Por: Bartolomeo Sala
Las pruebas de la naturaleza podrida del fútbol moderno son interminables: miles de trabajadores inmigrantes que murieron mientras se construían estadios con aire acondicionado en Qatar durante el último Mundial, el Manchester City ganando la Liga de Campeones a costa de 115 infracciones de las leyes de fair play financiero de la UEFA, empresas de capital riesgo que han puesto sus ojos en los dos clubes de Milán para derribar San Siro y lucrar con nuevos estadios, el Barcelona vendiendo cientos de millones en activos —por no hablar de trozos del Camp Nou— para financiar el mismo estilo de gestión imprudente que llevó al club al caos tanto dentro como fuera del campo. Es innegable que últimamente el fútbol se ha vuelto especialmente repugnante.
En Una historia popular del fútbol, el periodista francés y corresponsal de Le Monde diplomatique, Mickaël Correia, sostiene que las cosas no siempre han sido así, o al menos no hasta un punto tan grotescamente indefendible. El deporte más popular del mundo tiene una historia alternativa, «anti establishment», que Correia trata de desvelar y defender. Aunque se detiene en el «aspecto subversivo» del fútbol, Correia no es un romántico. «El fútbol globalizado», nos recuerda al principio del libro, «se ha convertido en la encarnación misma de los peores excesos del capitalismo desenfrenado».
Una historia popular del fútbol dejó a este lector con la melancólica sensación de que aquella visión rebelde y popular del juego está desapareciendo rápidamente. Ahora es inimaginable que un jugador, como hizo el centrocampista brasilenho Sócrates en 1984, justifique su fichaje por un club italiano diciendo que hacerlo le brindaría la oportunidad de leer a Antonio Gramsci en su idioma original. A finales del año pasado, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas anunció que los intentos de prohibir la Superliga —una propuesta de liga sin descensos formada por los equipos más ricos— eran contrarios a las leyes del Tribunal. El camino que le espera a este deporte parece el de una mayor consolidación, con campos de fútbol convertidos en centros comerciales y aficionados considerados poco más que consumidores pasivos.
Correia no ignora estos hechos incómodos. Sin embargo, ofrece como contrapunto un relato de larga duración sobre los orígenes subversivos de este deporte. A finales de la Edad Media y en el Renacimiento, el fútbol popular —o su versión francesa soule en Normandía y Bretaña— causó pánico moral, provocando la reprimenda tanto de las autoridades eclesiásticas como de los señores locales. En esta forma primitiva del juego, las parroquias rivales se enfrentaban en los campos circundantes en un partido cuyo único objetivo era llevar el balón a la plaza de la ciudad rival.
Los huesos rotos y las contusiones eran habituales, pero lo que molestaba al poder era que estos «rudos juegos de pelota» evolucionasen a menudo hacia actos de rebelión contra el orden establecido. Correia relata un episodio registrado en 1638 en Ely, Inglaterra, en el que los campesinos organizaron un partido «con el objetivo de destruir deliberadamente los diques construidos para secar los pantanos y convertirlos en tierras de cultivo»; a setenta millas de distancia, en West Haddon, los lugareños «se opusieron al cercamiento de 2000 acres de tierras comunales» y organizaron un partido de fútbol como «pretexto para destrozar y quemar los nuevos cercos».
Correia deja claro cómo la desaparición de este tipo de fútbol —más parecido a una fiesta popular que a un deporte— está íntimamente ligada al auge de la modernidad, a la monopolización del poder coercitivo en manos de estados cada vez más centralizados, así como a la privatización de las tierras de labranza y la transformación de los commons en «enclosures» explotados por la ascendente alta burguesía terrateniente.
Que el fútbol tenga sus raíces en estos actos de rebelión explica la extraña sensación de ritual carnavalesco que persiste en el juego moderno, a pesar del control que los intereses corporativos siguen ejerciendo sobre él. El fútbol sigue siendo lo que el historiador Eric Hobsbawm describió como «la religión laica de la clase trabajadora» y el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini denominó «el último ritual sagrado de nuestro tiempo».
El fútbol resurgió como pasatiempo políticamente significativo a finales del siglo XIX. Al principio se adoptó como herramienta disciplinaria para los niños revoltosos de las escuelas británicas privadas como Eton, lugar de formación de veinte de los cincuenta y cinco primeros ministros de Gran Bretaña. Allí, el juego desarrolló reglas claramente definidas, que según Correia, fueron diseñadas para inculcar a los futuros miembros de la clase dirigente un sentido de la competencia y una sobriedad vital para el proyecto del imperio. Solo más tarde se asoció al deporte con la cultura de la clase obrera.
