Por. Christian Laval
La constatación es evidente. Las democracias liberales, parlamentarias, adosadas a Estados llamados de derecho, hacen frente, en el exterior, a regímenes que aborrecen esa forma política, mientras que, en su interior, son saboteadas por una amplia fracción de fuerzas de derecha o extrema derecha.
Los recientes éxitos electorales de las formaciones más nacionalistas y xenófobas en Italia, Holanda y Alemania dan fe de ello. No se trata aquí de aprobar la actuación de las democracias parlamentarias que están históricamente vinculadas al colonialismo y que han dado un envoltorio liberal a la explotación capitalista de la fuerza de trabajo. Se trata más bien de mostrar cómo el neoliberalismo, como modo general de organización económica y social a todos los niveles de la vida, ha funcionado y sigue funcionando como una formidable máquina de destrucción de la democracia liberal. Esto es lo que ha llevado a algunos autores, como Wendy Brown, a hablar de desdemocratización o, como hemos dicho nosotros, de una “salida de la democracia”, para subrayar mejor el carácter antidemocrático fundamental del neoliberalismo 1/.
La responsabilidad directa de este sabotaje recae en gran medida en la extrema derecha y la derecha radicalizada. Estas fuerzas llevan al espacio público discursos que encuentran su coherencia en un etnonacionalismo teñido a veces de fanatismo religioso y en la elección de un Estado securitario en el que la policía tiene prioridad sobre la justicia. Ésta es la principal tendencia política e ideológica de nuestro tiempo, hasta el punto de que incluso las llamadas derechas moderadas o las formaciones de centro están en gran medida contaminados por ella. La evolución del macronismo en Francia tiene un significado general. Al principio, Macron se presentó como representante de la globalización neoliberal y defensor de la Europa ordoliberal frente el cierre soberanista de Ressemblement National [extrema derecha] y contra el iliberalismo de los países de Europa del Este. Con el tiempo, se ha orbanizado de forma casi caricaturesca, llegando incluso a retomar recientemente temas antiinmigración, masculinistas y pro-natalistas de la extrema derecha. Pero esta responsabilidad directa no puede ocultar la causa más profunda de esta evolución: el neoliberalismo.
Es difícil identificar estos procesos de extrema derechización cuando no se entiende suficientemente bien la naturaleza del neoliberalismo. En primer lugar, es necesario diferenciar entre liberalismo en general y neoliberalismo. Incluso es un profundo error calificar sin más de liberal lo que concierne al neoliberalismo. Cierto, el neoliberalismo es un liberalismo económico, e incluso radical, pero no concibe esta libertad económica como uno de los aspectos de un vasto conjunto de libertades fundamentales, cada una de las cuales tendría su propia lógica y sus instituciones independientes, sino que la considera como el principio general de la vida social e individual. En otras palabras, se supone que el binomio competencia-empresa remodelará toda la sociedad y sus instituciones. Esta supremacía absoluta del mercado contraviene el ideal pluralista de la democracia liberal: se supone que el mercado debe responder en todas las áreas al único propósito de la prosperidad individual y el enriquecimiento de todo el mundo. En otras palabras, el neoliberalismo puede definirse como la extensión indefinida de la racionalidad capitalista a todas las esferas de la existencia, incluso a la subjetividad humana.
El neoliberalismo es una estrategia de guerra civil
El neoliberalismo se presenta como una estrategia política de transformación de las sociedades en órdenes competitivos, lo que implica el debilitamiento o la eliminación de las fuerzas de oposición, con el objetivo de imponer a las sociedades ciertos estándares operativos generales, de los que el principal es la competencia, que es la única que garantiza la soberanía de la o del consumidor individual 2/. El mercado competitivo es una especie de imperativo categórico que permite legitimar las medidas más extremas; incluiso el uso de la dictadura militar si fuera necesario, como ocurrió durante el golpe de Estado en Chile en 1973 que fue aplaudido por las autoridades intelectuales del neoliberalismo. El neoliberalismo como lógica general del funcionamiento de una sociedad sólo puede imponerse mediante la neutralización de las fuerzas sociales, políticas y culturales que se le oponen. Pero hay dos medios para lograrlo: el aplastamiento violento a través de un fascismo tradicional o renovado, o la erosión de los resortes y las instituciones de la democracia de forma lenta a lo largo de varias décadas. En ambos casos, la lógica normativa del neoliberalismo presupone la creación de condiciones políticas, ideológicas y sociales para su extensión y, en particular, un debilitamiento de todo lo que pueda obstaculizar la racionalidad del capital.
