Por: Amelia Morris
Gran Bretaña es testigo de una espeluznante ola de violencia racista dirigida contra musulmanes y organizada por activistas de extrema derecha. Las violentas bandas fascistas se alimentan de la legitimación de las ideas racistas por parte de los partidos y los medios de comunicación dominantes en Gran Bretaña.
Por todo el país, los fascistas están cometiendo horrendos actos de violencia racista a plena luz del día. En Rotherham y Tamworth, prendieron fuego hoteles que albergaban a solicitantes de asilo; en Burnley, destrozaron tumbas musulmanas. En las redes sociales se difundieron videos en los que se ve a jóvenes a los que consideraron musulmanes siendo golpeando en la calle. En una publicación de Hull, un hombre fue sacado de su coche y agredido físicamente por un grupo de enmascarados.
Estos incidentes se desencadenaron tras el asesinato de tres jóvenes en una clase de baile con temática de Taylor Swift. El autor del crimen nació en Gran Bretaña en el seno de una familia cristiana. Eso no le impidió a los grupos de extrema derecha utilizar sus muertes como arma para promover su agenda islamófoba y antiinmigración.
La violencia de la última semana fue inusualmente cruel y aterradora, pero no existe en el vacío. Durante catorce años de gobierno conservador, las comunidades minoritarias fueron utilizadas una y otra vez como chivo expiatorio del agravamiento de las desigualdades. La historia del racismo institucional en Gran Bretaña se remonta mucho más atrás, pero se podría encabezar la versión más reciente de esta historia con la introducción del Entorno Hostil, un conjunto de políticas que pretendían hacer que Gran Bretaña apareciera como más inhóspita.
Según sus artífices, David Cameron y Theresa May, esta sensación sólo debía ser percibida por los inmigrantes ilegales, pero sus efectos llegaron mucho más lejos. Al ilegalizar el acceso de los inmigrantes indocumentados a las ayudas públicas, la obtención de empleo o el alquiler de propiedades, el gobierno creó una cultura de sospecha en torno a todos los inmigrantes y, en ocasiones, a todas las personas de color. Un número cada vez mayor de personalidades de la sociedad civil, incluidos médicos y profesores, se encargaron de comprobar la situación de inmigración de las personas, una cultura de vigilancia que perpetuó la falsa dicotomía del inmigrante «bueno/malo». A esto le sigueron un escándalo tras otro, que revelaron los terribles abusos sufridos por los solicitantes de asilo a manos del Ministerio del Interior, la deportación de muchos ciudadanos del Windrush y un aumento de los delitos racistas motivados por el odio.
Paralelamente a este proceso, los medios de comunicación demonizaron implacablemente a los inmigrantes y solicitantes de asilo no blancos, a menudo desde una óptica islamófoba. Como ha observado Noam Chomsky, tras el 11-S los musulmanes sustituyeron a los comunistas como «enemigo común» de Occidente, un sentimiento colectivo que se diseñó para fabricar el consentimiento para la «guerra contra el terror» (cuya devastación no hizo sino empujar a más personas de los países afectados a buscar seguridad en Europa). Un estudio histórico de 2021 sobre la prensa británica descubrió que «el 60% de los artículos de todas las publicaciones asociaban aspectos y comportamientos negativos con los musulmanes» y que uno de cada cuatro relacionaba el Islam con el terrorismo.
Si bien el Partido Conservador y la prensa de derechas sentaron las bases de lo que estamos presenciando esta semana, la derecha laborista también debe asumir su parte de responsabilidad. Los nuevos laboristas contribuyeron a arraigar la islamofobia de los años posteriores al 11 de septiembre, con nuevos y más fuertes poderes de vigilancia y control policial y una literatura de campaña que demonizaba a los solicitantes de asilo. Keir Starmer parece estar asumiendo esta responsabilidad: la postura del partido sobre la inmigración en estas elecciones fue complaciente con la extrema derecha y legitimó la «otredad” de los solicitantes de asilo. En su manifiesto, los laboristas de Starmer prometían que «controlarían» la inmigración y «expulsarían» a las personas «que no tienen derecho a estar aquí». Al responder a las preguntas de una audiencia de lectores del Sun, Starmer eligió un blanco concreto, lamentando que «no se expulse a la gente que viene de países como Bangladés», palabras que provocaron la dimisión de Sabina Akhtar, concejala laborista bangladeshí.
El nuevo gobierno laborista sí desechó el plan de los conservadores de enviar inmigrantes a Ruanda, pero esto se planteó como una decisión financiera más que moral: Starmer lo calificó de «truco caro». La medida fue seguida por una renovada promesa de «aplastar a las bandas criminales» implicadas en las travesías en pateras mediante el uso de poderes antiterroristas, una conexión que alimenta una vez más la villanización de los refugiados. Esta misma semana, Sarah Edwards, diputada laborista por Tamworth, se refirió al Holiday Inn de la ciudad como un «hotel asilo» y dijo que los habitantes de la ciudad querían «recuperar su hotel». Días después fue incendiado por la extrema derecha.
En los últimos diez meses, nuestras pantallas mostraron la aniquilación de unos cuarenta mil palestinos a manos de Israel: personas aplastadas bajo montañas de escombros, padres que gritan mientras sostienen partes de los cuerpos de sus hijos, testimonios de «horripilantes» casos de tortura a manos de las Fuerzas de Defensa de Israel. Esta violencia inimaginable fue justificada tanto por los conservadores como por los laboristas, que repetían como loros el «derecho a la autodefensa» de Israel mientras seguían recibiendo donaciones del lobby israelí. Los sucesos de Gaza pueden parecer muy lejanos de los de Southport, pero esta apología planteada por los principales políticos británicos implica que las vidas de musulmanes y árabes no se valoran, un mensaje que no pasa desapercibido a la extrema derecha. Es difícil imaginar lo diferente que sería la reacción a estas imágenes si las víctimas fueran blancas.
Como señalan académicos como Neil Ewen, el nuevo gobierno laborista aún tiene que ofrecer una solución viable al desastre económico que marca hoy a Gran Bretaña. Alquileres por las nubes, pobreza alimentaria generalizada y un planeta en llamas son sólo tres de las consecuencias del problema del que los políticos no quieren hablar: un sistema económico que da prioridad a los ricos a expensas de la sociedad. Los planes del gobierno laborista de continuar con la política de austeridad (descrita por las Naciones Unidas como un «experimento» con los más vulnerables de la nación) no harán sino ahondar el resentimiento del que se alimenta la extrema derecha. Esta es, por supuesto, una elección, y una que los laboristas probablemente seguirán haciendo incluso mientras los disturbios continúan. Deberíamos recordar esto cada vez que Starmer aparezca en nuestras pantallas de televisión para sacudir la cabeza y condenar las acciones de los alborotadores. Son dignos de condena, por supuesto, y la policía debería encargarse de ellos. Pero, ¿quién se ocupa de los matones de Westminster?
Amelia Morris
Amelia Morris es profesora titular de Sociología en la Universidad de Derecho. Es autora de The Politics of Weight.
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