En el mismo siglo, el Liverpool, el Manchester United, el Arsenal y el West Ham surgieron de sindicatos de estibadores, obreros metalúrgicos, trabajadores textiles y mineros. Correia muestra cómo esta cultura obrera inglesa del siglo XIX formaba parte de una nueva forma de vida con sus propios símbolos y rituales distintivos. Aunque generalmente difamada por los medios de comunicación, dio origen al hooliganismo y a la cultura de los ultras en el Reino Unido e Italia en las décadas de 1970 y 1980. Más tarde, constituyó la base popular de los intentos de clubes de divisiones inferiores como el Northampton Town FC y el AFC Wimbledon de recomprar sus clubes después de que fueran prácticamente arrasados por empresarios turbios en busca de dinero rápido.
Aunque atento a sus orígenes británicos, Correia trata el fútbol como un fenómeno global, adoptado por personas y grupos oprimidos de todo el mundo. Parte considerable de Una historia popular del fútbol se centra en las historias individuales de clubes, grupos de hinchas y futbolistas concretos que, en distintas épocas, actuaron como símbolo de resistencia a la reacción y a la represión política. Cita el ejemplo del Barcelona, cuyo lema més que un club surgió durante la dictadura franquista entre 1939-1975. Entonces, el club era uno de los pocos lugares donde podía expresarse y compartirse una identidad catalana fuertemente reprimida.
Correia dedica un capítulo entero a la Democracia Corinthiana de Brasil, un experimento de democracia directa dirigido por jugadores izquierdistas del Corinthians FC como Sócrates. El movimiento instituyó un régimen de autogestión en el club de fútbol Corinthians que desafiaba abiertamente la ideología de la junta militar que gobernó el país entre 1964 y 1985. Las camisetas a rayas blancas y negras adornadas con las palabras «Democracia Corinthiana» se convirtieron en un ícono, y el Corinthians, que en su apogeo también ganó dos campeonatos paulistas consecutivos, lideró el ala cultural de la lucha contra la dictadura.
Más recientemente, en Oriente Medio, el fútbol desempeñó un papel en la movilización popular durante la Primavera Árabe. Tanto en la plaza Tahrir de Egipto como en la plaza Taksim de Turquía, las barras actuaron casi como un brazo armado organizado de la resistencia popular durante las fases iniciales de los levantamientos. Los precursores de la tradición política más reciente del fútbol de Oriente Medio, según Correia, pueden encontrarse en la decisión que tomaron los jugadores argelinos en 1957 de boicotear a la Selección Nacional Francesa y fundar su propio equipo de «renegados». Francia solo reconoció al equipo, que desempeñó un papel crucial en llamar la atención sobre la lucha argelina, tras el final de la guerra de independencia.
Desde la Europa de la Edad Media a la Inglaterra del siglo XIX, pasando por el Brasil del siglo XX y Oriente Medio, Una historia popular del fútbol adopta un enfoque decididamente disperso de la historia. Sin embargo, tiene el mérito de captar la naturaleza proteica del deporte rey, cuyas dimensiones contradictorias —religión proletaria, vehículo de inversión para los ultrarricos— son difíciles de mantener unidas.
Hay que reconocer que algunos de los mejores capítulos de Una historia popular son aquellos en los que Correia no adopta un enfoque «estrechamente» político, sino que trata el fútbol como una lente de aumento y un catalizador de las luchas que se están gestando en otros ámbitos de la sociedad. Escribe de forma convincente sobre la Mano de Dios, el infame gol con la mano de Diego Armando MAradona en los cuartos de final del Mundial de México 1986, que considera un acto de justicia poética contra los ingleses por la Guerra de las Malvinas. Este episodio, nos dice, resume a la perfección la «viveza criolla», esa mezcla particularmente argentina de ingenio, astucia y desprecio por las reglas que surge al tener que luchar para salir de circunstancias desfavorables.
Al tiempo que narra la historia del fútbol como herramienta de resistencia popular, tanto en sentido literal como metafórico, Una historia popular del fútbol subraya constantemente que, en última instancia, el poder y el dinero gobiernan el juego moderno. Los momentos en que la política irrumpe en el campo, por muy estimulantes que sean, hoy son contadas excepciones. Para que este espíritu anime el fútbol, tendría que producirse un cambio masivo en el modelo de propiedad y de negocio del deporte.
Correia se muestra especialmente tímido a la hora de ofrecer soluciones o caminos a seguir; su historia abarca contradicciones y ambigüedades: el fútbol, tal y como él lo ve, es un campo de batalla en el que se repite sin cesar la eterna lucha entre las fuerzas populares y las élites económicas y políticas. Allí, las probabilidades se inclinan muy ligeramente a favor de estas últimas. Aunque no ofrece un proyecto real de cómo volver a poner el deporte en manos de la gente corriente, Una historia popular del fútbol proporciona pruebas de breves y fugaces momentos en los que tal objetivo pareció no solo posible, sino también cercano.
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