Por: Adam Hanieh
Un enfoque alternativo para entender Palestina, situando el conflicto en el contexto de la región y en el lugar central que ocupa Oriente Medio en un mundo ávido de combustibles fósiles.
Sin embargo, pese a la creciente solidaridad a nivel global, persisten errores en la forma en que habitualmente se discute y se contextualiza a Palestina. Con demasiada frecuencia, la política de Palestina se mira simplemente a través de la lente de Israel, Cisjordania y Gaza, y se ignora la dinámica regional más extensa de Oriente Medio y el contexto mundial en el que opera el colonialismo de asentamiento israelí. Así, la solidaridad con Palestina se reduce con frecuencia a la cuestión de las graves violaciones de los derechos humanos por parte de Israel y su constante infracción del derecho internacional: los asesinatos, las detenciones y el despojo que han sufrido los palestinos durante casi 80 años.
El problema con este enfoque de derechos humanos es que despolitiza la lucha palestina y no explica por qué los Estados occidentales siguen apoyando a Israel de forma tan inequívoca. Y cuando se plantea esta cuestión clave del apoyo occidental, muchas personas apuntan al «lobby pro-Israel» que opera en América del Norte y Europa Occidental, punto de vista erróneo y políticamente peligroso que interpreta de manera completamente errónea la relación entre los países de Occidente e Israel.
En lo que sigue procuraré presentar un enfoque alternativo para entender a Palestina, contextualizado en la región en general y en el lugar primordial que ocupa Oriente Medio en un mundo centrado en los combustibles fósiles. Mi argumento principal es que el apoyo incondicional que brindan los Estados Unidos y los principales Estados europeos a Israel no puede entenderse fuera de este contexto. Como colonia de asentamiento, Israel ha sido clave para el mantenimiento de los intereses imperialistas de Occidente —en particular los de los Estados Unidos— en Oriente Medio.
Y ha desempeñado este papel junto al otro gran pilar del control estadounidense en la región: las monarquías árabes del golfo Pérsico, ricas en petróleo, principalmente Arabia Saudita. La rápida evolución de las relaciones entre el Golfo, Israel y los Estados Unidos es esencial para comprender el momento actual, sobre todo teniendo en cuenta el relativo debilitamiento del poder mundial estadounidense.
Transformaciones de posguerra y Oriente Medio
Dos grandes transformaciones mundiales definieron el cambiante orden internacional en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El primero fue una revolución en los sistemas energéticos del planeta: la aparición del petróleo como principal combustible fósil, desplazando al carbón y a otras fuentes de energía en las principales economías industrializadas. Esta transición de los combustibles fósiles se produjo primero en los Estados Unidos, donde el consumo de petróleo superó al de carbón en 1950, seguido de Europa Occidental y Japón en la década de 1960.
En los países ricos representados en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), el petróleo abarcaba menos del 28% del consumo total de combustibles fósiles en 1950; a finales de la década de 1960, ese porcentaje ya era mayoritario. Gracias a su mayor densidad energética, flexibilidad química y facilidad de transporte, el petróleo impulsó el floreciente capitalismo de posguerra, apuntalando toda una serie de tecnologías, industrias e infraestructuras nuevas. Este fue el comienzo de lo que la comunidad científica describiría como la Gran Aceleración, una expansión formidable y constante del consumo de combustibles fósiles que comenzó a mediados del siglo XX y que condujo inexorablemente a la crisis climática actual.
Esta transición mundial hacia el petróleo estuvo estrechamente vinculada con una segunda gran transformación de posguerra: la consolidación de los Estados Unidos como primera potencia económica y política. El ascenso económico estadounidense había comenzado en las primeras décadas del siglo XX, pero fue la Segunda Guerra Mundial la que marcó su surgimiento definitivo como la fuerza más dinámica del capitalismo mundial, con la exclusiva oposición de la Unión Soviética y su bloque aliado.
