Por: Gustavo Ogarrio – Monday
Los conozco desde pequeño. Los vi cruzar el parque de Santa Catarina, el de la Conchita, el Jardín Hidalgo, los callejones y las avenidas, a la hora fantasma de las once de la noche y hacerse de un lugar en la blancura de las bancas o en la piedra indomable de los asientos coloniales, para extenderse a sus anchas en la nada, para arrumbarse en los cartones y en los periódicos, en el desperdicio cotidiano de la gran ciudad, en la mugre flexible que los envuelve y en el olor endemoniado que los separa del mundo.
Los vi sentados en las escaleras de la Parroquia de San Juan Bautista, despojados del circuito ciego de la fe, en su condición de dañados a perpetuidad y como un gesto feroz de un más acá silencioso y destructivo. Los vi gritar sus horrores por las calles desiertas y transitar con su grito hacia los terrores ordinarios de los demás: niños y jóvenes que preguntaban por las razones de su anomalía; seres normalizados que los preferían internados en la tranquilidad alucinada de los manicomios o albergues; abuelas que aconsejaban alejarse de ellos, los estropeados.
Los vi transitar y habitar los basureros de los mercados. Eran los amos del desecho, los lavadores de las tripas de pollo que las pollerías habían tasado como inservibles y que ellos se encargaban de rescatar y hacer comestibles con algunos baños de agua, con un breve ritual de limpieza que su lucidez particular les había dejado en la memoria, para después masticarlos al pie de los desperdicios con una calma también extraviada, con una serenidad insobornable en la que cinco o seis estropeados se sentaban en fila a comer su papilla de tripas de pollo, como si en ese momento fundaran el kindergarden del último de los mundos posibles.
La primera noticia que tuve de ellos, quiero decir, la primera vez que su cercanía se hizo real y cierta para mí, fue una lejana tarde al cruzar la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Un amigo y yo vimos cómo un hombre la atravesaba de manera suicida. En el momento en el que casi lo atropellaban, yo exclamé: “debe estar loco”. Y sí, estaba en el camino que lo llevaría a la nada personal y maciza. Lo vimos detenerse en la banqueta y dirigirnos una mirada y un gesto desperdiciados.
Sin embargo, la revelación vino cuando mi amigo comentó: “es tu pariente, lo he visto salir de casa de tu tía”. Y así era. En ese momento me enteré que tenía un primo que toreaba coches y camiones y que se entregaba en Holocausto al tránsito de la ciudad más espeluznante del planeta. Se había arrojado al reino incandescente del alcohol y de ciertas drogas duras de manera radical, con la devoción de los que descubren por fin que la vida es un lugar sin remedio, un tránsito multicolor hacia el espanto.
Con los años, la nómina de los estropeados se fue ampliando. Ya no eran solamente los indigentes que dormían en parques o que transformaban los desperdicios alimenticios en sus ocasionales nutrientes. Tampoco encarnaban ya al vagabundo amable e inofensivo, figura estelar en muchos de los melodramas cinematográficos de la época de oro del cine mexicano, ni al personaje al que se le había asignado una función precisa en la armonía ficticia de las zonas marginales en los años sesenta en Ciudad de México, en la que cada barrio o colonia contaba con sus vagabundos o sus “loquitos”.
Abuelos urbanos de los indigentes contemporáneos que rondan la normalización forzada de Ciudad de México, los locos y vagabundos de los años setenta y ochenta se dispersaron y multiplicaron al calor de las modernizaciones autoritarias de la ciudad, recalaron en lugares inesperados y poco a poco poblaron con su presencia lastimada la imaginación apocalíptica del nuevo siglo. Se confundieron con los rostros y cuerpos de la nueva edad de la indigencia y la miseria, subieron a los vagones del Metro para formar parte del ejército de estropeados que cantaba o se acostaba sobre los vidrios de botellas destrozadas o simplemente pedía unas monedas al tiempo de invocar silenciosamente su daño, sus muñones, su silueta extraviada en la anomalía. Poblaron las esquinas, los semáforos, las grandes avenidas, los viaductos y los periféricos, hechizados por la inmovilidad vehicular, por las interminables filas de automóviles. Los estropeados le mostraron a la ciudad, una vez más, los colmillos de una indiferencia radical hacia esa vida que se derrama de sus mitos y aspiraciones cosmopolitas, de las ilusiones de un progreso vapuleado también por las últimas crisis.
Espina dorsal del sinsentido urbano, los estropeados extienden su reino de sombras gracias a las miradas que distribuyen y jerarquizan los lugares de los marginados, de los expulsados del gran mito de la normalidad civilizatoria. Son los que desertaron del proyecto masificado de la superación personal, de la felicidad inquebrantable y abnegada del hogar, de la casita de interés social, del coche a crédito, de la escuela particular de los niños, de los deberes agotadores de padre, madre, hijo, esposo, empleado, patrón, de la normalidad urbana, de la vida como Dios manda. Más bien, se inscribieron en el programa sin retorno de la nada y el abandono escenificado en la gran ciudad y representaron, de múltiples formas, el nivel cero de la aspiración social y económica. Niños, niñas y jóvenes de la calle, vagabundos, locos y locas, limpiavidrios, indigentes, drogadictos, flaneras, mendigos, ancianas vencidas por la demencia senil, alcohólicos terminales, seres humanos que flotan en las aguas negras de la imaginación de Ciudad de México en su interminable viaje hacia un lejanísimo e imposible Primer Mundo.
