Por: Manuel Cervera-Marzal y Rémi Lefebvre
En las elecciones de julio, La France Insoumise volvió a superar las expectativas. El partido supo hacer de su programa y la figura de su máximo líder, Jean-Luc Mélenchon, una verdadera fortaleza electoral. Pero su estructura jerárquica amenaza su viabilidad a largo plazo.
La France Insoumise, creada en enero de 2016 para servir de vehículo a la campaña presidencial de Jean-Luc Mélenchon, es hoy una fuerza con setenta y un diputados en la Asamblea Nacional y una financiación pública anual de unos 5 millones de euros. Sus resultados en las elecciones presidenciales y legislativas, así como en el último comicio de julío, no tienen nada que envidiar a los obtenidos en las votaciones europeas o locales. Se trata de un movimiento que ha logrado establecerse como el centro de gravedad de la izquierda francesa a lo largo de muchos años.
En 2017, Mélenchon obtuvo el mayor número de votos para un candidato a la izquierda del Parti Socialiste en la historia de la V República. En 2022 sumó otros setecientos mil votos, alcanzando el 22% de apoyo. Cierto: esto no fue suficiente para ganar la presidencia o incluso llegar a la segunda vuelta contra Emmanuel Macron. Aun así, mientras que, tras el repunte de 2015-19, la mayoría de las fuerzas radicales de izquierda de toda Europa están en retirada (Podemos, Syriza, Jeremy Corbyn, Bloco de Esquerda, etc.), France Insoumise sigue adelante, como dice Mélenchon, a la manera de una «tortuga astuta».
A pesar de las frecuentes predicciones sobre la muerte política de Mélenchon, esto nunca se cumple en la práctica. En las elecciones parlamentarias del mes pasado, los encuestadores y los medios de comunicación predijeron la victoria de la ultraderechista Agrupación Nacional. Sin embargo, la coalición de izquierdas liderada por France Insoumise obtuvo el mayor número de escaños. Sin duda se trata de una victoria relativa: el Nouveau Front Populaire (NFP) cuenta con 178 escaños frente a los 162 del campo de Emmanuel Macron y los 142 de la Rassemblement National (RN). Pero demuestra una vez más la longevidad de Mélenchon. ¿Qué balance podemos hacer tras ocho años de France Insoumise?
Basándonos en un estudio de largo plazo entre activistas, cuadros, personal y representantes electos de France Insoumise, y recurriendo a los conocimientos sociológicos sobre los partidos políticos, en este ensayo queremos arrojar luz sobre una serie de dilemas (en gran medida solapados) a los que se enfrenta este movimiento. Más que de «lecciones» unilaterales de la experiencia, preferimos hablar en términos de dilemas afrontados —opciones insatisfactorias pero necesarias— surgidos específicamente a partir del caso francés pero que, de un modo u otro, se plantean a cualquier partido político en busca de un cargo gubernamental desde una perspectiva anticapitalista.
¿Ganar o protestar?
La disyuntiva entre «ganar o protestar» puede parecer incongruente. Pero hay que planteársela: ¿France Insoumise quiere realmente gobernar? ¿O se contenta simplemente con hacer oír la voz de los olvidados, lo que antaño se llamaba el papel de un «tribuno popular»? Dos mentalidades parecen coexistir tanto en France Insoumise como en sus aliados en Europa. Por un lado, la cultura de los ganadores. Esta se encuentra a menudo entre antiguos socialdemócratas familiarizados con los entresijos del poder, pero también entre cuadros jóvenes con un perfil más tecnocrático. Por otro lado existe una ética minoritaria más común entre los activistas de extrema izquierda, que sitúan las convicciones políticas por encima de la responsabilidad gubernamental y que tienen poca fe en que las actuales instituciones políticas puedan transformar la sociedad.
Los partidos de la llamada izquierda populista se debaten entre la movilización social y el Estado, entre su origen y su objetivo final. Su desafío al sistema actual coexiste con la participación electoral con el objetivo explícito de ganar un cargo. Para llegar al gobierno, France Insoumise necesita captar al electorado más amplio posible, lo que puede implicar moderar su oferta programática, cultivar una imagen respetable y hacer ciertas concesiones. Sin embargo, es seguro que esto entrañará algunas dificultades para un partido cuyo propio nombre habla de sus instintos «insumisos».