El poder estadounidense surgió a raíz de la destrucción de Europa Occidental durante la guerra, junto con el debilitamiento del dominio colonial europeo en gran parte del llamado Tercer Mundo. Cuando Gran Bretaña y Francia flaquearon, los Estados Unidos asumieron el liderazgo en la configuración de la arquitectura política y económica de posguerra, lo que incluyó un nuevo sistema financiero mundial centrado en el dólar estadounidense. A mediados de la década de 1950, Estados Unidos generaba el 60% de la producción manufacturera mundial y algo más de la cuarta parte del PIB mundial, y 42 de las 50 mayores empresas industriales del planeta eran estadounidenses.
Estos dos procesos internacionales —la transición al petróleo y el ascenso del poder estadounidense— tuvieron consecuencias profundas para Oriente Medio. Por un lado, la región desempeñó un papel decisivo en la transición mundial hacia el petróleo con sus abundantes reservas de crudo, que a mediados de la década de 1950 ascendían casi al 40% de las reservas comprobadas del planeta. Además, el petróleo de Oriente Medio estaba ubicado cerca de muchos países europeos y sus costos de producción eran muy inferiores a los de cualquier otra parte del mundo. De este modo, se podían suministrar a Europa cantidades aparentemente ilimitadas de petróleo de bajo costo proveniente de Oriente Medio a precios inferiores a los del carbón, garantizando a la vez que los mercados petroleros nacionales de Estados Unidos permanecieran aislados de las consecuencias del aumento de la demanda europea.
La reorientación del suministro de petróleo de Oriente Medio hacia Europa fue un proceso extremadamente rápido: entre 1947 y 1960, la proporción del petróleo europeo procedente de la región se duplicó, pasando del 43 al 85%. Esto no solo permitió la aparición de industrias nuevas (como la petroquímica), sino también de otras formas de transporte y de hacer la guerra. De hecho, sin Oriente Medio, la transición petrolera en Europa Occidental quizá nunca se hubiera producido.
La mayor parte de las reservas de petróleo de Oriente Medio se concentran en la región del Golfo, especialmente en Arabia Saudita y los Estados árabes más pequeños, así como en Irán e Irak. Durante la primera mitad del siglo XX, estos países estuvieron gobernados por monarquías autocráticas con el apoyo británico (con la excepción de Arabia Saudita, que era nominalmente independiente). La producción de petróleo en la región estaba controlada por un puñado de grandes empresas petroleras occidentales, que pagaban rentas y cánones a los gobernantes de estos Estados por el derecho a extraer petróleo. Estas empresas petroleras estaban integradas verticalmente, lo que significa que no solo controlaban la extracción de crudo, sino también su refinado, transporte y venta en todo el mundo. El poder de estas empresas era inmenso, ya que su control de las infraestructuras de circulación del petróleo les permitía excluir a posibles competidores.
La concentración de la propiedad en la industria petrolera superaba con creces la de cualquier otra industria; de hecho, al final de la Segunda Guerra Mundial, más del 80% de las reservas mundiales de petróleo fuera de los Estados Unidos y la Unión Soviética eran controladas por apenas siete grandes empresas estadounidenses y europeas, las llamadas Siete Hermanas.
Israel y la revuelta anticolonial
A Oriente Próximo se convirtió en el centro de los mercados mundiales del petróleo durante las décadas de 1950 y 1960. Como ocurrió en otras partes del mundo, una serie de poderosos movimientos nacionalistas, comunistas y de izquierdas desafiaron a los gobernantes que tenían el respaldo del colonialismo británico y francés, amenazando con alterar el orden regional cuidadosamente construido. La experiencia más clara se vivió en Egipto, donde el rey Faruk, que tenía el respaldo de Gran Bretaña, fue derrocado en 1952 por un golpe militar liderado por Gamal Abdel Nasser, un oficial del ejército que contaba con gran popularidad. La llegada de Nasser al poder obligó a las tropas británicas a retirarse de Egipto y propició la independencia de Sudán en 1956.
