Es significativo que Evo llegara al poder comandando un movimiento popular que no temía a los fantasmas que aún rondan por el continente. El Movimiento al Socialismo (MAS) no sólo desafió a las élites o a la clase dominante boliviana, sino al mismo imaginario de buena parte de la población, e incluso a la izquierda que se esforzaba para “no asustar con el petate del muerto”.
Bolivia cambió, pero además se movió hacia el socialismo. Esto no sólo es de una importancia fundamental para los bolivianos, sino también para el mundo entero. En El Salvador, sabemos algo acerca de fantasmas y luchas contra más de un siglo de anticomunismo, arraigado profundamente en la mentalidad popular. No obstante, hay que admitir que la izquierda salvadoreña no ha sabido manejar adecuadamente la batalla de las ideas. Por eso la lucha de Bolivia es iluminadora.
Un poco del coraje de los revolucionarios bolivianos nos vendría muy bien. No es un país que la tenga fácil, sin duda. Aunque rico en recursos minerales, Bolivia tiene que luchar contra una pobreza secular, el intervencionismo de las grandes multinacionales y la conflictividad que se produce debido a una rica diversidad étnica. A esto debemos agregar los conflictos dentro del MAS, o entre éste y otras organizaciones revolucionarias. Y no es mera casualidad que dichos conflictos sean avivados por la diversidad a la que aludía: Bolivia es un Estado Plurinacional de más de treinta naciones (algunos hablan de 36, otros de 45) y un número semejante de idiomas oficiales.
Por eso pienso que el camino boliviano debe ser estudiado con especial atención, ya que en el nuevo siglo los problemas fundamentales para el socialismo pasan necesariamente por los conflictos que se originan en la diversidad étnica o cultural. Incluso para enfrentar las ideologías del multiculturalismo impulsadas por el capitalismo de finales del siglo XX (Slavojiek), es necesario pensar sobre la diversidad con seriedad y rigor, y actuar en consecuencia.
No es frecuente que los salvadoreños discutamos estos temas o al menos no acostumbra hacerlo la izquierda. Tendemos a creer que nuestro país carece de diversidad. Incluso la fecha emblemática que usa la izquierda para referirse a la primera revuelta de corte rebelde o revolucionario, el año 1932, es también considerada como la fecha del exterminio de la población indígena. “En El Salvador”, solemos decir, “no hay indígenas”, y esto pasa a ser “prueba” de que los problemas sobre la diversidad no nos competen.
Si bien es cierto que apenas el 10% de la población se considera indígena y sólo el 1% habla la lengua náhuat, El Salvador está lejos de la unidad cultural monolítica. Las diferencias en las costumbres, léxico y estilos de vida no se reducen al factor étnico. A fuerza de apelar a lugares comunes y “lemas nacionales”, los salvadoreños evitamos a toda costa enfrentar con seriedad el problema de las identidades culturales, o pensamos que se trata de un tema menor, que no es fundamental para la transformación que pretendemos.
Por eso resulta interesante encontrarnos con el caso del MAS, que además de ser socialista pretende ser, en igual medida, indigenista. Es indudable que muchos revolucionarios bolivianos tienen clara la importancia de enfrentar los problemas de la diversidad, en lugar de mirar hacia otro lado. La rica realidad de su país les impulsa a hacerlo. Pero no hay que pensar que esto se debe a alguna especie de determinismo geográfico o histórico: si ahora es reconocido el carácter plurinacional de Bolivia es porque hay sujetos que impulsaron dicho reconocimiento… y los retrocesos tampoco son imposibles.
Esto último señala otro aspecto fundamental de la revolución socialista que construyen los bolivianos. Se trata de una lucha política inseparable de las luchas colectivas por el reconocimiento, impulsadas por aquellos grupos que estuvieron silenciados durante siglos. Pero la batalla que se impulsa desde un preciso grupo étnico o sector cultural no es sólo una reivindicación de la particularidad, sino que apunta a lo universal que puede ser reconocido por otros grupos o sectores, incluso muy alejados. El aymará o el quechua que reivindica su identidad, reivindica asimismo la humanidad compartida con el mestizo salvadoreño, el negro nigeriano o el blanco español.
También se trata de una batalla que atraviesa el tiempo, y nos hermana con nuestros antepasados y los de más allá. La revuelta indígena de Anastasio Aquino, en 1833, no es precisamente el hito más conmemorado por los “compas” salvadoreños. Pocos saben que la insurrección del “Rey de los Nonualcos” promulgó leyes que anticipaban muchas reivindicaciones que tendrían que esperar al menos un siglo. Apurándonos a establecer las diferencias con “aquel indio” perdemos la oportunidad de destacar las legítimas aspiraciones que podían encontrarse en esas luchas, de las cuales nosotros somos sus continuadores. Si ahora podemos tomar el testigo y sucedernos en la carrera de la emancipación es por lo que tenemos en común con aquel indio, que hace casi doscientos años formuló una particular versión del universalismo que buscamos.
Hay algo más en la lucha de Bolivia que nos hace reflexionar: su claro talante antiimperialista. Este no es un tema fácil para los salvadoreños, ya que hay más de un millón de compatriotas viviendo en Estados Unidos y su envío de remesas al país es considerado una de nuestras principales fuentes de ingresos. Sin recursos naturales considerables, con una agricultura deprimida, una producción industrial de muy bajo nivel competitivo y su economía dolarizada, El Salvador es mucho más dependiente de las políticas gubernamentales estadounidenses que la mayoría de países de América Latina.
Bolivia tampoco se encuentra libre de la influencia estadounidense y, salvando las distancias con El Salvador, también es un país con una larga historia de dependencia del capital extranjero y una burguesía local depredadora. Por eso es ejemplar la manera como Bolivia lucha día a día por su independencia del gobierno estadounidense y sus políticas imperiales. Creo que abona a ello el compromiso revolucionario con la reivindicación de las identidades, un tema pendiente en El Salvador. Si bien no debemos confundir al pueblo estadounidense con las políticas de la Casa Blanca, el influjo de la cultura norteamericana se convierte generalmente en punta de lanza del imperialismo, sobre todo si lo que se hace pasar por “cultura norteamericana” es un producto generado por las grandes corporaciones y sus redes de distribución.
Quiero volver sobre una alusión que se encuentra al inicio de este escrito: en Bolivia tiene lugar una batalla de ideas que exige de los revolucionarios un constante ejercicio reflexivo y una guerra al fatalismo que dice: “¡Eso es imposible!”. Como muchos bolivianos, los salvadoreños también podemos encontrar el camino de nuestra independencia y liberación. Pero así como sucede en la lucha de Bolivia, esto no será posible si no perdemos el miedo a imaginar “un imposible” que guíe nuestro caminar.
* Académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto
Fuente: http://www.la-epoca.com/modules.php?name=News&file=article&sid=2040
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