Al buscar la normalización —como viene pidiendo el diputado disidente François Ruffin desde 2021, antes de acabar escindiéndose de France Insoumise—, corre el riesgo de difuminar su identidad de protesta, volverse ilegible para sus propios partidarios y alienar a los activistas más apegados a su definición radical. A la inversa, al cultivar su perfil subversivo, France Insoumise corre el riesgo de socavar sus posibilidades electorales.
El ejemplo de Syriza en Grecia, así como los gobiernos latinoamericanos de la década de 2000, mostraron que la izquierda populista no se limitaba a un mero papel de alborotadora o a convertirse en un títere de la socialdemocracia. Pero incluso ganar las elecciones es solo el principio de la batalla. Los gobiernos populistas de izquierdas se enfrentan al poder de las finanzas, a la resistencia de las altas esferas de la administración pública y a las élites políticas y mediáticas que defienden sus intereses y el statu quo.
La forma en que la Troika europea obligó al gobierno de Aléxis Tsípras a someterse demuestra que no basta con tener un programa radical. También hay que disponer de las condiciones para aplicarlo. Sin una presión popular masiva y la solidaridad de al menos algunos socios internacionales, un gobierno populista de izquierdas tiene todas las posibilidades de ceder a la presión adversa de los mercados financieros.
Sentido común
Inspirados por el marxista italiano Antonio Gramsci (o la idea que tienen de él), los dirigentes de France Insoumise están convencidos de que la política es una cuestión de «hegemonía». Para ganar las elecciones, primero deben ganar la batalla de las ideas, derrotando los obstinados mitos sobre el «fin de la historia», el «no hay alternativa» y el «choque de civilizaciones». De ahí la energía que France Insoumise invierte en las redes sociales y la comunicación pública. De ahí también la presencia rutinaria de sus representantes en canales de noticias ostensiblemente populares.
El neoliberalismo ha hecho estragos en nuestra imaginación, empujando a cada individuo a verse a sí mismo como un empresario y a considerar todo como una fuente de beneficios. En un clima así, resulta difícil que una fuerza política que defiende un valor tan anticuado como la ayuda mutua consiga ser escuchada. De ahí la prioridad de luchar en el plano de las ideas.
Pero, ¿no está la batalla cultural perdida de antemano? ¿Qué pueden hacer unos veinte mil militantes de France Insoumise —por muy dotados y decididos que estén— frente a cuarenta años de propaganda neoliberal? ¿Y qué decir del condicionamiento masivo de la «competitividad», la individualización de las condiciones de trabajo, la desintegración de la solidaridad colectiva o incluso los batallones de grupos de presión y de comunicadores profesionales cuyo presupuesto es infinitamente superior al de la propia France Insoumise?
En estas condiciones, ¿no es el papel de un partido político dirigirse a los electores tal y como son, y no como nos gustaría que fueran? Intelectuales, periodistas, profesores, cineastas, escritores, cantantes y artistas están ahí para cambiar el sentido común. ¿No debería el candidato concentrarse en ganar las elecciones, aunque eso exija silenciar las propuestas que puedan alienar a segmentos decisivos del electorado? Dicho de otro modo: ¿es la misión de una fuerza electoral transformar el sentido común o adaptarse a él?
Este es un dilema muy real. En el caso de Podemos en España, se ha manifestado en torno a temas tan incendiarios como la independencia de Cataluña y la abolición de la monarquía. Para France Insoumise, este interrogante gira en torno a temas tan espinosos como la salida de la Unión Europea y el trato a los inmigrantes. Los populistas de izquierda tienen una opinión divergente sobre estos temas, y discuten regularmente sobre lo apropiado o no de exponer esa opinión. En vías de maximizar las posibilidades de victoria electoral, ¿deberían archivarse tácticamente el llamamiento a desafiar los tratados de la UE o la exigencia de regularizar a todos los trabajadores indocumentados?
Nacional y transnacional
La raíz de los males que afectan a las clases medias y trabajadoras se encuentra en parte en el ámbito supranacional. Los tratados europeos e internacionales de las últimas décadas han organizado la privatización de los servicios públicos y el enfrentamiento de los trabajadores en nombre de la «competitividad». Partiendo de esta constatación, France Insoumise critica duramente los organismos supranacionales, ya sean públicos (Unión Europea, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional) o privados (multinacionales, grupos de presión, agencias de calificación). Para devolver la soberanía al pueblo, France Insoumise aboga por un retorno al nivel nacional.