La incipiente soberanía egipcia fue coronada en 1956 con la nacionalización del Canal de Suez, controlado por Gran Bretaña y Francia. La medida, celebrada por millones de personas en todo Oriente Medio, provocó una fallida invasión de Egipto por parte de Gran Bretaña, Francia e Israel. Mientras tanto, las luchas anticoloniales se afianzaban en otros lugares de la región, sobre todo en Argelia, donde la guerrilla lanzó la guerra por la independencia contra la ocupación francesa en 1954.
Aunque hoy en día se suele pasar por alto, estas amenazas a la prolongada dominación colonial también se dejaron sentir en los Estados petrolíferos del Golfo. Nasser contaba con gran apoyo en Arabia Saudita y las monarquías más pequeñas de la región, y diversos movimientos de izquierda protestaban contra la venalidad, la corrupción y la postura prooccidental de las monarquías gobernantes. Las posibles consecuencias de esta situación se pusieron de manifiesto en el país vecino, Irán, donde un popular líder nacional, Mohammed Mossadegh, había llegado al poder en 1951. Una de las primeras medidas adoptadas por Mossadegh fue tomar el control de la petrolera británica Anglo-Iranian Oil Company (precursora de la actual BP), en lo que fue la primera nacionalización del petróleo en Oriente Medio. Esta nacionalización tuvo fuertes repercusiones en los países árabes cercanos, donde el lema «petróleo árabe para los árabes» se hizo muy popular en medio del ambiente anticolonialista general.
Como reacción a la nacionalización del petróleo iraní, los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos orquestaron un golpe de Estado contra Mossadegh en 1953, que llevó al poder a un gobierno prooccidental leal al monarca iraní, Mohammad Reza Pahlavi. El golpe fue la primera salva de una oleada contrarrevolucionaria contra los movimientos radicales y nacionalistas de toda la región.
El derrocamiento de Mossadegh también puso de manifiesto un importante cambio en el orden regional: aunque Gran Bretaña tuvo un papel importante en el golpe, fueron los Estados Unidos los que tomaron la iniciativa en la planificación y ejecución de la operación. Era la primera vez que el gobierno estadounidense derrocaba a un gobernante extranjero en tiempos de paz, y la intervención de la CIA allanó el camino a intervenciones estadounidenses posteriores, como el golpe de 1954 en Guatemala y el derrocamiento del presidente chileno Salvador Allende en 1973.
En este contexto, Israel surgió como uno de los principales baluartes de los intereses estadounidenses en la región. En los primeros años del siglo XX, Gran Bretaña había sido la principal defensora de la colonización sionista de Palestina y, tras la creación de Israel en 1948, mantuvo el apoyo al proyecto de construcción de un Estado sionista. Pero cuando los Estados Unidos suplantaron el dominio colonial británico y francés en Oriente Medio durante la posguerra, el respaldo estadounidense a Israel se convirtió en el eje de un nuevo orden de seguridad regional.
El punto de inflexión clave fue la guerra de 1967 entre Israel y los principales Estados árabes, en la que el ejército israelí destruyó las fuerzas aéreas egipcias y sirias y ocupó Cisjordania y la Franja de Gaza, la península (egipcia) del Sinaí y los Altos del Golán (sirios). La victoria de Israel destruyó los movimientos árabes de unidad, independencia nacional y resistencia anticolonial que se habían consolidado con mayor intensidad en el Egipto de Nasser. También animó a los Estados Unidos a convertirse en el principal defensor del país, sustituyendo a Gran Bretaña. A partir de ese momento, los Estados Unidos comenzaron a suministrar a Israel equipamiento militar y apoyo financiero por valor de miles de millones de dólares al año.
El colonialismo de asentamiento
La guerra de 1967 demostró que Israel era una fuerza poderosa que podía utilizarse contra toda amenaza a los intereses estadounidenses en la región. Pero existe una dimensión adicional clave que suele pasar inadvertida: el lugar especial que ocupa Israel en apoyo del poder estadounidense está directamente relacionado con su carácter interno como colonia de asentamiento, fundada sobre el despojo continuo de la población palestina.
