Hace solo algunas décadas, en América Latina la cuestión del desarrollo era abordada como un asunto fundamental para la economía de la región. Con marcadas diferencias, tanto desde la CEPAL, con los aportes del desarrollismo y la referencia de Raúl Prebisch, como desde el marxismo, con la Teoría de la Dependencia y las reflexiones de autores como Ruy Mauro Marini, se abonaba a la idea de que los países de la periferia no harían más que profundizar su posición de subordinación respecto de los del centro si continuaban aferrándose al manual de las ventajas comparativas.

La idea de que los países latinoamericanos tenían asignado —de manera «natural»— el papel de proveedores de productos primarios en la economía mundial era fuertemente combatida desde nuestra región. En ese clima de época, diversos gobiernos de distintos signos políticos impulsaron el desarrollo industrial. En Argentina sucedió con experiencias muy diferentes, desde los gobiernos de Juan Domingo Perón, pasando por el desarrollismo de Arturo Frondizi e incluso bajo la dictadura de la autodenominada Revolución Argentina. En Brasil, la dictadura militar que llevó las riendas del país entre 1964 y 1985 hizo lo propio. Incluso en Chile, el programa de gobierno de la Unidad Popular (UP) de Salvador Allende, truncado por el golpe de Estado de 1973, se veía atravesado por las discusiones sobre el desarrollo.

Sin embargo, poco a poco, las circunstancias fueron cambiando. La edad de oro del capitalismo del Estado de Bienestar, que resultaba ser un contexto propicio para plantear el objetivo del desarrollo en nuestra región, dejó paso a una nueva etapa histórica en la que la globalización y la valorización financiera ganaron lugar rápidamente. En ese marco, los aparatos estatales de las periferias —estratégicos para la planificación de la industrialización— comenzaron un acelerado proceso de debilitamiento.

El siglo XXI llegó a América Latina de la mano de una oleada de gobiernos progresistas o nacional-populares que, en líneas generales, si bien lograron poner en evidencia que el fin de la historia aún estaba lejos, no pudieron recuperar en toda su dimensión el objetivo y las premisas del desarrollo. Así como no puede negarse que hubo avances en esa dirección (especialmente en el caso boliviano, con Evo Morales y Àlvaro García Linera a la cabeza), resulta evidente también que el mayor éxito residió en el aspecto redistributivo y en el crecimiento económico antes que en el desarrollo propiamente dicho.

Los vientos que soplan hoy a escala global, más de dos décadas después del inicio del nuevo siglo, traen consigo una serie de peligros ampliamente reconocidos. Pero menos se habla de las oportunidades que cualquier momento de crisis como el que atravesamos traen aparejadas si se actúa con audacia. Es hora de que el campo popular latinoamericano recupere la bandera del desarrollo económico.

El hecho de que el sistema político estadounidense, en sus dos expresiones fundamentales, se haya volcado de manera más clara hacia el proteccionismo es un hecho que contribuye a decretar la obsolescencia del recetario neoliberal para el capitalismo contemporáneo. En Europa, asimismo, asistimos al ascenso de fuerzas de derecha y extrema derecha que, aunque resultan verdaderamente preocupantes para aquellos que defendemos los valores humanistas, también expresan miradas más intervencionistas en el plano de la economía. Del mismo modo, con una Rusia que mantiene su fortaleza, una China que se codea con los Estados Unidos como la mayor potencia global y una India que emerge como actor de creciente relevancia, resulta claro que la configuración geopolítica de un mundo multipolar es un proceso en curso.

Existe también otro factor escasamente aludido: en un mundo cada vez más signado por la guerra, el papel de América Latina como tierra de paz resulta destacable. Aún con sus tensiones, sus dificultades y sus alternancias de gobierno, mientras Europa y Asia se desangran por el flagelo bélico —con las guerras entre Rusia y Ucrania y el conflicto en Medio Oriente como expresiones más resonantes—, América Latina puede enorgullecerse de ser una zona relativamente pacífica.

Y esto, lejos de ser un dato de color, resulta ser un elemento clave, pues cualquier tentativa de desarrollo requiere de cierta estabilidad que haga posible el surgimiento de instancias de cooperación y articulación entre las economías de los países de la región. En ese marco resulta fundamental trabajar en la reconstrucción de la legitimidad estatal y el robustecimiento material del Estado. El capitalismo actual, en el cual lo más elefantiásico es el capital financiero y en el que diversos procesos económicos a nivel internacional desbordan las capacidades de los Estados nacionales, le opone férreos límites estructurales a la posibilidad de alcanzar el desarrollo en América Latina.

Aun así, entendiendo las dificultades sistémicas existentes, fortalecer al Estado (al menos hasta cierto punto) es una posibilidad vinculada a la disputa política. No por una convicción ideológica estadocéntrica, sino por el hecho de que no es posible abordar el objetivo del desarrollo sin planificación, ni pensar la planificación sin el Estado. En tiempos de aceleración permanente, la apuesta por el desarrollo es, también, la apuesta por recuperar la idea del largo plazo.

Recuperar la bandera del desarrollo en América Latina como vía hacia la construcción de nuestra región como un actor de peso a escala global y hacia el mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías no implica, por supuesto, reeditar acríticamente experiencias pasadas. Se trata de explorar y poner en marcha nuevas vías para el desarrollo regional en consonancia con los tiempos que corren, con el objetivo irrenunciable de alcanzar una distribución del ingreso más equitativa sin dejar de lado el cuidado del medioambiente.

Cualquier propuesta que articule crecimiento, redistribución y cuidado del medioambiente irá en contra de los intereses de las grandes potencias que han depredado la naturaleza para consolidar su propio poder a costa del deterioro del Sur global. De eso no puede caber duda. Pero tampoco puede haber vacilación alguna en la convicción de que América Latina no puede seguir pagando con su subdesarrollo el costo del crecimiento desbocado y destructivo de los países del centro. La única manera de emprender un camino hacia una mayor soberanía y equidad social en nuestra región es volver a poner sobre la mesa el debate sobre el desarrollo.