Eva Golinger/
abogada y escritora/
La guerra contra los periodistas y denunciantes que revelan y critican los abusos de Washington está creciendo de manera alarmante. Durante el gobierno de Barack Obama, han sido perseguidos y criminalizados más empleados públicos que denuncian injusticias y violaciones dentro del Gobierno que en todos los Gobiernos anteriores en Estados Unidos.
Los casos más conocidos incluyen al soldado Bradley Manning, responsable por filtrar cientos de miles de documentos clasificados sobre las operaciones militares del Pentágono y la política exterior de Washington a la organización WikiLeaks. Manning ha sido convicto de espionaje y robo de documentos por haber alertado al mundo sobre los graves crímenes de lesa humanidad y las violaciones de soberanía alrededor del mundo cometidos por el Gobierno de Estados Unidos. Ahora Manning, quien ya ha pasado tres años encarcelado esperando un juicio militar bajo condiciones de tortura, tendría que enfrentar décadas en prisión por haber revelado la verdad. Un joven soldado de su patria, sacrificado por la verdad.
El castigo y trato inhumano a Manning no impidió a que otros salieran a denunciar las graves violaciones de los derechos humanos perpetradas por Washington. Edward Snowden, exempleado de la Agencia Central de Inteligencia y la Agencia Nacional de Seguridad –dos de las agencias más secretas y clandestinas de Estados Unidos– impactó al mundo con sus revelaciones sobre el masivo aparato de espionaje del Gobierno estadounidense. Snowden, otro joven de apenas 30 años, tuvo que huir del territorio norteamericano para salvaguardar su vida. El caso de Manning y de otros denunciantes perseguidos por Obama le alertaba que un juicio justo contra alguien que enfrentaba al poder estadounidense, simplemente no era posible.
Snowden ha sido llamado traidor hasta por el propio presidente Obama, quien dijo en sus palabras que el exempleado de la inteligencia estadounidense “no era un patriota” y “debería regresar a su país para someterse a un juicio”. No hay perdón en Estados Unidos para quienes denuncian, sin pelos en la lengua, los abusos y violaciones cometidas por “la mejor democracia del mundo”.
La mayoría de los medios de comunicación en Estados Unidos o ignoran a Snowden y Manning o cuando no pueden ignorarlos, manipulan sus historias y los descalifican. El pobre debate en medios estadounidenses sobre estos dos valientes jóvenes se ha enfocado más en sus vidas personales que en el contenido y contexto de sus denuncias. Pocos periodistas dentro de Estados Unidos han tenido el coraje de profundizar el análisis sobre las denuncias de Snowden y Manning: el espionaje masivo de Washington que viola los derechos más básicos y sagrados de la privacidad; la complicidad de empresas de telecomunicaciones e Internet en la violación de los derechos civiles de estadounidenses y ciudadanos del mundo; graves crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por fuerzas estadounidenses en Irak, Afganistán y otros lares donde Washington agrede y asesina a inocentes sin discreción; arrogantes violaciones de soberanía de una mayoría de países del mundo a través de la política exterior de doble cara de Estados Unidos.
Los periodistas que se han atrevido a participar en este debate y cumplir con su deber de informar sobre temas de alto interés público, han sido acosados, espiados, amenazados y perseguidos. El Gobierno de Obama monitorea ilegalmente agencias de noticias como AP, buscando claves y datos sobre las fuentes de información sensible publicada en sus reportajes, siempre información que critica a las políticas de Washington. Periodistas como James Risen del ‘New York Times’ son acosados y amenazados con prisión, sometidos a presiones para revelar sus fuentes, algo protegido en el mundo periodístico, por lo menos hasta ahora.
Otros, como el periodista e investigador Jeremy Scahill, autor del libro sobre el grupo mercenario ‘Blackwater’ y otro, ‘Guerras Sucias’, sobre el programa de asesinatos selectivos de Obama, experimentan acoso cada vez que viajan al exterior y regresan a Estados Unidos, donde revisan todas sus pertenencias y los tratan como a sospechosos de terrorismo.
Y los que asumen el riesgo de facilitar la publicación de los documentos y denuncias de personas como Snowden y Manning, reciben toda la furia de Washington y sus aliados. Solo hay que recordar a Julian Assange y WikiLeaks, y la guerra que el Gobierno estadounidense ha montado en su contra. Assange lleva más de un año atrapado en la embajada de Ecuador en Londres, donde recibió asilo diplomático, porque el Gobierno británico amenaza con arrestarlo apenas saque sus pies del piso ecuatoriano. Y de Londres, Assange sería eventualmente extraditado a Estados Unidos, donde ya le tienen montado un juicio pendiente y una declaración de culpable. Incluso congresistas estadounidenses han llamado a su asesinato.
