Judy Wright, una veterana trabajadora de la industria automovilística que lleva treinta años en la planta de Ford en River Rouge y es miembro del Local 660 del sindicato United Auto Workers (UAW), estuvo en huelga en otoño de 2023. En un reportaje de PBS Newshour del 21 de septiembre, explicó por qué. «Todo lo que pide la UAW es literalmente lo que teníamos antes».

Y tenía razón. La mayor parte de aquello por lo que el sindicato luchó y consiguió se había perdido de un modo u otro en los cuarenta años anteriores. Para empezar, los salarios, así como las prestaciones de jubilación y el derecho a la huelga en las fábricas locales, se habían sacrificado una y otra vez para mantener el negocio de las tres grandes empresas automovilísticas y, con el tiempo, sus abundantes beneficios. Y eso por no mencionar el precipitado descenso del nivel de vida de los nuevos trabajadores jóvenes, obligados por contrato a entrar en la industria en un «standard» inferior, con salarios y prestaciones muy reducidos y con pocas posibilidades de ascender.

La victoria fue dulce, aclamada por todos, incluso por el presidente de Estados Unidos. El mérito fue, en primer lugar, de la brillantez estratégica de la dirección del sindicato, que llevó a cabo una serie de huelgas «Stand-Up» simultáneamente en los tres fabricantes de automóviles (una medida audaz nunca antes intentada por el sindicato). De hecho, enfrentó a los fabricantes de automóviles entre sí. Pero esto dependía a su vez de la resistencia colectiva y la solidaridad de los propios trabajadores, personas como Judy Wright.

Menos tangible, pero potente a su manera, fue el cambio en las simpatías de la opinión pública. Desde hacía algún tiempo, la gente estaba cada vez más consternada por las grandes desigualdades de ingresos y riqueza, así como por la arrogancia y la mala conducta de las empresas. La mayoría pensaba que sindicalizarse era una buena idea. Así que el ambiente favoreció la huelga.

Sin embargo, el triunfo se vio salpicado por un cierto patetismo. Todo este esfuerzo, arriesgado, abnegado y heroico, se desplegó solo para recuperar lo que se había perdido. Judy Wright y sus compañeros de la UAW no fueron los únicos que se enfrentaron a este dilema, que es el dilema universal al que se enfrenta la clase trabajadora en general.

Hace tiempo que Estados Unidos se ha convertido en un país desarrollado en vías de subdesarrollo. La esperanza de vida desciende. Aumenta la gente que duerme en los bancos de los parques, en los vagones del metro o al borde de la carretera. Pueblos enteros y pequeñas ciudades han muerto junto con las industrias que antaño les daban vida. Autopistas, puentes, túneles y redes eléctricas —de hecho, toda la infraestructura material de la vida pública— están escandalosamente podridos. Los servicios públicos se degradan, se cierran o se subastan a empresas privadas.

El trabajo infantil, que se creía extinto, un medievalismo industrial de la época de los talleres clandestinos, aparece ahora en casi todos los sectores de la economía, desde las lavanderías industriales y las fábricas de piezas de automóviles hasta los restaurantes de comida rápida y las obras de construcción. Los empleos de adultos, que antes se consideraban seguros, se convirtieron en diversas formas de empleo precario o temporal. Las familias con dos asalariados ganan ahora lo que antes ganaban con uno solo. Las pensiones que garantizaban unos ingresos de jubilación han sido sustituidas por otras ligadas a las volubles oscilaciones del mercado bursátil o no han sido sustituidas en absoluto. La red de seguridad social, una exageración metafórica incluso en sus mejores tiempos, se ha convertido en una vergüenza dickensiana.

El Estados Unidos rural es terreno expoliado, abandonado o lugar de superexplotación por las redes de logística y distribución. Las «muertes por desesperación» —por drogadicción, alcoholismo, suicidio— se han convertido en epidemia, en las ciudades y en el campo. Los derechos que antes se daban por sentados —el derecho al voto o a afiliarse a un sindicato— ahora se cuestionan o, a efectos prácticos, se niegan.

En palabras del famoso consultor de gestión Peter Drucker, «Ninguna clase en la historia ha ascendido más rápido que el obrero. Y ninguna clase en la historia ha caído más rápido». Todo ello en menos de un siglo.

En tiempos de la Rusia zarista, a finales del siglo XIX, un movimiento revolucionario conocido como los narodnikis (la palabra significaba «ir al pueblo») intentó movilizar al campesinado ruso para derrocar al zar. No funcionó. Un activista de la época se lamentaba de que «la historia va demasiado lenta». Podríamos decir de nuestro propio momento que la historia fue a la inversa. Esto, a su vez, ha generado una peculiar respuesta política tanto en la derecha, donde cabría esperarla, como en la izquierda, donde resulta sorprendentemente extraña. La llamamos «la política de la restauración».

Mirando hacia atrás

Mirando atrás fue una novela utópica superventas publicada en 1888, en plena Edad Dorada estadounidense. Su autor, Edward Bellamy, describía una sociedad ideal un siglo en el futuro (más o menos en la época en que vivimos) que miraba hacia atrás a esa pasada Edad Dorada como una época bárbara. Los movimientos sociales y políticos de hoy miran en cambio a otras épocas anteriores, deseando estar allí de nuevo, para recuperar lo que se ha perdido. La vida era mejor entonces, o eso se presume. En algunos aspectos, eso es transparentemente cierto, como Judy Wright sería la primera en atestiguar.

Cierto o no, esta cultura política de la restauración reconoce tácitamente que el futuro, en el sentido en que habitualmente se utilizó esa palabra, está muerto. O si vive, lo hace con respiración asistida.

En la izquierda, se mantiene a duras penas gracias a invocaciones a la revolución que no tienen casi nada que ver con los objetivos reales inmediatos e incluso a más largo plazo de esos mismos movimientos. La derecha es más directa. Desde esos sectores, no hay duda de que hablan es de «volver al futuro». En ambos casos, la historia se convierte en ideología, invocada para glorificar un pasado y legitimar así un intento de trasplantarlo al presente.

Puede que la restauración siempre haya tenido cabida en el repertorio de posibilidades políticas. Pero hoy, excepcionalmente, domina la agenda.

El mundo MAGA [Make America Great Again, la consigna trumpista] anhela volver atrás, muy atrás. Imagina un tiempo no contaminado por las inversiones culturales de los años 60, un tiempo en el que el New Deal nunca llegó a producirs y, para algunos, incluso un tiempo en el que la Guerra Civil y la Reconstrucción estadounidense fueron caminos que no se tomaron. Esto queda patente en sus fobias raciales y étnicas, su ortodoxia sexual, su sensibilidad patriarcal y su fanfarronería patriótica, su piedad evangélica y su antipatía por el gobierno injerencista. MAGA es un imán para todas las ansiedades desatadas por la decadencia de un capitalismo industrial anticuado.

Sus partidarios están resentidos, y por muchas buenas razones; son los millones de ciudadanos de los estados del interior, obviados y despreciados del orden postindustrial, que viven en las ruinas. Su sentido del futuro está agriado por la bilis de su resentimiento. Ese futuro en tiempo pasado es una previsión difusa, la reencarnación de un pasado que nunca fue del todo.

