos (mujeres, LGTBQ+, etc.), comenzó a reaccionar contra el bloque neoliberal progresista adoptando un perfil «populista reaccionario» que unificó demandas de protección social con el rechazo a las políticas de reconocimiento de su adversario.

El caso argentino encuentra un paralelo con esta situación pero presenta una diferencia importante. Por un lado, el gobierno aplicó una política económica que continuó el ajuste ortodoxo del mandato anterior, y se presta a dejar el gobierno con casi todos los indicadores sociales (pobreza, salarios, desigualdad) peores que a la salida de Mauricio Macri. Por otro lado, adoptó un enfoque progresista en varios aspectos, como la legalización del aborto, la promoción del lenguaje inclusivo, la implementación de cupos laborales para personas trans, entre otros. Pero el caso argentino permite agregar un elemento adicional. La diferencia con el neoliberalismo progresista de Fraser es que en el caso del peronismo, este hizo el ajuste neoliberal en nombre de la lucha contra el ajuste neoliberal. A esto se refiere Pablo Semán cuando habla de la «mímica del Estado»: la prédica del «Estado presente» fue la cobertura ideológica de un progresivo deterioro de las prestaciones materiales que el Estado proporciona en nombre de la redistribución del ingreso y la justicia social. Esto es parte de las razones que explican la respuesta antiestatista que recibió el neoliberalismo progresista. Si Trump, Le Pen, Meloni son críticos, al menos aparentes, del globalismo neoliberal, Javier Milei es un extravagante anarcocapitalista que sueña con la eliminación completa del Estado.

El deterioro de las condiciones de vida durante un gobierno que promueve una narrativa progresista y redistributiva allanó el camino para que un discurso antiestatista encuentre eco en diversos estratos sociales, incluso entre aquellos que dependen significativamente de la protección social del Estado para subsistir. El colapso de una experiencia populista, que mantuvo su retórica de redistribución incluso cuando aplicaba duras medidas de ajuste, tuvo como resultado que los costos de las políticas ortodoxas no fueran atribuidos a sus principales defensores intelectuales. Este proceso desmoralizó y confundió a la clase trabajadora, lo que resultó en que el malestar social se inclinara hacia la derecha. La crisis del progresismo gubernamental se extiende a la crisis de los valores e ideas que se le asocian, como la redistribución progresiva del ingreso, el papel activo del Estado, los derechos humanos y la movilización social. Como suele ocurrir, los escombros del muro que se desmorona caen sobre todo el espectro de la izquierda y de sus ideas.

De acuerdo con los estudios de sociología electoral, Milei recogió apoyo en todas las clases sociales y grupos etarios. En términos ideológicos, los estudios indican que aproximadamente un tercio de sus votantes corresponden a un perfil de naturaleza ultraderechista, otro tercio representa un voto de orientación neoliberal clásica y el tercio restante proviene de una base popular y «pro-Estado», afectado por la indignación y el desconcierto. Aun si descartamos este último segmento y solo sumamos el voto, claramente ideológico, que Patricia Bullrich obtuvo en las elecciones primarias (16%), es innegable que existe una base electoral para la extrema derecha de entre el 25 y el 30%. Son cifras muy altas, que pueden proporcionar una base de masas para un experimento neoliberal autoritario.

Esta base electoral se encuentra todavía en un estado fluido e inestable. No obstante, su mera existencia pone en evidencia el optimismo excesivo que ha prevalecido en la izquierda, que asume que la experiencia de un eventual gobierno de Milei romperá necesariamente los vínculos con su base electoral. Muchas razones o secuencia de acontecimientos (éxito en un plan de estabilización, desmoralización de los sectores populares combativos, desafección política de la clase trabajadora) podrían llevarnos hacia una alternativa opuesta, tal como sucedió en el caso de Bolsonaro en Brasil. A pesar de que el ex capitán perdió las elecciones en un segundo turno muy reñido (51/49), logró cohesionar a su propia base, eliminando cualquier lealtad previa de sus votantes hacia los partidos tradicionales.

¿Es inviable un gobierno de Milei?

