Por: Nick Dearden
Las empresas llevan mucho tiempo utilizando los tratados internacionales para tratar de impedir que los países del Sur Global hagan valer su soberanía económica. En las últimas décadas, las corporaciones usaron estas leyes para obstaculizar los intentos de los gobiernos europeos de hacer frente a la crisis climática.
Por mucho que el Gobierno británico juegue con nuestro futuro tratando el cambio climático como si se tratara de un partido de fútbol político, hay una realidad que no puede negar: la acción climática es necesaria. Por eso, en contra de sus mejores instintos, el gobierno anunció el mes pasado que Gran Bretaña abandonaría el tratado más perjudicial para el clima: el Tratado sobre la Carta de la Energía (TCE).
El TCE es producto de una época anterior. Se inventó en los años noventa para proteger los intereses energéticos occidentales en los países de la antigua Unión Soviética. Su núcleo es un mecanismo llamado solución de diferencias inversor-Estado (ISDS, por sus siglas en inglés), una especie de tribunal corporativo que permite a las empresas transnacionales y a los inversores demandar a los gobiernos por cambios normativos que perjudican sus balances.
Los países llevan décadas introduciendo estas cláusulas ISDS en los acuerdos comerciales y de inversión. Los barones del petróleo y las finanzas las idearon en la década de 1950. A medida que los países de todo el mundo se liberaban de los lazos imperiales, estos ejecutivos corporativos se preocupaban por cómo proteger sus intereses económicos de los gobiernos de liberación nacional que estaban llegando al poder en el Sur Global.
La nacionalización del petróleo iraní fue un punto de inflexión. Aunque Estados Unidos y Gran Bretaña orquestaron un golpe de Estado para destituir al gobierno iraní, se reconoció que no era una forma sostenible de dirigir el mundo. Era mucho mejor crear una serie de obligaciones legales. A través del ISDS, si un gobierno expropiaba los activos de una empresa extranjera, ésta podía eludir el sistema jurídico local e ir directamente a un arbitraje internacional en el que, sin transparencia alguna, sin un juez adecuado que sopesara los diferentes intereses, sin derecho a apelar y con el peso del derecho internacional para reforzar cualquier reclamación que prosperara, las empresas obtenían efectivamente su propio sistema jurídico unilateral.
Avancemos hasta la década de 1990. Cuando la Unión Soviética se derrumbó, surgieron nuevas oportunidades para las empresas occidentales, pero éstas no querían correr el riesgo de que los nuevos gobiernos que llegaran al poder pudieran pensar distinto respecto de sus operaciones. El TCE se diseñó para eliminar ese riesgo y fijar una normativa favorable a las empresas en un futuro lejano.
Lo que los países occidentales no sabían era que un día ellos también se convertirían en blancos de esos tribunales empresariales.
Occidente contra Occidente
A principios de la década de 2000, las empresas se dieron cuenta de que la mayor amenaza a la que se enfrentaban no era la de un gobierno que se apoderara de sus plataformas petrolíferas sino la acción climática, que se veía como una necesidad creciente en toda Europa.
Los abogados de las ciudades trabajaron horas extras para ampliar los tipos de casos que podían tratarse dentro del TCE, y los países se vieron demandados en repetidas ocasiones por presentar medidas para mejorar la calidad del medio ambiente y eliminar gradualmente la exploración de combustibles fósiles. Las empresas carboneras alemanas demandaron a los Países Bajos por su eliminación progresiva del carbón. Eslovenia fue demandada por prohibir el fracking. Dinamarca, por su impuesto extraordinario sobre los beneficios excesivos del petróleo.
Es más, las empresas no se limitaron a demandar por el dinero que ya habían invertido en los proyectos. A menudo se les habían ofrecido indemnizaciones para compensarles por esos costes. En lugar de eso, demandaban por mucho más, basando sus reclamaciones en la pérdida de beneficios futuros.
La empresa británica Rockhopper demandó a Italia cuando los manifestantes obligaron al gobierno a prohibir las prospecciones petrolíferas frente a la costa adriática del país, la zona que la petrolera esperaba explorar. La indemnización reclamada por Rockhopper ascendió a unos 350 millones de dólares, siete veces lo invertido en la exploración. La empresa anunció entonces que iba a invertir en un nuevo proyecto frente a las Islas Malvinas. La lección aquí es que el TCE no se limita a trasladar el costo de la acción climática del sector privado al público, sino que mantiene activamente la economía de los combustibles fósiles.
Muchos de estos casos parecen intentos de castigar a los gobiernos por tomar decisiones en respuesta a protestas y campañas contra proyectos mineros impopulares. En otras partes del mundo, los casos ISDS se han presentado específicamente planeando que los gobiernos no hicieron lo suficiente para reprimir los movimientos de protesta en interés del capital extranjero. No es de extrañar, pues, que estos movimientos de protesta centraran su atención en el problema del TCE como impedimento a la soberanía popular.
Políticos de todas las tendencias han parecido realmente sorprendidos por la existencia del TCE y horrorizados por la forma en que afecta de manera tan fundamental a su soberanía. Desde el gobierno de izquierdas de España hasta el gobierno de derechas de Polonia, las protestas convencieron a los políticos para que avanzaran hacia la salida del pacto energético.
En 2023, nueve países, entre ellos Italia, Francia, Alemania y los Países Bajos, anunciaron su salida. Para muchos de estos países, el TCE era ahora un peligro claro y presente para el imperativo de orientar su economía hacia un punto en el que se pueda hacer frente a la transición climática, añadiendo obstáculos legales y costos exorbitantes a ese proceso ya de por sí difícil.