Y, sin embargo, atrapa. Una encuesta reciente entre republicanos, publicada por el Washington Post el 6 de julio, reveló que el 70% de ellos creía que la vida se había deteriorado desde los años cincuenta. Puede que el orden familiar de antaño no estuviera exento de fricciones, pero en sus mentes, al menos estaba ordenado, a diferencia del desorden y la disfunción entrópicos de hoy. Dios proporcionaba consuelo y certeza moral, aunque su régimen pudiera ser exigente y su inefable misericordia, inalcanzable. Ahora Dios es un refugiado social, exiliado de la corriente dominante.

Antaño, un Estados Unidos musculoso prestaba su vitalidad al hombre de a pie, portador de una cultura de victoria ajena que ofrecía importantes recompensas psíquicas. Hoy en día, cualquier atisbo de victoria se desvaneció en el abismo de la «guerra contra el terrorismno», una guerra sin fin, con heroicidades exageradas, frustrantemente elusiva en lo que respecta a enemigos y propósitos, enervante en lugar de exaltante.

Una vez apuntalados los cimientos del viejo orden, las discriminaciones raciales y étnicas funcionaron como una especie de red de seguridad social avant la lettre para quienes vivían justo por encima de las subclases sumergidas. Pero hoy, integrantes de unas asediadas clases trabajadoras, pero favorecidos por el lugar de nacimiento y la raza, pronuncian el lenguaje de la conciencia de casta para recordar un privilegio pasado que siempre sobrevivió con raciones cortas.

La restauración, por lo tanto, da en el clavo de la derecha, por muy miope y fantasiosa que sea su visión del pasado. «Restaurar» ha sido el verbo favorito de los políticos de derechas desde hace años. Glenn Beck convocó a los manifestantes en el Washington Mall en 2010 para «restaurar el honor»; el super PAC de Mitt Romney en 2012 prometió «Restaurar nuestro futuro»; el libro de Mike Huckabee para su campaña de 2012 se subtitulaba Restaurar la grandeza de Estados Unidos.

Es lo esperable. Los conservadores conservan. Pero ni siquiera eso ha sido siempre así.

Por ejemplo, el fascismo. El miedo al fascismo persigue la vida política contemporánea. El fascismo es visto como el desenlace de la reacción de la derecha. Si MAGA va en esa dirección es una pregunta abierta. Históricamente hablando, no es en absoluto obvio que MAGA sea la antesala de un fascismo a la estadounidense. Su parentesco es innegable. Pero las circunstancias de su surgimiento difieren fundamentalmente. Mientras que la restauración es la razón de ser de MAGA, la situación con el fascismo era más ambigua.

En los lugares donde surgido en el pasado, el fascismo se enfrentó y trató de vencer a un movimiento obrero de mentalidad revolucionaria de considerable tamaño y peso político. (De hecho, elementos del movimiento fascista surgieron de las filas de los partidos socialistas y comunistas de masas o fueron reclutados posteriormente en ellas). Hoy en día no existe ninguna formación obrera de izquierdas de influencia sustancial, al menos no en Estados Unidos.

Por muy reaccionarios que fueran en muchos aspectos, los movimientos fascistas también evocaban un vívido presentimiento de un futuro transformado, incluso modernista. Sin duda, la teatralidad del fascismo italiano incluía una fuerte invocación a la antigua Roma (el saludo de Mussolini, el nombre del movimiento que recordaba las «fasces» o manojo de varas que rodeaban un hacha y que los funcionarios romanos llevaban como símbolo de poder), su grandeza imperial y su heroísmo marcial. Pero desde el principio, el movimiento compartió un enamoramiento con la velocidad, la disrupción, la innovación tecnológica y otras características cardinales del modernismo celebradas por los futuristas italianos.

En estos círculos, la historia era materia muerta; todas las miradas estaban puestas en la nueva era. De hecho, el fundador del futurismo, Filippo Marinetti, y su Partido Político Futurista pronto fueron absorbidos por el de Mussolini. En este sentido, resulta acertada la idea de George Bataille de que, desde un punto de vista psicológico, el fascismo tenía menos que ver con la resurrección que con la convocatoria a una utópica unidad social futurista. En esta tierra de nunca jamás, nacería un «Hombre Nuevo», en lugar de, como en el caso del mundo MAGA, un mito resucitado de los días de Horatio Alger.

Además, el fascismo, tanto en Italia como en Alemania, supuso la estetización de la política que, al menos hasta ahora, no define el núcleo existencial del mundo MAGA. La política como espectáculo no fue inventada por el fascismo. Y es cierto que MAGA incorpora algo de esta invocación a la actuación pública dramática sin tracción política sustantiva. Pero su imaginación se circunscribe a la representación de un pasado histórico bastante específico o, más bien, a un recuerdo inventado de ese pasado; la estética política del fascismo se salía de la historia o, mejor, escapaba por completo de la historia hacia el reino del mito y la fantasía puros. Las reuniones masivas de MAGA podrían confundirse con encuentros de hinchas de fútbol; no así las de Núremberg de la década de 1930.

En Alemania, el partido y el régimen nazis se regodeaban en la mitología teutónica y prometían restaurar la sociedad pastoril de antaño deshecha por el orden moderno, industrial y urbano. Sin embargo, en la vida real, los nazis construyeron las autopistas, no las aldeas tribales. El tecnofuturismo formaba parte de una gestalt nazi que los historiadores han llamado «modernismo reaccionario». E incluso la parte « reaccionaria» de esa fórmula puede dejar en la sombra con demasiada facilidad el grado de visión de futuro de los nazis.

El Instituto de Ciencias del Trabajo alemán era una vasta agencia de planificación que preveía un «Informe Beveridge» para un Estado de bienestar de posguerra. A pesar de su antipatía por la burocracia, la racionalización, el taylorismo, etcétera, la ingeniería social del futuro formaba parte del Geist nazi. A pesar de sus inclinaciones culturales antiurbanas y antindustriales, el régimen construyó ciudades y fábricas y las planificó para incluir características socialmente progresistas como viviendas asequibles, medicina preventiva, seguridad social integral, igual salario por igual trabajo e incluso la nivelación de la distinción jerárquica entre el trabajo manual y el de oficina.

A pesar de toda la palabrería y las acciones mortíferas inspiradas por la obsesión racial nazi con el Volk supuestamente orgánico, sobre el terreno, el régimen mostraba una preocupación permanente por la función y la integración racional. El colectivismo, algo profundamente ajeno al espíritu del mundo MAGA, centrado como está en restaurar el individualismo del pasado, en Alemania combinó en cambio lo arcaico y lo moderno para incubar al «Hombre Nuevo».

La glorificación de la violencia, la invención de historias míticas de origen, el primitivismo racial y la representación de fantasías pastoriles del pasado eran, por supuesto, parte del repertorio y la estética política nazi. La cuestión aquí, sin embargo, es que el fascismo surgió cuando el futuro todavía cautivaba la imaginación de las insurgencias políticas y sociales allí donde aparecían. MAGA, sin embargo, forma parte de una sensibilidad política más amplia que es restauracionista hasta la médula. Allí va a morir el futuro.