Una forma de disminuir la percepción del peligro que representa la extrema derecha es dar por descontado que un gobierno de Milei carecerá de apoyo político y se desmoronará bajo la presión de la movilización popular. Este es el enfoque predominante en el Frente de Izquierda (FIT-U). El PTS llegó a comparar a Milei con Liz Truss, la primera ministra británica que en octubre de 2022 fue expulsada del poder 45 días después de haber asumido. Este es un pronóstico peligroso, en buena medida imaginario y hecho a medida de las necesidades políticas, no de la lucha de clases, sino de la campaña presidencial del Frente de Izquierda. La candidatura del FIT-U tiene el problema de que podría encontrarse con una respuesta democrática de la sociedad que intentará cerrarle el paso a Milei recurriendo a la única boleta que puede tener un impacto práctico en ese sentido, es decir la del peronismo. Centrar la campaña electoral en disminuir el peligro que representa Milei, con el fin de influir ligeramente en el resultado electoral del Frente de Izquierda, es una estrategia mezquina e irresponsable.

No resulta sorprendente que el PTS reste importancia a la amenaza que plantea la extrema derecha, dada su actitud en situaciones previas similares. Ante el ascenso de Bolsonaro en 2018, el PTS sostuvo que «un eventual gobierno de Bolsonaro ya nace débil» y, en otro texto, ampliando su posición, señaló que «cuando Bolsonaro quiera aplicar privatizaciones, legislaciones degradantes de las condiciones de trabajo y de vida de la población obrera y popular, entre otros ataques contra los derechos democráticos, de las mujeres y las minorías oprimidas, deberá hacer frente a la lucha de clases (…) En un contexto de crisis política y económica y de polarización, podemos esperar grandes explosiones sociales». En análisis de la Turquía de Erdogán o del Frente Nacional francés desarrollaron razonamiento similares. Ninguna de sus predicciones se confirmaron.

Estos errores de análisis no son casuales, sino que reflejan limitaciones teóricas y estratégicas, que se manifiestan en diversos aspectos: la tendencia a subestimar los riesgos democráticos que representa la extrema derecha, la suposición de que solo podría liderar gobiernos necesariamente débiles, la fantasía de posibles explosiones sociales como subproducto de su llegada al poder, el desprecio por las tareas unitarias defensivas y el énfasis en el combate a las corrientes reformistas o progresistas, que a menudo parecen ser un enemigo más importante que la propia extrema derecha.

Esta concepción ultraizquierdista llevó a que el PTS llamara a votar nulo en todas las elecciones recientes en América Latina que se dirimieron en un segundo turno entre una fuerza progresista o de centroizquierda y la extrema derecha: Lula contra Bolsonaro, Castillo contra Fujimori y Boric contra Kast. Sus aliados en el Frente de Izquierda sostuvieron posiciones similares. La ceguera ultraizquierdista ante el peligro de la extrema derecha no es una propiedad exclusiva del estalinismo de los años 1930.

Gobernabilidad y «populismo autoritario»

En cualquier caso, tendremos por delante batallas decisivas. Thatcher solo pudo avanzar luego de la gran derrota de la huelga de los mineros de 1985 y Menem después de derrotar las grandes luchas contra las privatizaciones. El futuro es incierto como pocas veces. La legitimidad de un eventual gobierno de Milei será más frágil que lo que el resultado electoral dará a entender. No se puede descartar que una respuesta social de gran amplitud y una inestabilidad política y parlamentaria lleve a su gobierno a un callejón sin salida. Sin embargo, no hay que exagerar esta posibilidad ni jugar con fuego en el borde del precipicio.

Las condiciones para dar sustentabilidad política y parlamentaria a un futuro gobierno de Milei se pueden construir (Bullrich, por su parte, no tendría este problema). Podría producirse una fractura de la derecha que sumaría un sector relevante a una nueva coalición gubernamental. También es probable un apoyo parlamentario de gran parte del peronismo de las provincias del interior del país, que ya dio gobernabilidad a Macri, y que además tiene a cargo territorios donde Milei arrasó en la elección presidencial. Mientras se resuelva la interna del peronismo de cara al próximo ciclo, lo que podría llevar varios años, es probable que una parte significativa del mismo llegue a la conclusión de que no sería mal negocio sostener a un nuevo gobierno que puede ocuparse de una carga pesada que atemoriza a todas las fuerzas políticas (plan de estabilización, reformas estructurales, enfrentamiento con el movimiento de masas). En este sentido, ya hubo sectores que mostraron señales de aproximación, e incluso no faltaron dirigentes relevantes de la burocracia sindical que hicieron público su acercamiento. Un eventual gobierno encabezado por Milei, especialmente si logra superar una crisis de corto plazo, podría dar inicio a una reconfiguración política sin precedentes. Esto implicaría la posibilidad de romper a los otros dos bloques políticos y atraer a sectores de ambas coaliciones, obteniendo el respaldo parlamentario necesario para consolidar su gestión.