La organización WikiLeaks, un medio periodístico, ha sufrido la rabia estadounidense también. Sus finanzas han sido bloqueadas, su página web se encuentra bajo un ataque permanente en el ciberespacio y cualquier voluntario relacionado con la organización es tratado como un terrorista por las autoridades estadounidenses. De hecho, las personas vinculadas con WikiLeaks no pueden entrar a Estados Unidos sin la amenaza de detención. ¿Su crimen? Apoyar a un medio de comunicación que no se arrodilla ante los poderosos y que dice la verdad sin temblar.
Ahora los que han reportado sobre las revelaciones de Edward Snowden son las nuevas víctimas de esta guerra contra periodistas. Glenn Greenwald, el periodista y abogado estadounidense que entrevistó a Snowden y ha escrito múltiples artículos sobre sus denuncias, vive en el exilio en Brasil. Su pareja recientemente fue detenida durante nueve horas en el aeropuerto de Londres bajo una ley de terrorismo mientras regresaba a su casa en Río de Janeiro, luego de una visita con otra periodista en Berlín. Todas sus pertenencias electrónicas fueron confiscadas por las autoridades inglesas. Fue interrogado durante nueve horas sobre Snowden, su pareja, Glenn, y los documentos y escritos que posee. Es la táctica criminal de utilizar a la familia del blanco para hacerle sufrir hasta que no aguante más y se someta a las autoridades. Es una forma de tortura psicológica.
Y la otra periodista a la que visitó el compañero de Greenwald, Daniel Miranda, ella es Laura Poitras, premiada documentalista y periodista de investigación. Ella filmó la entrevista que Greenwald hizo con Snowden. Laura ha realizado documentales de gran escala sobre las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Uno de ellos fue nominado al premio Oscar, lo máximo en el mundo del cine. Cada vez que regresa a Estados Unidos, Laura Poitras es tratada como una sospechosa de terrorismo. No la dejan entrar a su propio país sin antes revisar todas sus pertenencias y someterla a un extenso interrogatorio. Y esto simplemente porque hace su trabajo como periodista y documentalista y muestra lo que otros temen mostrar. Ahora vive en el exilio, sin pasar mucho tiempo en un lugar. Anda en un mundo encriptado, como Assange, Snowden, Greenwald y muchos más que quieren exponer verdades, sin comprometer a sus fuentes de información.
Los medios corporativos no están exentos del acoso de Washington y sus aliados. El editor del periódico británico ‘The Guardian’, donde trabaja Greenwald y donde ha publicado sus reportajes sobre el espionaje estadounidense, reveló que hace un mes, las autoridades inglesas entraron en sus oficinas y destruyeron computadores y discos duros con información de Edward Snowden. Si eso no es autoritario, no sé qué sería, porque de democracia no tiene nada.
Todos estos incidentes recientes, en los que el Gobierno de Obama y sus títeres europeos agreden, acosan, amenazan y persiguen a periodistas, han sido tratados con un mínimo de interés en los medios estadounidenses y son casi invisibles dentro del debate político en Estados Unidos. Esta triste realidad me ha hecho pensar en la inmensa hipocresía de este país.
No pude sino recordar el escándalo mundial que Washington y sus lacayos en Venezuela –grupos antichavistas financiados por agencias estadounidenses como NED y USAID– formaron cuando el Gobierno de Hugo Chávez decidió no renovar la concesión de un medio privado que transmitía a través de un canal público. Una decisión completamente legal y legítima por sí sola, sin politización –un contrato que venció, y una decisión de no renovarlo– fue explotada por todos los voceros estadounidenses, los medios de comunicación y las ONG de derechos humanos, como una manera de demostrar que Venezuela vivía una dictadura.
Ni es de mencionar que el medio en cuestión, RCTV, estuvo abiertamente involucrado en un golpe de Estado contra el presidente Chávez en 2002 y seguía públicamente llamando al derrocamiento del jefe de Estado y a la desestabilización del país. Ahora ese espacio de transmisión se ha convertido en un canal público de cultura y deportes, con participación directa del pueblo. No obstante, desde ese momento, Washington no cesó –y aún no cesa– en sus ataques contra Venezuela por su supuesta violación de la libertad de prensa y expresión.
Vaya, qué hipocresía. La dictadura parece estar en el seno de la Casa Blanca, desde donde con un dedo se decide la vida y la muerte de ciudadanos del mundo, y ordenan a otros Gobiernos detener, acosar y enjuiciar a cualquiera que desafía al poder estadounidense.
Estados Unidos vive un momento muy oscuro. Los principios revolucionarios de libertad, independencia y democracia que provocaron la creación de este país, ya han sido aplastados por la sed insaciable de poder y dominación de una élite que reina con bombas, mordazas y mentiras.
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