Por: John Phipps
Admiradora de toda la vida de J. R. R. Tolkien, la primera ministra italiana de ultraderecha, Giorgia Meloni, se ha apropiado de las fantasías de Tolkien para adaptar el fascismo al siglo XXI.
Durante todo el invierno, en una sala de la Galería Nacional de Arte de Roma, un televisor de pantalla plana repetía las películas de El señor de los anillos. Cerca había un pinball del señor de los anillos y un disco titulado «J. R. R. Tolkien lee y canta su señor de los anillos». Silueteada contra una puerta abierta a través de la cual se podían distinguir piezas de la colección de arte modernista y del siglo XIX del museo, un maniquí sin cabeza llevaba un vestido blanco brillante. Cuando visité el museo no supe qué personaje se suponía que representaba. Quizá a Galadriel, la dama de los bosques.
La exposición se había organizado en honor a Giorgia Meloni, primera mujer en ser primera ministra de Italia y dirigente del partido posfascista Fratelli d’Italia, cuyo gobierno de coalición dirige actualmente la octava economía del mundo. A Meloni le encanta la ficción fantástica. Sobre todo, le encanta la obra de J. R. R. Tolkien, el profesor de Oxford cuya trilogía de El señor de los anillos, además de inaugurar un género, ha sido asociada con la extrema derecha italiana. Meloni ha posado junto a estatuas de Gandalf y ha citado a Tolkien en sus artículos y en sus discursos. «Para mí», declaró una vez, «El señor de los anillos no es fantasía, sino un texto sagrado».
En septiembre de 2022, Meloni condujo a Fratelli d’Italia, un partido que rara vez había superado el 5% en las encuestas durante toda la década de 2010, a una imponente victoria nacional. Pronto debieron de sonar los teléfonos de la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma que, en contra de toda forma de comisariado anterior, anunció que montaría una exposición para celebrar la vida y la obra del autor favorito de la primera ministra. Meloni asistió personalmente a la inauguración. Las fotos de la prensa mostraban a esta mujer de cuarenta y siete años con su característica chaqueta color crema flanqueada por ministros, mientras sonreía ante la máquina de pinball temática de la Tierra Media.
La asistencia de la primera ministra a la inauguración de la exposición atrajo la atención mundial por dos motivos. En primer lugar, porque es una forma de comportarse un tanto vergonzosa para un adulto, y más aún para alguien que se encarga de dirigir un país. En segundo lugar, porque las pasiones nerds de Meloni parecen presentar cierta coherencia ideológica a una figura cuyos instintos políticos han demostrado hasta ahora ser más fuertes que sus convicciones.
En sus años como opositora, Meloni manifestó su rechazo a la Unión Europea (UE) y a la ayuda a Ucrania, y amenazó con un bloqueo naval para detener a los barcos de emigrantes en el Mediterráneo. Pero desde que accedió al cargo de primera ministra, ha dado marcha atrás en esas posiciones, ganándose los elogios de figuras del establishment de centroizquierda y de derecha. Las batallas que elige dar son una mezcla de farsa y amenaza. Ha atacado los derechos civiles de los padres del mismo sexo —un portavoz del partido describió la maternidad subrogada como «un delito peor que la pedofilia»— y ha prohibido la carne cultivada en laboratorio. Ha limpiado la radiotelevisión nacional, la RAI, de voces de centroizquierda y ha nombrado a figuras de extrema derecha para puestos importantes en el amplio e influyente sector cultural italiano. Naturalmente, su presencia en el poder ha envalentonado a los extremistas de derecha de todo el país. En un rincón de Roma, los ministros se agrupan en torno a dibujos de colores de orcos y elfos. En otro, los jóvenes se reúnen para hacer saludos fascistas.