Tanto Milei como Bullrich parecen no temer, al menos de la misma manera que el gobierno de Macri, a la movilización social. Por el contrario, como sucedió, por ejemplo, en la Francia de Sarkozy o, aún más, en el thatcherismo, están dispuestos a utilizarla a su favor, respondiendo de manera autoritaria y asumiendo un perfil que podríamos denominar populista: el pueblo representado en su presidente contra minorías corporativas que defienden sus «privilegios». Se trata de una derecha de combate que intentará aprovechar la combinación de erosión parcial de la capacidad de resistencia, luego de años de crisis económica y de desmovilización controlada desde arriba, para aislar la protesta social de modo que aparezca como un bloqueo para la resolución de los problemas económicos del país.

Aquí el término «populismo autoritario» con el que Stuart Hall caracterizó a Thatcher puede ser útil. Independientemente de su viabilidad, Milei anunció que recurrirá al plebiscito cuando el Congreso se oponga a sus medidas. Milei puede reivindicar representar directamente al pueblo contra la oposición política o social que será acusada de antidemocrática y de no dejar gobernar. Estaríamos frente a un populismo plebiscitario, en el cual Milei hablará en nombre del pueblo contra los intereses sectoriales (todos aquellos a los que se los refiera mediante el significante vacío de «casta»: políticos, dirigentes sindicales, piqueteros, etc.). Una construcción discursiva de este tipo tendría un precedente en la crítica macrista a los «privilegiados». En el lenguaje del gobierno de Macri, «privilegiados» eran las mafias y los políticos corruptos, pero también el sindicalismo, el trabajador formal protegido por derechos laborales que «inhiben la generación de empleo» o quien se ubica «por encima de la ley», por ejemplo un piquetero que corta un ingreso a la ciudad. Aunque no es necesariamente mayoritaria, este tipo de construcción ideológica lleva años sedimentando en sectores relevantes de la sociedad.

Esta es simplemente una hipótesis, ya que en una situación tan incierta como la actual, nadie puede tener certeza sobre el futuro. No obstante, se trata de un escenario posible respaldado por precedentes históricos y condiciones factibles. En un contexto crítico de este tipo, no es razonable tomar riesgos innecesarios.

Tomarse en serio el riesgo de la extrema derecha

Es curioso notar que existen dos respuestas contrastantes por parte de los sectores progresistas frente al ascenso de la extrema derecha. Por un lado, algunos se ven paralizados por el pánico, a veces con caracterizaciones exageradas que pierden sentido de las proporciones. Sin embargo, por otro lado, también es común observar en otro sector una sensación generalizada de incredulidad. Lo que hasta el 13 de agosto era un pronóstico del tipo «esto no puede pasar» (una victoria de la extrema derecha) se convirtió en algunos casos en un «esto no puede ser tan grave», que en realidad es una forma adaptada del primero. Es lo que sucede en una disonancia cognitiva: el malestar psicológico que genera la experiencia de percepciones contradictorias, generalmente la contradicción entre las creencias previas y la información proveniente de la realidad, se resuelve por medio de ajustes secundarios que permiten restituir la congruencia y lo esencial de las ideas iniciales.

La extravagancia de algunas propuestas de Milei facilita la incredulidad: la venta de órganos, un mercado de menores de edad, la privatización de las calles. Nadie piensa que esas medidas son implementables en el planeta Tierra. Incluso su propuesta estrella, el abandono de la moneda nacional en favor del dólar, es altamente problemática en términos de viabilidad. Pero en las propuestas extravagantes no está el problema. Hay en cambio otro paquete de medidas que no están en el terreno de la fantasía, cuya aplicación exitosa supondría una derrota de largo plazo para la clase trabajadora: una reforma laboral agresiva, como la que llevó a cabo el ultraliberal Paulo Guedes en el gobierno de Bolsonaro, un ajuste fiscal basado en la privatización o cierre de empresas públicas y el despido masivo de trabajadores del Estado, un ataque de gran escala a la educación y la salud públicas o una transformación previsional que elimine el sistema estatal de reparto, entre otras. Por otro lado, es evidente que la extrema derecha buscaría lanzar una ofensiva ambiciosa en el ámbito de la igualdad de géneros y los derechos LGTBQ+ (ilegalización del aborto, eliminación de la educación sexual, del cupo trans, etc.), generando un aval estatal a los discursos de odio, homofóbicos y patriarcales, tal como lo hicieron Trump y Bolsonaro.

