Por: Emiliano Brancaccio
Parece que entre los círculos más altos de las finanzas capitalistas, la transición ecológica ya no concita el mismo nivel de apoyo que antaño. Hay una facción creciente entre los capitalistas ricos que cuestiona lo que llaman la excesiva rigidez de las medidas necesarias para reducir las emisiones contaminantes. La idea ahora en boga es que la transición ecológica se está produciendo demasiado deprisa y existe el riesgo de que el aumento de los costes de producción se haga insostenible.
El cambio de enfoque en las altas esferas del poder se deja sentir en casi todo el mundo. Su actual abanderado es el Primer Ministro conservador británico, Rishi Sunak, que ha cuestionado no sólo el ritmo de reducción de emisiones, sino también los propios objetivos ecológicos, antes ampliamente aceptados en el Reino Unido.
Las repercusiones de esta nueva tendencia también se dejan sentir en Italia. En la reciente Cumbre Italiana de la Energía del Sole 24 Ore, [influyente diario económico equivalente al Financial Times] el Consejero Delegado del ENI habló de la nueva “doctrina” de Sunak, defendiendo la necesidad de reducir los objetivos europeos de transición ecológica, y posiblemente de adaptarlos a las características específicas de cada país. Con “adaptar”, por supuesto, se refería a ajustar a la baja.
La tendencia al alza del “capitalismo antiecológico” también parece imponerse en un asunto de actualidad como es el de la antigua planta de ILVA en Taranto. Parece haberse rechazado la idea de que el Estado recapitalizara la planta, llevando a cabo su reconversión ecológica y la restauración del terreno. El gobierno de Meloni no quiere poner más dinero público en el proyecto de la planta siderúrgica “verde”, alegando en su defensa que no podían venderle esto a los contribuyentes.
El resultado es que el procedimiento propuesto por el accionista privado Arcelor Mittal se ha convertido en el único que queda: a saber, que les importa un comino el impacto ambiental y seguirán produciendo con los altos hornos actuales a un ritmo decreciente, hasta que se exprima la última gota de beneficio y la planta abandonarse a su suerte como ruina de la sobreproducción mundial.
Pero, ¿por qué la facción antiecológica del capital va ganando terreno en casi todas partes, en detrimento de la que está dispuesta al menos a coquetear con las cuestiones medioambientales? La respuesta es tan fácil de dar como amarga de reconocer. Los capitalistas contrarios al medio ambiente pescan apoyos entre una clase trabajadora fragmentada, ya golpeada por la inflación, que, aunque pueda estar de acuerdo con las advertencias sobre el cambio climático, también parece cada vez más impaciente con los costes de la transición ecológica.
Y, hasta cierto punto, tienen todo el derecho a estarlo. Uno de los defectos más graves de las políticas medioambientales de los últimos años es que a menudo se han financiado con tarifas más altas para todos, independientemente de los ingresos, con impuestos regresivos y con la eliminación de las subvenciones a los productos tradicionales más baratos; en resumen, con medidas que pesan mucho sobre los más pobres, lo que no hace sino añadir mofa a la befa, ya que el consumo de lujo es, de hecho, la mayor fuente de emisiones.
En este escenario, existe un riesgo real de que, en los círculos de las altas finanzas, la cuestión ecológica pierda por completo su atractivo. En esos círculos, lo que antes era la línea de Trump -y ahora es la línea de Sunak- puede llegar a ser cada vez más respetable. Y no nos extrañaría que algún negacionista del cambio climático acabe siendo invitado a Davos en lugar de Greta Thunberg en un próximo futuro.
¿Hay alguna lección que podamos aprender de esta fase de clara crisis en la política medioambiental? Una de ellas, bastante evidente, es que la transición ecológica sólo puede encontrar aceptación entre las masas si sus costes sociales no se repercuten en los salarios, sino en los beneficios y las rentas. En otras palabras, se necesitaría lo que podríamos llamar una “ley de la caída medioambiental de la tasa de beneficio”, una caída que lograra alejar el riesgo de catástrofe climática.
¿Es posible conseguirlo con el libre mercado, como a veces gustan de sugerir los círculos del capitalismo ecologista? A pesar de todas las fantasías sobre los beneficios de las llamadas “finanzas verdes”, la respuesta es que no. Por mucho que moleste a los ricos, sean o no partidarios del medio ambiente, sólo puede haber una solución: una versión novedosa e innovadora de un plan colectivo.
Emiliano Brancaccio
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