Por: Pablo Gandolfo y Tarik Bouafia
Para un sector del capital francés, el Rassemblement National de Marine Le Pen es deseable; para otro, un mal menor. Pero para los dos, Melenchón es la encarnación de Satán.
Los resultados de la elección francesa, el ascenso de nuevos partidos, el debilitamiento sin extinción de los tradicionales, la fragmentación del espectro político mapeándose con líneas sociales bien definidas, derivan del impacto de fuerzas geoeconómicas que conllevan una nueva división internacional del trabajo y que tienden a desintegrar a las que antaño fueron sociedades cohesionadas, institucionalmente estables y con altos niveles de vida.
Francia, que sigue apareciendo como una de las principales potencias del mundo, se ha convertido en las últimas décadas en una economía en donde reina el sector terciario. La desindustrialización fue un proceso paulatino, cuyo principal motor puede rastrearse en la disminución de la tasa de ganancia que afecta a las economías centrales desde principios de la década de 1970.
Confrontados en aquellos años a una ola de huelgas, altas tasas de sindicalización y la emergencia de episodios de insubordinación social, el capital trasnacional y sus intelectuales orgánicos reunidos en organizaciones como la Comisión Trilateral, The Atlantic Council y tantos otros, implementaron lo que David Harvey denominó “la solución espacial”. Con ella, Harvey explica cómo el capital en situación de crisis busca extenderse más allá de las fronteras nacionales para reiniciar un nuevo ciclo de acumulación en condiciones más favorables.
Tanto en Estados Unidos como en Francia, las deslocalizaciones de empresas y el cierre de fábricas contribuyó a la necesidad vital de acabar con lo que el filósofo Gregoire Chamayou llamó «la sociedad ingobernable». La Unión Europea, en tanto institución supranacional al servicio del gran capital, realizó su aporte a ese proceso impulsando la liberalización del comercio, el derrumbe de las barreras aduaneras y el fin de toda regulación financiera.
Desintegración social y «periferización»
Como consecuencia de la aplicación de esa economía política, vastos territorios de Francia —como la región del norte, famosa por su industria textil y sus minas de carbón— fueron devastadas. Abandonados por la centroizquierda institucional, muchos de sus habitantes se refugiaron en la abstención electoral. Otros tomaron el camino de la extrema derecha. No por casualidad, en esa región el Rassemblement National (RN) de Marine Le Pen obtuvo resultados abrumadores. Conviene tener presente, además, que esos electores padecen la precariedad, el desempleo y la pobreza, pero al mismo tiempo se benefician de un estatus racial que les otorga privilegios: ser blancos.
Alrededor de las grandes urbes —París, Lyon, Marsella— se desarrolla una configuración social y racial distinta pero que comparte con la primera el hecho de ser enclaves crecientemente «periferizados». Nos referimos a los barrios populares, también llamados banlieues. Allí conviven una inmensa cantidad de trabajadores inmigrantes, exiliados y descendientes de la inmigración poscolonial procedente de África. Conforman una mano de obra al mismo imprescindible y discriminada: empleadas de limpieza, obreros de la construcción, personal de seguridad y jóvenes que trabajan a través de plataformas. Se trata de trabajadores racializados que realizan las tareas que no quieren otros franceses, en las condiciones más precarias y con remuneraciones muy bajas.
Controlados regularmente por la policía, perseguidos por la justicia, víctimas de la mano dura, esa población vive bajo un régimen que los designa como ciudadanos de segunda categoría. Aquí, la raza funciona a la manera de una «tecnología del poder» que divide, excluye y jerarquiza a los individuos según su color de piel, su religión, su nombre o su lugar de residencia. Al igual que las regiones del norte, las zonas de banlieue también han sufrido la desindustrialización. Masivamente abstencionistas, encontraron en Jean-Luc Mélenchon y la France Insoumise (LFI) una personalidad y una fuerza política que defiende sus reivindicaciones. Los resultados electorales del departamento de Seine-Saint-Denis, alrededor de Paris, lo grafican con claridad: allí LFI alcanzó el 70% de los votos en algunas circunscripciones.
La desindustrialización, un fenómeno que afecta a muchas de las economías más desarrolladas —incluyendo a otros países europeos y también a los Estados Unidos— impacta progresivamente, disloca las coordenadas que integraban el cuerpo social y crea nuevos ejes de tensión. Una de las causas de ese proceso se encuentra en la reconfiguración de la división internacional del trabajo a favor de países con salarios más bajos, impulsada por el sector más concentrado del capital en función de maximizar sus beneficios. Pero esa dinámica se profundiza y adquiere nuevas características a partir de la guerra en Ucrania: apoyado en el conflicto bélico, Estados Unidos implementa una estrategia para sacar todo el jugo en beneficio propio, teniendo a Europa como territorio de sacrificio en su intento de reindustrialización de alta gama.