La izquierda del presente

Los movimientos sociales recientes de la izquierda muestran el mismo instinto. Black Lives Matter, las organizaciones de pueblos indígenas y quienes buscan la justicia y la igualdad de género y sexual miran hacia un futuro mejor. Sin embargo, ese futuro, uno en el que se respeten y protejan los derechos de todos, tiene sus raíces en el pasado. Podría considerarse, con toda la razón, como un gran logro que esta larga lucha por cumplir una promesa hecha hace mucho, mucho tiempo, se hiciera finalmente realidad; más aún hoy, cuando se encuentran en peligro derechos que hace medio siglo se creían asegurados, como parte del retroceso social que caracteriza ahora a la sociedad estadounidense en general.

La victoria en esta lucha sería alentadora y no es una conclusión previsible. Sin embargo, no constituiría una transformación revolucionaria de la sociedad estadounidense, basada como está en compromisos tradicionales del pasado. Las principales instituciones económicas y culturales, así como las políticas más destacadas, son «woke», apoyando precisamente los avances en igualdad racial, étnica y de género a los que antes se oponían o retrasaban. Esto es indicativo. La revolución no está sobre la mesa. Al contrario: para las élites liberales, ser «woke» proporciona cierto ímpetu a la política de su futuro. Como Georg Lukács señaló una vez, «el poder de lucha de una clase crece con su capacidad para llevar a cabo su propia misión con buena conciencia». Según un comentarista, lo que ahora se conoce como «responsabilidad social corporativa» es «fundamental para el utopismo neoliberal».

Si tradicionalmente la izquierda trataba al capitalismo como el enemigo, en este caso no se está impugnando el capitalismo como forma de vida. Sería exagerado calificar a estos movimientos de restauracionistas, salvo en la medida en que algunas personas ya no pueden contar con el derecho al voto, a la ciudadanía, a la protección frente a formas de explotación antaño ilegales o a la atención médica a la que antes tenían derecho. Restauracionistas o no, dirigidas por organizaciones declaradamente de izquierdas o por quienes se contentan con considerarse social-liberales, son luchas por hacer que el presente se ajuste a un pasado idealizado. Nadie contempla aquí la elaboración del «Hombre Nuevo». Sin embargo, esa visión de futuro solía definir a la izquierda.

Es de suponer que todavía lo hace para un socialismo estadounidense recién revivido. El mundo invocado por Bernie Sanders, con la importante ayuda de la Gran Recesión y Occupy Wall Street, es, por definición, anticapitalista. Y, de nuevo por derecho de nacimiento, mira a un futuro posterior a un capitalismo que no morirá por sí mismo, sino gracias a los esfuerzos revolucionarios del movimiento socialista. Sin embargo, en la práctica, sus ojos están puestos en el pasado. Como Judy Wright, quiere recuperar lo que se ha perdido en los últimos cuarenta años.

Bernie Sanders y los Socialistas Democráticos de América (DSA) —por no hablar de una serie de otros movimientos de mentalidad progresista, revistas, grupos de reflexión liberales y políticos (muchos en el Partido Demócrata)— pasan la mayor parte de su tiempo maquinando y agitando en torno a la recuperación del New Deal. Esa es su posición por defecto. Sanders, así como Alexandria Ocasio-Cortez, describen sus objetivos como un «New Deal actualizado». Durante su primera campaña presidencial, el senador de Vermont definió a su «socialismo» como equivalente a lo que Franklin D. Roosevelt llamó «una declaración de derechos económicos». Hoy, el New Deal constituye el horizonte lejano de sus esperanzas políticas, lleven o no credenciales socialistas.

En el apogeo del New Deal, la renta y la riqueza se distribuían de forma mucho más equitativa que hoy. El gobierno vigilaba los negocios; se respetaba el derecho de los trabajadores a organizarse; los trabajadores gozaban de una mayor estima cultural y ejercían una influencia política real; emplear a niños era un delito; se inventó la red de seguridad social; los empleos y la vida después del trabajo eran seguros, o al menos lo parecían en comparación con los precarios McJobs y las reducidas pensiones de hoy en día. En retrospectiva, visto desde la triste perspectiva de hoy en día, puede parecer idílico, como algo que merece la pena intentar restaurar.

El idealismo del New Deal no queda exento de críticas. Muchos señalan sus defectos. Hizo las paces con Jim Crow. Algunos sostienen que sus reformas sociales se concibieron y ejecutaron deliberadamente para excluir a los afroamericanos. Las mujeres fueron tratadas como ciudadanas de segunda clase. El Estado del bienestar institucionalizó el patriarcado. El salario mínimo era tan ínfimo que era casi imposible sobrevivir con él. La vivienda pública y la sanidad pública recibieron escaso apoyo. El estatus de prueba de las grandes empresas caducó rápidamente.

Todo esto es cierto, pero la implicación es que si se hubieran corregido estos defectos, el orden del New Deal merecería la devoción que ahora despierta en los círculos liberales y de izquierdas. Es bastante fácil simpatizar con este punto de vista dada la lamentable situación en la que nos encontramos hoy. Para los liberales, este es especialmente el caso. Históricamente, la persuasión liberal se apoya en un capitalismo socialmente consciente, que es lo que fue el New Deal. Y retrocede cuando esa conciencia de lo que en el siglo XIX se hablaba ampliamente como la «cuestión social» o la «cuestión laboral» empieza a cuestionar las relaciones de propiedad del propio capitalismo y se pregunta en voz alta qué podría sustituirlas.

En esos momentos de peligro, como reflexionaba Walter Benjamin en sus «Tesis sobre la filosofía de la historia», «cada época debe esforzarse de nuevo» por mantener viva la chispa de la esperanza, por arrancarla «de un conformismo que está a punto de dominarla». De lo contrario, el movimiento revolucionario corre el riesgo de «convertirse en un instrumento de las clases dominantes».

Normalmente, es ahí donde el movimiento socialista retoma la conversación sobre la vida después del capitalismo. Hoy lo hace de forma abstracta, o al menos así lo hace el DSA. Sin embargo, incluso en su versión más programáticamente aventurera, el New Deal circunscribe su imaginación.

Tomemos el caso del Green New Deal. El cambio climático no era un problema en la época de Roosevelt. Por tanto, el New Deal Verde es nuevo en ese sentido. Sin embargo, sus medios esenciales no lo son y encajan perfectamente en la casa del New Deal. Los empleos se crean mediante inversiones privadas en energías renovables subvencionadas por el gobierno y otras formas de mitigar el cambio climático. Se pretende que los empleos estén bien pagados y cualificados, y vienen acompañados de una vaga retórica sobre el derecho a organizar sindicatos (aunque es una medida de hasta qué punto han retrocedido las cosas el hecho de que la retórica sea vaga y desdentada, y que la mayor parte de las nuevas inversiones se produzcan, a propósito, en lugares no sindicados).

