Por: Rosa Miriam Elizalde
En apenas 12 meses, OpenAI se ha convertido en la empresa de inteligencia artificial más popular del mundo, al diseñar una aplicación (ChatGPT) capaz de mantener un diálogo razonablemente coherente con cualquier usuario en Internet. Con esta tecnología, Los Beatles estrenaron su última canción y Kuwait News presentó a Fedha, la futura conductora de su principal canal de noticias. Nvidia, que se ha posicionado como proveedor del hardware requerido para la inteligencia artificial, subió su valor en la bolsa 190 por ciento. Tesla sigue liderando el mercado de la conducción autónoma. Apple ha destinado millones para mejorar sus asistentes virtuales y Microsoft se alzó como el principal inversor de ChatGPT (para luego absorber a la mayor parte de su plantilla y su CEO Sam Altman).
Sin mencionar a Israel, los expertos nos abruman con tremendismos como 2023 será recordado como el año en que se produjo la mayor disrupción tecnológica desde la creación del buscador de Google. Otros, siguiendo una suerte de escatología apocalíptica, creen que marcará el inicio de la rebelión de las máquinas y de los intentos de regularlas a tiempo. Y todos ellos buscan implantarnos la idea de una nueva hipermodernidad que acabará con el mundo tal como lo conocemos.
La realidad es bastante más simple. No son las máquinas las que adquieren inteligencia y valores humanos; son las élites tecnológicas las que reproducen la lógica de las máquinas. El dilema sobre ChatGPT –o cualquier otra tecnología basada en sistemas de redes neuronales– lo hemos visto ya muchas veces desde la generalización del uso y acceso a Internet, con plataformas que aparecen abiertas, gratis y disruptivas, pero que en realidad vienen acopladas a la idea de que siempre hay una solución tecnológica o de mercado para los grandes problemas sociales y medioambientales.
En La supervivencia de los más ricos (editorial Capitán Swing, 2023), Douglas Rushkoff estudia la forma de pensar y actuar de la superélite tecnológica y llega a la conclusión de que ésta lleva las riendas de la revolución digital desde una visión de la tecnología despojada de cualquier tipo de reflexión o contenido humanista: se centra en forzar los límites y escapar.
Los que controlan la industria tecnológica, volcada ahora hacia la inteligencia artificial, no sólo son inmensamente ricos: saben que lo que han construido puede destruir al mundo y tienen un plan B para salvar el pellejo. Jeff Bezos (Amazon) viajará al espacio; Elon Musk (X, Tesla), colonizará a Marte. Peter Thiel (Palantir) está empeñado en revertir el proceso del envejecimiento. Sam Altman (OpenAI) y Ray Kurzweil (Google) viven convencidos de que llegará el día en que podrán hacer una copia de seguridad de sus cerebros y subirla a la nube. El búnker de Mark Zuckerberg es el metaverso. Todos se han inventado una forma de alejarse de los problemas que con entusiasmo y alevosía han contribuido a crear.
“Para ellos –dice Rushkoff– sus algoritmos, sus inteligencias artificiales, los robots o los humanos aumentados que un día colonizarán los cielos son más importantes que la gente. Creen que la experiencia de trillones de inteligencias artificiales esparcidas por la galaxia dentro de mil años importa más que la de estos 8 mil millones de pequeños gusanos de carne que se arrastran ahora por el planeta. Y estos señores son lo suficientemente inteligentes y lúcidos para verlo. No están atrapados en la emocionalidad humana; no son capaces de retroceder y ver la ecuación desde un lugar mucho más racional.”
Mientras corremos el riesgo de un estallido atómico y en Gaza muere un niño asesinado cada diez minutos, el marketing intenta convencernos de que 2023 es la puerta de entrada a una civilización en que los androides soñarán con ovejas eléctricas. Pero éste sólo ha sido un año más del siglo XXI y de la era de las cavernas. Todo al mismo tiempo.
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