Sin embargo, seguían enfrentándose a un problema. El TCE tiene una cláusula de caducidad profundamente antidemocrática de veinte años, lo que significa que aunque un país lo abandonara hoy, podrían seguir presentándose demandas durante las dos décadas siguientes. En la UE se inició una furiosa actividad diplomática para encontrar la forma de derogar esta cláusula, y los gobiernos propusieron la solución de que si se marchaban todos juntos, de forma coordinada, podrían firmar un acuerdo que al menos impidiera la presentación de demandas de unos contra otros, limitando su exposición.
La particularidad británica
Fuera de la UE, Gran Bretaña veía las cosas de otra manera. Aún aferrado a una visión anticuada de que «el mercado sabe más» y de que podemos superar nuestras graves dificultades económicas embarcándonos en interminables conversaciones comerciales —la mayoría de las cuales quedaron en nada—, el Gobierno británico dio largas al asunto. Quizá incluso esperaba atraer más inversiones en combustibles fósiles por ser el último bastión de protección de los inversores en Europa.
Está claro que Rishi Sunak está intentando provocar una guerra cultural con su peligrosa campaña para «maximizar» las reservas de combustibles fósiles del Mar del Norte. Por mucho que se oponga a la marea, no podrá detenerla. La realidad se está poniendo al día.
Desde que Joe Biden es presidente de Estados Unidos, se reconoce que el cambio climático exige un cambio de actitud hacia la economía. Ahora hay una carrera entre los grandes bloques de poder, que utilizan el dinero y el poder del gobierno para construir las industrias del mañana.
En este sentido, Gran Bretaña va muy por detrás. Mientras que una parte de la comunidad empresarial —sobre todo las empresas de combustibles fósiles y parte del sector financiero— respalda el TCE, otra parte se da cuenta de que el enfoque de laissez-faire del gobierno británico les está restando competitividad de forma crónica.
A medida que los países de la UE empezaron a abandonar el TCE, la constatación de que Gran Bretaña se enfrentaría a obstáculos proporcionalmente mayores para una transición ecológica empezó a preocupar a los sindicatos del sector manufacturero, a parte de la comunidad empresarial e incluso a algunos diputados tories. Esto empezó a presionar al Gobierno y, en el último año, la línea pasó de un apoyo a ultranza a la aceptación, el mes pasado, de que los costos de la permanencia eran demasiado elevados.
Nada de esto socava el papel que desempeñaron las campañas para llegar a este punto. En el sentido más amplio, sólo una campaña significativa a lo largo de décadas del movimiento por el clima forzó este cambio masivo en el que la acción climática se considera ahora como una necesidad. La gente derrotó a la economía del «mercado sabe más», aunque, por supuesto, nos queda un largo camino por recorrer para lograr el cambio económico que necesitamos.
Más concretamente, sólo gracias a las campañas en toda Europa se planteó el problema del TCE hasta el punto de que los políticos empezaron a pensar en su retirada. Y en la mayoría de los países, fueron las campañas las que les forzaron a la salida. Esto se aplica también a Gran Bretaña, donde las divisiones sobre el TCE fueron forzadas por los activistas durante cuatro años, con el movimiento climático —desde la Alianza Verde hasta la Rebelión de la Extinción (XR)— uniéndose a la crítica del sistema.
Próximos pasos
Por supuesto, el anuncio del mes pasado es sólo un primer paso, que elimina un impedimento estructural para la transición climática. No obstante, es significativo. La retirada del Reino Unido puede anunciar el fin del TCE en su conjunto. Ahora se le considera como un muerto que sólo llorarán aquellos que se benefician de la destrucción de nuestro planeta. A su vez, esto significa que se ha desmantelado un elemento pequeño pero significativo de nuestra economía neocolonial de mercado.
Los más perjudicados por el sistema ISDS viven en el Sur Global. En numerosos acuerdos comerciales, el ISDS se utiliza para intimidar y extraer dinero de países de Asia, África y América Latina. Honduras y Colombia se enfrentan en la actualidad a demandas exorbitantes por limitarse a proteger los intereses de sus ciudadanos frente al capital rapaz.
Recientemente, las empresas han recurrido al ISDS para asegurarse el acceso a los minerales esenciales que necesitan para la transición ecológica y obtenerlos en las condiciones que exigen. Aunque estos metales pueden ser necesarios para la industria ecológica, no podemos construir una economía de futuro sobre la pobreza y la explotación de quienes menos contribuyeron al cambio climático. Deben ser esos países los que decidan cómo utilizar sus propios recursos para impulsar su desarrollo.
La buena noticia es que países como Pakistán, Sudáfrica o Bolivia, al igual que el Reino Unido, se están retirando de los tratados que los someten a este trato. Más recientemente, el gobierno de izquierdas de Honduras anunció que se retiraría del sistema de tribunales corporativos del propio Banco Mundial, el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI). La victoria sobre el TCE los ayudará a señalar la hipocresía de una economía mundial que le permite cada vez más al Norte Global embarcarse en una planificación económica —aunque todavía lamentablemente insuficiente— pero exige el imperio del mercado para todos los demás.
Más que nada, ahora está claro que el debate sobre el cambio climático se desplazó decisivamente hacia un punto en el que al menos hay espacio para defender una transformación económica radical. La victoria del mes pasado es un claro paso adelante.
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