Pero la soberanía nacional no es automáticamente sinónimo de soberanía popular. Si bien es cierto que la clase capitalista está ahora organizada a escala global, también es cierto que la lucha de clases sigue librándose dentro de cada Estado-nación. No debemos olvidar que las élites políticas nacionales, que tratan de eludir su responsabilidad aludiendo a la presión de «Bruselas», han organizado ellas mismas el vaciamiento de sus propios poderes en favor de organismos distantes y no elegidos. Tampoco hay que olvidar que los gobiernos franceses comenzaron a privatizar y a introducir la austeridad sin esperar a que tales prácticas fueran impuestas por la normativa de la UE.
France Insoumise libra así su batalla en dos frentes: el nacional y el transnacional. Se están forjando alianzas a nivel europeo, como en 2019, cuando la plataforma «Ahora la gente» reunió a Podemos, France Insoumise, Bloco de Esquerda y tres partidos nórdicos para librar una campaña conjunta contra la evasión fiscal. El 8 de noviembre de 2020, en La Paz, los mismos partidos firmaron una declaración transcontinental con sus aliados de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador y Perú para alertar contra la expansión global de la extrema derecha.
Pero a pesar de estas iniciativas, France Insoumise dedica la mayor parte de su energía a la política nacional. Al participar en la arena electoral, France Insoumise está necesariamente sujeta a este marco. Su modo de acción preferido (elecciones nacionales) no está en consonancia con su análisis (de la importancia del nivel transnacional). ¿Puede una estrategia populista, que tiene un fuerte componente patriótico, adquirir una dimensión cosmopolítica?
Este «cosmopopulismo» de izquierdas ya existe en estado embrionario y, llamativamente, vincula ciudades más que países. En septiembre de 2015, por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, puso en marcha una red de ciudades de refugiados en plena crisis migratoria. Mientras los Estados miembro de la Unión Europea se desgarraban mutuamente para determinar cuál soportaría la carga de la afluencia de migrantes, sesenta municipios —a menudo vinculados a la izquierda populista— demostraron solidaridad de dos maneras: entre sí (Barcelona, por ejemplo, se ofreció a acoger a los migrantes que habían llegado a Atenas) y con los refugiados (ofreciéndoles alojamiento, ayuda material y apoyo jurídico).
Personalizada y democrática
El segundo conjunto de dilemas se refiere más específicamente a la forma organizativa de France Insoumise. No se ve a sí misma como un partido, sino más bien como un movimiento que su líder ha teorizado como una «formación gaseosa» (sic). No pretende reproducir los defectos de los partidos tradicionales (como el Parti Socialiste), considerados demasiado burocráticos, dominados por notables y enterrados en luchas intestinas. A Mélenchon le gusta decir que prefiere «viajar ligero» (sin el engorro de una pesada organización). La pregunta es si es posible llegar lejos viajando ligero. En otras palabras, ¿qué forma organizativa debe adoptar la izquierda si quiere ser una fuerza de transformación social?
Tal vez la izquierda no carezca tanto de ideas como de medios (partido y sindicato, en particular) para promoverlas y construir una mayoría social que pueda unirse a ellas y, más en general, politizar la sociedad. Los partidos están en declive, pero la acción organizada a largo plazo (en forma de partidos que necesitan reinventarse) no ha perdido nada de su necesidad política y estructural. La solución, sin embargo, no puede ser una vuelta pura y simple al viejo partido de masas. La sociedad ha cambiado. El contexto demográfico, económico y tecnológico que configuró el surgimiento inicial de los partidos ya no está con nosotros.
Nuestro tiempo está marcado por el retorno de los hombres fuertes (Donald Trump, Vladimir Putin, Xi Jinping y Jair Bolsonaro, pero también Emmanuel Macron) y una mayor personalización. Esto se ve favorecido por el cambio tecnológico (primero la televisión, luego Internet) y, en Francia y muchos otros países, por la centralidad de la contienda presidencial, «la madre de todas las batallas» electorales.