Una política de choque tan antipopular no podrá prescindir de un endurecimiento autoritario del Estado: la persecución judicial a líderes sociales, un respaldo a la violencia policial, el libre acceso a la portación de armas, la revitalización de las FFAA, el indulto a los militares condenados, un intento de debilitar la influencia de los sindicatos en el lugar de trabajo y, sobre todo, el combate a la presencia de los movimientos sociales piqueteros en los barrios populares, sujeto social fundamental del último ciclo político. (Este último podría ser el enemigo preferido de un futuro gobierno de extrema derecha, que podría contar con el respaldo de una parte de la burocracia sindical y encontraría algún apoyo en un cierto sentido común «antipiquetero» construido gubernamentalmente a lo largo de los últimos años aprovechando al cansancio social provocado por la presencia constante de manifestaciones callejeras).

En resumen, si estas medidas se concretaran exitosamente, significaría una gran regresión social y democrática, de la mano de un endurecimiento autoritario del Estado y un intento de disciplinamiento social y desmovilización de la protesta. En otras palabras, representaría una derrota estratégica para la clase trabajadora.

¿Cómo se construiría una base de masas sostenible en medio de una terapia de choque tan agresiva? La principal fuente de un eventual apoyo, pasivo o activo, es que al futuro gobierno lo preceda una crisis económica catastrófica que ofrezca autorización para medidas drásticas. Al momento de escribir estas líneas, estamos orillando una crisis de ese tipo. En la experiencia del menemismo, la hiperinflación de 1989-1991 sembró la desesperación en la población, liquidó al gobierno saliente y permitió que Menem asumiera con una delegación enorme de autoridad presidencial y con el cheque en blanco para tomar medidas impopulares «que pusieran orden». Como muestra Adrián Piva, esta catastrofe económica ofreció una hegemonía débil en torno a un consenso negativo: la estabilidad económica construida sobre la conmoción de la hiperinflación precedente. Perry Anderson, en el mismo sentido, al analizar los planes de estabilización en América Latina, escribió: «Existe un equivalente funcional al trauma de la dictadura militar como mecanismo para inducir democrática y no coercitivamente a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales: la hiperinflación».

Un gobierno de extrema derecha (y en este aspecto Bullrich y Milei no presentarán diferencias significativas) jugará también con la fragmentación de la clase trabajadora y las contradicciones entre las víctimas de las políticas de ajuste: sectores informales contra los «privilegios» de la clase trabajadora sindicalizada, trabajadores contra desempleados que sobreviven con la asistencia social, trabajos «uberizados» contra sindicatos, etc.

En cualquier caso, hay que advertir que un proceso agresivo de contrarreformas no requiere necesariamente del apoyo masivo de la población. Para remitir al ejemplo clásico del thatcherismo, que ha movilizado infinidad de estudios, la ofensiva de Thatcher contra el Estado social no contó con la adhesión mayoritaria de la población (como muestran los textos clásicos de Bob Jessop y otros publicados en la New Left Review). La dominación puede aceptar formas que combinen consentimiento y coerción pero también resignación, apatía o desafección.

Una salida cesarista al empate social

La extrema fragilidad de la situación económica en la que se inscribe el auge reaccionario es una característica que diferencia la situación argentina de la oleada global de gobiernos de ultraderecha. No se puede subestimar el riesgo que implica esa conjunción. No hace falta remitirse a la hiperinflación alemana de los años 1920 para ilustrar el punto. Este escenario tiene varios precedentes recientes, uno de ellos especialmente expresivo. Durante los años 1980, Perú también sufrió los efectos de una larga década de estancamiento que se aceleró hacia el final en un pico hiperinflacionario. En ese contexto asumió Alberto Fujimori. Es importante recordar que su ascenso electoral meteórico fue con una fuerza política marginal (Cambio 90), básicamente electoral, sin grandes apoyos sociales o empresariales. La catástrofe económica le suministró la legitimidad para aplicar una terapia de choque: un plan de estabilización, privatización de empresas públicas y liberalización de la economía, a la vez que un endurecimiento autoritario que incluyó el cierre del Congreso. La remodelación neoliberal de la sociedad peruana y la violación masiva de los derechos humanos (las víctimas se cuentan por decenas de miles) constituyeron un punto de inflexión histórico del que la clase trabajadora peruana todavía no ha logrado recuperarse.

