Por: Ed Rooksby
El Estado y la revolución es considerada una obra clave para rellenar los vacíos dejados por Marx y Engels respecto a la cuestión del Estado. Sin embargo, al analizar detenidamente el libro, se evidencian ambigüedades y deficiencias muy significativas.
El Estado y la revolución de Lenin es, como Ralph Miliband señaló una vez, uno de los «textos sagrados» del pensamiento marxista. Sagrado en el sentido de que el argumento que Lenin desarrolla en relación con la cuestión del Estado y el ejercicio socialista del poder ha «disfrutado de un estatus excepcionalmente autorizado para las sucesivas generaciones de socialistas» y, de hecho, «se considera comúnmente, dentro de la tradición marxista, que proporciona una solución teórica y práctica» a esta cuestión.
Es un texto siempre algo embarazoso para los regímenes estalinistas dada la visión relativamente «libertaria» que presenta Lenin de un Estado obrero de tipo comunal fundado en la participación de las masas, que fue acogido con mucho más entusiasmo —y con mucha menos mala fe— por las corrientes socialistas revolucionarias antiestalinistas. De hecho, podríamos decir que El Estado y la revolución es el texto canónico dentro de la tradición «leninista» trotskista actual, al que los socialistas de esta corriente vuelven una y otra vez como el principal punto de referencia para su perspectiva estratégica.
Vale la pena señalar, sin embargo, que la importancia histórica del escrito va mucho más allá de su condición de punto clave de orientación dentro del pensamiento y el debate marxistas. Seguramente no es exagerado decir que El Estado y la revolución es uno de los pocos textos que cambiaron fundamentalmente el curso de la historia moderna, ya que fue en el proceso de preparación de este panfleto (al parecer realizó la investigación bibliográfica a inicios de 1917 en Zúrich y lo redactó unos meses más tarde, cuando estaba escondido en Finlandia tras «los días de julio», para publicarlo finalmente a principios de 1918) que Lenin dio los principales saltos conceptuales y rompió políticamente con sus supuestos anteriores, sin los cuales la toma del poder en Rusia en octubre, casi con toda seguridad, no se habría producido.
El giro de Lenin hacia la idea de que los órganos soviéticos que habían proliferado espontáneamente en el curso de la Revolución de Febrero manifestaban el poder obrero revolucionario y de que la estrategia bolchevique debía pivotar sobre el objetivo de transferir la totalidad del poder estatal de las instituciones del Gobierno Provisional a los soviets fue enunciado públicamente por primera vez —para gran conmoción y desorientación de muchos de sus camaradas de partido— en sus Tesis de abril. Pero la génesis y gestación de este giro en su orientación estratégica estuvo claramente ligada a la investigación y reflexión que realizó en las notas que tomó en enero y febrero de 1917, que acabarían publicándose como El Estado y la revolución.
El Estado y la revolución según Lenin
Los principales argumentos de El Estado y la revolución son bien conocidos. Carmen Sirianni ofrece un breve resumen: «La premisa básica de la nueva posición [de Lenin] se tomó principalmente de los escritos de Marx sobre la Comuna: el proletariado no puede simplemente apoderarse del aparato estatal existente y utilizarlo para sus propios fines. Por el contrario, este aparato debe ser aplastado (zerbrechen) y debe crearse uno completamente nuevo, que responda plenamente al control del pueblo. El instrumento político para la opresión del trabajo por el capital no puede ser el instrumento para la emancipación de esta opresión».
Las principales características de tal Estado —que inmediatamente comienza a marchitarse, puesto que ya no se erige como una fuerza independiente por encima del pueblo—, sigue Sirianni, son la «elección plena y revocación instantánea de todos los funcionarios, derecho al voto solo para los trabajadores[1], la plena publicidad de todos los asuntos gubernamentales, la unidad de las funciones ejecutiva y legislativa, la supresión de un ejército permanente y de la burocracia civil (aunque no de los expertos técnicamente capacitados dentro de ellos), el pago de salarios obreros a todos los funcionarios y el alistamiento de todos los trabajadores en el negocio de la administración estatal».
Un Estado así, concluye Sirianni, «sería dictatorial en relación con las viejas clases dominantes y la resistencia contrarrevolucionaria. Pero sería democrático de una manera nueva, en el sentido de que representaría verdaderamente a la mayoría de la población».