Si hay una unidad del neoliberalismo no es doctrinal, es esencialmente estratégica, relativa al objetivo final y a los medios para neutralizar a un enemigo capaz de adoptar rostros diferentes según la situación. Es este objetivo único y la diversidad de medios lo que explica la relativa plasticidad política del neoliberalismo. En determinadas ocasiones históricas, el neoliberalismo parece fusionarse con el advenimiento o el restablecimiento de la democracia liberal; en otras circunstancias, cuando el orden del mercado parece amenazado, se combina con formas políticas más autoritarias que llegan incluso a la violación de los derechos más básicos de las personas. Y en muchos otros casos, se trata de una democracia parlamentaria que se va vaciando gradualmente de sustancia en beneficio de un Estado policial que ejerce vigilancia y represión sobre todo lo que pueda amenazar el orden sagrado de la competencia. Así, el neoliberalismo puede aparecer, unas veces, como un vector de la democracia liberal y, otras, como un aliado de las peores dictaduras.
Idealmente, en el orden de mercado estructurado por el principio mismo de competencia generalizada, la dominación se ejerce mediante medios económicos y técnicos supuestamente neutrales que pretenden ser mucho más efectivos que la confrontación violenta. Sin embargo, actualmente, en las democracias liberales más antiguas, podemos observar un aumento de la violencia estatal directa contra los ciudadanos y ciudadanas a quienes se les considera no sólo culpables ante la ley, sino como enemigos de las leyes fundamentales del orden del mercado. Esta enemigación [considerar enemigo al oponente] de los oponentes y los perturbadores es el sello distintivo del momento actual de la historia política. Basta con ver la intensidad de la represión policial y judicial contra quienes perturban el orden social y se atreven a desafiar el poder. Cada vez más, las medidas jurídicas, policiales y tecnológicas específicas de la guerra contra el terrorismo o dirigidas contra las insurgencias armadas se convierten en instrumentos para la gestión ordinaria del orden público.
Estas nuevas formas autoritarias de dominación neoliberal nos recuerdan que se trata de una verdadera guerra civil, abierta o larvada, declarada o no, contra todas las fuerzas organizadas, las instituciones y las subjetividades que no obedezcan al modelo de la empresa y a la norma de la competencia.
El papel del Estado en la guerra neoliberal
Todas las y los neoliberales están convencidos de que la intervención estatal es necesaria para lograr y defender ese orden de mercado competitivo. Además, ésta fue la base del acuerdo entre las diferentes corrientes doctrinales que se formuló por primera vez durante el Coloquio Lippmann de 1938 y, por segunda vez, con la fundación de la Sociedad Mont-Pélerin en 1947. Todas las grandes luchas posteriores del neoliberalismo político testimoniarán este acuerdo fundamental en la lucha común contra el Estado de bienestar y contra el comunismo. El Estado neoliberal no es el Estado pasivo, mínimo o débil. Por el contrario, es muy activo a la hora de imponer la lógica de la competencia en las relaciones sociales y el modelo de la empresa en las instituciones, incluidas las públicas.
El Estado neoliberal trabaja para luchar contra los mecanismos de protección establecidos en una fase anterior del desarrollo del Estado y, de manera más general, contra todo lo que se relaciona con la igualdad civil y social. El Estado neoliberal se vuelve así contra el Estado social mediante una política deliberadamente insecuritaria e inigualitaria a nivel social. Pero no son sólo las conquistas del Estado social las que están en cuestión por las políticas neoliberales, sino que también es el funcionamiento clásico de las democracias liberales el que se ve afectado en su esencia:
1) por la constitucionalización de la lógica del capital que sustrae la orientación de la política económica del ámbito de la deliberación pública,
2) por la concentración oligárquica del poder, y
3) por el uso de métodos represivos y el chantaje permanente destinados a imponer retrocesos en los derechos sociales de los asalariados y asalariadas y en los derechos políticos de la ciudadanía.
El neoliberalismo nunca ha sido democrático. Desde el inicio, en el núcleo de su proyecto existe un contenido antidemocrático fundamental que surge de un deseo deliberado de excluir las reglas del mercado de la orientación política de los gobiernos, consagrándolas como reglas inviolables impuestas a cualquier gobierno. Independientemente de la mayoría electoral de la que provenga. La democracia, según neoliberales como Friedrich Hayek, es un peligro si se interpreta como soberanía popular. Porque la soberanía popular conduce a la socialdemocracia, que es el primer paso hacia el socialismo y el totalitarismo. El terreno de lo social, que nos remite al conjunto de los dispositivos de la protección social y a las políticas para redistribuir e igualar los recursos, proviene, según los neoliberales, de una falsa concepción de la democracia y de un abuso de las instituciones que se reclaman de ella. Hay que combatir esa falsa democracia, esa peligrosa democracia, porque está directamente enfocada a eliminar una sociedad basada en la libertad individual 3/.