Las colonias de asentamiento deben fortalecer constantemente las estructuras de opresión racial, explotación de clase y despojo. En consecuencia, suelen ser sociedades muy militarizadas y violentas, que tienden a depender del apoyo externo, lo que les permite mantener sus privilegios materiales en un entorno regional hostil. En estas sociedades, una parte considerable de la población se beneficia de la opresión de los pueblos autóctonos y entiende sus privilegios en términos racializados y militaristas. Por esta razón, las colonias de asentamiento son socias mucho más fiables para los intereses imperiales occidentales que los Estados clientelares «normales». Por eso el colonialismo británico apoyó al sionismo como movimiento político a principios del siglo XX, y por eso los Estados Unidos han amparado a Israel desde 1967.
Ello no significa que los Estados Unidos «controlen» a Israel ni que no existan diferencias de opinión entre ambos gobiernos sobre cómo debe mantenerse esta relación. Pero la capacidad de Israel para mantener el estado permanente de guerra, ocupación y opresión no sería posible sin el constante apoyo estadounidense, tanto material como político. A cambio, Israel es un socio leal y un baluarte contra las amenazas a los intereses estadounidenses en la región. Israel también actúa en el resto del mundo en apoyo de regímenes represivos respaldados por los Estados Unidos, como Sudáfrica bajo el apartheid y las dictaduras militares de América Latina. Alexander Haig, secretario de Estado de los Estados Unidos durante el mandato de Richard Nixon, lo dijo sin rodeos:
Israel es el mayor portaaviones estadounidense en el mundo que no puede ser hundido, no transporta ni un solo soldado estadounidense y está situado en una región crítica para la seguridad nacional de los Estados Unidos.
La conexión entre el carácter interno del Estado israelí y su lugar especial en el poder estadounidense es similar al papel que desempeñó el apartheid sudafricano para los intereses occidentales en todo el continente africano. Existen importantes diferencias entre el apartheid sudafricano y el israelí —entre las que destaca la proporción de población negra sudafricana que integraba la clase trabajadora del país, a diferencia de la palestina en Israel— pero, como colonias de asentamiento, ambos países llegaron a actuar como centros organizadores del poder occidental en sus respectivos entornos.
Si examinamos la historia del apoyo occidental al apartheid sudafricano veremos el mismo tipo de justificaciones que observamos hoy en el caso de Israel (y el mismo tipo de intentos de bloquear las sanciones internacionales y criminalizar los movimientos de protesta). Estos paralelismos se extienden a las personas concretas. Un ejemplo poco conocido es el viaje que hizo un joven miembro del Partido Conservador británico a Sudáfrica en 1989, durante el cual argumentó en contra de las sanciones internacionales a Sudáfrica y defendió que Gran Bretaña siguiera apoyando el régimen del apartheid. Décadas después, ese joven conservador, David Cameron, ocupa ahora el cargo de ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido y es uno de los principales líderes mundiales que apoyan el genocidio de Israel en Gaza.
La centralidad de Oriente Medio en la economía mundial del petróleo otorga a Israel un lugar más prominente en el poder imperial que el que ocupaba la Sudáfrica del apartheid. Pero ambos casos demuestran por qué es importante analizar la intersección de los factores regionales y globales con la dinámica interna racial y de clases de las colonias de asentamiento.
La integración económica de Israel en Oriente Medio
Oriente Medio adquirió aún más importancia para el poder estadounidense tras la nacionalización de las reservas de crudo en la mayor parte de la región (y en otros lugares) durante las décadas de 1970 y 1980. La nacionalización puso fin al prolongado control directo de Occidente sobre los suministros de crudo de Oriente Medio (aunque las empresas estadounidenses y europeas siguieron controlando la mayor parte del refinado, transporte y venta mundial del petróleo).