Debemos añadir algunos puntos más a este resumen. Lenin subraya que hay «dos instituciones especialmente características» de la maquinaria estatal burguesa: la burocracia y el ejército permanente. Por eso es especialmente importante que dichas instituciones sean suprimidas por el proletariado revolucionario. Estas estructuras parecen constituir el núcleo de la maquinaria estatal burguesa para Lenin, aunque en El Estado y la revolución no termina de quedar muy en claro si juntas conforman el Estado capitalista en su totalidad.
Ciertamente, el poder estatal parece ser más o menos reducible al ejercicio de la fuerza y, más específicamente, a la organización de la represión de clase. Como dice Lenin en una de sus muchas formulaciones similares: «El Estado es una organización especial de la fuerza; es la organización de la violencia para reprimir a una clase cualquiera». Como tal, la función principal del Estado proletario será organizar la represión de la vieja clase dominante (aunque también añade, de forma algo ambigua, una segunda función: «guiar a la gran masa de la población —el campesinado, la pequeña burguesía, los semiproletarios— en el trabajo de organizar la economía socialista»).
Pero puesto que este Estado manifestará el poder de la mayoría de la sociedad sobre la minoría, ya no existirá como un órgano de poder separado y distinto: dejará de ser «un Estado de burócratas» para transformarse en un «Estado de obreros armados». De hecho, Lenin es muy enfático al afirmar que, al menos en esencia, el Estado proletario equivale simplemente a los trabajadores armados: aunque es «una máquina estatal», se manifiesta «en forma de trabajadores armados que proceden a formar una milicia en la que participa toda la población».
Lo que está en juego aquí, comenta Ralph Miliband, «según todas las apariencias, es el dominio de clase sin mediación», y ciertamente hay pasajes en El Estado y la revolución que parecen indicar que será necesaria poca o ninguna mediación política o institucional del poder de la clase obrera. Al mismo tiempo, sin embargo, dichos fragmentos parecen entrar en una tensión bastante incómoda con aquellos pasajes que indican la supervivencia de alguna forma de funcionariado gubernamental.
Cierto es que Lenin tiene claro que todos los trabajadores deben participar en la administración de la sociedad, fusionando así hasta cierto punto el gobierno con el pueblo (y, como parece evidente, cuanto más avance este proceso de fusión, más se marchitará el Estado), pero también es claro que habrá funcionarios representativos sujetos a elección y revocación instantánea. Lenin incluso considera la contratación de expertos técnicos para trabajar bajo la supervisión y el control de los trabajadores armados. Y debemos notar, además, que la discusión de Lenin sobre el Estado proletario indica claramente que los soviets o las «comunas» —no parece pensar que estas dos formas sean sinónimas— jugarán un papel importante en el nuevo orden (aunque nótese, también, que los soviets solo se mencionan muy fugazmente en forma específica).
Por último, podríamos añadir que aunque Lenin indica que la democracia (para la mayoría) se expandirá inmensamente bajo la dictadura del proletariado, esa misma democracia también empezará a marchitarse al mismo tiempo que se marchita el Estado. Este aspecto sorprendente —y bastante extraño, en mi opinión— del argumento de Lenin a menudo se pasa por alto o se ignora en los comentarios sobre él. En particular en aquellos que vienen de parte de sus admiradores, siempre más dispuestos a subrayar la parte ampliamente democrática de su visión del socialismo que a detenerse en sus enfáticos planteos de que en realidad la democracia es una forma de violencia de clase y que el comunismo prescindirá totalmente de ella como tal.
Un texto sagrado… y confuso
El Estado y la revolución está plagado de tensiones y ambigüedades. De hecho, su lectura puede ser una experiencia totalmente confusa y frustrante. Lenin puede parecer estar diciendo una cosa en un pasaje y luego casi todo lo contrario en el siguiente. Incluso hay fragmentos tan ambiguos que podrían interpretarse de maneras totalmente opuestas. No puedo ser yo —espero— la única persona que haya leído El Estado y la revolución varias veces sin estar del todo seguro de qué demonios se está argumentando.
