Unos meses antes de que el coronavirus apagara el mundo, Chile estalló contra el neoliberalismo. Un economista del Banco Mundial, Sebastián Edwards, estaba sobre el terreno para registrar la rebelión:
El 18 de octubre de 2019, y para sorpresa de la mayoría de los observadores, estallaron protestas masivas en todo el país. Las manifestaciones se desencadenaron por un pequeño aumento en las tarifas del metro: treinta pesos, o el equivalente a cuatro centavos de dólar. Pero las manifestaciones iban mucho más allá del aumento de las tarifas. Cientos de miles de personas marcharon en varias ciudades y se manifestaron contra las élites, el abuso empresarial, la codicia, las escuelas con ánimo de lucro, las bajas pensiones y el modelo neoliberal. Los manifestantes pidieron la condonación de la deuda para los estudiantes y servicios sanitarios universales y gratuitos.
Después de haber hecho mi tesis sobre Chile más de 40 años antes y haber participado en la solidaridad internacional contra el dictador Augusto Pinochet, que sometió al país tanto a la transformación neoliberal como a la represión masiva, me sentía eufórico. Incluso llegué a pensar que la rebelión en Chile podría ser la chispa de una revuelta mundial contra el neoliberalismo, al igual que los bolcheviques pensaron que su toma del poder en Rusia desencadenaría la revolución socialista en Europa. Pero esa fantasía se desvaneció rápidamente. A pesar de la cobertura internacional de los acontecimientos, Chile se quedó solo.
Pero no en vano: un presidente antineoliberal, Gabriel Boric, fue elegido presidente en 2021 y en ese país se están haciendo retroceder las políticas neoliberales, si bien contra la fuerte oposición de la élite local, los tecnócratas, los inversores extranjeros y los organismos multilaterales.
Así que la siguiente pregunta obvia es: ¿por qué, a pesar de sus evidentes fracasos, el neoliberalismo no ha provocado rebeliones similares en otras partes del Sur global?
Una rebelión esperada
Una cosa que puedo decir es que hace tiempo que debería haberse producido.
Tomemos el caso de Filipinas. Después de 45 años, somos un páramo económico, excepto a los ojos de nuestras élites y tecnócratas. La tasa de pobreza se sitúa en el 25% de la población, a pesar de los esfuerzos por maquillar las estadísticas, mientras que, en China, el Banco Mundial la estima en el 2%. El coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, se sitúa en 0,50, uno de los más altos del Sur Global. Debido al impulso de nuestros gestores económicos durante la presidencia de Fidel Ramos para reducir los aranceles sobre las importaciones al 5% o menos, nuestra industria manufacturera casi ha desaparecido. La eliminación de las cuotas a las importaciones agrícolas, incluido el arroz, exigida por la Organización Mundial del Comercio, ha llevado a que casi todas nuestras líneas agrícolas clave estén dominadas por las importaciones, principalmente de Estados Unidos y la Unión Europea. Con la industria muerta, la agricultura moribunda, las operaciones de procesamiento empresarial (BPO, siglas en inglés de business processing operations) y los servicios incapaces de generar un número significativo de nuevos puestos de trabajo en el país, a nuestra mano de obra no le queda más remedio que salir corriendo al extranjero en busca de empleos decentes que tengan futuro. Sin los 37.000 millones de dólares en remesas que envían anualmente, la economía estaría muerta.
Si sólo se tratara de documentar objetivamente el devastador impacto de las políticas neoliberales, nuestro bando ya ganó la batalla en la década de 2000, con estudios detallados como The Anti-Development State: The Political Economy of Permanent Crisis in the Philippines. Hubo incluso un secretario de finanzas que admitió que hay «una aplicación desigual de la liberalización del comercio… que ha matado a muchas industrias locales». No se le hizo caso. La lista de bajas industriales incluía productos de papel, textiles, prendas de vestir, cerámica, productos de caucho, muebles y accesorios, productos petroquímicos, madera y aceites de petróleo. ¿Qué importaba?
Haciendo caso omiso de los hechos, la maquinaria neoliberal siguió adelante. Con Rodrigo Duterte, se eliminó la cuota de arroz en favor de la «arancelización del arroz», se liberalizó la ley de inversiones extranjeras y se abrió aún más el comercio minorista a los inversores extranjeros. Bajo el gobierno de Bongbong Marcos Jr., los neoliberales vuelven a insistir en eliminar las disposiciones nacionalistas de la Constitución de 1987 para que sea imposible revertir 45 años de iniciativas neoliberales.
Albert Einstein definió la locura como hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes. ¿Qué mejor descripción hay de la psicosis que atenaza a nuestros gestores económicos?
Matrix
El neoliberalismo parece impermeable a los hechos. La teoría es que los mercados son eficientes y que la privatización, la desregulación y la liberalización traerán consigo el mejor de los mundos posibles, así que, si los hechos no se ajustan a la teoría, tanto peor para los hechos. La imagen que me ha perseguido es la de la película Matrix, en la que los seres humanos están enchufados a un sistema que les hace soñar con una agradable realidad alternativa mientras sus cuerpos son succionados hasta quedarse sin los nutrientes y la energía necesarios para alimentar a seres alienígenas.