Yo conocí a tres, a medio camino entre el daño físico estigmatizado y una frágil normalidad. Uno de ellos, el Robinson, navegaba en las aguas tranquilas del vagabundo amable que se transformaba en un ropavejero de ocasión. Lucía una larga barba y unas ropas holgadas, raídas por el uso rudo de su condición de extraviado. Gritaba por las calles del primer cuadro de Coyoacán, las que van de Miguel Ángel de Quevedo a Río Churubusco, de Universidad a División del Norte. Pedía –casa por casa– ropa vieja, muebles inservibles, chácharas, curiosidades abandonadas, objetos horribles que habían sido expulsados del gusto familiar, carreolas, pantuflas, trastes, desperdicios de familia. Asustaba a los desprevenidos y simulaba una fiereza de loco a la defensiva.
Cuando estaba de buen humor y portaba algún traje que había recogido en su itinerario matutino, simulaba que litigaba en los tribunales y durante horas escenificaba un soliloquio jurídico que obligaba a sospechar que en su lejana vida normalizada había sido abogado. De lejos parecía que el Robinson no sufría ningún daño físico, ninguna anormalidad mental. Más bien, lo recuerdo entregado a su lozanía callejera, a su particular forma de mover la boca y rascarse la barba. Hablaba fluidamente y fumaba. Alguna vez se habrá detenido a platicar con mi padre. Le habrá contado un pasado inventado. Varias veces lo escuché decir opiniones desconectadas, a veces en medio de la risa estruendosa, a veces en la desgana cotidiana. Recuerdo especialmente unas cuantas palabras suyas, perdidas ahora en el infinito de algún pasado. Espectrales palabras que ahora se me aparecen como filtradas por un gesto opaco que se extiende en el tiempo. No sé si yo mismo las he inventado para justificar su presencia o si con los años se han gastado tanto que ahora tengo que imaginarlas así para poder recuperarlas: “Los que me miran se incomodan con mi presencia, mi figura los daña. No se dan cuenta que cuando les doy lástima o les arranco alguna indulgencia, un desprecio y hasta un saludo, veo en sus ojos lo peor de los seres humanos. En mis ojos cabe toda su miseria”.
El Robinson murió atropellado a mediados de los años ochenta, no se sabe en qué callé o avenida. Nadie reclamó su cuerpo.
El Alazán y el Caje tiraban basuras en el Mercado de Coyoacán. A veces lavaban los pisos de las carnicerías, muy de mañana, antes de que abrieran los negocios. Hacían “mandados” y de vez en cuando vagaban por el basurero o por el andén donde se descargaba la fruta y las reses chorreantes de sangre fresca. Se especulaba que entre ellos había una rivalidad de estropeados y que ambos vivían en cuartos cercanos, sin luz y sin servicios, en Santo Domingo. El Alazán era moreno, de baja estatura y sólo tenía la mitad del paladar, lo que le impedía hablar fluidamente y con claridad. El Caje era alto y le faltaba un pedazo de lengua, también hablaba con dificultad y tenía los talones de ambos pies dañados, casi deshechos. Caminaba con pasos muy cortos y lentos, a veces tardaba hasta una hora en llegar a la parada del trolebús. En las tardes se tiraba a un lado del basurero y cantaba, entonaba canciones que no se sabía si eran boleros, cumbias, arrullos infantiles, si se las inventaba o si lloraba el dolor en los talones.
En los pasillos del mercado se cruzaban ocasionalmente y no faltaba quien los azuzara, la voz que los invitaba a romperse la madre nada más porque sí, porque los cargadores o los mismos carniceros o cualquier aburrido que presenciaba su estropeado cruce les inventaba un intercambio de maldiciones y los empujaba el uno contra el otro. El Caje y el Alazán protagonizaron sendas peleas, espectáculos en los que sus gritos y lamentos de estropeados, heridos por el flashazo de la estigmatización y las burlas, colmaban el morbo de los que disfrutaban de la sangre en la nariz, de la boca tasajeada, de la oreja casi arrancada con los dientes. Con sus gritos bizarros, con su particular habla dañada y su incomunicación perpetua con el mundo, que para mí todavía ocurren y seguirán ocurriendo por mucho tiempo, el Alazán y el Caje me llevan siempre a las palabras del Robinson. Estoy seguro que por su mirada también desfiló lo peor de los seres humanos. Ambos murieron a principios de los años noventa.
*Esta crónica es parte de La mirada de los estropeados, FCE, 2010.
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