En la actualidad, Meloni sigue existiendo en una superposición política. Los principales medios de comunicación la han alabado por convencer a Viktor Orbán de que apoye la ayuda militar a Ucrania, y la CNN ha llegado a llamarla «la nueva Angela Merkel». La propia Meloni, por su parte, ha puesto sus ojos en la Constitución italiana, que espera reformar en su propio beneficio. Dieciocho meses después de asumir el cargo, la verdadera naturaleza de sus objetivos políticos sigue siendo objeto de debate. ¿Es una fascista vestida de posfascista? ¿Una extremista de corazón pero una neoliberal ordinaria en el cargo? ¿El nuevo agente de poder de una Europa de derechas? ¿O solo otra primera ministra italiana? ¿Qué ve en los escritos de J. R. R. Tolkien que considera tan esenciales para su política?
Fantasías políticas
Los curadores de la Galería Nacional de Roma dieron indicios de cierta voluntad compartida o de antepasados ideológicos comunes. John Ronald Reuel Tolkien nació en Bloemfontein, Sudáfrica, en el seno de una familia colonial en decadencia que se vio obligada a regresar a las Midlands británicas poco después. En la primera sala de la exposición estaba el baúl que transportó las posesiones de Tolkien por medio mundo. Era demasiado joven para conservar recuerdos, pero en sus posesiones se percibe con firmeza una nota de desarraigo y exilio. En una pared cercana había una cita de una de sus últimas cartas en la que lamentaba «este mundo cada vez más duro y cruel al que he sobrevivido».
La exposición se llama «Tolkien» y lleva el subtítulo «autor, profesor, hombre», que es como decir «no tenemos material, y tampoco tesis». Montada por la poco querida Galería Nacional de Arte Moderno de la ciudad, tenía el aire de algo montado a último momento a partir de un archivo limitado, probablemente por curadores sin conocimiento del tema. Deambulé de un lado a otro, leyendo los interminables murales de texto y escuchando los treinta y dos compases de la banda sonora de fantasía barata que resonaba en bucle desde otra sala.
La exposición se desarrollaba cronológicamente. En las dos primeras salas había una abrumadora mayoría de libros relacionados (a menudo vagamente) con la vida de Tolkien como autor de fantasía aficionado y profesor de anglosajón a tiempo completo. Una vez agotada la biografía de Tolkien, la exposición pasaba a un enorme despliegue iluminado de sus libros en docenas de idiomas diferentes, pero sin ningún argumento que conecte esos manuales anglosajones con este vasto éxito literario.
A falta de ideas, los curadores se limitaron a la anécdota. En una sala había una diminuta reconstrucción del estudio de Tolkien. En la pared se proyectaba una película en la que él recordaba la génesis de su obra: el momento en que de repente escribió en un margen en alguna parte: «En un agujero en el suelo, vivía un hobbit». E incluso aquello era una simplificación. El mundo de la Tierra Media data de la posguerra; la revelación de que sus héroes debían ser hobbits llegó recién más tarde.
Por último, algunos restos flotantes: una sala llena de fan art de El señor de los anillos y otra llena de productos de la Tierra Media. Los créditos de La comunidad del anillo se estaban reproduciendo en el televisor cuando estuve allí. Me acerqué a la máquina de pinball, pero no parecía que se pudiera jugar. En recepción pregunté por qué la Galería Nacional de Arte Moderno de Italia organizaba una exposición sobre Tolkien. La mujer se encogió de hombros. «Les encanta Tolkien», dijo. «Che fortuna».
La apropiación por parte de la extrema derecha italiana de las novelas de Tolkien fue instantánea y exitosa. En la primera edición italiana apareció un ensayo escrito por la historiadora Elémire Zolla, que sostenía que las novelas de Tolkien eran una defensa de la tradición y la espiritualidad y una polémica contra la modernidad, el materialismo y la degradación. Zolla sostenía que los libros de Tolkien eran una parábola de la batalla que los tradicionalistas y los conservadores tenían que librar contra la modernidad, el «mal» que pretendía aniquilar «toda la belleza descuidada» del mundo. «Tolkien ha escrito sobre lo que afrontamos cada día», escribió Zolla.
