POR: MIGUEL ÁNGEL CRIADO
Si la malaria o la enfermedad de Chagas se dieran en los países más desarrollados, es muy probable que ya existieran remedios eficaces y extendidos. A pesar de los bienintencionados esfuerzos de organizaciones internacionales, Estados y filántropos para mejorar la salud global, los pobres viven peor y se mueren antes que los ricos. Un estudio demuestra ahora que detrás de esta realidad hay un hecho objetivo: la mayor parte de la investigación médica se centra en enfermedades que se dan más en los países desarrollados.
En un ejemplo práctico de lo que es el Big Data y la luz que puede arrojar cruzar varias bases de datos, científicos estadounidenses y coreanos han comprobado que la ciencia médica presta menos atención a las enfermedades que más castigan a los menos desarrollados. Los investigadores y los recursos se concentran en las necesidades locales y las enfermedades que afectan a unos países no son las mismas que las de los otros. Aquí, el mercado potencial para un tratamiento es clave. Y el mercado de los países más pobres es mucho más pequeño que el de los ricos.
Para llegar a estas conclusiones, los autores del estudio, publicado recientemente en PLoS ONE, analizaron casi cuatro millones de investigaciones médicas relacionadas con 111 enfermedades, obteniendo también la nacionalidad de los autores de la investigación.
De forma paralela, contaron con los últimos datos disponibles de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre lo que llaman años de vida ajustados por discapacidad (DALY, por sus siglas en inglés). Esta métrica se refiere a la suma de años de vida potencial perdidos por culpa de la mortalidad prematura y al tiempo de vida productiva que se va en enfermedades e invalidez. Después, los relacionaron con el PIB per cápita y el poder real de compra de los 167 países que estudiaron.
Con todo esto, buscaban comprobar si la carga global de cada enfermedad de un año, expresada en DALYs, afectaba a la producción científica centrada en esa afección al año siguiente o bien era el mercado potencial para el tratamiento el que lo hacía. El análisis lo realizaron primero a escala mundial y después para cada país.
En la primera situación, con los datos globales, comprobaron que no existía una relación positiva entre DALY y producción científica. De hecho, vieron que a veces se producía el efecto contrario. La investigación en enfermedades de la piel o desórdenes endocrinos como la diabetes, por ejemplo, es mucho más elevada que otras como las infecciones parasitarias o respiratorias a pesar de que su impacto es mucho menor.
Lo que sí parece afectar a la producción de estudios médicos es la ley de la oferta y la demanda. Por cada 10.000 millones de dólares perdidos por la carga de una enfermedad o discapacidad, la investigación relacionada con ella aumentó más de un 3% al año siguiente. En el caso de los ensayos clínicos, la más cara y última parte antes de que un tratamiento llegue al mercado, el aumento es superior, un 5,2%.
“Nuestro estudio demuestra que la investigación en salud sigue las normas del mercado, pero probablemente no sea sólo culpa del mercado”, decía en una nota el sociólogo de laUniversidad de Chicago y coautor del estudio, James Evans. En efecto, puede que la oferta y la demanda tengan su papel, pero parecen ser más una consecuencia de la desigualdad en riqueza y salud que hay entre unos países y otros que una causa.
Los investigadores bajaron al nivel de cada país para comprobarlo. Aquí sí que hay una relación directa y muy fuerte entre la carga de una enfermedad y su ulterior investigación. Por cada 10 millones de DALY perdidos en un país determinado por culpa de una dolencia, el número de artículos publicados en ese mismo país que tenían que ver con ella creció un 73,9%. Y la cifra explota hasta el 367,9% en el caso de los ensayos clínicos previos a la comercialización. Para los investigadores, lo que cuenta es el impacto local de una enfermedad, no el global.
No habría gran problema con este localismo si no fuera por dos fenómenos relacionados. La investigación biomédica es cara por lo que, como es obvio, se concentra en las naciones más desarrolladas. En teoría, los menos desarrollados acabarían beneficiándose de esta investigación. El problema es que sus enfermedades no son las mismas que las de los ricos. La prevalencia de la mayor parte de las 111 enfermedades analizadas es diferente en el norte y en el sur.
En las sociedades más avanzadas, la gente muere de afecciones relacionadas total o parcialmente con la edad, como las enfermedades neurodegenerativas, el cáncer o problemas cardiovasculares. En las menos desarrolladas, son las infecciosas, parasitarias o las perinatales (las relacionadas con el embarazo, parto y posparto) las que se llevan por delante a la gente. Y esta desigualdad es reforzada por la ciencia.
Como escriben en sus conclusiones los autores del trabajo, este análisis “demuestra que la producción de investigaciones médicas está correlacionado con el mercado para el tratamiento, no con la carga de la enfermedad”. Y los mejores mercados son los de los países más ricos.
Por eso, para los autores del estudio está bien que los bienintencionados transfieran el conocimiento adquirido en los países desarrollados a los menos desarrollados. Pero, al no ser sus enfermedades las mismas, tampoco lo son sus prioridades. Para ellos, la única forma de acabar con esta desigualdad es incentivar la investigación local en los países más pobres.
Comentario