Las víctimas, Francia en este caso, Alemania desde el 24 febrero de 2022, aceleran por el camino de la desindustrialización y adquieren tendencialmente algunas características que solían ser más propias de la periferia. Entre ellas destaca el desarrollo de una economía en la que conviven enclaves que aún garantizan el estatus de sus habitantes junto a otros en los que el nivel de vida se degrada progresivamente.
Las fuerzas políticas de ultraderecha
Las distintas fuerzas políticas que componen lo que a grandes rasgos denominamos ultraderecha (hoy se ha puesto de moda etiquetar algunas de ellas como «globalistas» y a otras como «nacionalistas») difieren en los métodos pero concuerdan en lo central: la defensa del sector concentrado del capital y de los imperativos de la acumulación ampliada. Esa identidad es el factor de primer orden. Cualquier diferencia que pueda existir (y existe) es secundaria en el momento actual. Los foros internacionales en los que las ultraderechas se juntan muestran que así lo entienden sus propios participantes. Diferenciarlos es correcto; oponerlos, por el contrario, es una exageración y un error que tendrá gravísimas consecuencias políticas. Extrañamente, algunos comentaristas que adversan esas posiciones se encaprichan condenando a unos ––generalmente a los «globalistas»— y normalizando a los otros (los supuestos «nacionalistas»).
Pero entre «globalismo» y «nacionalismo» no hay oposición sino complemento. Son dos tácticas del propio capital para desanudar los problemas que enfrenta en esta etapa según la realidad de los distintos países. La contradicción irrenunciable de estos «ismos» es con las posiciones políticas que ubican en el lugar que corresponde a la fuerza que estructura el conjunto de las relaciones sociales y a la categoría central del análisis político y económico de nuestro tiempo histórico: el capital.
Solo una fuerza anticapitalista es antinómica con el conjunto de las fuerzas que propugnan la continuidad sistémica, llámense «globalistas» o «nacionalistas». La normalización del RN que se hace desde los grandes medios de comunicación y el conjunto del sistema político francés, en paralelo a la demonización de LFI, operan como una prueba de lo que estamos describiendo. Para un sector del capital francés el RN es deseable; para otro, un mal menor. Pero para los dos Melenchón es la encarnación de Satán.
Actualmente, el «globalista» Emmanuel Macron maniobra para conformar un gobierno y busca aliados sin importar si son «nacionalistas» o «globalistas». Su prioridad es que Mélenchon, quien según estos parámetros sería probablemente un «globalista», no encabece ese gobierno. ¿Por qué un «globalista» como Macron querría excluir a otro «globalista» como Mélenchon? Porque se trata de una oposición secundaria, y ambos adjetivos («nacionalistas» y «globalistas») no se aplican con arreglo a un análisis político sino a una impresión folclórica.
La impresión de que Le Pen es nacionalista se debe a que habla de la soberanía. Pero no se tiene en cuenta que algunas de las fuerzas que representa solo invocan la soberanía para restringir el acceso de la competencia interimperialista a sus propios mercados locales. Tampoco se registra que esas mismas fuerzas «nacionalistas» en Francia tienen un proyecto imperialista —es decir, «globalizador»— en el exterior.
Cruzando la calle ocurre lo mismo: se tiene la impresión de que Mélenchon es «globalista» por el motivo que fuere. Mélenchon, sin embargo, es algo que suena parecido a «globalista» pero que es muy distinto. Es un internacionalista. Y, de nuevo, no se tiene en cuenta que para realizar su proyecto —que el conjunto de la sociedad francesa goce de niveles mínimos de dignidad— es necesario al mismo tiempo recuperar soberanía y atacar a la fuerza que la resta, es decir, al capital, cuyo impulso primigenio es trascender las fronteras nacionales y ser el receptáculo único de toda soberanía.
Y es que la soberanía que todo proyecto superador necesita no es esa versión falsificada que propugna el poder cuando habla de nacionalismo, sino la soberanía popular, esto es, el conjunto del pueblo asumiendo el poder político mediante mecanismos crecientemente democráticos. Oponer «globalistas» a «nacionalistas» se parece a un análisis político. Pero no es más que su sucedáneo, el impresionismo folclórico. En ello se basan los ultras: en la plausibilidad de las impresiones para recrear falsos imaginarios que conducen a callejones sin salida.
¿Hay luz al final del túnel?