Es curioso que esta correlación (crisis inflacionaria-gobierno autoritario) no esté lo suficientemente presente en el debate público de la izquierda, sobre todo en una situación donde la inflación mensual llegó a los dos dígitos y las reservas netas del Banco Central son negativas. No se puede descartar una crisis bancaria en caso de que se imponga alguno de los dos candidatos ultraderechistas, sobre todo teniendo en cuenta que parecen tener consciencia del beneficio que les reportaría detonar el pánico económico anunciando propuestas radicales «pro-mercado» de efectos catastróficos en el corto plazo (como la salida abrupta del «cepo» bancario, la eliminación de retenciones a las exportaciones, la dolarización, etc.). El buen resultado de Milei el 13 de agosto ya mostró una tendencia al pánico en los «mercados»: caída de los bonos, aumento del «riesgo país», estancamiento de las acciones.

En su libro sobre el último ciclo político, Fernando Rosso retoma el término «empate hegemónico» de los gramscianos argentinos de los 1970, quienes lo utilizaron para describir el largo período de inestabilidad en Argentina entre 1955 y 1976. Rosso recupera el término para caracterizar la dinámica política durante los últimos veinte años en los que las relaciones sociales de fuerza han impedido que las clases dominantes lancen una ofensiva en toda regla. Pero un impassede este tipo puede encontrar una oportunidad de desbloqueo en la combinación de catástrofe económica y autoritarismo político. Precisamente el análisis de Gramsci conduce a evaluar un escenario de este tipo, de allí el carácter «catastrófico» del «empate catastrófico». Si Rosso se inclina a pensar que Milei se volverá a estrellar contra el «cementerío de proyectos hegemónicos» que es la sociedad argentina, estaría descartando prematuramente una alternativa típicamente gramsciana: que Milei encarne la posibilidad de salir por arriba de ese bloqueo.

Resulta llamativo referirse a Gramsci para analizar el «empate hegemónico», pero no para evaluar la hipótesis central que el pensador italiano planteaba como una posible solución para este tipo de situaciones. Lo que Gramsci detectó en las situaciones de empate en las relaciones de fuerza es que generan las condiciones para un liderazgo alternativo que tenga un efecto catastrófico para las fuerzas empatadas. Deciía Gramsci:

Se puede decir que el cesarismo expresa una situación en la cual las fuerzas en lucha se equilibran de una manera catastrófica, o sea de una manera tal que la continuación de la lucha no puede menos que concluir con la destrucción recíproca. Cuando la fuerza progresiva A lucha con la fuerza regresiva B, no sólo puede ocurrir que A venza a B o viceversa, puede ocurrir también que no venzan ninguna de las dos, que se debiliten recíprocamente y que una tercera fuerza C intervenga desde el exterior dominando a lo que resta de A y de B.

Gramsci en su análisis muy probablemente consideró en primer lugar las condiciones específicas que permitieron la emergencia del fascismo italiano. A este respecto, es relevante recordar la fórmula de Angelo Tasca cuando definió al fascismo como una «contrarrevolución póstuma y preventiva» que surgió en una situación intermedia donde habían sido derrotadas las amenazas revolucionarias, pero el movimiento obrero aún no había sido completamente suprimido. El fascismo no derrotó directamente a la revolución, sino que intervino para consolidar su poder cuando las tentativas revolucionarias ya habían fracasado. Esta es una forma de describir, también, el «empate hegemónico»: la clase obrera ya no se encontraba en un período de ascenso con la expectativa de imponer su propio proyecto, pero aún conservaba la suficiente fuerza para frenar una ofensiva capitalista global. En ese intervalo surgió una solución de fuerza de las características excepcionales del fascismo de la entreguerras.