Parte de la ambigüedad y vaguedad del texto, por supuesto, está claramente determinada por el contexto histórico en el que fue escrito y por los propósitos particulares de Lenin al redactarlo. No debemos olvidar que no formaba parte de la perspectiva de Lenin imaginar que podía o debía, en términos de Marx, escribir «recetas para las cocinas del futuro». Incluso si en el momento de escribir El Estado y la revolución ese futuro no estaba tan lejano, ciertamente Lenin no consideraba parte legítima de su trabajo elaborar un proyecto detallado que estableciera las estructuras institucionales de una sociedad posrevolucionaria. No deberíamos esperar encontrar nada parecido en el texto. Aun así, para ser un «texto sagrado», es notablemente vago y poco claro en muchos aspectos fundamentales (y no todos tienen que ver con las futuras formas institucionales).
La primera cosa notable es que Lenin en realidad no logra fundamentar plenamente su argumento de que el Estado burgués es intrínseca, necesaria y absolutamente burgués. De hecho, como ha elucidado Erik Olin Wright, Lenin expone lo que en general es una visión altamente funcionalista del Estado capitalista y trata la forma organizativa del Estado como conceptualmente subordinada a la cuestión de su función estructural. Es decir, está mucho menos interesado en identificar los mecanismos institucionales específicos a través de los cuales se reproduce la hegemonía burguesa dentro y a través del Estado, que en argumentar que el Estado desempeña necesariamente una función particular determinada por la estructura de clases en la que está inserto.
Su argumento se basa en última instancia en la afirmación como axioma de la visión que extrae de Marx de que el Estado es «un órgano de dominio de clase, un órgano para la opresión de una clase por otra». Esta línea de razonamiento, sin embargo, en sí misma explica muy poco acerca del modo preciso en que el Estado reformula la función que se le ha asignado y sobre qué base está obligado necesariamente en todos los casos y en todo momento a realizar esta tarea. Además, como ha señalado Perry Anderson, El Estado y la revolución mantiene «en un plano de total generalidad su examen del Estado burgués, pues por la forma en que lo considera podría referirse a cualquier país del mundo». Esto es muy extraño teniendo en cuenta que, en la época en que Lenin escribía, como apunta también Anderson, el Estado ruso «era absolutamente distinto de los Estados alemán, francés, inglés o norteamericano, a los que se referían las citas de Marx y Engels en las que se basó Lenin».
En tanto «maestro táctico», Lenin es ampliamente admirado entre los marxistas por su aguda capacidad para captar las coyunturas políticas en toda su complejidad y extrapolar rápida y flexiblemente a partir de allí las maniobras tácticas adecuadas. Pero hay poco de este tipo de análisis coyuntural sensible en El Estado y la revolución, donde el foco de su atención a menudo parece flotar en un extraño «no-lugar». Y la naturaleza genérica e inespecífica del argumento de Lenin no se limita meramente a su análisis de los Estados burgueses, sino que también afecta su descripción de la dictadura del proletariado.
En este punto resulta interesante recordar la definición literal del término utopía («ningún lugar») y situar la visión de Lenin en este contexto. Quizás, con no poca ironía, el escenario de ningún lugar de El Estado y la revolución refleja la dimensión utópica (¿sometida, repudiada?) de su argumento. Esta vaguedad en términos de ubicación geográfica se vuelve particularmente significativa cuando recordamos que Lenin pensaba que las tareas y posibilidades inmediatas de la revolución serían, en aspectos muy fundamentales, bastante diferentes en Rusia de las que corresponderían a países más «avanzados».
Viejo y nuevo Estado
Sea como fuere, en mi opinión una de las ambigüedades más importantes del texto gira en torno a la inespecificidad de la idea de «destrucción de la máquina estatal burguesa». Este es un punto particularmente relevante porque constituye la preocupación principal de la polémica de Lenin: el Estado burgués debe ser aplastado. La mayoría de los lectores parecen pensar que esta es una dimensión relativamente directa de su argumento —todo el Estado burgués debe ser enteramente destruido— y, de hecho, hay pasajes en El Estado y la revolución que parecen absolutamente inequívocos a este respecto:
Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por uno nuevo […] La revolución debe consistir no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva […] La revolución consiste en que el proletariado destruye el «aparato administrativo» y todo el aparato del Estado, sustituyéndolo por otro nuevo, constituido por los obreros armados.