F. Hayek está convencido de que la democracia como soberanía popular conduce al socialismo, que contiene en sí misma las semillas de la democracia totalitaria debido a la doble creencia en la soberanía popular y en la justicia social, dos mitos que, para él, han desenfrenado el poder público y puesto en grave peligro el orden espontáneo de la sociedad 4/. Según los neoliberales, hay dos concepciones posibles de la democracia, la mala y la buena. La mala es la que ve en el pueblo la fuente de la soberanía, la legitimidad que da al gobierno la capacidad de intervenir ilimitadamente en los asuntos de la colectividad en función de las mayorías electorales. La buena es la que ve en la democracia una forma para seleccionar a los dirigentes sin violencia y de limitar su poder para garantizar las libertades personales.
Esta oposición entre las dos concepciones de democracia es fundamental para comprender la estrategia neoliberal. Hay que recordar que los primeros neoliberales austriacos y alemanes estuvieron muy influidos por Carl Schmitt y su doctrina del Estado fuerte, el único capaz, a su juicio, de resistir a todas las reivindicaciones populares en favor de la igualdad social. Por encima de la contienda, el Estado fuerte es lo opuesto al Estado total que quiere encargarse de todo. El Estado fuerte, para los neoliberales, es el guardián de un orden de libertad que, como tal, puede utilizar los medios más autoritarios y violentos para defenderlo.
En este sentido, la actitud de los más grandes neoliberales hacia la dictadura de Pinochet, ya sean F. Hayek o Milton Friedman, atestigua suficientemente las consecuencias políticas de su doctrina. F. Hayek tuvo el mérito de la franqueza cuando declaró al periódico chileno El Mercurio en abril de 1981: “Mi preferencia personal es por una dictadura liberal y no por un gobierno democrático en el que está ausente todo liberalismo”.
Así, el neoliberalismo no es en absoluto una doctrina de la democracia como poder autónomo del pueblo, es una teoría de los límites institucionales que hay que poner a la lógica de la soberanía popular, en la medida en que esta lógica, cuando no está controlada, está plagada de peligros totalitarios.
Sin sacar conclusiones directas entre estas primeras tesis neoliberales de los años 1930 y 1940, basadas en el miedo a la democracia, y las formas autoritarias de los gobiernos neoliberales actuales, al mencionarlas se puede entender mejor que, desde el principio, la inspiración neoliberal no es en modo alguno un liberalismo moral y político clásico. Porque para el neoliberalismo la finalidad de un orden social no es la libertad y la dignidad humana, no es la garantía incondicional de los derechos humanos, sino que, de manera más prosaica, reside en la racionalidad capitalista como una lógica normativa general.
Variantes del neoliberalismo
El neoliberalismo no se ha desarrollado nunca como la aplicación de un plan de conjunto cuya aplicación estuviera perfectamente regulada por un centro de mando único. Si bien existe un neoliberalismo identificable como estrategia global para la transformación de la sociedad, también existen numerosas y a veces importantes variantes en torno a este eje estratégico. El neoliberalismo ha sabido diversificarse según países, clases, sectores de la población y, por supuesto, momentos históricos. Estos modelos se inventaron mediante el método de prueba y error y se han adaptado a las circunstancias. Precisamente, a escala global, el neoliberalismo ha podido imponerse a través de esta diferenciación y de la saturación del espacio social y político que resulta de estas diferentes configuraciones sociopolíticas. Aunque su formulación es cuestionable, Nancy Fraser tuvo el mérito de subrayar que en Estados Unidos, y hasta cierto punto en Europa, había dos posibles figuras de coalición neoliberal: la que ella llama “neoliberalismo progresista” (alianza de la alta tecnología, la finanza y las minorías culturales y sociales representadas por el centrismo del Partido Demócrata) y el “neoliberalismo reaccionario” (alianza de los sectores capitalistas más tradicionales y las capas sociales más sensibles a los valores religiosos, tradicionalistas y nacionalistas) representadas por el Partido Republicano. Las fuerzas llamadas “progresistas”, al igual que las fuerzas llamadas “reaccionarias”, pueden, a su vez, impulsar un poco más la racionalidad capitalista en detrimento de la solidaridad social y los derechos de las asalariadas y asalariados 5/. En cada variante, el objetivo es captar las categorías sociales y culturales que tienen intereses y características propias: jóvenes, mujeres, urbanos, rurales, titulados, no titulados, funcionarios y empleados del sector privado, asalariados y asalariadas de estatuto y asalariados y asalariadas precarios, etc.