El ala juvenil del movimiento posfascista italiano adoptó conscientemente el lenguaje y el simbolismo del mundo de Tolkien para sustituir su propia estética ideológica desprestigiada: esvásticas afuera, cruces celtas adentro. A finales de los años 70 se convocaron una serie de festivales juveniles con temática de Tolkien bajo el nombre de Campamento Hobbit. Imágenes granuladas del evento muestran a jóvenes en topless comprando libros en mesas de caballetes al aire libre y pintando diseños celtas en muros antiguos.
Sin duda era una estética conveniente para la extrema derecha. El ambiente nórdico de la imaginación de Tolkien estaba muy alejado de las tonterías celtas de Julius Evola, un místico neonazi autodenominado «superfascista» que se impuso entre los fascistas italianos inmediatamente después de la guerra. Sin embargo, el éxito del Campamento Hobbit se basó en algo más que un amor compartido por los motivos decorativos anglonórdicos. Sus fundadores tuvieron la misma intuición que Tolkien tuvo allá en Oxford, corrigiendo trabajos de estudiantes, sobre el tamaño que debía tener un héroe. «La idea de llamarlo Campamento Hobbit surgió de una estrategia real», declaró recientemente uno de los fundadores al New York Times. El objetivo era alinear a los asistentes al campamento con los héroes desvalidos de las novelas de Tolkien: «no el guerrero Aragorn, sino el pequeño hobbit».
El pequeño dragón
Los hobbits son tradicionalistas testarudos e hirsutos a los que les molestan los viajes e incluso los pequeños cambios en su dieta. Son ingleses, pues, pero también italianos. Sobre todo, están atrapados, a pesar de su tamaño, en una guerra por la conservación de todo lo bueno, verde y antiguo en un mundo que quiere derribar esas cosas.
Voces de la izquierda italiana han criticado toda esta sabiduría tolkieniana argumentando que Tolkien había reempaquetado el militarismo eterno, tan vital para el fascismo propiamente dicho, en forma de metáfora, de referencia, como una forma de cosplay. Si la idea de la guerra era un pilar central del fascismo de Mussolini, dice el argumento, hoy la extrema derecha simplemente finge estar en guerra. En vísperas de la elección de Meloni, el actor que hizo el doblaje de Aragorn en las películas italianas de El señor de los anillos fue el encargado de presentar a la candidata en su último mitin en Roma. «Puede que llegue el día de la derrota», dijo, adaptando un famoso discurso de batalla de la tercera película, «pero este no es este día. Este día luchamos».
Podemos estar seguros de que J. R. R. no lo habría aprobado, aunque no necesariamente por motivos políticos. Tolkien no era socialista, pero tampoco era un fascista. Parece haberse sentido atraído por el conservadurismo como una forma de elegía perpetua. El sentido del bien de Tolkien estaba fuertemente ligado a los molinos de agua, los ponis, los árboles y los libros antiguos, emanaciones de virtud amenazadas por la marcha de los ejércitos de Sauron en la ficción y por la industrialización masiva y la guerra mundial en su propia vida.
Lo que Tolkien habría odiado era la mezcla del mundo que había creado con aquél en el que vivía. Esto era algo que no toleraría. Odiaba a los nazis, pero siempre negó el hecho de que El señor de los anillos se inspirara siquiera vagamente en la Segunda Guerra Mundial. Los ejércitos del mal del Este, insistía, no eran metáforas de los nazis ni del comunismo, ni la idea de un anillo de poder surgió de los poderes destructivos que la humanidad se dio a sí misma en el siglo XX. Quería mantener sus libros separados del mundo exterior. Solo cuando se le presionaba admitía que los ennegrecidos páramos de Mordor surgieron, en cierto modo, de los ennegrecidos páramos del Somme, por los que el joven Tolkien marchó durante meses en el verano de 1916.
Como dejó bien claro la exposición de Roma, Tolkien vivía en los libros, en los márgenes de los libros, en los diccionarios que los sustentaban. Después de escribir sus bestsellers, se pasó la vida separando el mundo de la historia de la propia historia, enumerando con extraordinaria extensión la lingüística, la geografía y el pasado de la Tierra Media. Era un repliegue hacia la certeza. Una historia es ambivalente y significa muchas cosas para distintas personas. Un mundo se compone de hechos y ofrece un margen de vigilancia proporcional a la capacidad del creador del mundo para inventar detalles. Es un lugar al que las personas a las que perturba el poder proteico de la narrativa pueden acudir para sentirse seguras.