Nuestra Matrix es el neoliberalismo que convierte al país en una zona de desastre económico mientras la gente se distrae con el sueño de una tierra de leche y miel que las fuerzas del mercado entregarán sin trabas. Como la promesa de la resurrección en la Biblia, este estado de gracia, se nos dice, se hará realidad. Sólo necesitamos tener fe.
Entonces, si la razón y los hechos están de nuestra parte, ¿por qué no hemos sido capaces de desenchufar a los filipinos del sueño neoliberal? ¿Por qué el neoliberalismo se ha «naturalizado» o se considera el orden natural de las cosas? Hace tiempo que reflexiono sobre ello y se me ocurren varias explicaciones.
Explicación de la hegemonía neoliberal
En primer lugar, durante mucho tiempo, la corrupción, especialmente en forma de capitalismo de amiguetes bajo el dictador Ferdinand Marcos, Sr., se consideró la principal razón del subdesarrollo del país y, con su énfasis en el mercado en lugar de la política como motor de la economía, el neoliberalismo se consideró un «antídoto» contra la corrupción. La presencia del gobierno en la economía, especialmente de su aparato regulador, era, según esta visión, la fuente primordial de corrupción, ya que las empresas buscaban ventajas, no a través de la competencia en el mercado, sino mediante la búsqueda de favores especiales de los funcionarios a cambio de sobornos.
En segundo lugar, el neoliberalismo no fue simplemente una imposición externa. Fue interiorizado por toda una generación de economistas y tecnócratas filipinos que estudiaron en universidades estadounidenses o trabajaron en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en un momento en que el keynesianismo había sido desplazado como paradigma económico imperante, con su credibilidad socavada por su incapacidad para hacer frente a la estanflación que afectó a las economías occidentales en la década de 1970. Con su culto al mercado, la ideología neoliberal se convirtió en sinónimo de economía.
En tercer lugar, las élites del país estaban unificadas en apoyo del neoliberalismo, sin una «burguesía nacional» que rompiera el consenso. El destacado papel de los tecnócratas respaldados por el Banco Mundial y el FMI no significa que las élites económicas del país no desempeñaran un papel en la promoción e institucionalización del neoliberalismo. La existencia de un apoyo más amplio de la clase dirigente al neoliberalismo quedó demostrada por el apoyo que le prestaron los representantes del influyente Makati Business Club, que reunía a influyentes élites empresariales nacionales, como los Zobel, y a élites empresariales transnacionales extranjeras. Se podía contar con su apoyo siempre que las políticas neoliberales no incluyeran iniciativas para desmonopolizar los sectores que estas élites dominaban, como la tierra, el sector inmobiliario y la banca y las finanzas. Las medidas neoliberales se centraban principalmente en la reforma arancelaria, el debilitamiento de la mano de obra, la desregulación y la privatización, por lo que a la oligarquía no le parecían amenazadoras. Y, por supuesto, los sectores de la élite económica dependientes del capital extranjero estaban a favor de una mayor liberalización de las inversiones. Sin embargo, a la hora de asumir un papel de liderazgo en la promoción ideológica del neoliberalismo, la élite empresarial dejó esa tarea en gran medida en manos de los tecnócratas y los economistas, aunque el Makati Business Club intervino ocasionalmente en momentos estratégicos.
En cuarto lugar, durante un tiempo no hubo una alternativa creíble al neoliberalismo como paradigma tras la caída del socialismo y el descrédito del keynesianismo. Sólo a mediados de la década de 1990 el modelo de Estado desarrollista, que atribuía al Estado un papel central en el éxito de Japón, Corea del Sur y Taiwán, ofreció un poderoso paradigma alternativo. Pero al ser propuesto principalmente por politólogos, como Chalmers Johnson o Alice Amsden, no entraba en la línea de visión de los tecnócratas y economistas filipinos esclavizados ideológicamente por la ortodoxia neoliberal.
Estas circunstancias pueden ayudar a explicar por qué, incluso después de haber sido desacreditado por la crisis financiera mundial de 2008-09 y sus múltiples fracasos a la hora de cumplir sus promesas a nivel local, el neoliberalismo siguió siendo el modo por defecto en la formulación de políticas económicas. Para ser justos, hubo economistas filipinos que empezaron a cuestionar el modelo en privado. Sin embargo, había una gran reticencia a romper públicamente con él, ya que eso pondría en peligro la promoción profesional.
Pero ¿son estas razones suficientes para explicar el fracaso de nuestra crítica a la hora de conectar con la gente? Parece haber una explicación mayor, y es que nuestro bando debatía sobre la base de los hechos y la racionalidad, mientras que nuestros antagonistas partían de una postura de fe y revelación, siendo su verdad revelada la biblia de Friedrich Hayek-Milton Friedman. Era el viejo debate entre Razón y Revelación, pero en clave laica.
Seattle y la primacía de la acción
Al pensar en cómo salir de este enigma, recordé cómo los acontecimientos de Seattle en diciembre de 1999, que rompieron el consenso de la élite mundial en torno a la globalización y el neoliberalismo, podrían tener algunas lecciones para nosotros.