En los partidos políticos, es ahora el líder individual quien representa una «marca» que confiere notoriedad y legitimidad al colectivo. ¿Qué habría sido del Movimiento Cinco Estrellas o de Podemos sin la visibilidad mediática de figuras como Beppe Grillo o Pablo Iglesias? ¿Qué es France Insoumise sin su líder, Mélenchon? Ya no es el partido el que hace al candidato, sino viceversa (y France Insoumise se creó en 2016 con esto en mente).
Como teorizó Ernesto Laclau en La razón populista, también se supone que la figura del «hiperlíder» realiza y simboliza la unidad de una masa popular más fragmentada y atomizada que nunca. Pero estas tendencias hacia la personalización y la importancia de los líderes van acompañadas, a nivel social, de una acuciante demanda de democracia real, expresada a través de la serie de protestas iniciadas en 2011 por las revoluciones árabes, o de nuevas expectativas democráticas en los sistemas políticos.
Los sistemas representativos son equilibrios precarios entre el poder de una minoría (representantes elegidos) y el consentimiento activo o pasivo de la mayoría (votantes). Este equilibrio, que ha resistido bien durante dos siglos, parece a punto de romperse. Hay que elegir entre autoritarismo y democracia. ¿Hacia dónde inclina la balanza La France Insoumise?
La respuesta que surge más espontáneamente es la democracia. Su programa pretende hacer realidad el tan maltratado ideal de égalité. En el día a día, los militantes de France Insoumise participan en casi todas las batallas por la justicia social. Nadie puede discutir la sinceridad de su compromiso. Sin embargo, queda una duda: cuando vemos cómo Mélenchon controla su movimiento, sus finanzas, sus orientaciones estratégicas y sus candidaturas a las elecciones, empezamos a esperar que no gobierne su país de la misma manera.
Los principios de la Sexta República que propone France Insoumise —un cambio constitucional para acabar con la «monarquía presidencial»— difícilmente inspiran la forma de actuar de este movimiento. France Insoumise seguramente objetaría que la forma en que toma el poder no predetermina la forma en que pretende ejercerlo después.
El balance desigual de sus socios latinoamericanos demuestra lo delicado de la cuestión. Por un lado, los gobiernos del «socialismo del siglo XXI» (Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales, etc.) han reducido la pobreza, el analfabetismo y la desigualdad. También han creado colegios electorales en regiones donde no los había y han animado a las clases trabajadoras a inscribirse para votar. Por otra parte, han jugado la carta del liderazgo carismático, cuyos riesgos y excesos son bien conocidos, y no siempre han tenido un comportamiento ejemplar en lo que se refiere al pluralismo político. Con todo, conviene recordar que la oposición de la derecha —apoyada por los medios de comunicación, los pesos pesados de la economía y Washington— es mucho más feroz en América Latina que en Francia o Europa. Los conflictos políticos son más violentos. La historia y el contexto son diferentes.
Cuando se fundó, el Podemos español creó «círculos» de base inspirados en las prácticas deliberativas y autogestionarias del movimiento de los indignados. En una línea similar, los grupos de acción local de France Insoumise creados durante las elecciones presidenciales de 2017 demostraron una inventiva y una cordialidad que congregaron a más activistas que otros partidos. Pero en ambos casos, el entusiasmo del primer año no duró.
El partido-movimiento se convirtió gradualmente en un partido personal centralizado. Si al principio coexistieron dos almas, la horizontal y la vertical, al final se impuso la segunda. Fue un «mal necesario», dicen los que creen que para ganar el poder no se puede permitir el lujo de deliberar sobre todos los temas, y que hay que aspirar a la «eficacia». Otros replican que, al sacrificar la democracia en aras de la eficacia, el partido se vacía de sus miembros y aliena a una parte de su electorado.
No se trata de crear un partido sin líderes. Pero, ¿es posible compartir las responsabilidades y dar al movimiento una consistencia propia? Desde 2023, France Insoumise ha dotado a sus agrupaciones locales de una forma de autonomía financiera y ha prometido llegar a tener una agrupación local en cada uno de los centenares de departamentos de Francia. Pero el movimiento, en gran medida, sigue careciendo de influencia dentro de los sindicatos, las asociaciones y el mundo cultural.
