Por: Luis E. Sabini Fernández/
Ha sobrevenido un cambio sustancial en la noción de futuro.
Tengo edad suficiente como para conocerlo experimentalmente y no sólo intelectivamente.
El futuro revolucionario que auspició el socialismo en general y el marxista en particular, criticando a la religión cristiana que depositaba la bienaventuranza en “el más allá” y reclamándola para nuestro más acá, para nuestro mismísimo futuro en la tierra (en la Tierra), pese a su aparente reclamo de mejoras concretas en las vidas humanas, no dejó de seguir siendo un reclamo postexistencial.
La misma calificación de la URSS como “paraíso de los trabajadores” revela su carácter de mala jugada (tipo juego de la mosqueta). Probablemente hecho con mala conciencia, pues al menos los peldaños superiores de la nomenklatura lo sabía: en la URSS, la condición obrera era una neoesclavitud. Y por ese lado, el acceso al paraíso era definitivamente inalcanzable.
Pero había todo un pueblo esperanzado. Así se vivió la presencia, la existencia de la URSS, grosso modo entre los ’50 y los ’80 (antes, en los ’20, el fuego revolucionario no pasaba por paraíso alguno y después, en los ’80, las sucesivas concesiones tácticas a lo establecido acabaron con la esperanza del fuego y la del paraíso).
La remisión al futuro (“socialista”) expresaba el carácter de coartada ideológica, aunque en general la gente que adhería a tales “convicciones” (por ejemplo todos los afiliados de los partidos comunistas y hasta socialistas), difícilmente se percibieron en su condición de objeto de una temporalidad tramposa.
El crac del futuro socialista
1956 fue un año clave para la “caída de estas investiduras”; la de un socialismo ingenuo, masificado (no por cierto para la intelectualidad, hace mucho enzarzada en debates y luchas de vida y muerte).
Porque durante casi 40 años la liturgia oficial soviética había sorteado los “accidentes” del anarquismo, el trotskismo, el consejismo y otras ‘malformaciones” como anomalías que no dañaban el corpus (sagrado) revolucionario.
El vigésimo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) puso entonces sobre el tapete el carácter endógeno del mal. De algún mal (y no de todo el mal, como la derecha tradicional trató inmediatamente de aprovechar, exculpando, como si no existiera, el colonialismo, el racismo, el militarismo clásicos; el capitalismo en suma).
Fue cuando el vigésimo congreso del PCUS reveló que Stalin era un asesino, un dictador omnímodo.
1956 fue el primer derribo de la aspiración socialista de lo porvenir (que todavía se mencionaba como “el futuro”.
El marxismo había cometido un abuso intelectual, una tropelía psíquica alojando en “el futuro” los sueños de manumisión. Y había cometido además, una vulgar repetición de la apelación de los sacerdotes cristianos a tolerar las iniquidades del presente para que pudiéramos encontrar la bienaventuranza en nuestro futuro.
La pretensión científica de conocer “el futuro” funcionó, entonces, como coartada ideológica.
Porque, strictu sensu, no se puede conocer, ni siquiera percibir, lo porvenir.
Fue el cientificismo socialista el que forzó esa pretensión, alterando nuestra propia ubicación témporoespacial: el pasado era reconocible y separable de todo ensueño pasado. Era por cierto arduo re-conocerlo, recuperarlo. El trabajo histórico, la investigación documentaria, nos podía acercar asintóticamente a él, a lo vivido. Nuestro presente se esfumaba segundo a segundo, se hacía nuestro pasado (cada vez más inasible).
Esa temporalidad, empero, no empieza con el socialismo. Fue el optimismo burgués el que amplió la idea de futuro; el porvenir que auguraba siempre algo mejor.
Edward Bellamy, conjugando su origen estadounidense y la expansión imparable de las ideas socialistas en Occidente en la segunda mitad del s xix, escribe una novela utópica –2000–, de tecnooptimismo radical, apoyando una sociedad de ensueño sobre la base de los nuevos adminículos tecnológicos que harían la vida agradable, envidiable; vehículos motorizados, como helicópteros, sermones religiosos por vía telefónica, lavavajillas y otros electrodomésticos, tarjetas de crédito. Pensemos que Bellamy la publicó en 1892, cuando toda esa ristra de enseres, hoy cotidianos, apenas si estaban despuntando.