Un Green New Deal es mejor que ningún pacto. Pero también supone la acumulación ilimitada de capital en un futuro que no es fundamentalmente diferente de lo que hubo antes. Y como observó Rosa Luxemburgo, «si se puede asumir la acumulación ilimitada de capital, entonces la viabilidad ilimitada del capitalismo debe seguir». (Los que afirman que el cambio climático es una barrera que el capitalismo es intrínsecamente incapaz de superar están, en mi opinión, equivocados. Las refutaciones aparecen a diario, incluido el sorprendente hecho de que Texas produce más energía renovable que cualquier estado de la unión, y no a través de empresas públicas).

Si hay que elegir entre la extinción de las especies o el capitalismo, entonces no hay elección. Pero la mente restauracionista cierra la cuestión antes de que se plantee.

Por otra parte, excluir tales posibilidades es una condición previa necesaria para las alianzas entre el mundo liberal y los socialistas (definidos más ampliamente para incluir a los progresistas dispuestos a enfrentarse al capitalismo). Es esencial forjar un lenguaje común. Ya se ha hecho antes. Con esto en mente, la izquierda socialista contemporánea se inspira en el pasado, en particular en el universo metafórico del New Deal.

Bernie Sanders y el movimiento que lo respaldó en su conjunto acusan incansablemente a los señores del sistema por su codicia. Se trata de una censura moral que goza de gran tracción política. Occupy apadrinó el argot con su aritmética social del 1% y el 99%. Y se hace eco de la condena de Roosevelt a los «monárquicos económicos», «cambistas» y saqueadores del «dinero ajeno». De hecho, su pedigrí se remonta mucho más atrás. Refiriéndose a la minúscula fracción de la población francesa con derecho a voto bajo la monarquía de julio en virtud de sus propiedades, un radical francés en el período previo a la Revolución de 1848 advirtió a sus enemigos de clase: «¡Dormid, senadores del 3%! Dormid sobre vuestras alcancías; ¡no tardarán en despertaros de nuevo!».

La codicia existía mucho antes de que el capitalismo hiciera su aparición. Puede ofender a todo el mundo, desde los clérigos hasta los comunistas. Sin embargo, no es una acusación sistémica contra el capitalismo.

El capital, como señaló Marx, es una categoría social, mientras que los capitalistas son, como propietarios, privados e indiferentes a las implicaciones sociales de su comportamiento. Pueden ser glotones o abstemios; en cualquier caso, el capital puede vivir y crecer. El lenguaje de la codicia lubrica una relación política entre quienes se oponen ostensiblemente al sistema y quienes no tienen esa inclinación; es un lenguaje de restauración.

Históricamente, sin embargo, la izquierda siempre se dedicó a crear nuevos mundos. En lugar de restaurar el pasado, abordó la historia como una plataforma para inspirar el futuro. Criticar el New Deal por sus imperfecciones, incluso las más condenables, es categóricamente diferente a reconocer sus cacareados logros.

Al fin y al cabo, lo que hizo de aquella época una época dorada —su cadena de montaje sindicalizada, su seguridad social, su nivel de vida decente— tuvo un precio muy alto: la monotonía aplastante de ese mismo lugar de trabajo sindicalizado; el trabajo vigilado, disciplinado y ajeno; la inhibición política; la autorrepresión social y sexual omnipresente; la jaula de hierro de la burocracia (la «noche polar de oscuridad helada» de Weber); la condescendencia tutelar del aparato de bienestar social; la dominación imperial disfrazada de democracia; un apetito insaciable de fantasías consumistas en las que el corazón crecía cada vez más enfermo; y una descomposición enervante del organismo social y su sustitución por un individualismo narcisista y anómico. El New Deal fue un tratado de paz que, como muchos de esos acuerdos, dejó sin resolver las causas subyacentes de la guerra.

Si el New Deal nació, en parte, de deseos revolucionarios, resucitar su cadáver no reavivará esas aspiraciones. Sólo una vibrante anticipación de una forma de vida totalmente nueva, una renovación del futuro, puede hacerlo. Pero el futuro está muerto. ¿Cómo sucedió eso?

Vida y muerte del futuro

Invertir esperanza en el futuro no era en absoluto una preocupación exclusiva de los revolucionarios de la clase obrera. El propio capital está igualmente preocupado, aunque solo en el sentido más abstracto. El rendimiento de la inversión es el futurismo del capitalismo, una búsqueda que se repite sin cesar y que lleva el proceso de acumulación hacia un futuro sin rasgos distintivos.

Las cosas son infinitamente más concretas desde el punto de vista de la propia burguesía. El futuro inspiró todas las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. La libertad y el progreso definieron el nuevo mundo que pretendían crear. La libertad de pensamiento, de expresión, de reunión cívica, de compromiso político, de comercio, de trabajo, de religión, ocurriría en el futuro cuando se acabara con el antiguo régimen que prohibía todo eso.

Gracias a la revolución, la humanidad disfrutaría de un futuro de progreso ilimitado. Eso incluiría, pero no se limitaría, al progreso técnico, económico y científico. La revolución sería la comadrona de un futuro de iluminación sin fin, una especie de revolución permanente de la mente y el espíritu.

Las revoluciones se originan y perpetúan precisamente en este tipo de éxtasis del intelecto y las emociones. El mundo se vuelve del revés y se vislumbra un futuro transformado. Esto es lo que ocurría con las revueltas liberales de antaño, incluso si su fuerza motriz procedía de los levantamientos de las clases subalternas, como ocurría casi siempre. Heinrich Heine, por ejemplo, captó el espíritu universalista en los prolegómenos de los movimientos revolucionarios de las décadas de 1830 y 1840: «¿Cuál es la tarea de nuestro tiempo? La emancipación. No sólo la emancipación de los irlandeses, los griegos, los judíos de Francfort, los antillanos, los negros, los pueblos oprimidos de ese tipo, sino más bien la emancipación del mundo entero y en particular de Europa».

De repente, la política como arte de lo posible quedó en suspenso. Todo parecía posible. Incluso aquellos que se oponían o se mantenían al margen de los tumultuosos actos de las calles —gente como Gustave Flaubert y Alexis de Tocqueville— reconocían la exaltación de «hombres poseídos de una elocuencia frenética, del magnetismo de la multitud entusiasta». Flaubert prosiguió: «Los odios se ocultaban, las esperanzas se exhibían, la multitud está llena de blandura». Tocqueville (miembro de la Asamblea de la Segunda República), irritado por sus instintos y creencias arraigadas, veía la Revolución de 1848 como liberadora: «He aquí la salvación del país».

Lo mismo ocurrió en Francia en 1789, donde el insurrecto Martin Bernard escribió en sus memorias de la cárcel: «¡Ay de los que intenten bloquear el carro del Progreso! Serán aplastados bajo sus ruedas». Y de nuevo en 1848, y una vez más durante la Comuna de París de 1871. Pero para entonces, la celebración de lo inimaginable había pasado a los órdenes inferiores. Henri Lefebvre observó: «Era ante todo una fiesta inmensa, grandiosa, de los desheredados y de los proletarios, una fiesta revolucionaria y de la Revolución». La Comuna fue «una apertura ilimitada hacia lo posible».