Ágil o sólido
France Insoumise se presenta como una nube: más «gaseosa» que sólida, ligera hasta el punto de parecer evanescente. La organización no está formalizada y está en constante evolución (una suerte de work in progress). Concede un alto grado de autonomía al nivel local: los grupos se forman libremente. No hay niveles intermedios, aunque el año pasado se crearon círculos a nivel de departamento. Sí existen normas relativas a los procesos de selección de candidatos, la financiación y el establecimiento de cadenas de toma de decisiones: definen una estructura organizativa centralizada. Detrás de la forma «gaseosa» se esconde una especie de sociedad cortesana (en el sentido de Norbert Elias) estructurada en torno al líder.
¿Cómo lograr un equilibrio entre flexibilidad organizativa y formalización? El partido-movimiento, concebido como una estructura ágil y «orientada a la acción», ha demostrado ser capaz de un notable rendimiento electoral a corto plazo, adaptándose a un entorno cambiante en el que no existe un único frente de batalla claro. Sin embargo, su resistencia a largo plazo es más limitada (en particular, su capacidad para sobrevivir a derrotas electorales importantes o a una sucesión en el liderazgo). El modelo de partido clásico es más difícil de maniobrar, de gobernar y, por tanto, de reformar. Pero garantiza una forma de continuidad en el tiempo que le permite resistir periodos «más tormentosos», crisis de cierta envergadura, así como derrotas electorales y cambios de liderazgo.
Formalizar las normas que rigen los aspectos más conflictivos de la organización (selección de candidatos y asignación de fondos, por ejemplo) ayudaría a desactivar las principales fuentes de conflicto. Por otro lado, mantener un alto grado de informalidad es sin duda esencial para garantizar la capacidad de reacción de la organización en los momentos álgidos de combate (típicamente, durante una campaña presidencial) y su apertura a la sociedad en general.
Pero esta cuestión de la organización formalizada conduce a otro dilema: el relativo al grado real de cohesión ideológica de France Insoumise. No se trata de un problema nuevo, sino que se ha planteado a lo largo de la historia de la izquierda. ¿Cómo garantizar una coherencia interna suficiente, dejando al mismo tiempo un margen de pluralismo que permita reunir a una amplia base de militantes y mantener viva la reflexión política interna y la democracia?
Los dirigentes de France Insoumise critican regularmente la democracia de partido tradicional basada en congresos, votaciones y mociones, que conocen bien puesto que muchos de ellos la practicaron en el Parti Socialiste. En su opinión, esto alimenta una forma de narcisismo organizativo, mientras que France Insoumise quiere ser «eficaz» y mirar hacia fuera (hacia la sociedad). ¿Por qué dividirse en palabrerías interminables, jugando con las comas o las divisiones, cuando France Insoumise ya tiene un programa detallado y actualizado?
El acuerdo en torno al programa y al líder son seguramente los dos fetiches de este movimiento, pero estos dos fundamentos no zanjan todos los posibles desacuerdos pertinentes. En efecto, France Insoumise ha cambiado su línea política en varios temas (laicismo, islamofobia, Europa) sin abrir un debate pluralista sobre estas cuestiones. La existencia de «sensibilidades» internas es lo que enriquece a una organización. La interacción de corrientes en el seno del Parti Socialiste no siempre fue disfuncional o artificial: en los años 70, por caso, dio impulso a un debate intelectual de gran calidad estructurado en torno a diversas revistas y periódicos… antes de degenerar en batallas de egos sin sustancia política real a medida que la organización se hacía más presidencialista.
La cuestión aquí es cómo puede un movimiento gestionar los conflictos y las ambiciones rivales y crear mecanismos que garanticen la cohesión. La selección de candidatos —una labor que actualmente lleva a cabo un opaco comité electoral— da lugar a una competencia que debería regularse con transparencia. France Insoumise dice valorar el «consenso» como forma de funcionamiento, pero a menudo es una manera de que los dirigentes legitimen decisiones sin una verdadera deliberación.
¿Es realmente «eficaz» este planteamiento cuando no consigue retener a figuras interesantes dentro de la organización, que se alejan porque no pueden expresar sus opiniones minoritarias en foros internos dedicados a este fin? ¿Es eficaz cuando los conflictos que existen claramente en el movimiento solo pueden librarse en los medios de comunicación, como vemos con los propios diputados disidentes de France Insoumise (Clémentine Autain, Raquel Garrido, Alexis Corbière, François Ruffin y Hendrik Davi)? Estos cinco diputados fueron expulsados de France Insoumise tras las elecciones parlamentarias de este verano, e inmediatamente crearon su propio movimiento en su lugar.
