Por: Marcos Roitman Rosenmann
Si se permite un símil, podríamos definirla como La Conjura de los necios, título de la novela de John Kennedy Toole. No de otra manera podría interpretarse la polémica desatada por un sector del MAS contra el gobierno de Luis Arce. Así, podríamos afirmar, como lo hace el personaje de Toole, Ignatius, que “la estupidez humana no tiene límites” y que “la mediocridad es el enemigo silencioso que acecha en cada esquina”.
Los golpes de Estado son una técnica para hacer saltar por los aires el orden constitucional imperante. Tal objetivo lo es desde la fundación del Estado moderno. En América Latina, triunfantes o fracasados, ha contado con la participación de las fuerzas armadas, única institución capaz de inclinar la balanza hacia uno y otro lado.
La razón: poseen un mando centralizado, tienen una jerarquía única, comparten una disciplina en el cumplimiento de las órdenes y están presentes en todo el territorio nacional. Y, por si fuera poco, son un poder fáctico cuyo monopolio en el armamento les confiere un poder único. Tanques, aviones de combate, misiles.
Tras el fin de la guerra fría, las fuerzas armadas, protagonistas de excepción en la historia en el continente, se han situado en un segundo plano. Han preferido recibir órdenes del Poder Judicial o Legislativo para actuar en un golpe de Estado. Sin ir más lejos, Bolivia en 2019. Pero en el recuerdo, Honduras en 2009, con la destitución del presidente Manuel Zelaya.
La técnica del golpe de Estado ha sido la opción preferida por las plutocracias latinoamericanas para revertir procesos democráticos. La unidad de los golpistas suele ser el punto de inflexión para lograr el éxito.
Fue el caso de Chile, donde el derrocamiento del presidente Salvador Allende no fue posible hasta conseguir la renuncia del general Carlos Prats y desplazar los generales constitucionalistas con mando en tropa el 11 de septiembre de 1973. En España, el golpe de Estado de 1936 fracasó, derivando en una guerra civil. Las fuerzas armadas se dividieron, unos apoyaron el orden constitucional republicano y otros se sumaron al general golpista Francisco Franco.
En Bolivia, en este fallido golpe de Estado, las fuerzas armadas no actuaron al unísono. El plan urdido por el general Juan José Zúñiga, destituido días antes del cargo de comandante general del Ejército de Bolivia, fue un disparate estratégica y tácticamente. Iniciar una asonada para, a continuación, lograr el apoyo del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas no es el mejor de los planes, más bien asegura su fracaso. Buscar explicaciones al margen de la mala planificación no tiene pies ni cabeza. Sin un consenso que le preceda, resulta inviable.
No es de extrañar que el presidente Luis Arce, para revertir la asonada militar, decida nombrar a una nueva comandancia en las tres armas de las fuerzas armadas, dejando en manos de sus generales abortar el push militar encabezado por el general Juan José Zúñiga.
Los motivos del golpe se pueden estudiar, pero negar y plantear que se trataba de un autogolpe, es mentir bajo un manto de verdad superficial. Juan Carlos Onetti, en El Pozo, reflexiona sobre el significado de la frágil línea que separa la verdad y la mentira: “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos.
Porque los hechos son siempre vacíos; son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”. Carlos Fazio, en su columna de La Jornada del jueves 27 de junio, “Dos horas que conmovieron a Bolivia”, explica los motivos reales que subyacen a la intentona golpista y facilita su comprensión en medio de una guerra híbrida en la que Estados Unidos busca hacerse con la propiedad del litio, las tierras raras y desarticular los acuerdos del gobierno boliviano alcanzados con China.
No existen autogolpes en la historia de América Latina llevados a cabo por gobiernos de izquierda. La única manera de asumir su existencia es avalar las tesis del intelectual fascista Curzio Malaparte, quien en su ensayo “Técnica del golpe de Estado” (1931) equipara revoluciones con golpes de Estados, afirmando que la revolución rusa fue un golpe de Estado comunista. Así habría golpes de Estado fascistas y comunistas. De tal forma que la Revolución Mexicana y la cubana se transformarían en golpes de Estado, un absurdo.
Por consiguiente, aceptar que las acciones del general Juan José Zúñiga fueron una maniobra orquestada por el gobierno, constituye un absurdo que sólo beneficia a la plutocracia boliviana, Estados Unidos, el Comando Sur y sus aliados, a quienes exonera de responsabilidad en su elaboración.
La versión del autogolpe no se sostiene. La conjura de los necios se rescribe en Bolivia.
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