Esta es una de las razones por las que los fandoms fantásticos discuten tan enconadamente. Otra es que la fantasía tiene una forma de hacer que los niños se sientan adultos y los adultos se sientan niños, una mezcla de anhelo de propiedad que confiere una intensidad furiosa a las disputas entre madrigueras rivales.
Pero esos ejemplos típicos presentan matices en el caso de Giorgia Meloni. De joven era famosa en los círculos online por su pugilismo, su política extremista y su imponente dominio de la tradición fantástica. Merodeaba en foros de Internet de extrema derecha publicando bajo el nombre de «Khy-ri, el pequeño dragón».
Sin embargo, Meloni parece haberse dado cuenta pronto de que esta literatura podía servir de puente con gente a la que, de otro modo, no le habría gustado lo que decía. Como miembro del Movimiento Social Italiano (MSI) posfascista, dio charlas a escolares disfrazada de hobbit. También apareció en la televisión francesa como joven activista y declaró: «Mussolini fue un buen político, en el sentido de que todo lo que hizo, lo hizo por Italia».
Una de esas cosas es más apetecible que la otra, y aunque Meloni dejó deliberadamente de lado a Mussolini, no abandonó el acto de fantasía. Un ejemplo extraordinario de ello es su conferencia de extrema derecha, Atreju. Meloni fundó la conferencia como una reunión política y de debate de temática fantástica, muy al estilo del Campamento Hobbit. Le puso el nombre del niño héroe de la novela fantástica de Michael Ende La historia sin fin. Al menos un sitio web conservador describe ahora Atreju como el mayor acontecimiento del conservadurismo europeo. El año pasado asistieron Rishi Sunak y Elon Musk. Es fácil imaginar un futuro en el que, para la derecha europea, todos los caminos conduzcan a Roma.
En La historia sin fin, una novela de fantasía épica que ahora está indeleblemente asociada a su adaptación cinematográfica animatrónica de ensueño febril, un guerrero llamado Atreju tiene que luchar contra el avance de «la nada», una niebla que aniquila todo lo que encuentra a su paso. Meloni ha descrito la nada como «un enemigo que intenta desgastar la imaginación de la juventud despojándola de valores». Aquí siento el impulso de ser sarcástico. Venderte como una candidata con sustancia mientras luchas literalmente contra un enemigo llamado «la nada», es un absurdo evidente. Esa es una forma de ver a Meloni: como alguien cuya guerra cultural se derrumbará, finalmente, en ausencia de un enemigo plausible.
Pero no creo que esa sea una apuesta segura. La vida media de un gobierno italiano es de unos cuatrocientos días. El de Meloni lleva diecisiete meses y va viento en popa en las encuestas. Su oposición de centroizquierda es impopular y sus rivales de la derecha, al menos de momento, están desactivados. Este año, la primera ministra dirigirá su mirada a la Constitución italiana.
La Constitución necesita una reforma y la ha necesitado durante décadas (para muestras, basta con preguntar a todos los gobiernos que han intentado reformarla). Un gobierno al año es un desastre para cualquier país. Tarde o temprano, conduce a un apetito de líderes fuertes y decisivos. Las reformas propuestas por Meloni supondrían la elección directa del cargo de primer ministro y ofrecerían la mayoría parlamentaria al partido que obtuviera más escaños, independientemente de su porcentaje total de votos: un sistema de mayoría simple para todo un país. Su objetivo es claramente colocarse a sí misma y a su partido en el poder de forma indiscutible.
Por ahora, todos los desenlaces son posibles. Tal vez la coalición de Meloni se derrumbe antes que su popularidad, el electorado gruña y el carrusel vuelva a girar. Pero si logra convertir sus reformas en ley, será más difícil argumentar que estamos ante una mera pantomima
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