Por Ariadna Trillas
El economista ecológico habla de las consecuencias morales, sociales y económicas del afán por crecer indefinidamente en un planeta con recursos finitos
¿De qué hablamos cuando hablamos de prosperidad? Para el economista ecológico Tim Jackson, la cuestión central no tiene que ver con la riqueza. El informe en el que Jackson redefine el concepto y aborda las consecuencias morales, sociales y económicas del afán por un crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos marcó un punto de inflexión en el movimiento decrecentista. Convertido en libro, Prosperidad sin crecimiento, fruto del trabajo de la Comisión para el Desarrollo Sostenible del Reino Unido, que Jackson presidió entre 2004 y 2011, suscitó tal interés que el académico fue llamado al Ministerio de Finanzas para que se explicara. Tras escucharle, un alto asesor le replicó, horrorizado: «¿Qué pasaría si el Reino Unido se presentara en la siguiente reunión del G7 habiendo descendido en la clasificación?»
Si el Gobierno británico le volviera a llamar hoy, ¿la reacción sería la misma?
Aquella fue una respuesta muy chauvinista, propia de una concepción del mundo en competencia y de miedo al fracaso. Depende quién sea el interlocutor, claro, pero creo que las posibilidades de que la reacción fuera diferente son elevadas. La necesidad de pensar más allá del crecimiento se ha abierto camino.
¿Lo dice en serio?
Existen razones legítimas para poner en cuestión que se ataque el crecimiento. ¿Cómo pagaremos el Estado del bienestar? ¿Cómo cuadraremos los presupuestos? ¿Cómo hacemos que funcione el sistema sanitario? Me gustaría pensar que la respuesta que recibiría hoy consistiría en plantear estas preocupaciones legítimas. Es la respuesta que entonces pensé que tendría, y que no tuve. Pero es cierto que la mentalidad dominante sigue ahí. En especial, los líderes políticos aún creen que su trabajo es medirse con promesas sobre cuánto crecimiento ven posible.
En la Conferencia Beyond Growth, celebrada en mayo en el Parlamento Europeo, se habló de superar el crecimiento. Fue un hito. ¿Hasta qué punto existe el riesgo de que la idea entre en la agenda para que nada cambie, como cuando el Fondo Monetario Internacional (FMI) empezó a hablar de desigualdad?
Vi a esos jóvenes tan ilusionados porque su voz se escuchaba en las instituciones europeas, creyendo que por ello ya iban a cambiar las cosas… La libertad de expresión de las democracias occidentales por supuesto está muy bien, pero si todo se limita a poder decir lo que uno quiere sin que esas ideas entren en la arena política y en los procesos de cambio, perdemos el tiempo. Y peor que eso, puesto que creemos que estamos generando un cambio. Durante mi carrera he aprendido que tener muchos seguidores en Twitter o escribir en una publicación de cinco estrellas no implica que el mundo vaya a cambiar. He trabajado con organizaciones de la sociedad civil, con empresas, con gobiernos… y nunca sabes qué cosas de las que haces ayudarán al cambio. Por eso creo que debemos hacerlas igualmente, comprometernos con una visión y unos valores de cambio social. Sin pensar que un discurso de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en el Parlamento Europeo signifique que el mundo ya es diferente.
«La gran lección de la pandemia fue la de descubrir que los gobiernos pueden moverse deprisa»
Ella sostiene que el modelo basado en combustibles fósiles está obsoleto y que la solución es el crecimiento verde.
Tenemos que ser muy cautelosos al respecto. Von der Leyen habla de un nuevo modelo de crecimiento no basado en los combustibles fósiles, porque se supone que tenemos soluciones tecnológicas adecuadas. Y en absoluto es así, ni siquiera cuando se habla de sustituir coches con motor de combustión por vehículos eléctricos, que requieren la extracción de metales raros. Creamos baterías, carreteras… y este proceso es intensivo en materiales y, parte de ello, es extremadamente perjudicial. Basta con observar los daños que hemos creado en las comunidades indígenas porque buscamos litio. Muchas tecnologías ligadas a la energía renovable son más intensivas en capital que las infraestructuras de los combustibles fósiles y menos intensivas en empleo. A corto plazo tienes empleo, pero a la larga tienes más ganancias que salarios. Si no piensas en cosas como estas, por supuesto es fácil sustituir una visión del crecimiento por otra visión del crecimiento. Pero si piensas en la sociedad que queremos, el tipo de infraestructuras que necesitamos y el entorno ambiental que deseamos, las cosas se ven diferente. Un modelo basado en el crecimiento económico sin fin no funciona. Uno de mis colegas llama al crecimiento verde green wishing. El deseo verde es el nuevo lavado verde. Bienintencionado e inútil como el lavado verde.
¿Se puede crear empleo si no se crece?