En este contexto, los intereses estadounidenses en la región buscaban garantizar el suministro estable de petróleo al mercado mundial —cotizado en dólares estadounidenses— y asegurar que el crudo no se utilizara como «arma» para desestabilizar el sistema mundial centrado en los Estados Unidos. Además, dado que los productores de petróleo del Golfo ahora ganan billones de dólares con la exportación de crudo, a los Estados Unidos también les preocupaba mucho cómo circulaban los llamados «petrodólares» en el sistema financiero mundial, una cuestión que afecta directamente al dominio su divisa.
Para concretar estos intereses, la estrategia estadounidense se centró plenamente en la supervivencia de las monarquías del Golfo, encabezadas por Arabia Saudita, como aliados regionales clave. Esto fue especialmente importante tras el derrocamiento, en 1979, de la monarquía Pahlavi de Irán, que había sido otro pilar de los intereses estadounidenses en el Golfo desde el golpe de 1953. El apoyo de los Estados Unidos a los monarcas del Golfo se manifestó de diversas formas, como la venta de ingentes cantidades de equipos militares que convirtieron al Golfo en el mayor mercado de armas del mundo, iniciativas económicas que canalizaron la riqueza en petrodólares del Golfo hacia los mercados financieros estadounidenses y una presencia militar permanente de los Estados Unidos, que sigue siendo la garantía definitiva del Gobierno monárquico.
Un momento crucial en la relación entre los Estados Unidos y el Golfo fue la guerra entre Irán e Irak (1980-1988), considerada uno de los conflictos más destructivos del siglo XX y que causó la muerte a cerca de medio millón de personas. Durante esta guerra, los Estados Unidos suministraron armas, financiación e inteligencia a ambos bandos, al considerar que así minaban el poder de los dos grandes países vecinos y garantizaban aún más la seguridad de los monarcas del Golfo.
De este modo, la estrategia estadounidense en Oriente Medio se basó en dos pilares centrales: Israel, por un lado, y las monarquías del Golfo, por otro. Ambos siguen siendo el eje del poder estadounidense en la región en la actualidad. Sin embargo, se ha producido un cambio crítico en la forma en que se relacionan entre sí. A partir de la década de 1990, y hasta el presente, el Gobierno estadounidense intentó reunir estos dos polos estratégicos —junto con otros Estados árabes importantes, como Jordania y Egipto— en una única zona vinculada al poder económico y político de los Estados Unidos. Con ese fin, Israel debía integrarse al resto de Oriente Medio, normalizando sus relaciones (económicas, políticas y diplomáticas) con los Estados árabes. Lo más importante era acabar con los boicots árabes formales a Israel que habían existido durante décadas.
Desde la perspectiva de Israel, la normalización no consistía simplemente en permitir el comercio y las inversiones israelíes en los Estados árabes. Tras una fuerte recesión a mediados de la década de 1980, la economía israelí se había desplazado de sectores como la construcción y la agricultura para centrarse mucho más en la alta tecnología, las finanzas y las exportaciones militares. Sin embargo, muchas de las principales empresas internacionales se mostraban reacias a hacer negocios con compañías israelíes (o dentro del propio Israel) debido a los boicots secundarios impuestos por los gobiernos árabes. Levantar esos boicots era esencial para atraer a grandes empresas occidentales a Israel, y también para permitir a las firmas israelíes acceder a los mercados extranjeros de los Estados Unidos y otros países. Es decir, la normalización económica tenía que ver tanto con garantizar el lugar del capitalismo israelí en la economía mundial como con el acceso de Israel a los mercados de Oriente Medio.
En ese sentido, a partir de la década de 1990, los Estados Unidos (y sus aliados europeos) emplearon una serie de mecanismos destinados a impulsar la integración económica de Israel al resto de Oriente Medio. Uno de ellos fue la profundización de las reformas económicas: la apertura a la inversión extranjera y a los flujos comerciales que se extendió rápidamente por toda la región. Los Estados Unidos propusieron una serie de iniciativas económicas que pretendían vincular los mercados israelíes y árabes entre sí y, posteriormente, a la economía estadounidense. Uno de los planes clave eran las denominadas Zonas Industriales Cualificadas (QIZ, por sus siglas en inglés), zonas manufactureras con salarios bajos instaladas en Jordania y Egipto a finales de la década de 1990.