Por supuesto, en la actualidad no se vislumbran tentativas revolucionarias (ni amenazas fascistas en sentido estricto por el momento), pero sí asistimos a una prolongada situación de empate social que está agotando las energías de los actores involucrados. En el campo de la clase trabajadora, esto se traduce en una tendencia hacia la desmovilización social y la desafección política. Aunque las clases populares todavía mantienen capacidad de bloquear al adversario, su debilidad relativa al mismo tiempo abre la puerta a la posibilidad de una solución «cesarista». Constatar esto le confiere al análisis gramsciano sobre el «empate catastrófico» una importancia y un sentido preciso, que a menudo se pasan por alto en los usos actuales.

El análisis de Gramsci también sirve para evitar la confianza excesiva en una evaluación simplista de la acumulación de fuerzas de la clase trabajadora argentina como un seguro de reserva contra una reacción autoritaria. Las soluciones de fuerza surgen precisamente en lugares donde existen fuerzas sociales que bloquean una resolución convencional (el fascismo clásico en países como Alemania, Italia y España ilustran el punto).

Es precisamente de aquí de donde emana la ilusión óptica de la explicación «instrumentalista» del fascismo, ampliamente criticada en la literatura especializada. El fascismo no fue un instrumento ni un epifenómeno de las necesidades del capital, como creyó la Internacional Comunista, sino el producto de un proceso complejo y autónomo, donde confluyeron cuestiones ideológicas, dinámicas políticas e incluso accidentes inesperados. Pero, a su manera, la explicación instrumental capta algo importante de la dinámica de acción y reacción en momentos críticos de la lucha de clases, donde tienden a configurarse las condiciones específicas que propician el avance de soluciones de fuerza. Estas reacciones autoritarias sirven a las necesidades funcionales de las clases dominantes, no porque sean meros instrumentos, sino porque representan resultados políticos que se vuelven plausibles en contextos políticos particulares.

Para ilustrarlo con la historia argentina, se puede recordar que la dictadura militar en 1976 no apareció porque el país tuviera una débil organización sindical y social, sino por lo contrario: porque la clase obrera había logrado bloquear los intentos de ofensiva capitalista por medios convencionales (el Rodrigazo de 1975 fue el último ejemplo). Esta fuerza social, al tener la capacidad de bloquear el proyecto adversario pero no de imponer el suyo propio, gradualmente creaba las condiciones para su agotamiento: al no poder resolver la situación a su favor, su capacidad de bloqueo tendía a generar caos, inestabilidad y cansancio social. Esto no solo facilita la formación de una base de masas para una radicalización hacia la derecha, sino que también ejerce presión sobre la propia clase trabajadora, que empieza a sentir progresivamente que se encuentra en un callejón sin salida, pierde confianza en su propia fuerza y comienza a desmovilizarse. En esta conjunción de elementos es en la que emerge la factibilidad de una solución de fuerza. Por esta combinación de factores, el golpe de 1976 fue vivido por sectores amplios de la población como un alivio.

Una victoria electoral de la extrema derecha podría, entonces, tener un contenido estratégico. Las clases dominantes podrían encontrar una vía alternativa para asumir un combate directo en beneficio de una política ultraliberal. Desde hace al menos una década, las relaciones de fuerza evitan las contrarreformas que exige el empresariado. Ahora las clases dominantes podrían, a la manera cesarista, delegar en una figura «externa» el trabajo sucio que las fuerzas orgánicas de la burguesía no parecen estar en condiciones de realizar. Demasiada dependencia del consentimiento social hace naufragar todos los proyectos políticos. Tal vez puede ser útil un «loco», con poco pasado y sin temor al futuro, sin una fuerza propia que le reclame sustentabilidad, para cortar el nudo que bloquea al capitalismo argentino desde hace dos décadas.

Si esto sucediera, en el futuro analizaremos el actual momento político como una inflexión decisiva, donde la victoria electoral de Milei cumplió un papel estratégico, que ofreció un instrumento y una reorganización a la burguesía que ella misma no podía encontrar.

El momento político de la lucha de clases

Una respuesta instintiva de la izquierda social y política ante el avance de la extrema derecha pasa por llamar a las movilizaciones y a la lucha social. Sin embargo, esta estrategia tiene una laguna importante: la extrema derecha se encuentra al borde de hacerse con el poder del Estado. ¿Es necesaria y factible una respuesta en el terreno político o podemos prescindir de esa dimensión?