El mantra durante décadas ha sido que el crecimiento equivale a empleo. Y en ciertos momentos ha sido así. Pero hemos tenido crecimiento sin empleo, y en otros momentos hemos tenido empleo sin necesariamente tener crecimiento. La ecuación no funciona. Viene mediatizada por lo que los economistas llaman crecimiento de la productividad laboral. La transición a una economía basada en combustibles fósiles se caracterizó por el aumento de la productividad laboral: sustituimos tiempo humano con máquinas y procesos manufactureros, y buscamos infraestructuras intensivas en capital que sustituían trabajo humano con combustibles fósiles. Ahora hablamos de dejar ese modelo. El trabajo y el tiempo humanos podrían tener mayor demanda.
¿Qué es para usted la economía?
La economía es el modo en el que organizamos la sociedad para conseguir cubrir nuestras necesidades y colmar nuestras aspiraciones. En cierto modo, también los economistas convencionales la pueden concebir así, pero ellos tienen una visión más estrecha sobre los medios para conseguirlo: lo hacen solo en términos materiales. Y eso no funciona, porque somos personas. Las relaciones humanas importan tanto o más que las cosas. En el corazón de la visión dominante de los economistas reside la idea de que lo que importa es el crecimiento económico. Sin embargo, está comprobado que el afán por el crecimiento está detrás de graves daños ambientales y sociales, además de la inestabilidad financiera. El problema es qué y cómo se enseña la economía.
¿Y cómo se llega al poscrecimiento?
Una economía del poscrecimiento es una economía más rica en la necesidad de tiempo humano que contribuya a una mayor calidad de vida. Un modelo en el que el trabajo humano importe, que no sea un coste que eliminar. Y donde en muchos sectores no prioricemos la mayor productividad laboral. En los cuidados, por ejemplo, lo que crea valor en la vida de las personas es cuánto invertimos los unos en los otros. Y qué decir del tiempo que un artesano invierte en crear un producto duradero en el tiempo, que no se rompa al poco de llevártelo a casa. Eso es una economía del poscrecimiento.
Suena bien, pero en países con un paro elevado como este cuesta escucharlo.
Tras la crisis financiera visité España, Grecia e Italia, con índices de paro juvenil disparados, de hasta el 50%. Decían que no podían permitirse no tener crecimiento. Y yo miraba a mi alrededor y replicaba: ¿No hay trabajo en esta economía? ¿No hay edificios por rehabilitar? ¿No hay niños a los que enseñar? ¿No hay mayores que necesiten atención? ¿No se requiere más personal de enfermería? Mires donde mires, faltan empleos en la economía. ¿No existen esos empleos porque no hay crecimiento? ¿O es porque hemos ideado una economía tan dependiente del incremento de la productividad que no sabemos cómo proporcionar los empleos para hacer las cosas que tanto se necesitan?
Eso que me lleva a preguntarle por la oportunidad perdida de la pandemia. No suele pararse de golpe la economía para darnos cuenta de la importancia de la interdependencia y de cuáles son los trabajos esenciales. ¿Sirvió de algo?
En la pandemia aprendimos que hemos descuidado a las personas que nos protegen. Vimos la importancia de la economía de los cuidados, su centralidad para nuestra supervivencia, y también vimos que las personas a las que aplaudíamos por salvar nuestras vidas eran las personas que el capitalismo denigra, sus ciudadanos de segunda y tercera clase. Y los denigra porque en su tarea es difícil lograr el crecimiento de la productividad. Y el capitalismo necesita dicho crecimiento para maximizar beneficios mediante la reducción de costes. La austeridad dejó un sistema sanitario y de cuidados poco resiliente a una pandemia. Los gobiernos tuvieron que moverse deprisa. La gran lección de la pandemia es la de descubrir que los gobiernos pueden moverse más deprisa. Y aún no hemos formulado preguntas más profundas: ¿Por qué la gente que se reveló como la más importante de la economía es denigrada en nuestro sistema económico? ¿Cómo hemos permitido tal cosa? No podemos esconder estas preguntas bajo la alfombra.
En la pandemia se planteó una especie de dilema entre la economía o la salud.
No hay prosperidad sin salud. Si piensas en la prosperidad como salud, acabas aproximándote a la prosperidad de un modo muy distinto. No piensas en acumulación, en inversión financiera, en maximizar beneficios. La salud es un equilibrio. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), hay más personas muriendo de enfermedades relacionadas con el exceso de consumo, como la obesidad, la hipertensión y la diabetes, que de malnutrición. Es un síntoma de que el sistema no sabe cómo lograr un equilibrio. Sabe de querer más. Debemos repensar nuestra idea de qué es la prosperidad. La pandemia nos mostró cómo. Necesitamos desacoplar empleo y crecimiento, salud y crecimiento. Y focalizarnos en una economía que logre el equilibrio.
En su libro posterior, Poscrecimiento, usted plantea el crecimiento como un mito cultural. ¿Cómo se cambia un mito?