Estos y otros pasajes similares parecen bastante claros: el viejo Estado es total y absolutamente destruido y también total y absolutamente sustituido. Pero también aquí hay equívocos y ambigüedades. En la sección donde aparecen las citas anteriores, por ejemplo, en la que Lenin está atacando a Kautsky por su «veneración supersticiosa» por los ministerios estatales existentes, parece argumentar que aunque sería posible y preferible reemplazar los ministerios existentes por «comisiones de especialistas», al final no importa realmente si los ministerios permanecen («esto es completamente secundario»). «La esencia de la cuestión», continúa, «radica en si se mantiene la vieja máquina estatal (enlazada por miles de hilos a la burguesía y empapada hasta el tuétano de rutina y de inercia) o si se la destruye, sustituyéndola por otra nueva».
Lo anterior parece sugerir que los viejos ministerios son de alguna manera separables de la «vieja máquina estatal», es decir, que retenerlos no significaría necesariamente la retención del viejo «aparato administrativo». Este particular pasaje se vuelve bastante significativo una vez que examinamos la estructura del Estado «soviético» bajo Lenin, en el que los ministerios del antiguo Estado estaban más o menos incorporados al por mayor y sin cambios… rebautizados como «Comisariados».
Por otra parte, las citas aprobatorias de Lenin de Marx y Engels sobre el Estado incluyen los comentarios de Engels del Prefacio a La guerra civil en Francia sobre cómo el Estado es, «en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante» cuyos peores aspectos el proletariado deberá «amputar inmediatamente» y los comentarios de Marx sobre ese texto relativos a las «funciones legítimas» del «viejo poder estatal». Lenin no da indicaciones de que estas frases planteen complicaciones o problemas en absoluto.
Por supuesto, podría argumentarse que Engels está hablando del «Estado» en un sentido muy general, es decir, que el proletariado hereda la necesidad abstracta del poder estatal (en lugar de tomar posesión de órganos estatales concretos). Pero es difícil leerlo de esta manera, y la imagen de «amputar» sugiere con certeza que se apoderan de la maquinaria burguesa existente y se deshacen de las peores partes de ella, mientras que (presumiblemente) mantienen otras. La referencia de Marx a las «funciones legítimas», además, confunde la aparente suposición de Lenin (¡y de Engels, de quien toma la cita!) de que el Estado no es «más que una máquina para la opresión de una clase por otra». La idea de «funciones legítimas» por parte del viejo Estado sugiere, por supuesto, que las actividades del Estado no son totalmente reducibles a la violencia de clase. Un problema similar se cierne en relación con la anteriormente mencionada referencia ocasional y fugaz de Lenin a una función orientadora que debe desempeñar el Estado proletario.
De hecho, en otra parte de sus escritos de esta época, como señala T.H. Rigby, Lenin parece introducir una salvedad a sus comentarios en El Estado y la revolución sobre la destrucción del viejo Estado. Lenin, explica Rigby, «distinguía entre los aspectos represivos, chinovnik, de la vieja máquina estatal y sus aspectos modernos, regulativos, especialmente los económico-regulativos». Lenin comenta a este respecto:
Este aparato no puede ni debe ser destruido. Lo que hay que hacer es arrancarlo de la supeditación de los capitalistas, cortar, romper, desmontar todos los hilos por medio de los cuales los capitalistas influyen en él, subordinarlo a los soviets proletarios y darle un carácter más amplio, más vasto y más popular.
Así pues, aquí Lenin parece permitir que ciertas instituciones del viejo Estado, y las funciones que desempeñan, puedan integrarse en el nuevo si se purgan y reconfiguran adecuadamente. Por supuesto, podríamos recordar aquí que Lenin parece pensar que el núcleo del Estado burgués está constituido por el ejército permanente y «la burocracia» y preguntarnos quizás si es su argumento en El Estado y la revolución que solo ciertos aparatos deben ser aplastados mientras que otros (económico-reguladores) pueden conservarse.
Pero, por un lado, es difícil ver cómo «la burocracia» podría definirse de tal manera que excluyera los aparatos económico-reguladores (pensemos en cualquier Ministerio de Transporte moderno, por ejemplo: ¿en qué sentido no forma parte de la burocracia estatal más amplia?). Y, por otro lado, esta línea de pensamiento parece estar en tensión con sus formulaciones más bien tajantes de que el poder estatal es siempre el poder político de una clase en particular. La idea de que algunos aparatos estatales puedan escapar (parcialmente) a esta lógica parece absolutamente incompatible.