Este relato utópico, de candorosa simplicidad es una de las últimas versiones de la gran saga utópica de la modernidad con carga totalmente positiva. Es muy significativo que con la instauración soviética, 1917, ese género casi desaparece, en su versión optimista, positiva. En 1920, Yevgeny Zamyatin escribe Nosotros, en la flamante URSS, narrando una sociedad con viviendas con paredes de vidrio, es decir con vida cotidiana sin secretos, y con un espíritu bastante asfixiante. Que le valdrá, al cabo de un tiempo, una cárcel dictada por su examigo Josef Stalin. Que será empero, “magnánimo”: estará preso “apenas” 6 años y luego el exilio (muchos discrepantes y disidentes empezarán en la década del ’30, en que Zamyatin es finalmente condenado, a “pagar” sus “desviaciones” (o traiciones a la “dictadura del proletariado”), con prisiones mucho más largas y duras, o con la vida, directamente.
Nuestra temporalidad, que acostumbrábamos a calificar como pasado-presente-futuro, tenía a lo sumo dos miembros o instancias, asibles, concretas: nuestro presente y el pasado que íbamos construyendo o deshaciéndose a nuestro paso. Lo futuro no estaba. No estaba nunca. Nuestra realidad siempre ha sido la que hemos ido abandonando ingresando a nuestro presente, que se va haciendo pasado continua, invariablemente (los ritmos, psicológicamente, pueden, variar y uno puede sentir un presente continuo a veces y otras, uno muy fugaz).
El colapso soviético, en 1991 dio un golpe mortal a la idea misma de futuro. La opción política llegó a ser radicalmente descartada en cierto sentido, por Francis Fukuyama en un ensayo en que sostenía que el futuro ya había llegado y era el sistema democrático, de capitales liberados, sin perspectiva de cambios políticos a la vista. Aunque años más tarde, ensayará una autocrítica ante su apresuradísimo dictamen, lo que sí quedaba claro era que la idea de futuro socialista había entrado en crisis, irreversible.
La tóxica noción de futuro socialista (que quería servir como aspiración, para nuestras estrategias de vida) como “necesidad histórica”, como futuro inevitable, reveló tan claramente su inverosimilitud, y su proyección política había sido herida de muerte.
El sistema de poder operó de modo radicalmente distinto, deslastrado de esa imagen, políticamente cargada, de un futuro socialista. Afirmando lo presente como fuente de poder, y de satisfacción. El mundo que vivimos ocupándonos, exigiéndonos, condicionándonos mediante una presentización perpetua, fue configurándonos. Percibimos que es precisamente, lo que tiene vigencia hoy, en nuestro momento histórico.
Esa presentización de nuestras sociedades ha operado mediante una hybris tecnológica que ha permitido a nuestras sociedades cada vez más modernizadas atender todas las novedades y posibilidades que los despliegues tecnológicos permiten: hoy se puede viajar más rápido y a más lugares; el turismo es una actividad de distracción cada vez más permanente, estructurada en nuestras vidas.
Hemos suprimido la estacionalidad de nuestros alimentos y podemos comerlos (casi) indistintamente, cualesquiera de ellos, los doce meses del año (asunto muy distinto es el acceso material…)
Lo mismo, la cobertura energética, cada vez mayor y en más ámbitos.
Claro que todo eso se hace con un costo, un desgaste planetario, cada vez mayor. Pero dada la complejidad de las interrelaciones técnicas, económicas, financieras, laborales, se hace muy difícil percibir con claridad, por ejemplo, los costos ambientales de que casi todos tengamos “casi todo” (y el celular en primer lugar, epítome de la presentización consumista de nuestro mundo actual).
El celular: pieza clave del vivir en un presente perpetuo
Con la presentización inclemente, sostenida, han entrado en crisis el pasado, y lo futuro. El pasado con sus recuerdos; lo futuro, con sus proyectos.
¡No damos abasto para vivir cada día!, ¡cómo vamos a pretender recordar a mi padre, a mi hermana, a aquella otra novia, aquella casa tan acogedora!
Porque nuestra temporalidad no nace desde sí misma. Sino de toda la parafernalia tecnológica que supuestamente “nos asiste”.
Todas las asistencias, todo lo que nosotros consideramos asistencias, pero que en realidad nos condicionan. Pero, claro, sin decírnoslo. La heteronomía se hace muy clara con los adolescentes, aquellos que ya entraron en la rueda de la comunicación cibernética, sostenida, permanente, pero apenas son aprendices y consumidores. Pero nos atañe, y nos rige, a todos.
Todos han experimentado esa anécdota trivial de decirle a tu amiga, a tu prima, o tu padre, que tiene deseo de comer pizza y a las pocas horas, el celular te ofrece una chorrera de pizzerías, a cada cual más tentadora.
Eso revela que el celular no es como los viejos objetos tecnológicos que nos rodeaban inertes. El celu actúa.
Contraactúa (en rigor, contraataca). Es inteligencia artificial. Y no hay diálogo siquiera socrático; aquel que aun sin ser igualitario, está a la búsqueda de la verdad. No, lo que hay es una panoplia innumerable de invitaciones, a muchas de las cuales el usuario del celular accede, mejor dicho es “accedido”.