Las mercancías producidas por las QIZ (principalmente textiles y prendas de vestir) tenían acceso libre de impuestos a los Estados Unidos, siempre que un determinado porcentaje de los insumos utilizados en su fabricación procediera de Israel. Las QIZ desempeñaron un papel temprano y decisivo a la hora de reunir capital israelí, jordano y egipcio en estructuras de propiedad conjunta, normalizando así las relaciones económicas con dos de los Estados árabes vecinos de Israel. En 2007, el gobierno estadounidense informaba que más del 70% de las exportaciones de Jordania a ese país procedían de las QIZ; en el caso de Egipto, el 30% de las exportaciones a los Estados Unidos fueron producidas por las QIZ en 2008.
Junto a las QIZ, los Estados Unidos también propusieron la iniciativa de la Zona de Libre Comercio de Oriente Medio (MEFTA, por sus siglas en inglés) en 2003, con el objetivo de crear una zona de libre comercio en toda la región para 2013. La estrategia estadounidense consistía en negociar individualmente con países «amigos» mediante un proceso gradual de seis etapas que desembocaría en un tratado de libre comercio (TLC) entre los Estados Unidos y el país en cuestión. Estos TLC fueron concebidos para que los países vincularan sus propios tratados bilaterales de libre comercio con los Estados Unidos con los de otros países, estableciendo así acuerdos a nivel subregional en todo Oriente Medio. Estos acuerdos subregionales, con el tiempo, podían vincularse hasta abarcar toda la región.
Es importante destacar que estos TLC también se utilizarían para fomentar la integración de Israel a los mercados árabes, ya que cada acuerdo contendría una cláusula por la que el signatario se comprometería a la normalización con Israel y prohibiría todo boicot de las relaciones comerciales. Aunque los Estados Unidos no lograron cumplir el objetivo de crear la MEFTA para 2013, sí consiguieron expandir su influencia económica en la región, apuntalada por la normalización entre Israel y Estados árabes clave. En la actualidad, los Estados Unidos tienen 14 TLC con países de todo el mundo, cinco de ellos con países de Oriente Próximo (Israel, Bahréin, Marruecos, Jordania y Omán).
Los Acuerdos de Oslo
Sin embargo, el éxito de la normalización económica dependía en última instancia de un cambio en la situación política que permitiera dar una «luz verde» palestina a la integración económica de Israel en la región en general. El punto de inflexión fueron los Acuerdos de Oslo, firmados por Israel y la Organización de Liberación de Palestina (OLP) bajo los auspicios del gobierno estadounidense en el jardín de la Casa Blanca en 1993.
Los Acuerdos de Oslo se basaron en gran medida en las prácticas coloniales establecidas durante las décadas anteriores. Desde los años setenta, Israel había intentado encontrar una fuerza palestina que administrara Cisjordania y la Franja de Gaza en su nombre, una apoderada palestina de la ocupación israelí que pudiera minimizar el contacto cotidiano entre la población palestina y el ejército israelí. Estos primeros intentos fracasaron durante la Primera Intifada, un levantamiento popular a gran escala que comenzó (en la Franja de Gaza) en 1987. Los Acuerdos de Oslo pusieron fin a esa Primera Intifada.
En virtud de esos acuerdos, la OLP acordó constituir una entidad política nueva, denominada Autoridad Palestina (AP), a la que se concederían poderes limitados sobre zonas fragmentadas de Cisjordania y la Franja de Gaza. La AP dependería por completo de la financiación externa para su supervivencia, especialmente de préstamos, ayuda e impuestos de importación recaudados por Israel, que luego se remitirían a la AP. Dado que la mayor parte de estas fuentes de financiación procedían en última instancia de Estados occidentales e Israel, rápidamente la AP quedó subordinada políticamente. Además, Israel mantuvo el control absoluto sobre la economía y los recursos palestinos, así como de la circulación de personas y mercancías. Tras la división territorial de Gaza y Cisjordania en 2007, la AP fijó su sede en Ramala, en Cisjordania. En la actualidad, la AP está dirigida por Mahmoud Abbas[1].