Suelen existir dos formas de subestimar lo que se condensa en una elección presidencial: por un lado, el rechazo movimientista de toda «política institucional», y por el otro, el ultraizquierdismo clásico para el que todas las opciones burguesas están en el mismo plano. En mayor consonancia con esta segunda opción, la estrategia predominante en la izquierda se basa en convocar a la lucha reivindicativa contra los efectos de la política económica como forma de enfrentar a la extrema derecha, según el razonamiento, en buena medida correcto, de que la extrema derecha surge en el terreno construido por los efectos destructivos del ajuste económico. ¡Pero no estamos presenciando ninguna lucha social relevante, y en unos días nos encontraremos con la elección que puede concretar el acceso al gobierno de la extrema derecha! Una lucha exclusivamente social desvía de la necesidad de una lucha política de masas contra la extrema derecha. Y a semanas de las elecciones, esto es lo que preocupa a sectores relevantes de la población y que la afecta de tal modo que podría desatar una energía social hoy latente.

Es fundamental entender que el Estado no es simplemente un reflejo pasivo de las relaciones de fuerza «externas», que se resuelven únicamente en el «poder de la calle». El Estado es un actor que influye en las relaciones de fuerza y tiene la capacidad de cambiar y modificar los equilibrios políticos establecidos. No comprender la importancia de una elección presidencial conduce a subestimar el momento político de la lucha de clases, en favor de un enfoque predominantemente «social», que durante el período electoral puede acompañarse de una agitación política abstracta que no enfrenta los dilemas reales que presenta la coyuntura.

¿Qué hacer?

Una singularidad de la próxima elección presidencial radica en que no nos enfrentamos simplemente a una, sino a dos formaciones de extrema derecha, lo que podría desembocar en un escenario de pesadilla en el que ambas lleguen al segundo turno. También asistimos a otra particularidad: la división del panorama en tres grandes bloques podría dar lugar a que Milei sea elegido en el primer turno, si logra obtener el 40% de los votos y una ventaja de 10 puntos sobre el siguiente candidato, tal como permite el sistema electoral argentino. Estas cirscunstancias precipitan para la izquierda radical decisiones tácticas que normalmente se reservan para el segundo turno.

La amenaza a los derechos democráticos que representa esta situación obliga a cumplir un papel sin dubitaciones en el campo de combate contra la ultraderecha. Sin embargo, hoy enfrentamos una dificultad adicional. El ciclo político está cambiando, lo que significa que muchas categorías con las que pensamos los últimos años se están volviendo anacrónicas. Durante años, una táctica de unidad defensiva amplia contra la derecha establecía un puente que se comunicaba con la sensibilidad mayoritaria de las clases populares, identificada principalmente con el kirchnerismo. Pero años de ajuste ortodoxo aplicado por el peronismo cambiaron el paisaje. Ahora ya no se trata simplemente de actuar en conjunto con las clases populares contra una derecha tradicional que tiene su línea de flotación en las clases medias antipopulistas. Ahora, hasta cierto punto, son las clases populares las que están reaccionado, de una manera extremadamente problemática, contra el ajuste del peronismo.

Si queremos combatir a largo plazo a la extrema derecha no podemos subordinarnos al «extremo centro» o al neoliberalismo progresista. Ellos son los representantes del statu quo frente al cual se alza la revuelta reaccionaria. Si la izquierda se muestra como la «extrema izquierda» del statu quo, el descontento popular seguirá encaminándose hacia soluciones autoritarias. En el mismo sentido, hay que evitar que el «todos contra la derecha» se transforme en una consigna disciplinante que acabe justificando las políticas ortodoxas llevadas a cabo por las fuerzas políticas tradicionales. En otras palabras, debemos evitar que el neoliberalismo progresista encuentre en la extrema derecha al antagonista perfecto que le permita desmovilizar a través del miedo a un «mal mayor» cada vez más inquietante.