Además, la distinción implícita aquí entre aspectos «buenos» y aspectos «malos» del Estado burgués es casi precisamente lo que Lenin le reprocha más tarde a Vandervelde en un apéndice de La revolución proletaria y el renegado Kautsky. Aquí Lenin le cobra tributo a Vandervelde por su intento de distinguir entre el Estado en «sentido amplio» y el Estado en «sentido estricto». Vandervelde argumenta que cuando Marx y Engels hablaron de la abolición del Estado se referían solo al Estado en el «sentido estricto» del término, es decir, a sus dimensiones represivas y autoritarias. No querían decir que el Estado en su «sentido amplio» —como órgano de dirección y representante de los intereses generales de la sociedad— debiera o pudiera ser destruido.
Lenin ridiculiza este argumento. Pero, ¿no es este exactamente el tipo de distinción sobre la que debe girar la diferenciación entre los aspectos represivos del viejo Estado y sus propios aparatos económico-reguladores? En otras palabras, Lenin parece oscilar entre formulaciones que se basan en una lógica muy cruda relativa a la naturaleza absolutamente capitalista de todo el Estado burgués (y, por tanto, a la necesidad de destruirlo totalmente) y posiciones más aparentemente matizadas que desbaratan y socavan esa idea.
Tres formas de poder proletario
El esbozo de Lenin de las principales características del Estado proletario es difícil de precisar. De seguro no podemos esperar que Lenin, en tanto materialista histórico, haya elaborado un proyecto detallado; pero, aun así, su descripción de las principales formas institucionales de la dictadura proletaria es notablemente confusa. En el cuadro que pinta parecen convivir tres formas básicas y ambiguamente entrelazadas de poder proletario: el Estado «en forma de obreros armados» (en los pasajes que sugieren, en términos de Miliband, un «dominio de clase sin intermediarios»), las comunas o soviets que menciona y las formas remanentes de funcionariado estatal.
Tal vez lo esté pensando demasiado, pero me resulta muy difícil entender cómo se articulan estas tres formas en su descripción. A veces parece sugerir una sinonimia entre dos o tres de ellas, mientras que otras veces parecen ser cosas distintas. Así, por ejemplo, los funcionarios de los que habla, basándose en el relato de Marx sobre la Comuna de París, parecen ser, al menos a simple vista, funcionarios dentro de las estructuras «comunales» que menciona.
Pero aquí hay una confusión en la medida en que parece sugerir que estas «comunas» son más o menos intercambiables por una alternativa distinta pero estructuralmente similar: los soviets (y, por tanto, un Estado proletario que incorpore formas soviéticas, con los funcionarios del Estado trabajando dentro de estos órganos). El problema es que también describe los soviets como un ejemplo de la «simple organización de las masas armadas», en cuyo caso no parecerían formar parte en absoluto de la nueva (y semimarchita) burocracia. De hecho, más adelante parece sugerir que los «diputados obreros» (¿diputados soviéticos?) «supervisarán la gestión del aparato», lo que implica una distinción organizativa entre los órganos soviéticos y la burocracia «semimarchita».
En otro punto, de forma increíblemente confusa, Lenin habla de «la conversión de todos los ciudadanos en trabajadores y empleados de un gran “consorcio” único, a saber, de todo el Estado, y la subordinación completa de todo el trabajo de todo este consorcio a un Estado realmente democrático, al Estado de los Soviets de diputados obreros y soldados». Aquí, por supuesto, muchos lectores se enfocan en el entusiasmo ligeramente alarmante de Lenin por el Estado proletario como gigantesca fábrica regimentada («toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica»); pero lo que también me llama la atención de este pasaje es su confusión lógica. ¿Tiene sentido decir que el gran consorcio es el Estado («todo el Estado») y al mismo tiempo, en la misma frase, que el trabajo de este Estado está subordinado a… el Estado, que en realidad son los soviets? Para mí no.