Aunque los Acuerdos de Oslo y negociaciones posteriores suelen presentarse como el camino hacia la paz y la libertad de los palestinos, nunca tuvieron este objetivo. Los Acuerdos de Oslo propiciaron la rápida expansión de los asentamientos israelíes en Cisjordania, la construcción del muro del apartheid y la imposición de complicadas restricciones a la circulación que rigen hoy la vida de los palestinos. También sirvieron para expulsar de la lucha política a segmentos clave de la población palestina —refugiados y ciudadanos palestinos de Israel—, reduciendo la cuestión de Palestina a negociaciones en torno a porciones de territorio en Cisjordania y la Franja de Gaza. Y, lo que es más importante, los acuerdos brindaron una bendición palestina a la integración de Israel en Oriente Medio, allanando el camino para que los Gobiernos árabes (encabezados por Jordania y Egipto) aceptaran la normalización con Israel bajo el amparo de Estados Unidos.
Fue después de Oslo que surgieron las restricciones a la circulación, las barreras, los puestos de control y los topes militares que rodean a Gaza en la actualidad. En este sentido, la prisión al aire libre que es hoy Gaza es producto del proceso de Oslo: un hilo directo conecta las negociaciones de Oslo con el genocidio del que ahora somos testigos.
Es fundamental recordar esto a la luz de los debates en curso sobre los posibles escenarios de posguerra. La estrategia israelí siempre ha implicado el uso periódico de la violencia extrema junto con falsas promesas de negociaciones con respaldo internacional. Estas dos herramientas forman parte del mismo proceso y sirven para reforzar la continua fragmentación y despojo del pueblo palestino. Toda negociación de posguerra liderada por los Estados Unidos tendrá sin duda intentos similares de garantizar el dominio constante de Israel sobre la vida y el territorio de los palestinos.
Pensar en el futuro
La centralidad estratégica que Oriente Medio y su riqueza petrolera ocupan en el poder mundial estadounidense explica por qué Israel es ahora el mayor receptor acumulado de ayuda exterior estadounidense, aunque se sitúa en el puesto 13º de las economías más ricas del mundo según su PIB per cápita (por encima del Reino Unido, Alemania o Japón). También explica el apoyo bipartidista que recibe Israel de las élites políticas de los Estados Unidos (y el Reino Unido). De hecho, en 2021 —durante la presidencia de Trump y antes de la guerra actual— Israel recibió más financiación militar exterior estadounidense que los demás países del mundo tomados en conjunto. Y, lo que es crucial, como han demostrado los últimos ocho meses, el apoyo estadounidense trasciende lo financiero y lo material, ya que los Estados Unidos actúan como el máximo defensor de la política de Israel en el escenario mundial.
Como se ha visto, la alianza estadounidense con Israel no es accesoria a la desposesión del pueblo palestino, sino que se basa en ella. Es el carácter colonial de Israel lo que le ha dado un papel tan preponderante a la hora de reforzar el poder estadounidense en toda la región. Por eso la lucha palestina es un elemento tan importante para impulsar el cambio político en Oriente Medio, una región que es la más polarizada socialmente, la más desigual económicamente y la más afectada por conflictos en la actualidad. Y, a la inversa, por eso la lucha por Palestina está íntimamente ligada a los éxitos (y fracasos) de otras luchas sociales progresistas de la región.
El eje central de esta dinámica interregional continúa siendo el vínculo entre Israel y los Estados del Golfo. En las dos décadas siguientes a los Acuerdos de Oslo, la estrategia estadounidense en Oriente Medio siguió haciendo hincapié en la integración económica y política de Israel con los Estados del Golfo. Un salto adelante en este proceso se produjo con los Acuerdos de Abraham de 2020, mediante los cuales los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Bahréin aceptaron normalizar sus relaciones con Israel. Los Acuerdos de Abraham allanaron el camino para un TLC entre los EAU e Israel, firmado en 2022, que fue el primer acuerdo de ese tipo que Israel firmó con un Estado árabe. El comercio entre Israel y los EAU superó los 2500 millones de dólares en 2022, frente a apenas 150 millones en 2020. Sudán y Marruecos también alcanzaron acuerdos similares con Israel, impulsados por importantes incentivos estadounidenses[2].