Que las clases medias también tuvieran miedo de adónde podían conducir estas revueltas plebeyas y estuvieran dispuestas a sofocarlas (llegarían «hasta aquí y no más lejos») no altera el hecho de que la burguesía era, a su manera, la arquitecta del futuro y la moldeadora de un Hombre Nuevo. Al fin y al cabo, la apertura a lo nuevo, a lo innovador, constituía el ADN de los tiempos modernos, de lo que, en cierto modo, era la vida de la burguesía (a pesar de su orden y prudencia).

Sin embargo, es digno de mención respecto a la historia del futuro, que si al principio la reforma liberal tendía a dar paso a medidas más radicales, o a un Gran Miedo sobre a dónde podrían conducir esas medidas, en nuestros propios tiempos, el radicalismo ha sido más propenso a ceder ante la gran somnolencia del liberalismo. Este desplazamiento gradual del centro de gravedad entre los instintos burgueses y plebeyos es una manera de comprender el cierre del futuro. El liberalismo recién nacido de la larga era de la revolución se comprometía con el futuro, dependía de las energías irradiantes que emitía; el neoliberalismo de hoy, incluso su vanguardia más social, se está quedando vacío.

Lo sagrado secular

El pensamiento y la ensoñación utópicos impregnaron la atmósfera antes y durante esta larga era de futurismo revolucionario. Charles Fourier y Henri de Saint-Simon dejaron su impronta no sólo en Francia, sino en toda Europa y también en el Nuevo Mundo. Además, mucho después de que las comunidades inspiradas en Fourier hubieran seguido su curso en los Estados Unidos antebellum, experimentos análogos y una vasta literatura utópica acompañaron a los grandes levantamientos obreros y agrarios de la Edad Dorada. Incluso Eugene Debs perteneció a un nuevo asentamiento cooperativo antes de marcharse para ayudar a fundar el Partido Socialista. Lejos de allí, en Rusia, los campesinos invocaban sus propias utopías, lugares mágicos, incluso ciudades submarinas y reinos subterráneos, que pronto se fusionaron con los levantamientos de este mundo de los desposeídos y empobrecidos.

De hecho, el propio significado del concepto de utopía había cambiado. Antes, por ejemplo en tiempos de Tomás Moro, significaba un lugar imposible (una isla ficticia en la Utopía de Moro o «ningún lugar»), imaginado en el presente, vagamente parecido a un monasterio perfecto. Tras la Revolución Francesa, utopía apuntaba a un lugar posible, pero que sería en algún momento del futuro.

También el sentimiento religioso se contagió de la fiebre revolucionaria. Sin contar el más allá, el cristianismo no había tenido lugar para un futuro aquí en la tierra diferente de lo que siempre había sido sólo la sucesión perpetua de ciclos hasta que llegara el tiempo más allá del tiempo. San Agustín, por ejemplo, condenó la astrología como un pecado por atreverse a predecir el futuro, un ámbito estrictamente reservado a la Divinidad. Una de las razones por las que la religión oficial (tanto católica como protestante) censuraba la especulación financiera (y el juego en general) era por su arrogancia al juguetear con el futuro.

Pero durante la larga era de revolución que dio origen al mundo moderno, que se remonta al menos hasta la Revolución Inglesa, los movimientos encendieron su imaginación con aprensiones proféticas, religiosamente influenciadas, de un mundo nuevo.

Hombres y mujeres de izquierdas de Europa, Estados Unidos y de todas partes se apoderaron de sentimientos que antes habían sido propiedad de la autoridad eclesiástica y los desplegaron en su lugar en nombre de la nueva sociedad emergente. El revolucionario francés Louis Blanc anunció que «la tarea de nuestra época es devolver la vida al sentimiento religioso, combatir la insolencia del escepticismo». Los socialistas judíos de América y otros lugares compararon la revolución con la llegada del Mesías: una salvación terrenal. Otras comunidades de inmigrantes hicieron lo mismo. Incluso los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW, por sus siglas en inglés), irreverentes y anticlericales hasta la médula, inspirarían a sus filas recordando al «carpintero vagabundo de Nazaret» cuyo sueño «vestido con el ropaje original del comunismo y la fraternidad sigue sonando intermitentemente a través de los tiempos».

El eco de estas invocaciones religiosas era un recuerdo de la historia que parece asemejarse a los ritos realizados por los actuales movimientos restauracionistas de derecha e izquierda. Lo que buscan es resucitar. Pero esta aparente similitud es un error de percepción. La conciencia histórica de las clases revolucionarias —burgueses, artesanos, proletarios, campesinos— informó e inspiró visiones de la futura transformación social hasta bien entrado el siglo XX. Miraban hacia atrás para saltar hacia delante.

Ya en la Guerra de los campesinos Alemanes de 1525, el desafío a la autoridad establecida (tanto feudal como eclesiástica) enunciado en los «Doce Artículos» del campesinado suabo, imaginaba un «nuevo orden mundial» radicalmente democrático. Tanto la historia como la teología eran su justificación; Jesús había redimido tanto al pastor como al noble, por lo que era «deplorable» que «se nos haya tratado como a siervos». A partir de entonces, recordar el pasado, ya fuera expresado en lenguaje religioso o en términos puramente seculares, ofrecía un punto de referencia y un trampolín para rehacer el presente.

Los abolicionistas, por ejemplo, basaron sus argumentos a favor de la emancipación, en parte, en una Declaración de Independencia que nunca pretendió sugerir ese futuro. Los antiguos esclavos ayudaron a crear una república agraria en el Sur reconstruido —una victoria revolucionaria, aunque breve, sobre el capitalismo— basada en la misma tradición emancipadora e igualitaria. Los populistas estadounidenses invocaron repetidamente los recuerdos de la Revolución, de esa misma Declaración de Independencia y de los escritos de Tom Paine, no para recrear ese pasado, sino para movilizar la lucha por una nueva mancomunidad cooperativa.

Sus hermanos obreros de los Caballeros del Trabajo hicieron lo mismo. También el Partido Socialista de Eugene Debs recurrió a la herencia democrática del país para encender la lucha por una futura democracia socialista. El movimiento por los derechos civiles de mediados del siglo XX se basó en un cristianismo negro impregnado de previsiones de liberación, míticas y reales. Incluso los círculos liberales que ayudaron a diseñar las reformas de la era progresista y del New Deal concebían realmente su trabajo como una innovación sobre precedentes históricos en circunstancias sin precedentes.

Cada Primero de Mayo se celebra a los anarquistas de Haymarket. Los recuerdos de Emiliano Zapata, Augusto César Sandino o Farabundo Martí energizan a sus descendientes revolucionarios. El calor desprendido por una explosión social puede alquimizar la tradición histórica, convirtiendo lo que una vez fue el fundamento del ancien régime en su verdugo, resquebrajando el muro que separa el presente de su alternativa.

Cuando los soldados del zar ruso masacraron a 1.500 manifestantes sobre el hielo del río Neva el «Domingo Sangriento» de 1905, el padre Georgy Gapon, el «padrecito» que los llevó a suplicar al zar que librara al pueblo de sus «explotadores capitalistas», se quedó atónito: «No tenemos zar», fue su portentosa conclusión. Aunque Walter Benjamin fue el crítico más severo del Dios del Progreso, se esforzó en reconocer que «no puede haber lucha por el futuro sin memoria del pasado».