Tampoco está del todo claro qué es lo que «se marchita». Ciertamente, la burocracia centralizada —que presumiblemente incluye todas las formas de funcionariado— desaparece y lo hace en proporción a la creciente participación de los trabajadores en la actividad administrativa del Estado, ya que esta actividad, a su vez, «puede reducirse a simples funciones de registro, contabilidad y control», etcétera. Pero, ¿se marchitan los soviets, esas «simples organizaciones» de masas? Como órganos de poder de clase (y por tanto, para Lenin, esencialmente órganos de violencia de clase, ya que tiende a enfatizar que estas organizaciones simples son específicamente organizaciones armadas), presumiblemente sí; pero esto, por supuesto, nos lleva directamente al problema de la mediación institucional.
De hecho, la vaga discusión de Lenin sobre el comunismo, basada principalmente en Engels, sugiere un futuro en el que todas esas estructuras permanentes de mediación social han desaparecido. El orden y la coherencia sociales descansan enteramente en «simples funciones administrativas, llamadas a velar por los intereses sociales» y en la difusión de normas sociales compartidas, una condición en la que las personas «se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social».
No se trata de una visión de armonía o uniformidad total. Lenin acota en un momento que no espera «el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de subordinación de la minoría a la mayoría» y en otro que «no somos utopistas y no negamos lo más mínimo que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos». Su argumento principal en ambos pasajes es que bajo el comunismo «la causa social más profunda de los excesos», que es «la explotación de las masas, su penuria y su miseria», fue eliminada junto con la propia clase y, por lo tanto, «no hay nadie a quien reprimir — “nadie” en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población—» y, por ello, «no hace falta (…) un aparato especial de represión». La represión de los «excesos individuales» y la subordinación de la minoría a la mayoría (presumiblemente en cuestiones de desacuerdo social) pueden llevarse a cabo sin necesidad de tales estructuras especializadas.
Pero incluso si estuviésemos de acuerdo con la idea de que la abolición de la explotación de clase eliminará una fuente fundamental de conflicto social, resulta difícil ver de qué modo el conflicto restante se manifestaría simplemente como «excesos individuales». De hecho, esto parece suponer que gran parte del conflicto que Lenin piensa que seguirá existiendo no se refiere realmente al desacuerdo como tal —derivado de diferencias legítimas de opinión o intereses— sino a la gestión de la mala conducta individual y al tratamiento de las transgresiones contra un conjunto ampliamente compartido de normas sociales «generales».
Además, Lenin no nos da absolutamente ninguna indicación de cómo se determinarán o descubrirán las mayorías y minorías de las que habla (si se trata de una referencia a la toma de decisiones públicas, parece requerir algún tipo de mecanismo institucional de deliberación y votación, aunque esto va en contra del énfasis de Lenin en el debilitamiento de las estructuras institucionales permanentes) y tampoco nos brinda ningún sentido claro de los mecanismos en torno a los que se unirán estas mayorías y minorías. ¿Se refiere esto al debate sobre la toma de decisiones públicas o son las minorías aquí meros agentes del «exceso individual»?
Participación y democracia
Los problemas se ven agravados por sus extraños argumentos en relación con la democracia. Como hemos visto, Lenin argumenta que la democracia es esencialmente una forma de Estado y, por tanto, una forma de violencia de clase que, como tal, morirá junto con el Estado en general. Así que mientras las mayorías y las minorías permanezcan bajo el comunismo, no hay (necesidad de) democracia. Esto podría dar peso a la segunda de las dos interpretaciones anteriores en relación con las situaciones de disputa que Lenin parece pensar que permanecerán. Pero todo el tratamiento de la «democracia» en este texto es extraordinariamente confuso.
El problema básico es que Lenin parece oscilar entre dos definiciones diferentes de democracia que no son realmente compatibles. Por un lado, la democracia es vista como una forma de Estado y de represión (el sometimiento de una clase por otra); pero, por otro lado, la democracia parece concebirse en los términos en que normalmente se entendería, es decir, como un proceso colectivo de toma de decisiones que abarca la deliberación pública y el debate entre puntos de vista alternativos como parte de la formulación social de la política, etc. Incluso si admitimos que este último proceso está fuertemente moldeado, estructurado y delimitado por las relaciones de clase y acordamos en que los intereses de la clase dominante tienden a prevalecer, las dos concepciones de la democracia no son exactamente lo mismo.