Apoyar al neoliberalismo progresista contra la extrema derecha es equivalente a apoyar la causa para intentar evitar el efecto. Y, sin embargo, aunque parezca paradójico, hay momentos críticos que obligan a acciones puntuales «con la causa contra el efecto» con el objetivo precioso de ganar el tiempo que permita cambiar la situación. En las próximas elecciones es necesario utilizar la boleta de voto que puede tener el efecto práctico de cerrarle el paso a la extrema derecha (en este caso, el cuerpo presidencial del peronismo), pero esto no es lo mismo que aceptar la pendiente resbaladiza de la lógica del «mal menor». Los escritos clásicos de Trotsky contra el fascismo siguen ofreciendo lecciones útiles a este respecto. Trotsky enfatizaba que en circunstancias críticas uno puede ponerse de acuerdo aún “con el diablo y su abuela” pero «con la única condición de no atarse las manos». Es decir, defendía tácticas unitarias que no impliquen subordinación política ni acuerdos duraderos. En su «Carta a un obrero comunista», en la que hace un llamado urgente a constituir un frente único obrero (comunista-socialdemocrata) para derrotar el fascismo, escribe:

Nosotros, como marxistas, consideramos tanto a Brüning y a Hitler como a Braun como los representantes de un único y mismo sistema. El problema de saber cuál de entre ellos es un “mal menor” carece de sentido, porque su sistema, contra el cual luchamos nosotros, necesita de todos sus elementos. Pero hoy estos elementos están en conflicto, y el partido del proletariado debe utilizar absolutamente este conflicto en interés de la revolución.

Y prosigue: «Para los que no lo comprendan, tomemos un ejemplo más. Si uno de mis enemigos me envenena cada día con pequeñas dosis de veneno, y otro quiere darme un tiro por detrás, yo arrancaré primero el revólver de las manos del segundo, lo que me dará la posibilidad de terminar con el primero. Pero esto no significa que el veneno sea un mal menor en comparación con el revólver». Y agregaba un comentario final, que podríamos trasladar a los dirigentes del trotskismo argentino: «¡A decir verdad, uno se siente un poco embarazado de explicar una cosa tan elemental!» 

Si bien hay condiciones para impulsar una movilización democrática contra la ultraderecha, enfrentamos un problema muy serio. Aunque parezca sorprendente, los dos principales agentes políticos que podrían impulsarla no están interesados, al menos por el momento. Por un lado, el Frente de Izquierda está comprometido en llevar a cabo su propia campaña electoral, la cual está en competencia con cualquier movimiento social que priorice la lucha contra la extrema derecha, ya que este último podría tener el efecto de desviar apoyos electorales de la izquierda hacia la candidatura oficialista. Por otro lado, el sector más directamente vinculado a Cristina Kirchner parece estar ausente de cualquier acción contra la extrema derecha, incluso en el ámbito de la campaña electoral más elemental. Al parecer, la estrategia de este sector, similar a la que empleó en 2015, se centra exclusivamente en retener la estratégica gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Es posible que estén siguiendo la lógica de que sería preferible una victoria de la derecha a nivel nacional, ya que esto le permitiría mantener el liderazgo en el peronismo, al mismo tiempo que embellecería por contraste la herencia del kirchnerismo y sentaría las bases para un posible regreso al poder en el futuro. La irresponsabalidad de este cálculo es extrema.

Un gran movimiento social contra la ultraderecha podría desempeñar un papel fundamental para cambiar el rumbo de las elecciones. Esto no es un lugar común izquierdista, que uno repite rutinariamente ante toda situación. En este caso adquiere un sentido y una importancia especiales. Una polarización entre un movimiento de masas democrático y la extrema derecha es clave para modificar el resultado electoral, porque nadie está más desautorizado que el propio gobierno para dar una señal de alarma «contra el fascismo» o contra «el ataque a los derechos». En este aspecto, la situación se parece menos al segundo turno de Lula contra Bolsonaro, y más al de Macron contra Le Pen. Si la lucha contra Milei queda en manos exclusivamente de Massa y del oficialismo, la derrota se vuelve más probable. Hay que dar una señal de alarma sobre el peligro social y democrático que significa la extrema derecha, pero para sea efectiva se necesita, como señaló con acierto Ezequiel Ipar, un desplazamiento del enunciador de esta advertencia: debe ocupar el centro de la escena un movimiento social democrático que polarice la situación política.

Incluso si la extrema derecha llegara al poder, resulta esencial que lo haga en un marco de amplia movilización democrática que sea el punto de apoyo para las batallas sociales y políticas que se vienen. Nada es más importante en este momento.

El autor agradece a Adrián Piva, Ariel Feldman y a los miembros del equipo editorial de Jacobin por sus comentarios y sugerencias al borrador de este texto.