Las oligarquías dominantes se dividen y se oponen entre sí, particularmente en materia de valores familiares y religión, sobre el comportamiento educativo y la moral en general, pero a la vez coinciden en la idea común de una sociedad regida por la competencia y la acumulación de ganancias, es decir, coinciden en una sociedad regida por la racionalidad capitalista. Hoy, en muchos países, una fracción de las oligarquías dominantes busca agitar el nacionalismo, la xenofobia y el masculinismo para aprovechar la ira popular contra los efectos más brutales de esta racionalidad capitalista. El ejemplo británico del Brexit en lo que respecta a Europa es bastante típico en este sentido, al igual que el trumpismo en Estados Unidos.
La guerra de valores
¿Cómo socava el neoliberalismo los cimientos de los regímenes políticos liberales actuales? Asistimos a una nueva combinación de neoliberalismo y el populismo nacionalista más autoritario, como si en el ámbito de todas las técnicas para imponer la libertad de los mercados, las fuerzas políticas a la vez neoliberales y nacionalistas hubieran logrado la hazaña de darle la vuelta a la cólera de las masas y utilizarla para promover el neoliberalismo radical.
Esta hibridación cada vez más profunda entre el neoliberalismo y el nacionalismo populista provoca la captación de los afectos mediante la instrumentalización del resentimiento hacia las élites, sobre todo de izquierda, que se supone han traicionado al pueblo nacional. Esto sólo es posible desplazando las cuestiones políticas desde el terreno de la injusticia social al terreno de la identidad nacional, la religión y las jerarquías tradicionales. Esta guerra de valores permite desviar la ira, la frustración y los miedos sociales de la parte de la población más vulnerable hacia chivos expiatorios (inmigrantes, negros, mujeres, homosexuales, sindicalistas, activistas, intelectuales, etc.). Por lo tanto, esta guerra civil neoliberal no es sólo la lucha librada por un aparato estatal contra los derechos sociales y las libertades públicas, sino también una guerra cultural intestina que se libra en detrimento de los intereses de la mayoría. Esta guerra de valores sirve para dividir a las personas y enfrentarlas entre ellas activando líneas de división moral, racial, cultural e ideológica, que a veces son muy antiguas. Es esta división la que asegura hoy la perpetuación de una situación tan desigual y regresiva a nivel democrático. Las fuerzas nacionalistas y reaccionarias no cuestionan en absoluto ni el neoliberalismo como modo de poder ni el capitalismo como sistema productivo. Por el contrario, cuando llegan al poder, reducen los impuestos a los más ricos, reducen las ayudas sociales, aceleran la desregulación, en particular en materia financiera o ecológica, y atacan a los sindicatos y a las organizaciones sociales. Trump fue un modelo de este tipo, Milei en Argentina es hoy su discípulo aún más radical.
Esta plasticidad del neoliberalismo no es nueva. A menudo nos acordamos de la forma en que las políticas neoliberales se profundizaron después de la crisis financiera global de 2008. Algunos creían entonces en el final del neoliberalismo, según el famoso título de un artículo de Joseph Stiglitz. En realidad, el neoliberalismo sobrevive y se fortalece; no a pesar de las crisis que provoca, sino, por el contrario, apoyándose en ellas, explotando en su beneficio las consecuencias más negativas o desastrosas de sus propias políticas, de modo que se refuerza por las crisis que engendra.
Esta radicalización del neoliberalismo se debe en gran medida a una lógica de auto-alimentación y de auto-agravación de las crisis, ya que las oligarquías dominantes atribuyen estas últimas a la muy limitada libertad económica. Es este proceso infernal el que actualmente acelera la crisis de las democracias liberales, hasta el punto de que las poblaciones, prisioneras de estos bucles de auto-alimentación y auto-agravación, buscan una salida en un Estado autoritario que finalmente pondrá orden en sociedad y las protegerá de la inseguridad. Para decirlo de manera más simple, el rostro autoritario y violento que adopta el neoliberalismo se debe a la explotación política e ideológica de los efectos de la libertad económica y la desestabilización social que genera. Toda la paradoja de la situación está ahí: la guerra cultural y la propaganda nacionalista se basan en las reacciones de desesperación de sectores de la población particularmente afectados por las políticas neoliberales.