La democracia como proceso no es reductible a la opresión de clase. Aquí, por supuesto, empezamos a invadir los términos clave del debate posterior entre Kautsky y Lenin, y podríamos estar de acuerdo con Lenin (en contra de Kautsky) en que no existe tal cosa como la «democracia pura» en abstracción del contexto de clase en el que los procesos democráticos están integrados e institucionalizados. También podríamos acordar en que las formas parlamentarias tienden a representar «el mejor envoltorio posible para el capitalismo». Pero nada de esto significa que podamos reducir por completo los procesos democráticos a formas estructuradas de represión. En cualquier caso, mucho de lo que dice Lenin sobre la democracia no tiene sentido si nos atenemos a la formulación descarnada de la democracia como violencia de clase.
Lenin habla, por ejemplo, de «restricciones, excepciones, exclusiones y trabas impuestas a los pobres» que «en conjunto (…) excluyen, eliminan a los pobres de la política, de la participación activa en la democracia». Un poco más adelante señala que la dictadura del proletariado producirá una «enorme ampliación de la democracia» para los pobres. Así pues, aquí parece que la democracia no es tanto una forma de represión como algo bueno y deseable de lo que los pobres están excluidos. La opresión de los pobres se deriva, al menos en parte, de su exclusión de la democracia, no tanto de la cosa en sí. Del mismo modo, ¿qué sentido tiene hablar de la «inmensa expansión de la democracia» si la democracia no es más que la represión por la fuerza? ¿Qué es esta sustancia que se va a expandir si no se refiere a algún tipo de proceso de compromiso por encima y mucho más allá de la supresión de la antigua clase dominante?
La democracia —ciertamente en el sentido de poder de clase, pero también (aparentemente) en el sentido de deliberación colectiva y toma de decisiones sobre la base de concepciones alternativas de posibles cursos de acción— parece desaparecer bajo el comunismo, muriendo junto con ese Estado con el que está intrínsecamente ligada. Aquí hay una visión del comunismo en términos cercanos al mito utópico clásico de la armonía social última y completa. Por supuesto, Lenin tiene claro que (la fase superior del) comunismo se encuentra en un futuro muy lejano. Pero problemas similares se vislumbran también en su relato del período inmediatamente posterior a la revolución.
Lo que resulta muy sorprendente en su discusión de las instituciones del poder proletario es que su función (aparte de la represión contra la vieja clase dominante) parece acotarse enteramente a procesos de administración técnica. Los delegados, funcionarios y otros participantes en ellos se dedican a «operaciones extraordinariamente simples de inspección y anotación» y «contabilidad y control», pero no hay absolutamente nada sobre la participación de las masas en la formación y revisión de la política. De hecho, hay pocos indicios de que los soviets u otros órganos del poder proletario sean lugares de discusión o debate y contados pasajes que sugieran que son arenas de deliberación, de formación de consenso, o que faciliten la mediación democrática de las diferencias populares o incluso que diferentes corrientes ideológicas y políticas operarán en su seno.
No hay pistas de que estos órganos sean un terreno de competición entre diferentes partidos. Notablemente, de hecho, Lenin apenas menciona al partido de vanguardia en El Estado y la revolución, y mucho menos da ninguna sensación de que el pluralismo de partidos continúe bajo la dictadura del proletariado. Las instituciones del Estado proletario parecen lugares curiosamente inertes, estériles y uniformes en los que los participantes simplemente se «ponen a punto» para administrar la sociedad, como si esto fuera un proceso sencillo y libre de valores sobre el que no puede haber desacuerdos ni diferencias de juicio.
Política y administración
De conjunto, el planteamiento de Lenin parece basarse en última instancia en una distinción entre la «política propiamente dicha» y una forma «no política», ideológicamente neutral, de administración técnica. Siguiendo a Marx y Engels, como señala Sirianni, Lenin «delimita estrechamente la categoría de “política” a la lucha entre clases hostiles» y así (al igual que en su análisis el Estado se agota en la fuerza represiva) «la política y el poder político en la transición se definen únicamente en términos de la supresión de los enemigos de clase del proletariado». De esto se deduce que no existen diferencias propiamente políticas entre el proletariado y, por tanto, poca base para divisiones significativas entre ellos.