La situación actual, con “formas ocultas de propaganda”, como la explicitan los entrevistados en The Social Dilemma es grave (en el sentido médico del término; que puede causar la muerte). No se trata aquí de los hallazgos de bots, del 3G, 4G, 5G, de las velocidades de transmisión, carga informativa y otros inventos deslumbrantes (y tóxicos), sino de los resultados sociales que se ven cada vez más claramente: los usuarios son modificados, desafiados, interrogados desde, por ejemplo, aplicaciones del celular. El resultado que transmiten en The Social Dilemma: ‘caos masivo, indignación, falta de civilidad, falta de confianza en el otro, soledad, alienación, más polarización, más hackeo de elecciones, populismo, distracciones e incapacidad de pensar en problemas reales.’
Sus entrevistados, todos ellos en su momento personal clave de los actuales emporios digitales (exempleados de Google, Twitter, Facebook, etcétera) nos hablan de “monstruos digitales fuera de control”. Llama la atención la descripción de un futuro que verbaliza Jaron Lanier, a la vista de los crecientes enfrentamientos, las dificultades de entendimiento que observa desplegándose en EE.UU.: “guerra civil, en no más de 20 años”. «Destruiremos nuestra civilización con ignorancia voluntaria». Explicita: “no podamos resolver la cuestión climática, tal vez degrademos las democracias del mundo, y las hagamos caer en una especie de autocracia disfuncional, quizás arruinemos la economía global, quizá no sobrevivamos.”
Hasta al desagradable autoprotagonismo que este estadounidense atribuye a EE.UU. y a su gente, y a su nosística (imperial, voluntaria o no), hay que concederle su cuota de verdad. Porque aunque los EE.UU. no están solos ni han logrado cumplir su sueño imperial de 1945, se han acercado bastante. Y se nota particularmente en el perfil tecnológico que nos gobierna, la modalidad consumista que nos estraga.
Los personajes de este semidocumental aciertan en el diagnóstico final desechando toda actitud de rechazo primitivista y absoluto; uno de los personajes-protagonistas (Tristan Harris) aclara que lo que se ha encaramado en nuestras vidas es “una utopía y una distopía al mismo tiempo.”
The Social Dilemma no da, por cierto, pista alguna para salir del atolladero.
Otro de los personajes señala, conciliador que “debemos aceptar que las empresas quieran ganar dinero”, con lo cual el problema y la solución no trascienden lo que llamamos capitalismo. Pero su descripción es clave: “lo malo es que no haya leyes ni reglas ni competencia y que las empresas actúen como una especie de gobierno de facto.” Dictadura, en una palabra. Porque una empresa, un líder, una iglesia que actúa por sí y ante sí, no rinda cuenta, es dictatorial.
El problema es que así ha actuado el gran capital en todas las épocas y circunstancias “necesarias”: así fue el extractivismo “originario” de 1492 en adelante, así se desarrolló la petroquímica; en plena hybris envenenando todo el planeta; así se ha desarrollado la medicina, el Big Pharma, por encima de toda ley, generando iatrogenia.
Historiando esta cuestión, muy bien explica Jonathan Cook: “Las semillas de la naturaleza destructiva actual del neoliberalismo, algo demasiado obvio, se plantaron hace mucho tiempo, cuando el Occidente ‘civilizado e industrializado’ decidió que su misión era conquistar y someter el mundo natural al adoptar una ideología que fetichizaba el dinero y convertía a la gente en objetos a explotar.”
Cook dice bien: “neoliberalismo”. En todo el continente americano, como en el europeo, ésa resulta la categoría conceptual básica; el marco cultural en el que nos movemos.
Y con el quiebre del socialismo, no sólo perdimos un sueño nefasto; también perdimos, aparentemente la capacidad de soñar, porque, aquí señalo otra observación del mismo Cook, tan reveladora como la anterior: “la ideología que se ha convertido en una caja negra, una prisión mental, en la que nos hemos vuelto incapaces de imaginar otra forma de organizar nuestra vida, cualquier otro futuro que al que estamos destinados en este momento. El nombre de esa ideología es capitalismo.” –Fukuyama redivivo–. Hasta allí no llega The Social Dilemma.
De ahí que la noción de futuro haya virtualmente desaparecido. Y no tendríamos más que alegrarnos; siempre un espejismo es un mal acondicionador.
Si no fuera porque la noción de no-futuro (no future) es tan devastadora.
Porque la idea de un futuro cognoscible se torna fácilmente opresiva. Pero la de no tener futuro se nos presenta como mucho más radicalmente aterradora.
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