La Historia puede entonces convertirse en activista. ¿Cómo? Todos los recuerdos de explotaciones y opresiones pasadas, bóvedas llenas de insultos, degradación e invisibilización se abren a campos de rabia e indignación: sed de venganza, sin duda, pero también deseos de redención y liberación. Benjamin invierte la lógica convencional; las revoluciones «se nutren de las imágenes de los antepasados esclavizados más que de las de los nietos liberados».

Una escatología revolucionaria sigue siendo terrenal en la medida en que su anticapitalismo se basa en historias, en parte míticas, en parte reales, anteriores al capitalismo. Eso podría interpretarse como una memoria inventada del comunismo primitivo, como podría decirse que plantea Marx cuando se asoma al futuro. Allí, en la prehistoria, se encuentra con una vida anterior antiautoritaria y no jerárquica.

Sin tomar en cuenta este tipo de pasado prehistórico, tiempos precapitalistas también han servido a la causa. Esto fue cierto para varios movimientos obreros artesanales: para los Caballeros del Trabajo y para el Partido Populista y la IWW en Estados Unidos, para las insurrecciones campesinas en América Latina y Europa, a menudo impregnadas de teología de la liberación. A lo largo de todo el siglo XIX, los levantamientos revolucionarios fueron acompañados de demandas para restaurar los derechos consuetudinarios de épocas anteriores.

Como señala un historiador, cada vez que los sistemas feudales tradicionales de uso de la tierra eran sustituidos por «formas más homogéneas de propiedad y explotación comercial, las comunidades respondían con protestas, demandas judiciales, ocupaciones ilegales y ataques a los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley». Lo mismo ocurrió en pueblos y ciudades donde, por ejemplo, las huelgas de tejedores de Lyon y Silesia en las décadas de 1830 y 1840 extrajeron su energía de experiencias históricas de la vida «premoderna», la vida anterior a que el ethos racionalista-utilitarista de la era moderna degradara el trabajo y convirtiera a los hombres en máquinas. Las «antiguas libertades» estaban en juego. En estos casos, entre muchos otros, el pasado enriquece y es portador de esperanzas utópicas.

Así que el pasado puede ser el prólogo, no sólo del presente, sino de la destrucción del presente. León Trotsky entendía la historia, incluida la historia de la revolución, como un «aproximación de las diferentes etapas del viaje… una amalgama de lo arcaico con formas más contemporáneas». Sin embargo, como sugiere nuestra situación contemporánea, la historia puede, por el contrario, tender una trampa.

Marx, entre otros, lo señaló en su El 18 brumario de Luis Bonaparte: «La izquierda debe escapar del campo gravitatorio del pasado o, de lo contrario, corre el riesgo de convertirse en su imitadora». Igual de mortíferas, más mortíferas de hecho, las contrarrevoluciones que invocan el pasado para detener un futuro inoportuno pueden liberar un paisaje nocturno de miedos: xenofobia, misoginia, sed de sangre y chivos expiatorios raciales.

La relación es voluble. Esto es especialmente cierto en un momento en el que el sentido del futuro vive a duras penas y rondando la muerte, con una visión que se ha vuelto tan miope que es difícil distinguir el «futuro» del lugar en el que vivimos ahora.

El progreso y la muerte del futuro

«Distópico» caracteriza gran parte del pensamiento reciente sobre lo que nos espera. El futuro es sombrío. Catástrofes climáticas, pandemias, caos social y matanzas presagian el fin. El grito de guerra del punk era «No hay futuro». A principios del nuevo siglo, las bandas populares cantaban «Planetary Burial», «Pure fucking Armageddon» y «Final Sickness». Incluso el New York Times informó el pasado octubre de que Estados Unidos ha dejado de «gastar en el futuro». Ese es el destino del Antropoceno o, como algunos lo llamarían, del «Capitaloceno».

Esto se percibe como un destino por influyo de un sentimiento de impotencia para impedir que todo suceda. El progreso, durante siglos la fe secular del mundo moderno, ha perdido su poder de inspiración, se ha vaciado o, lo que es peor, ha convertido el sueño en un largo sueño. El progreso se está suicidando o ya lo ha hecho.

Sin embargo, no del todo. Para algunos, las tecno-utopías mantienen viva la esperanza. Las tecnologías de la información en general, y la inteligencia artificial (IA) en particular, renuevan la promesa del progreso. ¿O no? Erik Byrnjolfsson y Andrew McAfee en The Second Machine Age: Work, Progres, and Prosperity in a Time of Brillant Technologies nos piden que contemplemos un sustituto robótico del trabajo humano en el que el robot «pueda trabajar todo el día sin necesidad de dormir, comer o hacer pausas para el café». Mejor aún, «no exigirá asistencia sanitaria a su empleador ni aumentará la carga fiscal sobre la nómina». Nos espera un universo social sin fricciones.

Podría decirse que se trata de un caso clínico de declinación utópica que se acerca peligrosamente a una especie de distopía empresarial. Si se examinan más de cerca, estas «digitopías» parecen más relacionadas con la vigilancia y el control, describiendo un mundo de autorrepresión internalizada con el camuflaje del «me gusta». Y el mundo de la inteligencia artificial, y de la tecnología de la información en general, se financia con mano de obra esclava en lugares como las minas de cobalto del Congo. No sólo eso, sino que esa inversión en alta tecnología presupone la automatización de la mano de obra cualificada y semicualificada, degradada, barata e intensamente vigilada. Además, la premisa de que la nueva tecnología de las máquinas eliminará la necesidad de trabajadores queda desmentida por el crecimiento de las clases trabajadoras mundiales en dos o tres mil millones de personas en las últimas dos décadas.

Las utopías sobre la liberación del trabajo —una vida de ocio perpetuo como forma perversa de salvación— se ven ensombrecidas por los presentimientos. Las películas, las series de televisión, las novelas y las novelas gráficas, por no hablar de las profecías basadas en las ciencias sociales, están plagadas de ansiedades sobre el trabajador lobotomizado, vigilado, reorganizado médicamente, objeto de la manipulación de las élites. En pocas palabras, se podría considerar que se trata de la descendencia cultural de la tan cacareada transición al capitalismo cognitivo.

Sin embargo, lo que a primera vista prometía abrir una vía a la emancipación del trabajo, el trabajo cerebral, se ha convertido en su contrario. Bajo el reinado de la propiedad privada y la acumulación de capital, el nuevo trabajador del conocimiento necesitaba ser resubordinado y los dominios del conocimiento común mercantilizados, privatizados y monopolizados si era posible. El mundo feliz del trabajador del conocimiento está tan programado como cualquier cosa soñada por Frederick Taylor. Las declaraciones de independencia, inscritas en las banderas de los tecnofuturistas, ocultan una forma actualizada de proletarización.

Además, este tecnofuturo tiene colaboradores humanos que se afanan en los departamentos de gestión de recursos humanos, que, en palabras de un analista, son como «extraterrestres que planean cosechar a la humanidad», perfeccionando su ciencia para detectar y eliminar las patologías de los empleados incapaces de adaptarse. La distopía es, en cambio, la realidad. Allí el trabajador es minado y vigilado y corre el riesgo de perder el sentido de sí mismo.