Este punto de vista parece apuntalar la suposición de Lenin de una identidad absoluta de intereses entre la clase obrera y «su» Estado proletario. Como ha señalado Sirianni junto a muchos otros autores, a Lenin no parece haberle pasado por la cabeza que este Estado pudiera alguna vez desarrollar intereses opuestos a los de la masa del proletariado (o de sectores significativos de este) o que fuese a actuar en contra de sus deseos. Este punto ciego en el pensamiento de Lenin, por supuesto, volvería para atormentar a los bolcheviques no mucho después de la revolución, obligándolos a idear formas cada vez más elaboradas de justificar una dictadura de partido que claramente no podía contar, por decir lo menos, con el apoyo absoluto de toda la clase obrera.
Por cierto, Kautsky machaca a Lenin sobre este asunto en su crítica de 1918 a la idea bolchevique de dictadura del proletariado. Allí señala que Lenin se limita a afirmar una identificación sumaria de la clase obrera con los bolcheviques y el gobierno soviético pero no proporciona ninguna indicación de cómo podría verificarse el supuesto apoyo de la primera a los dos últimos. También argumenta, con razón, que la clase obrera es heterogénea y que los intereses de clase pueden formularse y representarse de varias formas diferentes. Estos puntos, por cierto, son concienzudamente ignorados en la cáustica respuesta de Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky.
Pero volviendo a la distinción entre «política propiamente dicha» y administración revolucionaria… Las instituciones de la dictadura del proletariado desempeñan así una doble tarea, de las cuales solo una es propiamente «política». Su función política es organizar la represión de la vieja clase dominante mediante la aplicación de la fuerza. Pero su otra función («no política») es entrenar y educar al proletariado en las destrezas de la administración revolucionaria. Con el tiempo, la primera función se hace cada vez más innecesaria y desaparece, mientras que la segunda acaba produciendo una sociedad en la que todos pueden participar en un proceso de gobierno pospolítico y posdemocrático (¿también posinstitucional?) concebido en términos de una especie de tecnocracia participativa de masas.
Sirianni argumenta de manera convincente que el argumento de Lenin aquí está guiado por un telos utópico. Lenin —como muchas figuras de la II Internacional— creía que los orígenes del Estado y de los conflictos «políticos» más amplios residían únicamente en la escasez material y la división de la sociedad en clases, y también parece haber creído (de nuevo, como muchos otros) que estos conflictos desaparecerían inevitablemente con la abolición del capitalismo y el advenimiento de la «abundancia» comunista. Por lo tanto, había pocas razones para temer la solidificación de nuevas relaciones de dominación política una vez derrocada la vieja clase dominante: el Estado proletario, después de todo, no podía ser otra cosa que temporal y, en cualquier caso, sería un «semi-Estado» en avanzado proceso de descomposición desde el principio. Como dice Sirianni,
La tendencia de Lenin a concebir la participación de las masas en la construcción del socialismo en gran medida en términos de administración técnica es teóricamente resultante de su concepción de la sociedad comunista como una utopía administrativa, en la que la necesidad de la propia democracia desaparece y todos los intereses individuales y sociales se armonizan de forma más o menos automática.
Desde esta perspectiva, el entusiasmo (temporal) de Lenin por los soviets desde mediados de 1917 no se basaba en la idea de que estas instituciones representaran vehículos ideales para la emancipación de la clase obrera porque proporcionaran foros democráticos para la formulación colectiva de la política y su control —Lenin no estaba realmente muy interesado en eso— sino simplemente porque proporcionaban una forma de implicar a las masas en las tareas administrativas.
A menudo los exégetas de Lenin lo presentan como un demócrata radical, y en cierto sentido lo era. La democracia que él imaginaba era una forma de gobierno en la que la participación se generalizaría lo más ampliamente posible: todos acabarían formando parte por igual en las diversas tareas necesarias para el funcionamiento de la sociedad poscapitalista. Pero haríamos bien en tener presente que la participación masiva no es exactamente lo mismo que la democracia en el sentido en que la mayoría de nosotros entendemos ese concepto.
Traducción: María Andrea Vignau
Notas:
[*] El artículo anterior es una adaptación traducida de la serie de artículos que publicó Ed Rooksby sobre El Estado y la revolución de Lenin en su blog. El texto original está disponible aquí.
[1] Sirianni no está del todo en lo cierto en este punto: como Lenin señala en su posterior polémica con Kautsky, en El Estado y la revolución no se menciona la restricción del sufragio.
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