Para los individuos de carne y hueso que padecen el proceso, los cambios en la división internacional del trabajo, la desindustrialización y el conjunto de las fuerzas geoeconómicas que lo ubican como víctima son procesos que pueden sonar abstractos, difíciles de aprehender. Culpar al inmigrante es más sencillo, más fácil de visualizar y más apto para una story viralizable en Instagram. Encontrar una solución real y no un chivo expiatorio exige comprender el funcionamiento sistémico, cuestionar sus columnas vertebrales y las consecuencias sociales y ecológicas que acarrea.
El RN cumple el papel de desviar el foco de atención y ofrecer una explicación sencilla: el culpable es el inmigrante que importa pobreza y le quita trabajo a los franceses. La «globalización», así, no es un producto del desarrollo del capital sino de los «globalizadores» articulados en algún foro secreto. Las conspiraciones existen y es bueno conocerlas, pero cuando esas tertulias reemplazan y ocultan el papel de las fuerzas sociales y económicas que son la causa de los males que padecemos trasmutan en un vulgar conspiracionismo.
La inmigración francesa proviene mayoritariamente de la zona de Magreb y del Sahel y encuentra su raíz en la explotación colonial que Francia realiza en esos territorios, pauperizando las condiciones de vida de la población local. Las economías de enclave, en África y en todas partes, no generan integración social sino un mosaico fragmentado en el que un pequeño sector integrado a cadenas de valor mundializadas es explotado por empresas extranjeras que consiguen ingresos extraordinarios sin dejar nada en el país. El RN no se propone desandar esa forma de «globalización»; por el contrario, si pudiera, la redoblaría.
En el sudeste del país, otra zona donde RN obtiene sus mejores resultados electorales, su base social se compone de los nostálgicos de la ocupación de Argelia y sus descendientes. Añoran esa forma de «globalización» que era el imperialismo francés y sueñan con restaurarla. Pero ignoran que son precisamente los restos decadentes que aún perviven de esa explotación colonial de África —que al RN también le gustaría restablecer— los que provocan la emigración que luego estos mismo ultras rechazan.
Décadas atrás, África era víctima y Francia victimaria. África lo sigue siendo. La diferencia es que ahora tenemos regiones de Francia que, producto de las transformaciones geoeconómicas en curso, pasaron de ser beneficiadas a víctimas. El obrero blanco desempleado y el inmigrante que se va de un país que solo le ofrece miseria son dos variables de una misma geoeconomía cuyo corazón es la maximización de las ganancias arrasando territorios con sus poblaciones dentro.
Sin la unidad de unos y otros no hay camino virtuoso, y la función política del RN es que esa unidad sea imposible. Que unos y otros —el obrero blanco y el inmigrante o sus hijos ya franceses— sean representados por dos partidos políticos distintos (los primeros por RN y los segundos por LFI, sumados a otros partidos que representan a los trabajadores más acomodados o la pequeña burguesía urbana y rural) genera una fragmentación que garantiza que las transformaciones que Francia debe realizar para no seguir descendiendo por la pendiente sean imposibles, ya que todas las fuerzas se ven obligadas a pactar unas con otras.
La fragmentación política y la imposibilidad de una hegemonía transformadora, de esta manera, operan como una forma de reaseguro del statu quo, una ecuación inestable para garantizar gobernabilidad en una situación de crisis económica y social como la actual.
La tarea que emprende el RN cumple un rol político esencial para el capitalismo en situaciones de crisis: desviar una fuerza social que, por el origen de sus males, solo puede encontrar destino convirtiéndose en anti sistémica, y a través de una explicación falsa dirigirla hacia un camino sin salida, hacia una fuerza política que tiene poses antisistémicas pero en realidad es el último reaseguro del propio sistema, su versión acorazada. Sin fuerzas políticas que realicen esa tarea clave, el capitalismo se vería desafiado de manera sistemática.
De esta manera, el mayor reto que se presenta a la France Insoumise, la única fuerza política francesa que expresa una perspectiva históricamente superadora, es llegar a sectores sociales que hoy expresan su malestar a través del RN y a otras franjas que canalizan su votos hacia fuerzas inocuamente «progresistas».
Como en otros tiempos históricos, Francia es hoy uno de los laboratorios en los que se enfrentan los desafíos políticos que se multiplicarán en tantos otros países. Por un lado, el dificultoso camino para intentar erigir una fuerza transformadora que comprenda y explique las raíces de las problemáticas que tensionan al país. Por otro, una agrupación que disfraza de «antiglobalismo», de defensa de la nación francesa, lo que no es más que una autodefensa del capital francés, que se ve asediado. Por ese segundo camino el trabajador blanco no verá nunca el retorno de las fábricas a su país, pero sí deberá alistarse en alguna guerra en defensa del mismo capital francés que busca elevar su edad jubilatoria. La historia conoce bifurcaciones análogas.
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