El sociólogo Albert Otto Hirschman identificó tres opciones para un miembro insatisfecho de una organización: salida, voz o lealtad. Muchos activistas y cuadros abandonan France Insoumise dando un sonoro portazo tras de sí, al no haber podido hacer oír su voz. Como escribió Charlotte Girard, uno de los cuadros históricos del movimiento que lo abandonó en 2019: «No hay espacio para expresar el disenso».
En términos más generales, el partido tiene una rotación muy alta de activistas. Esta falta de democracia limita la capacidad de France Insoumise para sumar apoyos, una cuestión crucial para un movimiento que busca construir un nuevo bloque mayoritario en la sociedad. Hace poco por formar a los militantes, cuya cohesión ideológica se basa únicamente en la adhesión a su programa. Sin embargo, los debates sobre la línea del partido tendrían la virtud añadida de educar a los militantes.
Se han hecho progresos, pero son limitados. Las asambleas representativas se convocan regularmente pero no tienen poderes reales. Desde 2022, France Insoumise tiene una estructura de dirección identificada: la «coordinación de espacios». Pero sus miembros son cooptados en lugar de elegidos. Los militantes no siempre tienen voz (sobre las orientaciones políticas del movimiento, por ejemplo) y solo votan cuando se les consulta sobre un abanico limitado de decisiones.
Instituciones o sociedad
France Insoumise pretende tanto influir en las instituciones políticas como movilizar a la sociedad. ¿Qué debe priorizarse? Estas dos estrategias no son totalmente contradictorias. Pero, utilizando las categorías de Erik Olin Wright, ¿dónde situamos el cursor entre lo «simbiótico» (cambiar el sistema político desde dentro) y lo «intersticial» (crear focos de resistencia y autonomía en los bordes del sistema)?
La ausencia de una estructura de partido fuerte y de unos estatutos claros tiene una consecuencia importante, incluso más allá de las que ya hemos mencionado: el peso de los representantes electos y especialmente de los parlamentarios, con el riesgo de que el movimiento caiga en el «cretinismo» parlamentario (es decir, ver el mundo social solo a través del prisma institucional).
Cuando France Insoumise contaba con diecisiete diputados entre 2017 y 2022, la dirección del partido se situaba en el seno del grupo parlamentario. Este grupo era especialmente poderoso porque la organización del partido era débil (pocos empleados permanentes y un presupuesto reducido) y este grupo político podía contar con fuertes recursos (docenas de asistentes parlamentarios, la plataforma de comunicación representada a través de los medios sociales hablando en la Asamblea Nacional, etc.). Luego de las elecciones de 2022, esta representación aumentó significativamente (setenta y cinco diputados). Estos parlamentarios se convirtieron en los líderes locales del partido.
Aunque la retórica de France Insoumise es ávidamente antielitista y reclama la «limpieza» de la «clase política», la lógica de la profesionalización política permanece incuestionable. Los diputados pagan una parte relativamente pequeña de sus dietas a su partido (10%), y no existen normas que limiten el número de mandatos que pueden acumular. El propio Mélenchon es político profesional desde 1986. En su lista para las elecciones europeas de junio, la mitad de sus diez primeros candidatos eran titulares.
La estrategia institucional es otra cosa a nivel local. Los dirigentes de France Insoumise desconfían de las bases territoriales de organización y del riesgo de caer en la complicidad con los notables locales (un factor que también contribuyó a convertir al Parti Socialiste en un partido anquilosado y anacrónico). France Insoumise se estructura en torno a una plataforma digital que, gracias al alto nivel de interactividad que admite, le permite supuestamente prescindir del arraigo local. En las elecciones municipales de 2020, los dirigentes de France Insoumise dedicaron poca atención y recursos a estas contiendas. Sin embargo, los ayuntamientos también pueden ser una base para promover el cambio social, y no necesariamente solo una vía para engrosar las filas de las élites locales.
Sin duda, el cambio social no puede lograrse únicamente a través de las instituciones y el electoralismo. Sin embargo, esta racionalidad electoral —especialmente a nivel presidencial y parlamentario— es muy fuerte en France Insoumise, lo que acerca a esta organización al «modelo de partido electoral-profesional» (término acuñado por Angelo Panebianco para referirse a los partidos de gobierno). ¿No excluye este enfoque excesivo una visión más desde abajo del cambio social?