La Europa neoliberal y el ascenso de la extrema derecha
Las próximas elecciones al Parlamento Europeo, según los sondeos y a la vista del aumento electoral de la extrema derecha en Europa, deberían reforzar el peso de los grupos nacionalistas. En todas partes, las fuerzas de derecha o de centro están, poco o mucho, contaminadas por la xenofobia y el culto al Estado fuerte. El modelo neoliberal europeo está teniendo las mismas consecuencias ideológicas y políticas que en todas partes. La construcción del gran mercado que estableció desde los años 1980 la libre circulación de bienes, servicios y capitales, el establecimiento de la moneda única y luego el Tratado Constitucional de 2005 constituyeron otras tantas etapas hacia la Unión Europea que conocemos.
Esta construcción, combinada con la globalización económica que ha reforzado el dumping social, fiscal y medioambiental a una escala aún mayor, ha logrado una constitucionalización de la competencia libre y no distorsionada que los gobiernos de derecha e izquierda han promovido unánimemente. Este viejo sueño ordoliberal está pagando hoy un precio político que pocos de los responsables de este logro habían previsto y que ninguno está asumiendo hoy 6/. La armonización social y fiscal a la baja, junto a la libertad de flujos de capital, han acentuado los desequilibrios sociales y regionales internos, mientras que las políticas de austeridad han favorecido una caída de los salarios en la distribución del valor producido. La concentración de los ingresos y las fortunas, la inseguridad económica, la desindustrialización violenta y la desarticulación de las sociedades entre los centros metropolitanos y las periferias suburbanas o rurales, han conducido a esta profunda y duradera crisis de las formas democráticas liberales en Europa.
La contradicción entre la encantadora retórica sobre la apertura al mundo y la realidad social vivida por las poblaciones conduce a una desconfianza masiva hacia los representantes del pueblo y, más profundamente, contra las democracias representativas, en pleno corazón de Europa, en los antiguos países fundadores del mercado común. Se ha extendido el sentimiento de que no nos representan porque no nos protegen.
La tragedia de nuestro tiempo es que la reacción de la sociedad ante las agresiones del capitalismo ha adoptado una forma reaccionaria. El fenómeno no es absolutamente nuevo. En las décadas de 1920 y 1930, al menos si nos atenemos a los análisis de Karl Polanyi, experimentaron un contramovimiento que, como reacción al liberalismo económico del siglo XIX, pretendía reinsertar la economía en formas sociales tolerables. En muchos países, fue el Estado, con rasgos totalitarios, el que asumió el liderazgo de este contramovimiento.
Por lo tanto, la cuestión es cómo evitar que las defensas reactivas de la sociedad vuelvan a adoptar formas políticamente reaccionarias. Defender el Estado de derecho contra las medidas vergonzosas contra las y los inmigrantes y contra todos los dispositivos de un Estado patriarcal y securitario que violan las libertades fundamentales, los derechos sociales y las conquistas feministas es ciertamente necesario, pero no suficiente. El objetivo de romper con el orden existente es indispensable. Pero el peor error sería adherirse a la lógica de repliegue nacionalista y estatista, como proponen muchos en la izquierda. No se gana nada abrazando la retórica nacionalista, como hoy hacen La France Insoumise o el Partido Comunista Francés. La transnacionalización de las luchas ecologistas, feministas y campesinas, por muy embrionaria que sea, indica una posible dirección completamente diferente. La circulación global de las formas de lucha (ocupación de las plazas, asambleísmo, democracia directa) y de los experimentos de autogobierno (desarrollo de los comunes, comunalismo, etc.) sugiere el nacimiento de una cosmopolítica radical capaz de tomar el relevo del altermundialismo.
Otra cuestión decisiva que el populismo de izquierda no ha resuelto es la de la convergencia de las luchas. La lógica nacionalista y estatista, hoy dominante, apuesta por la concentración sintética de las cóleras y de los intereses en torno a las grandes entidades trascendentes de la Nación y el Estado. Por su parte, el radicalismo de izquierda no puede contentarse con la multiplicidad de causas sin una visión unificada de la sociedad deseable. La dispersión de las luchas y de las protestas que favorece las vallas identitarias plantea un problema estratégico que sólo una transversalización muy profunda de las prácticas y de las causas podría resolver. Desafortunadamente, estamos sólo en el comienzo de esta toma de conciencia.
Christian Laval es profesor emérito de sociología en la Universidad París-Nanterre. Este año saldrá traducido al español: La opción por la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo de las Editoriales Traficantes de Sueños, Lomy y Tinta limón, donde Laval junto a otros autores amplía muchos de los temas apuntados en este artículo.
Comentario