Las ideas tienen que ver con nuestras creencias sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea, creencias que nos alejan del cambio. Las creencias nos parecen algo tan sólido e inmutable como que existe la gravedad. Pero el mito es una construcción social. Está hecho de narrativas, de historias, de discursos. Nuestros y de nuestros ancestros. Parecemos incrustados en el flujo de la historia. Fluimos en la misma dirección que los demás. El mito del crecimiento ha sido estable durante un largo periodo. Pero el mito del crecimiento cambiará, porque todo cambia. La cultura, también. Debemos comprometernos con el cambio de ideas, con otras ideas y con acciones, aunque aún no veamos el cambio. Escribí Poscrecimiento porque me dije que necesitamos un relato nuevo.
«La IA avanza porque ayuda a aumentar la productividad. Va de desembarazarse de gente, pues la considera un coste»
Y resulta que el relato nuevo sobre qué es lo importante ya estaba ahí. Robert Kennedy, Emily Dickinson, Hannah Arendt, Thich Nhat Hanh…
Sí. Poetas, novelistas, científicos, filósofos, políticos, monjes, activistas… ya lo habían contado durante milenios. Existe ya una corriente cultural en la historia. Sacarla a la superficie no es cosa de una sola persona. Debemos reconocer colectivamente que necesitamos un cambio cultural.
La juventud tiene un rol clave en el cambio. Pero es tan fácil el clic en Amazon…
La asimetría de poder es enorme. Genera la sensación de incapacidad ante los Goliaths. Pero los cambios se articulan y amplifican juntando a la gente como lo han hecho los movimientos juveniles contra el cambio climático y la crítica al sistema económico que resulta de ello. No puedes predecir cuándo se producirá un cambio. Pero sucederá. No sirve repetirse que uno no tiene poder frente a Bill Gates, Jeff Bezos o Elon Musk.
¿Atisba el final del capitalismo?
Lo gracioso es que durante la crisis financiera un montón de capitalistas se flagelaban sobre los daños causados por el capitalismo y la necesidad de refundar el sistema. Surgió la idea de que hay que cambiar a una nueva fase, el capitalismo verde, el que cuida a los stakeholders [grupos de interés]. En realidad, proclamaron una larga vida al capitalismo. El capitalismo es como cualquier otro sistema social: durará un cierto tiempo. Evolucionará, tendrá sus propias contradicciones y cambiará. Eso no significa que esté muerto. Su mayor fuerza es la de moldear cómo pensamos y actuamos.
“¿Cómo hemos permitido que la gente más importante de la economía sea denigrada por nuestro sistema capitalista?”
¿Por qué cree?
El capitalismo plantea tener más y más porque es su modo de crear un marco de sentido en el que confrontar el problema existencial de que todos vamos a morir. En sociedades precedentes, esa función, crítica porque si no se desata el caos y el sinsentido, le correspondía a la religión. El consumismo nos vende una cornucopia de prosperidad. Es una defensa psicológica contra el miedo a nuestra propia mortalidad, un paraíso que la sustituye. Y, a la vez, una táctica de distracción. Tras la caída de las Torres Gemelas el 11-S, ¿qué hizo George Bush? Animar a los americanos a salir a comprar. Claro que quería que la economía no se hundiera. Pero también jugaba esa defensa ante el miedo. Ahora bien, el capitalismo fracasa… y debe hacerlo. Porque no puede satisfacernos. Necesita que sigamos comprando.
Ya no solo nos angustia morir, sino vivir. La inteligencia artificial (IA) nos convierte en inútiles e innecesarios.
También tiene que ver con el miedo a la muerte. En este caso, no de forma individual, sino a nuestra extinción como especie. La IA avanza por la misma razón que decía antes: ayuda a incrementar la productividad laboral, va de desembarazarse de gente, puesto que la considera un coste. A lo largo de la historia, las nuevas tecnologías han generado nuevos campos de riqueza, que han hecho rico a un puñado de personas en cada transición. Ha dado igual que la vida laboral se desestabilizara y no se han regulado de ningún modo. La IA tiene que ver justo con la división que el capitalismo crea entre los dueños del capital y de la tecnología y las vidas y condiciones laborales de la gente. Estamos creando problemas sociales y económicos que van a perseguirnos durante décadas.
¿Quién es?
Tim Jackson (Reino Unido, 1957) dirige el Centro para la Comprensión de la Prosperidad Sostenible de la Universidad de Surrey, un centro multidisciplinar que investiga las caras social, económica y política de la prosperidad sostenible. Este economista ecológico tiene un background poco común. Cuando era estudiante, vendió a la BBC su primera obra de teatro. Se ha formado en Matemáticas, Filosofía y Física. Es, además, dramaturgo. Ha escrito thrillers ambientales, historias de amor, controversias científicas. Ha asesorado a gobiernos, empresas, instituciones internacionales y entidades sociales. De 2004 a 2011 lideró el trabajo de la Comisión para el Desarrollo Sostenible de su país.
Su Prosperidad sin crecimiento (Icaria, 2011) es uno de los mejores libros de la década, según UnHerd. Es autor de Poscrecimiento (Ned Ed., 2023). Postcreixement, en catalán, lo había editado en 2002 Arcàdia, que ha posibilitado esta entrevista.
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