Es indudable que la izquierda necesita organizarse más allá de un contexto puramente electoral. La excesiva inversión en la arena electoral va en detrimento de la construcción paso a paso de una contracultura, de redes de sociabilidad y de solidaridades concretas, en definitiva, de retazos de una contrasociedad. En cambio, todas sus energías militantes son absorbidas por la conquista del poder a través de las elecciones. Por supuesto, la izquierda no debe renunciar a la conquista del poder, ya que este se decide (en parte) en las urnas. Pero la victoria electoral solo llegará al final de un esfuerzo más amplio de construcción de poder.
France Insoumise debería poder contribuir a una estrategia intersticial en el sentido de Wright, es decir, utilizar las fuerzas motrices de la sociedad para provocar cambios concretos. Pero no tiene ni los medios organizativos ni la voluntad de hacerlo. A nivel local, el partido es demasiado débil, y pocos de sus recursos financieros están descentralizados. Se han propuesto experimentos de organización comunitaria pero están limitados en el tiempo, insuficientemente financiados por la organización y geográficamente aislados. La base militante de France Insoumise es demasiado pequeña para estar bien arraigada en la sociedad y las luchas locales.
Calidad o cantidad
La organización de France Insoumise se expande y contrae como un acordeón. Sin duda puede recurrir a su atractivo militante durante las campañas de las elecciones presidenciales. En la contienda de 2022 atrajo a simpatizantes y militantes gracias a una aplicación (Action Populaire) que le permitió «ponerlos inmediatamente en campaña». Pero le costó retenerlos tras los comicios, a los que les siguió un fuerte proceso de desmovilización de los militantes de base.
Pero los líderes de France Insoumise también pueden conformarse con un bajo nivel de compromiso de los activistas entre elecciones presidenciales. Esto se debe en parte a que dependen de las redes sociales, los medios de comunicación y el ámbito parlamentario, pero también a que los activistas con un compromiso más permanente suelen tener expectativas democráticas que los líderes no están dispuestos a satisfacer. La «tiranía de la falta de estructura» también tiene poderosos efectos censores. Favorece a los cuadros del movimiento que han acumulado capital militante (los del Parti de gauche, el partido de Mélenchon antes de France Insoumise) o que poseen un alto nivel de capital académico o de tiempo (sobre todo a través de la sobrerrepresentación de estudiantes de ciencias políticas).
Los partidos ya no pueden generar el tipo de lealtades intensas que caracterizaban a los partidos de masas de antaño. Pero ¿deben renunciar a reclutar y movilizar militantes? No debemos subestimar el apetito de la sociedad por la participación política activa. Hay ejemplos a seguir en la izquierda europea, como el Partido de los Trabajadores Belgas (PTB), que ha pasado de mil afiliados a principios de la década de 2000 a veinticuatro mil en la actualidad.
Muchos partidos han dejado de lado la movilización de afiliados por considerarla inútil, ineficaz o engorrosa (los dirigentes suelen considerar a los activistas «demasiado radicales»). Si France Insoumise quisiera democratizarse y conceder a sus «miembros» el derecho de voto —ya sea sobre documentos políticos o sobre candidaturas electorales—, lo que facilitaría la financiación de las actividades locales, también tendría que endurecer su afiliación y someterla a una cuota de entrada. Esto es, de hecho, lo que finalmente ha hecho Podemos: exigir una contribución financiera que no existía cuando se fundó el partido. Es arriesgado dar derechos a miembros que pueden afiliarse sin ningún tipo de filtro.
El modelo organizativo de France Insoumise ha demostrado tanto su fuerza como sus limitaciones: le permite producir la candidatura presidencial más creíble de la izquierda y librar batallas presidenciales eficaces al estilo de un movimiento. Pero le cuesta cavar trincheras más profundas, asegurarse la lealtad y el involucramiento de los militantes de forma más duradera, o moldear profundamente la sociedad en general. Todo esto puede ser una necesidad si alguna vez quiere lograr su tan ansiada victoria electoral.
El artículo anterior es una versión revisada del original en francés aparecido originalmente en Mouvements. Su sección sobre la organización de France Insoumise también se basa en conversaciones con Arthur Borriello.
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