La corporación rehabilitada se cierne como una presencia opaca pero omnisciente y prohibitiva. Laqueada por fuera con una buena voluntad desarmante, dueña de banales locuacidades sobre la autorrealización, su lado oscuro distópico no es nada bueno. En la medida en que esta última ola de Progreso idealizado, el capitalismo cognitivo, coloniza toda la vida, donde todo el mundo en todo momento (no sólo en el trabajo) es un productor de información capitalizada, la distopía de hoy amplía el alcance de la proletarización a ámbitos a la vez infinitos e íntimos.

Todo esto equivale al Progreso con venganza. Antes inspirador, ahora agotado, o algo más grave, el Progreso se ha convertido en una amenaza: no tanto una promesa de un futuro diferente sino algo como lo que ya tenemos, sólo que en mayor medida.

¿Quién mató el futuro?

El futuro tiene una historia. Nació hace varios cientos de años. Fue como la aparición de un sexto sentido: que había un momento y un lugar en el que se inventaría lo desconocido, en el que la naturaleza revelaría todos sus secretos, en el que los poderes de la humanidad se desplegarían sin fin, en el que los antagonismos sociales se desvanecerían. Todo esto se convirtió en parte de la urdimbre de lo que llamamos modernidad

Es cierto que, incluso en su vida formativa, el futuro reveló su lado oscuro: una furtiva insinuación de que algo de valor podría quedar atrás en la estela del Progreso. Para algunos, como Benjamin, el lado oscuro del progreso era su único lado. El capitalismo industrial había convertido esa insinuación en una terrible realidad. Aun así, el futuro mostró una notable resistencia, primero gracias a la destrucción creativa de la burguesía, con el paso de la antorcha al proletariado revolucionario.

Pero incluso los más optimistas sabían que el progreso no estaba asegurado. Lenin, por ejemplo, reconocía que no había situación de la que el capitalismo no pudiera escapar o encontrar una solución. La crisis podía conducir a un nuevo capitalismo, al socialismo o a una nueva barbarie de destrucción mutua. El propio Marx contaba con esa posibilidad: «La barbarie reaparece, pero esta vez es engendrada en el propio seno de la civilización y es parte de ella. Es la barbarie leprosa, la barbarie como lepra de la civilización».

¿Quiénes son ahora los portadores de la antorcha? ¿Podrían ser de nuevo las clases trabajadoras?

Hoy, los misioneros callan. Podría tratarse de la queja de un baby boomer envejecido. De hecho, mi generación (o más bien ese fragmento de ella atrapado en la agitación de los años 60) podría haber sido la última en creer en el futuro. En los términos más básicos, eran herederos de la reconfiguración del capitalismo por el New Deal; el 90% ganaría más que sus padres (un porcentaje que se ha reducido a la mitad para las cohortes de edad posteriores, según Fintan O Toole en The New York Review).

Así que el futuro estaba cerca. Sin embargo, la Nueva Izquierda y el universo cultural más amplio en el que se nutría no eran en absoluto revolucionarios, ni siquiera socialistas, en general. Aun así, se sentía obligada a imaginar algún tipo de alternativa al Estado burocrático-administrativo del bienestar y la guerra, a su apartheid en casa y al imperialismo en el extranjero. El liberalismo, y no sólo el liberalismo de la Guerra Fría, era su enemigo. El liberalismo no era una mera ideología, sino un modo de vida cuya infraestructura era el capitalismo corporativo. (Qué gran diferencia con lo que ocurre ahora, cuando gran parte de la supuesta izquierda lleva años defendiendo el liberalismo, en diversas formas, de las embestidas de la derecha).

Ganó el capitalismo. Incluso si se admite que los advenedizos «boomers» imaginaron un nuevo camino, éste era frágil, evanescente y demasiado enredado en las redes del individualismo competitivo y la cultura del consumo que sostenía el orden imperante. El capitalismo había ayudado a inventar el futuro. Luego lo mató.

Sin embargo, el asesinato no se produjo de golpe, ni por designio; se administró sin premeditación y funcionó más bien como un veneno de acción lenta. Y si el capitalismo, en su forma neoliberal distintiva, fue el culpable, tuvo muchos cómplices.

Lo que comúnmente se conoce como neoliberalismo podría caracterizarse mejor desde un punto de vista materialista como la era de la desindustrialización y la desacumulación, como una economía de burbuja de activos con poca inversión productiva. Podría decirse que una involución económica tan prolongada dictó una política de retroceso.

La desindustrialización no sólo fue destructiva, sino también desmoralizadora. Se hundieron modos de vida enteros. Industrias, sindicatos, ciudades, iglesias, sociedades fraternales, comercios, hospitales locales, escuelas, centros comunitarios, cines y docenas de lugares de reunión social, desde restaurantes hasta centros recreativos, desaparecieron o perduraron como restos fantasmales. A partir de finales de la década de 1990, lo que un libro ha denominado «muertes por desesperación» se convirtió en una epidemia. Estas muertes por suicidios, o suicidios por drogas e hígados saturados de alcohol, se produjeron de forma desproporcionada entre personas blancas de mediana edad, los supuestos beneficiarios del Progreso: principalmente de clase trabajadora, sin estudios superiores, a menudo sin trabajo, temerosos de las nuevas tecnologías de la era de la información, con movilidad descendente, procedentes de matrimonios fracasados y familias rotas y redes de apoyo social cada vez más reducidas.

Las capacidades de resistencia, especialmente en el movimiento obrero, se volvieron defensivas y estrechas, marchitándose. Los dos partidos gobernantes hicieron su parte para socavar al movimiento obrero, en el caso de los republicanos, o para abandonarlo en favor del mercado, en el caso de los demócratas.

También fracasaron todos los demás intentos de resistencia. Lo que un autor ha descrito como los «setenta subversivos», citando levantamientos locales desde Francia e Italia hasta Turquía y Argentina, apenas se recuerdan hoy en día. Las manifestaciones mundiales contra las maquinaciones financieras y comerciales del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, inauguradas en Seattle en 1999, apenas cambiaron nada. Lo mismo ocurrió con las protestas aún más masivas contra la guerra de Irak.

Occupy, que tuvo lugar a la sombra de la Gran Recesión, parecía señalar un levantamiento global contra «el sistema» (definido como un sistema de mala distribución). Sin embargo, también caducó rápidamente. Es cierto que dejó tras de sí una preocupación constante por la desigualdad económica que contribuyó a convertir a Bernie Sanders en un ícono político. Sin embargo, en lo que respecta a la visión de un futuro radicalmente nuevo, el movimiento siguió cautivo del pasado, por muy bienvenida que fuera una nivelación económica seria. Y después de todo, Sanders perdió, mientras que en el extranjero también lo hizo Syriza en Grecia, durante un tiempo el desafío más estimulante a la euro-bancocracia. El orden neoliberal mantuvo el rumbo, debilitado, con sus mandarines quizás un poco menos confiados, pero erguidos.

Sin embargo, Seattle, Sanders, el meteórico ascenso de un movimiento socialista en Estados Unidos y los desafíos políticos al orden mundial en otros lugares cambiaron el zeitgeist. El anticapitalismo, fuera de la agenda durante más de una generación, encontró una voz. Si el futuro ha de volver a la vida, puede nutrirse de las energías desatadas por esos levantamientos, incluso en sus derrotas. Aun así, fueron derrotados.