Desde los Acuerdos de Abraham, ahora hay cinco países árabes que mantienen relaciones diplomáticas formales con Israel. Estos países alojan alrededor del 40% de la población del mundo árabe e incluyen a algunas de las principales potencias políticas y económicas de la región. Pero persiste una pregunta clave: ¿cuándo se sumará Arabia Saudita al club? Aunque es imposible que los EAU y Bahréin hubieran aceptado los Acuerdos de Abraham sin el consentimiento de Arabia Saudita, el reino saudita aún no ha normalizado formalmente sus lazos con Israel, a pesar de la infinidad de reuniones y contactos informales que ambos Estados mantuvieron en los últimos años.
Con el genocidio en curso, el acuerdo de normalización entre Arabia Saudita e Israel es sin duda el principal objetivo de la planificación estadounidense para la posguerra. Es muy probable que el gobierno saudita esté de acuerdo con ese resultado —y probablemente así se lo haya indicado a la administración de Biden— siempre que reciba algún tipo de visto bueno de la AP en Ramala (quizás relacionado con el reconocimiento internacional de un pseudoestado palestino en partes de Cisjordania). Es evidente que este escenario tiene escollos importantes, como la negativa de los palestinos de Gaza a someterse y la cuestión de cómo se administrará Gaza tras el fin de la guerra. Pero es probable que el actual plan estadounidense de que una fuerza multinacional árabe encabezada por algunos de los principales Estados normalizadores —los EAU, Egipto y Marruecos— tome el control de la Franja de Gaza estuviera relacionado con la normalización saudita-israelí.
Acercar a los Estados del Golfo a Israel es cada vez más crucial para los intereses estadounidenses en la región, dadas las fuertes rivalidades y tensiones geopolíticas que están surgiendo a nivel mundial, especialmente con China. Aunque no hay ninguna «gran potencia» que vaya a reemplazar el dominio estadounidense en Oriente Medio, en los últimos años se produjo un declive relativo de la influencia política, económica y militar de los Estados Unidos en la región. Un indicio son las crecientes interdependencias entre los Estados del Golfo y China y Asïa Oriental, que trascienden la exportación de crudo de Oriente Medio. En este contexto, y teniendo en cuenta el lugar que Israel ocupa desde hace tiempo en el poder estadounidense, todo proceso de normalización dirigido por Washington contribuiría a reafirmar su primacía en la región, sirviendo potencialmente como palanca clave contra la influencia de China en la misma.
No obstante, a pesar de las discusiones en curso sobre los escenarios de posguerra, los últimos 76 años han demostrado una y otra vez que los intentos de borrar permanentemente el temple y la resistencia palestinas habrán de fracasar. Palestina se encuentra ahora a la vanguardia de un despertar político mundial que supera todo lo visto desde la década de 1960. Ante esta mayor conciencia acerca de la condición palestina, nuestro análisis debe trascender la oposición inmediata a la brutalidad de Israel en la Franja de Gaza.
La lucha por la liberación palestina se sitúa en el centro de todo enfrentamiento efectivo a los intereses imperiales en Oriente Medio, y nuestros movimientos deberán estar mejor arraigados en esta dinámica regional más amplia, especialmente en el papel fundamental que cumplen las monarquías del Golfo. También debemos comprender mejor cómo encaja Oriente Próximo en la historia del capitalismo de combustibles fósiles y en las luchas contemporáneas por la justicia climática. La cuestión de Palestina no puede separarse de estas realidades. En este sentido, la extraordinaria batalla por la supervivencia que libran hoy las y los palestinos en la Franja de Gaza constituye la vanguardia de la lucha por el futuro del planeta.
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