En la década anterior a Seattle, había muchos estudios, incluidos informes de la ONU, que cuestionaban la afirmación de que la globalización y las políticas de libre mercado conducían a un crecimiento y una prosperidad sostenidos. De hecho, los datos mostraban que la globalización y las políticas favorables al mercado estaban promoviendo más desigualdad y más pobreza y consolidando el estancamiento económico, especialmente en el Sur global. Sin embargo, estas cifras seguían siendo «trivialidades» más que hechos a los ojos de los académicos, la prensa y los responsables políticos, que repetían ad nauseam el mantra neoliberal de que la liberalización económica fomentaba el crecimiento y la prosperidad. La opinión ortodoxa, repetida hasta la saciedad en las aulas, los medios de comunicación y los círculos políticos, era que los críticos de la globalización eran encarnaciones modernas de los luditas, las personas que destrozaron las máquinas durante la Revolución Industrial, o, como Thomas Friedman nos tildó con desdén: de terraplanistas.
Luego vino Seattle. Después de esos días tumultuosos, la prensa empezó a hablar del «lado oscuro de la globalización», de las desigualdades y la pobreza que está creando. Después se produjeron las espectaculares deserciones del campo de la globalización neoliberal, como las del financiero George Soros, el premio Nobel Joseph Stiglitz, el economista estrella Jeffery Sachs y muchos otros.
Es cierto que el neoliberalismo sigue siendo el discurso por defecto entre la mayoría de los economistas y tecnócratas de todo el mundo, aunque muchos sólo le rinden pleitesía de boquilla. Pero una década antes de la crisis financiera de 2008, ya había perdido gran parte de su credibilidad y legitimidad. ¿Qué marcó la diferencia? No tanto la investigación o el debate como la acción. Fueron necesarias las acciones antiglobalización de masas de personas en las calles de Seattle -que interactuaron de forma sinérgica con la resistencia de los representantes de los países en desarrollo en el Centro de Convenciones Sheraton y un motín policial, para provocar el espectacular colapso de una reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio- para convertir las trivialidades en hechos, en verdad. Seattle tuvo consecuencias reales e ideológicas.
Seattle fue lo que el filósofo Hegel llamó un «acontecimiento histórico-mundial». Su lección perdurable es que la verdad no está ahí fuera, existiendo objetiva y eternamente. La verdad se completa, se hace realidad y se ratifica mediante la acción. En Seattle, hombres y mujeres de a pie hicieron realidad la verdad con una acción colectiva que acabó con un paradigma intelectual que había servido de guardián ideológico del control corporativo.
Los hechos no bastan: el reto para la Generación Z
El impacto de Seattle en Filipinas fue limitado. Contrasta con su impacto en Chile, que no sólo fue el primer país sometido a un neoliberalismo a ultranza, sino que se impuso mediante una represión masiva, a diferencia de Filipinas, donde se presentó como «liberador» tras el capitalismo de amiguetes del periodo de Marcos. Además, aunque Seattle fue inspiradora, fue la acción de masas la que marcó la diferencia a la hora de debilitar el dominio del neoliberalismo.
El levantamiento de 2019 tuvo sus raíces en las masivas protestas contra la privatización del sistema educativo en 2006, en las que participaron cientos de miles de estudiantes de secundaria. Los millennials chilenos llevaron luego ese espíritu de rebelión a otros ámbitos, como el transporte, la industria, las minas y la seguridad social durante los 13 años siguientes. La movilización política en áreas dispares se aglutinó bajo el lema de acabar con el neoliberalismo. Era un planteamiento que exigía no sólo la derogación de políticas neoliberales concretas, sino el desmantelamiento de todo el paradigma neoliberal que rige la economía. En 2019, la situación estaba madura para la revuelta, y uno de los líderes del levantamiento de masas fue un millennial, Gabriel Boric, que sería elegido presidente en 2021, a la edad de 36 años.
Nuestro bando tiene los argumentos y los hechos, razón por la cual los economistas y tecnócratas neoliberales se han negado sistemáticamente a entablar un debate con nosotros. Pero los hechos no bastan. Los hechos necesitan un movimiento de masas que los convierta en verdad. Esa es la lección de Seattle y Chile. ¿Asumirá también la Generación Z, a la que los sucesos de Gaza han despertado, el papel de Neo, el hacker interpretado por Keanu Reeves, y liderará el esfuerzo para desenchufar a nuestros pueblos de la Matrix neoliberal, en Filipinas y en otros lugares?
Walden F. Bello, columnista de Foreign Policy in Focus, es autor o coautor de 19 libros, los últimos de los cuales son Capitalism’s Last Stand? (Londres: Zed, 2013) y State of Fragmentation: the Philippines in Transition (Ciudad Quezón: Focus on the Global South y FES, 2014).
Texto original: Walden Bello, CounterPunch.org, 14 junio 2024.
Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2024/06/14/se-busca-levantamiento-masivo-contra-la-matrix-neoliberal/
Traducido del inglés por Sinfo Fernández.
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