¿Qué manera más decisiva de borrar cualquier sentido de un futuro revolucionario que derrotar y derrotar de nuevo cada instancia de resistencia a las cosas como son? Tras la masacre de junio de 1848 de los trabajadores parisinos, George Sand se desesperó: «¿Qué hay que decir? El futuro parece tan oscuro que siento un gran deseo y una gran necesidad de volarme los sesos… No creo en la existencia de una república que empieza matando a sus proletarios». Casi un siglo después, Bertolt Brecht se haría eco de Sand: «Nosotros también estamos decepcionados e / inseguros / al ver que nuestras preguntas siguen / abiertas tras la caída del telón».

¿Qué mejor manera, derrota tras derrota, de infundir un sentimiento de lúgubre rendición ante un presente sombrío y eterno? Parecería una pregunta retórica. Pero no lo es. Algo aún más fatal que la derrota infecta nuestro actual estado de cosas. Es más bien el funcionamiento normal del propio orden neoliberal, al margen de sus triunfos sobre cualquier enemigo externo, lo que genera una sensación de inmovilismo, de «esto es el fin».

Famosamente lo anunció Francis Fukuyama en su bestseller El fin de la historia y el último hombre, publicado en 1992: un epitafio para el futuro difunto. Su pronunciamiento incluía una nota de pesar por el fallecimiento de todas las grandes visiones apasionadas del mundo sobre los futuros trascendentes por venir que habían definido el Occidente moderno durante siglos. Era, señaló con cierta melancolía, «un momento muy triste», el final de las luchas ideológicas mundiales que exigían «audacia, valor e imaginación». Pero habían pasado; rotundamente con el colapso de la Unión Soviética poco antes de que saliera el libro. La democracia liberal había demostrado ser la respuesta al enigma de la historia sobre el destino de la humanidad.

Las cuestiones que quedaban por resolver eran esencialmente técnicas y de gestión. Todos los partidos estaban de acuerdo, incluidos los antiguos bastiones de la socialdemocracia, como el New Deal Democratic Party en Estados Unidos. Fueron cómplices de la creación de una esfera política limpia de cuestiones inquietantes sobre la naturaleza del orden social. El ajuste, la estabilización, el jugueteo con este mecanismo fiscal o aquel flujo monetario, el aumento o la reducción de la red de seguridad social, se apoderaron de la sustancia y el lenguaje de la política, vaciándola de cualquier significado más profundo.

El liberalismo, al transformarse en neoliberalismo, se había traicionado a sí mismo al abandonar el futuro. Como Christopher Lasch señaló hace décadas, esto implicaba renunciar a su propia tradición humanista, a su punto de honor y a la base de su legitimidad en favor de una promesa mal cumplida de entregar los bienes. Se había convertido en su propia refutación, al tiempo que alentaba un individualismo extremista que causaba estragos aquí, allá y en todas partes en nombre de la libertad, al tiempo que lamentaba la pérdida de la comunidad y de la familia que sus propios imperativos hacían inevitable.

Excepto los actores de esta farsa, todos los demás pasaron de largo, se ausentaron sin permiso a la hora de votar, por no hablar de las formas menos pasivas de participación política. La política neoliberal no era política. Se había vuelto estrecha, mundana y mezquina, insistía en el cambio sin dramatismo. En una palabra, era aburrida.

Y el aburrimiento era lo de menos. Las ramificaciones culturales y psicológicas penetraban en ámbitos más íntimos. Mark Fisher se centró en todas las zonas muertas. La ironía llegó a dominar el estilo, el tono y el humor, un mecanismo de distanciamiento que congelaba la crítica en el vientre materno. El cinismo siguió su estela. Nominalmente en desacuerdo con el statu quo, el resultado de este conocimiento fue una resignación pasiva.

El hip-hop mutó de la alienación a la incorporación, convirtiéndose en una imagen especular del mundo capitalista de ganadores y perdedores, tan brutal como cualquier reducción de personal en una empresa. La industria cinematográfica hizo gala de su elasticidad, acogiendo en su abrazo cinematográfico la creciente animadversión contra la corporación malvada; las películas ganaban dinero haciendo gestos contra el capitalismo. La sabiduría de la calle se hizo eco de la de la academia, el taller político y los pasillos del poder: no hay alternativa.

Las transcripciones románticas de anteriores momentos de liberación (en particular, los años 60) funcionaron como catexas que atenuaban el dolor del fracaso. (El movimiento Occupy del campus de Santa Cruz de la Universidad de California emitió un «comunicado desde un futuro ausente»).

La propia realidad parecía decadente, vieja y senil. La evasión podía encontrarse en la nostalgia, en la añoranza del pasado, en un pastiche de imágenes y mitos que podían, tal vez, sedar la sensación de impotencia y pérdida, la espeluznante sensación de que el futuro había sido cancelado.

En el plano emocional, las corrientes subterráneas neoliberales impregnaban el yo alimentándose de deseos anteriores a su hegemonía política. El individuo autosuficiente, el trabajo como redentor pero desvinculado de una programación rígida, la frustración ante un gobierno corrupto, las ansiedades igualitarias gratificadas por la meritocracia, el resentimiento ante los abusos, los anhelos primordiales de independencia patrimonial a través de hipotecas garantizadas: Todo esto equivale a enamorarse del opresor, tal vez, pero al mismo tiempo fue obligado a sucumbir a las tensiones del capitalismo cognitivo, su ansiedad crónica, sus miedos, sus fijaciones en el trabajo, sus impulsos competitivos implacables, su aislamiento social y su narcisismo.

Una ambición empresarial revivificada impulsó el universo neoliberal, produciendo, sin embargo, una omnipresente sensación de riesgo, de fracaso inminente que conducía al autoescrutinio crónico y a episodios de depresión. William Gibson, en su novela Mundo espejo, observó acertadamente: «No tenemos futuro porque nuestro presente es demasiado volátil. La única posibilidad que nos queda es la gestión del riesgo». Si el futuro existía, había que temerlo.

Y en tiempos tan precarios, la respuesta natural ha sido restaurar la seguridad del pasado (tal como era). ¿Es ésta la dialéctica de nuestro momento, lleno como está de insurgentes revoluciones en la izquierda que no se veían desde hace más de una generación? ¿Será el New Deal 2.0? La observación de Marx de El 18 Brumario, citada a menudo, parece aplicable:

La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.

Irving Howe, de entre toda la gente, caracterizó una vez a la dirección del viejo Partido Socialista, cuando fue envuelto por el New Deal de Roosevelt, de esta manera: «Sus mentes aún funcionaban, pero sus imaginaciones se habían cerrado». Algunos en la izquierda se contentan o se resignan a estar así envueltos; otros no tanto. Lo que se recuerda con cariño como el «batacazo de Sanders» canalizó un impulso hacia el socialismo. ¿Existe una plataforma de transición (tomando prestada una vieja noción), una forma transitoria de conciencia social, una alternativa a la creencia comatosa en el Progreso que satisfaga ese impulso?